domingo, 12 de mayo de 2013

Carlos Fuentes, un año despues

11/Mayo/2013
Laberinto


Dos cenas
Carlos Franz
Una semana antes de morir, Carlos Fuentes estuvo cenando en mi casa, en Santiago de Chile. Mi mujer se desvivió ante la posibilidad de retribuir tantas atenciones anteriores de Fuentes: en Madrid, en México, en Aix–en–Provence, entre otras. Por eso se esmeró en presentar una mesa bonita y en preparar una comida escogida. Dispuso un mantel largo, copas de cristal, contrató a un camarero.
Carlos y Silvia llegaron muy puntuales y elegantes, como siempre. Después de unos aperitivos con pisco sour y mariscos, pasamos a la mesa. La conversación mezcló, sin aparentes fisuras, la literatura universal y la política contemporánea. Era parte del estilo inimitable de Fuentes su habilidad para conectar Guerra y Paz, de Tolstoi, con la guerra contra el narco en México, por ejemplo, haciendo patente que una podía iluminar a la otra. Fuentes tenía esa capacidad de hacer actual la tradición y enlazarla con la acción contemporánea.
Sus dedos finos, culminados en uñas largas, de mandarín, manejaban los cubiertos con delicadeza, pinchando y cortando la carne frugalmente. Se lo veía pálido y cansado. Envejecido desde la última vez que nos vimos. Venía de un viaje de seis semanas, nos contó, por cinco países. A último minuto, estando en Buenos Ares, había decidido agregar esta sexta parada, en Chile. Aun así se sentaba muy recto en su silla y, mostrando sus perfectos modales, animaba con bríos y gentileza la conversación, siempre demasiado veloz, de sus amigos chilenos invitados a la cena. Esos modales suyos eran una parte necesaria de su manera de ver y encarnar la cultura, como fuerza civilizadora.
Por mi parte, yo lo escuchaba hablar y lo miraba comer, más bien en silencio. Me preguntaba de dónde sacaba Fuentes esa energía a sus 83 años. Y también experimentaba esa curiosa sensación de déjà vu, de ya haber visto antes esa escena. ¿Pero dónde?
Al fin lo recordé. En su ensayo titulado “Cómo empecé a escribir”, Carlos Fuentes narró su encuentro con Thomas Mann, en Suiza, en 1950. Fuentes tenía solo 22 años y unos amigos suyos lo habían invitado a cenar en un lujoso restaurante, que flotaba sobre una balsa en el lago de Zurich. Era una cálida noche de verano y el joven notó que en la mesa vecina cenaba un señor septuagenario. Mudo de admiración reconoció a Mann. Así lo describe: “Era un hombre tieso y elegante, vestido con un traje cruzado blanco e inmaculadas camisa y corbata. Sus largos y delicados dedos cortaban el faisán frío casi con exquisitez. Pero incluso comiendo me pareció indoblegable, con una espalda recta y un porte militar. Su envejecido rostro mostraba una ‘creciente fatiga’, pero el orgullo con el cual sus labios y mandíbulas se cerraban buscaba desesperadamente esconder el hecho, mientras sus ojos titilaban con su ‘fogosa fantasía’. […] Thomas Mann se las había arreglado para, a partir de su soledad, encontrar esa afinidad ‘entre el destino personal del autor y aquel de sus contemporáneos en general’.”
Ahora que escribo esto, temo que se vaya a creer que yo he inventado esa postrera semejanza, incluso física, entre Fuentes y Mann, con la impune fantasía que se nos atribuye a los novelistas. Pero no, más bien fue Fuentes el que asumió como un deber esa similitud. Y luego tuvo el coraje y la energía para ser fiel a ella, prácticamente hasta el día de su muerte.
Carlos Fuentes representó, para Hispanoamérica, lo que Thomas Mann llegó a representar para Europa: un hombre universal, en el cual se sintetizó la cultura de su época. Esa enorme y acaso imposible tarea exigía una voluntad titánica. Voluntad que, sin embargo, solo se justificaba si se ejercía con gracia, con ligereza, como si no pesara.
Cuando nos levantamos de la mesa Fuentes aún se dio tiempo para examinar mi biblioteca. Decir unas cuantas gentilezas sobre mis libros favoritos. Esconder cualquier urgencia por partir, a pesar del notorio cansancio. Al día siguiente me llegó una amable nota, enviada desde su hotel, agradeciendo la cena. Dos días más tarde, preocupado de que no me hubieran remitido su nota, me llamó desde México para decirme lo mismo. Cinco días después había muerto.

La elegancia de Fuentes
Santiago Gamboa
Sigo creyendo que la muerte de Carlos Fuentes, hace ahora un año, fue otro de esos episodios suyos marcados por el estilo y la elegancia. Haber vivido 85 años sin deterioro físico notable y un día morirse casi sin sufrir, aparte del momento de la muerte (supongo que será con dolor, pero es una suposición, nunca lo he vivido) me parece una suerte increíble. Firmaría desde ya por algo así, incluso con diez años menos de saldo. ¿Cómo será la propia muerte? Dijo Petrarca: “Un bel morir tutta una vita onora”.
Conocí poco a Fuentes, más o menos desde el 2008, pero en esos años fue amable y generoso y pude hablar con él de mil temas. ¿Le pregunté por la muerte? Recuerdo haber hablado con él sobre las muertes prematuras de escritores, y que él dijo que un escritor, en el fondo, nunca moría prematuramente así muriera de 20 años, pues si moría como escritor es porque había concluido su trabajo, y que a veces la muerte se encargaba de completar el ciclo.
Pero este no fue su caso: él sí pudo concluir su obra, darle un sentido global e insertarla en el tiempo y en la Historia, organizarla y rebautizarla con el nombre de “La edad del tiempo”, haciendo que cada novela fuera pieza de una maquinaria relojera más grande. Supongo que esto es el resultado de algo bastante obvio y es que en la literatura no existe el retiro por edad, ningún escritor se jubila y por lo tanto sigue y sigue reflexionando sobre su propio trabajo, el presente y el pasado de su trabajo. Incluso, por qué no, sobre el futuro.
Con los avances de la medicina y la ciencia la situación de longevidad será cada vez más visible y los escritores vivirán más. Esto podría llegar a ser algo monstruoso. ¿Se imaginan que Balzac estuviera vivo aún, con 202 años recién cumplidos? Calculo que habría podido escribir 75 mil páginas más, lo que sería francamente enloquecedor, y además sería considerado de la misma “generación” de Victor Hugo y Stendhal, y puede que también de la de Dostoievski, “la generación del siglo XIX”, pues la longevidad tiende a acercar las fechas.
Visto así, la muerte es una mano que detiene con suavidad a otra mano que escribe, y esto es razonable. Más razonable aún cuando el autor, como fue el caso de Fuentes, logra organizar su obra y darle un rumbo en medio de la nada, para que perdure en un sentido y orden específico y no a la deriva, como le sucede a tantos libros. Esto de la nada, en literatura, es también extraño. Cuando escribo me asalta la idea de que las novelas, todas, ya están acabadas en alguna parte, y que uno lo que hace es “traerlas” a la realidad del lenguaje y la imaginación. Pero entonces, ¿qué pasará con las novelas de Fuentes que no escribió ni escribirá?, ¿se quedarán flotando en esa especie de nada o magma esencial? Creo recordar que una vez Fuentes opinó al respecto, algo así como: “El mundo de lo no escrito siempre será más grande, abismalmente mayor que el de lo escrito”. Esto nos permite pensar que “La edad del tiempo” podría haber llegado a tener 100 mil páginas si la longevidad de Fuentes le hubiera dado más oportunidades. ¿Y por qué no un millón de páginas? Acá entraríamos, como con Balzac, al terreno algo monstruoso del virtuosismo infinito. Pero no fue así, pues con su proverbial elegancia, Fuentes llegó hasta un punto y luego, pudorosamente, se retiró, para que hoy podamos recordarlo.

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