Laberinto
Julio Ortega
Borges postuló
que todo gran escritor inventa a sus precursores. Esto es, una obra mayor levanta
una nueva genealogía literaria. No se trata de influencias ni de modelos
dominantes, sino de algo más creativo y dinámico: nuestros escritores favoritos
nos reordenan la biblioteca. Borges, por ejemplo, nos remite a De Qincey y Kafka.
García Márquez a Rabelais y la Crónica de Indias. Carlos Fuentes al Quijote,
a Balzac, a la narrativa gótica. Para proseguir la provocación borgeana, he
propusto considerar no la historia sino el futuro: cada escritor mayor inventa
a sus lectores. En el siempre cambiante espacio de la lectura, hoy las
genealogías se nos han hecho melancólicas: más que las raíces nos importan los
próximos frutos. La lectura nos renueva.
Quizá por eso,
porque en la literatura siempre todo está por hacerse, es que nos obsesiona la
construcción de un canon, las listas de autores y libros favoritos, las
antologías y muestras proliferantes, los concursos fugaces y los premios
multiplicados. Carlos Fuentes debe haber sido de los primeros escritores que
asumió la construcción de un canon como una apuesta por el porvenir literario.
No para afirmar una lista en contra de otra sino porque Fuentes ha sido el
primer escritor nuestro que entendió que la literatura no es solo histórica ni
solamente actual: es, sobre todo, venidera. Por eso, le importaron tanto las
voces del relevo, las ramificaciones intrincadas que produjo la nueva novela
latinoamericana. Como buen escritor moderno, creía que las mejores obras se
están escribiendo ahora mismo.
Fuentes se debía
a sus lectores, y se pasó la vida abriendo camino en la lectura, espacio en la
proyección internacional de nuestra novela, y emancipación creativa gracias a
la superación de las letras nacionales, esos cánones modestos y obligatorios.
Me ha sorprendido
descubrir que Fuentes, sin embargo, no se dedicó a cultivar un solo canon, ni
siquiera el del “boom” de la novela latinoamericana. Se rebelaba periódicamente
contra el panteón dominante de los escritores localísimos que, incapaces de
ganar un concurso, denigraban la competencia y cultivaban la clientela. Me ha
parecido descubrir que cada tanto, más pronto que tarde, Fuentes ampliaba su
canon de narradores con nuevos y diversos autores, ensayando en el campo de la
lectura, algo deportivamente, nuevos ordenamientos, conjuntos de voces
distintas, que sumaban una cierta representatividad tentativa de lenguas,
tiempos, formas, reescrituras y, sobre todo, innovación.
Esos ensayos de
cánones permanentemente revisados son siempre inclusivos. Son catálogos no del
tamaño de lo real, sino breves, desprejuiciados y casi celebratorios. Pocas
cosas le apasionaban más que descubrir a un nuevo escritor. Me atribuía
haberlos leído a todos, pero me sorprendía con un nuevo entusiasmo suyo. Juntos
organizamos varias sumas de escritores de América Latina y España para foros en
Madrid, México, El Escorial, y los coloquios en mi universidad, donde fue
profesor visitante los últimos 15 años de su vida. Cuando pienso en el trabajo
que Fuentes me ha dado, me doy cuenta que no fue menor el que yo le di a él.
El primer canon
que Fuentes nos propuso es La nueva novela hispanoamericana
(1969), un verdadero manifiesto del escenario del “boom,” que incluye a sus
gestores (Borges, Carpentier), a sus protagonistas (Cortázar, Vargas Llosa,
García Márquez) y, en la otra orilla de la lengua, a Juan Goytisolo. El
epígrafe es revelador: “mitologías sin nombre, anuncio de nuestro porvenir.” La
nueva novela, en efecto, se desarrolló en nuestra lectura como una biografía
incluyente. Bajo el impulso del cambio, que lo excedía, Fuentes a fines de ese
mismo año dio a conocer, en Excélsior, otro canon, que demostraba
que él era ya un escritor creado por la biografía de lo nuevo. Ese texto suyo, se
titula:
“Mis novelas de
los sesentas,” y lleva como subtítulo una enmienda irónica: “selección personal
y arbitraria de Carlos Fuentes.”
