Letras Libres
Roberto García Bonillla
Juan Rulfo estaba por cumplir treinta y ocho años cuando se publicó Pedro Páramo. Entre la publicación de su novela y la muerte de su autor transcurrieron más de tres décadas que vieron crecer el prestigio del escritor; su novela y los cuentos reunidos en El llano en llamas (1953) se llevaron a más de medio centenar de lenguas, y los tirajes en español se reprodujeron por cientos de miles. A los diecisiete años el escritor abrazó su libertad e inició su trabajo escritural. Había asimilado los conflictos de la fe y una espinosa disciplina formativa que se alimentó del confinamiento en el orfanatorio y en el seminario (1927-1934). Emergió su vocación y uno de sus gérmenes fue el asesinato de su padre cuando el futuro escritor contaba con seis años de edad. La crisis de la pérdida se acentuó cuatro años con la muerte de la madre. El niño sumergió y elaboró el duelo entre los libros de la casa materna de San Gabriel donde estaba la biblioteca de su abuelo y la del curato que se alojó ahí cuando las iglesias se cerraron durante la Cristiada.
La transfiguración del duelo en trabajo creador fue pausada y rotunda. Un decenio transcurrió desde la publicación de su primer texto –“La vida no es muy seria en sus cosas”– y la aparición de Pedro Páramo. Ese lapso será muy fructífero en la escritura y también en su trabajo fotográfico –sobre arquitectura, paisajes y retratos– que alternaba con el alpinismo.
Rulfo nunca consideró la escritura como un trabajo profesional y no le interesó lucrar con el oficio de escritor. Además de los cientos de textos introductorios y cuartas de forros que como editor escribió en las publicaciones del Instituto Indigenista, se conocen unos sesenta textos entre prólogos, presentaciones, ponencias, monografías; existen unos cuatrocientos más sobre arquitectura, casi todos inéditos. También fue un creador excepcional de imágenes. Dejó un archivo de unos seis mil negativos. El ejercicio de la escritura y la fotografía fueron para Rulfo una afición: “Para mí el único oficio es el de vivir.”
Conciliar el trabajo creador con la sobrevivencia cotidiana fue unos de los mayores retos en la vida de Rulfo quien provenía de familias adineradas de los Altos de Jalisco: el abuelo materno, Carlos Vizcaíno, había sido un millonario filántropo benefactor de los huérfanos de la región; la abuela materna quería que su nieto fuera sacerdote y la paterna que siguiera la abogacía como profesión y uno de los motivos que lo llevaron al seminario fue la ilusión de viajar a estudiar a Europa donde resplandecían los sueños y proyectos de todo aspirante a escritor.
Durante el verano de 1935 el joven Juan llega a la ciudad de México y por instancias de su tío, el coronel David Pérez Rulfo, ingresa al Colegio Militar; semanas después admite que no tenía dotes para la milicia. Se decide en definitiva por la literatura. No le revalidan los estudios y asiste como oyente a San Ildefonso –a la carrera de derecho– y a Mascarones a la Facultad de Filosofía y Letras. Antes, por recomendación del subsecretario de Guerra y Marina, general Manuel Ávila Camacho, ingresa en 1936 a la Secretaría de Gobernación –al departamento de Migración– como oficial quinto con un horario de nueve a trece horas y de dieciséis a diecinueve horas. El novel burócrata recibirá un modesto sueldo y a cambio tendrá muchas horas libres para escribir. Durante una década, sus rutinas estuvieron signadas por los cambios de adscripción, los viajes, y alguna suspensión del sueldo. En el expediente de Juan Rulfo en la Secretaría de Gobernación (glosado por Antonio Alatorre en “Cuitas del joven Rulfo, burócrata”, 1992) se advierten los modestos puestos del empleado Juan Pérez Vizcaíno.
Las ausencias laborales por debilitamiento físico fueron frecuentes; los médicos llegaron a indescifrables diagnósticos como “conmoción y choque nervioso”; eran los signos de un temperamento melancólico. Rulfo solicitó un permiso a finales de 1939. Tras cuatro meses regresó del aislamiento, al parecer había avanzado en “El hijo del desaliento”, novela que su autor rompió por considerarla “retórica” y “rimbombante”. Rescató un fragmento –“Un pedazo de noche”– que publicó en América su único guía literario y compañero en Gobernación, Efrén Hernández.
Los ingresos del naciente escritor aumentan con mucha lentitud; aprende las estrategias y los ritmos de la burocracia, y se sirve de las prebendas: horarios flexibles, cambios de adscripción, por ejemplo, a Guadalajara, desde donde realizó breves viajes y fungió como inspector en el norte del país. En ese tiempo se embelesó con una joven de trece años, Clara Aparicio, su futura esposa. Más tarde conoció a sus paisanos Juan José Arreola y Antonio Alatorre; a ellos les da cuentos que publican en Pan (1945-1946); el primero fue “Nos han dado la tierra”.
Rulfo regresará a la ciudad de México. La idea de una novela ya le “estaba dando vueltas en la cabeza”. Los lazos entre intuición y fantasía fructificarían diez años más tarde. El burócrata vive con un ingreso seguro aunque con ciertas restricciones, no siempre advertibles; su vestimenta proyecta más refinamiento que modestia y menos estrecheces que atildamiento. Asiste a los conciertos de la Sinfónica Nacional y compra muchos libros de literatura, historia y fotografía. Aunque el escritor recordaba con cariño sus años en Gobernación, nunca le estimularon sus labores en el palacio de Cobián. Las rutinas del joven no se acoplaban con los horarios de la oficina, la lectura vertebró muchos años los derroteros de su vida, era habitual que se amaneciera leyendo. Los libros mitigaron una vida sin sosiego. Con ironía llegó a escribir: “a todos los que les gusta leer mucho, de tanto estar sentados les da flojera hacer cualquier otra cosa”. Estaba dotado de una sensibilidad que se enriqueció en su contacto con las artes, en particular, la música clásica y la pintura. Y aunque era más adaptable que cuanto podría suponerse, denotaba cierta impericia frente a resoluciones cotidianas y asuntos prácticos.
Irrumpe la exaltación de la pasión juvenil. Emprende largas caminatas, sitúa los ambientes de su obra y se afana escribiendo cartas a su novia (publicadas más tarde en Aire de las colinas, 2000): se manifiesta un artista cuya idealización del amor convive con un pesimismo –proclive a la melancolización– y una autocrítica que alcanza la parodia. Deja la Secretaría de Gobernación (1947) porque encuentra un mejor ingreso en la Goodrich Euzkadi; ahí se desempeña como “fiscal de obreros”: capataz. Labor insoportable. Pasa al departamento de Publicidad y se convierte en vendedor de llantas. Viaja y conoce todo el país. Es contertulio de la revista América y empieza a despuntar como escritor. Contrae matrimonio en 1948.
Al paso del tiempo las presiones económicas crecen. Procrea una hija y tres hijos. Quiere conjugar, sin grandes frutos, la creación con la sobrevivencia. Intenta trabajar en la industria del cine. Publica sus fotografías en América (1949), en Mapa –donde también es editor–, en la guía turística de la Goodrich Euzkadi en la cual también escribe sobre historia, arqueología y estadística. Rulfo diversifica sus actividades pero sus aspiraciones son artísticas más que remunerativas. El enamoramiento lo ha llevado a transferir el mundo práctico con el de las emociones (“Ahora me siento de otro modo. Ya no me siento pobre. Lo que tú [Clara] representas para mí es el mayor de los bienes”).
A fines de 1953 renuncia a la Goodrich y la beca que recibe del Centro Mexicanos de Escritores (1952-1954) es un alivio que le permite sobre todo dedicarse a escribir. Reúne y decanta los cuentos ya publicados; añade ocho más y conforma El llano en llamas. Tres lustros más adelante agregaría dos cuentos y suprimiría “Paso del norte” que reaparecerá en 1980. La prolongada gestación de su novela llega a las hojas en blanco: trabaja con vehemencia y después de cuatro meses suma trescientas páginas manuscritas que al llegar a la máquina de escribir se reducen a la mitad. En septiembre de 1954 entrega a la editorial el original de la novela con el título “Los murmullos”. Sin trabajo estable, se gana la vida haciendo guiones y adaptaciones comerciales, más adelante labora en la Comisión del Papaloapan como asesor de campo sobre población y sus tradiciones. El escritor recordará que ese trabajo –la construcción de una planta eléctrica (1955-1956)– le gustó como ningún otro. Escribe también en el Dictamen de Veracruz.
La publicación de Pedro Páramo en 1955 alterará la vida de su autor. Los cuentos quedan opacados ante la novela que gana la atención y los elogios de la crítica. La primera edición se agota con lentitud, pero a partir de 1959 las reediciones de ambos libros serán constantes. Poco antes de la muerte del escritor jalisciense solo en el Fondo de Cultura Económica –su casa editora hasta 1998– se habían vendido alrededor de un millón de ejemplares de cada uno de sus libros, de cuyas regalías nunca pudo vivir Rulfo.
La incertidumbre por la sobrevivencia aparece. Entre 1955 y 1963 Rulfo ejerce las más diversas actividades: es becario de El Colegio de México (1956-1958), imparte clases de estilo en la unam; es guionista –por ejemplo en Paloma herida, de Emilio el Indio Fernández–; dictamina guiones y es inspector de filmaciones extranjeras; realiza –por encargo de José Luis Martínez– fotografías para la revista Ferronales; recopila anuarios de ilustraciones históricas para la televisión de Guadalajara, e inicia su asesoría en el Centro Mexicano de Escritores. Las carencias económicas conviven con el prestigio en ascenso. La obra de Juan Rulfo se traduce a cada vez más idiomas. Son los años en que el alcoholismo abisma todavía más su vida interior. La cima de un prosista se transfiguró en la desdicha de un hombre en conflicto que sobrelleva la fama con autocrítica inclemente.
La escritura de “La cordillera” se alargó y cuando, por fin, el manuscrito estaba en la editorial, Rulfo recogió la novela del escritorio de Arnaldo Orfila Reynal y dijo: “me la llevo porque tiene mucha sangre”. Los cuentos de “Días sin floresta”, contratados con la editorial Grijalbo, no conocieron la luz pública porque su autor no concluyó las correcciones.
Los últimos veintitrés años de su vida Rulfo trabaja en el Instituto Nacional Indigenista (ini) en puestos editoriales: de redactor y corrector de textos de antropología social a jefe del departamento de publicaciones. La fama crece; las invitaciones al extranjero se hacen cada vez más frecuentes y las ediciones de su obra se multiplican en distintos sellos editoriales. La crítica académica sobre su obra se vuelve una industria; llegan los honores de Estado que él recibe con azoro y entusiasmo trenzados.
A la pregunta sobre su silencio editorial, una respuesta habitual es que no tiene tiempo para escribir porque debe trabajar y mantener a su familia. Llega a decir: “Después de la salida de Pedro Páramo vinieron muchas fiestas, muchos cocteles, muchas desveladas; ese ritmo se me fue convirtiendo en un problema y, más tarde, después de una cura antialcohólica, dejé de escribir.” Aunque no deja de escribir, con excepción de El gallo de oro y otros textos para cine (1980), no entrega más originales a las editoriales. ¿Rulfo necesitaba tiempo para escribir; la autocrítica liquidó sus tentativas escriturales, o dejó dicho todo en dos célebres libros? ¿La abstinencia anestesió la imaginación literaria del escritor o la astenia se adueñó de sus aspiraciones en la república de las letras?
Tras una lectura que comparte con Günter Grass en Berlín –a mediados de 1982–, Rulfo declara que muy pronto se dedicará exclusivamente a la escritura. Meses más tarde, ya jubilado, regresa al ini, contratado por honorarios. Rulfo nunca abandona sus aspiraciones escriturales aunque la depresión –aun hoy rodeada de más enigmas que certezas– lo persigue sin tregua como fiera silenciosa. Es postulado para el Premio Cervantes; no haberlo obtenido mengua su salud ya debilitada. Se le diagnostica enfisema pulmonar; cuatro meses después, mientras duerme en su casa al sur de la ciudad de México, muere como un hombre común. Tras las exequias oficiales, los medios de comunicación reproducen con exaltación la conmoción de la cultura mexicana y sus representantes a través de pésames y encomios en torno al escritor que arrastró la pesadumbre de su silencio con laconismo imperturbable. ~
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