Es un balance de
novelas preferidas en áreas lingüísticas, y constituye una verdadera Biblioteca
Fuentes. Transcribo el AREA IBÉRICA:
Rayuela de
Julio Cortázar.
Gran sertón:
veredas de Joao Guimaraes Rosa.
Cien años de
soledad de Gabriel García Márquez.
El siglo de las
luces de Alejo Carpentier.
La ciudad y los
perros y La casa verde de Mario Vargas Llosa.
El astillero y Juntacadáveres
de Juan Carlos Onetti.
Tres tristes
tigres de Guillermo Cabrera Infante.
De donde son los
cantantes de Severo Sarduy.
Paradiso de
José Lezama Lima.
Gazapo de
Gustavo Sainz.
El lugar sin
límites de José Donoso.
De perfil de
José Agustín.
Señas de
identidad de Juan Goytisolo.
Tiempo de
silencio de Luis Martín Santos.
Los albañiles de
Vicente Leñero.
La traición de
Rita Hayworth de Manuel Puig.
Morirás lejos de
José Emilio Pacheco.
Muerte por agua de
Julieta Campos.
La atención que
Fuentes arriesga con los más jóvenes declara su filiación por las promesas de
lo nuevo. Las primeras novelas de Sainz y Agustín, es cierto, parecían entonces
desencadenar las voces más recientes con la formalidad del riesgo y la frescura
de una juventud que empezaba a ocupar los espacios de mediación urbana, entre
ellos la novela. Morirás lejos, de Pacheco, reconstruía un evento
crucial de la historia de la violencia moderna, solo que lo hacía sumando en
ella el linaje de la matanza como un modelo histórico condenado a repetirse
implacablemente.
Después, al calor
de la época, Fuentes ensayó nuevos ordenamientos, incluyendo siempre otras
voces de distintos países. En su última compilación de ensayos, La gran
novela latinoamericana, ya no se trata de un canon sino de un balance
sumario de notas refundidas. Pero aun en ese panorama expositivo es posible
recuperar la curiosidad de Fuentes por los frutos del tiempo, que son ya parte
de nuestra biblioteca.
Si no me
equivoco, dividió su espacio de lectura en varias constelaciones: Argentina (seguía con devoción las obras de Sylvia
Iparraguirre, Martín Caparrós, y Matilde
Sánchez); Chile (exploraba con gusto, entre los autores recientes, las obras de
Arturo Fontaine, Carlos Franz y Sergio Missana); Colombia (prefería las novelas
de Santiago Gamboa y Juan Gabriel Vásquez); Puerto Rico (leyó a Luis Rafael
Sánchez y a Rosario Ferré). De Brasil leía a Nélida Piñon y de Nicaragua a
Sergio Ramírez, con quienes tuvo una gozosa complicidad. De Perú, valoró las novelas
de Alfredo Bryce Echenique. No repetiré lo mucho que ha dicho sobre escritores
mexicanos, pero recuerdo ahora su estima de la prosa de Alejandro Rossi y
Sergio Pitol; la atención que le dedicó a las novelas de Fernando del Paso,
Federico Reyes Heroles e Ignacio Solares, tentado por la libertad con que representaron
los delirios de la feroz historia mexicana. Tuvo una admiración alegre por Carlos
Monsiváis, y una admiración afectiva por José Emilio Pacheco. Apreciaba la
prosa artística de Hernán Lara Zavala, Carmen Boullosa y Cristina Rivera Garza.
Se sintió renovado con la lectura de Jorge Volpi, Ignacio Padilla, Pedro Ángel
Palou y Xavier Velasco. Fue dolorosamente fiel a sus primeras amistades
literarias: no cesó de dar batalla por la mejor difusión de José Donoso, y
siempre lamentó que Salvador Elizondo, su admirado amigo de juventud, siguiera
siendo tan poco conocido.
En la
vasta república de las letras, Carlos Fuentes imaginó un mundo de la
inteligencia fraterna, menos encarnizado
y más inclusivo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario