Laberinto
Dos
cenas
Carlos
Franz
Una semana antes de morir, Carlos Fuentes
estuvo cenando en mi casa, en Santiago de Chile. Mi mujer se desvivió ante la
posibilidad de retribuir tantas atenciones anteriores de Fuentes: en Madrid, en
México, en Aix–en–Provence, entre otras. Por eso se esmeró en presentar una
mesa bonita y en preparar una comida escogida. Dispuso un mantel largo, copas
de cristal, contrató a un camarero.
Carlos y Silvia llegaron muy puntuales y
elegantes, como siempre. Después de unos aperitivos con pisco sour y mariscos,
pasamos a la mesa. La conversación mezcló, sin aparentes fisuras, la literatura
universal y la política contemporánea. Era parte del estilo inimitable de Fuentes
su habilidad para conectar Guerra y Paz, de Tolstoi, con la
guerra contra el narco en México, por ejemplo, haciendo patente que una podía
iluminar a la otra. Fuentes tenía esa capacidad de hacer actual la tradición y enlazarla
con la acción contemporánea.
Sus dedos finos, culminados en uñas
largas, de mandarín, manejaban los cubiertos con delicadeza, pinchando y cortando
la carne frugalmente. Se lo veía pálido y cansado. Envejecido desde la última
vez que nos vimos. Venía de un viaje de seis semanas, nos contó, por cinco
países. A último minuto, estando en Buenos Ares, había decidido agregar esta
sexta parada, en Chile. Aun así se sentaba muy recto en su silla y, mostrando
sus perfectos modales, animaba con bríos y gentileza la conversación, siempre
demasiado veloz, de sus amigos chilenos invitados a la cena. Esos modales suyos
eran una parte necesaria de su manera de ver y encarnar la cultura, como fuerza
civilizadora.
Por mi parte, yo lo escuchaba hablar y lo
miraba comer, más bien en silencio. Me preguntaba de dónde sacaba Fuentes esa
energía a sus 83 años. Y también experimentaba esa curiosa sensación de déjà
vu, de ya haber visto antes esa escena. ¿Pero dónde?
Al fin lo recordé. En su ensayo titulado
“Cómo empecé a escribir”, Carlos Fuentes narró su encuentro con Thomas Mann, en
Suiza, en 1950. Fuentes tenía solo 22 años y unos amigos suyos lo habían
invitado a cenar en un lujoso restaurante, que flotaba sobre una balsa en el
lago de Zurich. Era una cálida noche de verano y el joven notó que en la mesa
vecina cenaba un señor septuagenario. Mudo de admiración reconoció a Mann. Así
lo describe: “Era un hombre tieso y elegante, vestido con un traje cruzado
blanco e inmaculadas camisa y corbata. Sus largos y delicados dedos cortaban el
faisán frío casi con exquisitez. Pero incluso comiendo me pareció indoblegable,
con una espalda recta y un porte militar. Su envejecido rostro mostraba una
‘creciente fatiga’, pero el orgullo con el cual sus labios y mandíbulas se
cerraban buscaba desesperadamente esconder el hecho, mientras sus ojos
titilaban con su ‘fogosa fantasía’. […] Thomas Mann se las había arreglado
para, a partir de su soledad, encontrar esa afinidad ‘entre el destino personal
del autor y aquel de sus contemporáneos en general’.”
Ahora que escribo esto, temo que se vaya
a creer que yo he inventado esa postrera semejanza, incluso física, entre Fuentes
y Mann, con la impune fantasía que se nos atribuye a los novelistas. Pero no,
más bien fue Fuentes el que asumió como un deber esa similitud. Y luego tuvo el
coraje y la energía para ser fiel a ella, prácticamente hasta el día de su
muerte.
Carlos Fuentes representó, para
Hispanoamérica, lo que Thomas Mann llegó a representar para Europa: un hombre
universal, en el cual se sintetizó la cultura de su época. Esa enorme y acaso
imposible tarea exigía una voluntad titánica. Voluntad que, sin embargo, solo
se justificaba si se ejercía con gracia, con ligereza, como si no pesara.
Cuando nos levantamos de la mesa Fuentes
aún se dio tiempo para examinar mi biblioteca. Decir unas cuantas gentilezas
sobre mis libros favoritos. Esconder cualquier urgencia por partir, a pesar del
notorio cansancio. Al día siguiente me llegó una amable nota, enviada desde su
hotel, agradeciendo la cena. Dos días más tarde, preocupado de que no me hubieran
remitido su nota, me llamó desde México para decirme lo mismo. Cinco días
después había muerto.
La elegancia de Fuentes
Santiago Gamboa
Sigo creyendo que la muerte de Carlos Fuentes, hace ahora un año,
fue otro de esos episodios suyos marcados por el estilo y la elegancia. Haber
vivido 85 años sin deterioro físico notable y un día morirse casi sin sufrir,
aparte del momento de la muerte (supongo que será con dolor, pero es una
suposición, nunca lo he vivido) me parece una suerte increíble. Firmaría desde
ya por algo así, incluso con diez años menos de saldo. ¿Cómo será la propia
muerte? Dijo Petrarca: “Un bel morir tutta una vita onora”.
Conocí poco a Fuentes, más o menos desde el 2008, pero en esos años
fue amable y generoso y pude hablar con él de mil temas. ¿Le pregunté por la
muerte? Recuerdo haber hablado con él sobre las muertes prematuras de
escritores, y que él dijo que un escritor, en el fondo, nunca moría
prematuramente así muriera de 20 años, pues si moría como escritor es porque
había concluido su trabajo, y que a veces la muerte se encargaba de completar
el ciclo.
Pero este no fue su caso: él sí pudo concluir su obra, darle un
sentido global e insertarla en el tiempo y en la Historia, organizarla y
rebautizarla con el nombre de “La edad del tiempo”, haciendo que cada novela
fuera pieza de una maquinaria relojera más grande. Supongo que esto es el
resultado de algo bastante obvio y es que en la literatura no existe el retiro
por edad, ningún escritor se jubila y por lo tanto sigue y sigue reflexionando
sobre su propio trabajo, el presente y el pasado de su trabajo. Incluso, por
qué no, sobre el futuro.
Con los avances de la medicina y la ciencia la situación de
longevidad será cada vez más visible y los escritores vivirán más. Esto podría
llegar a ser algo monstruoso. ¿Se imaginan que Balzac estuviera vivo aún, con
202 años recién cumplidos? Calculo que habría podido escribir 75 mil páginas
más, lo que sería francamente enloquecedor, y además sería considerado de la
misma “generación” de Victor Hugo y Stendhal, y puede que también de la de
Dostoievski, “la generación del siglo XIX”, pues la longevidad tiende a acercar
las fechas.
Visto así, la muerte es una mano que detiene con suavidad a otra mano
que escribe, y esto es razonable. Más razonable aún cuando el autor, como fue
el caso de Fuentes, logra organizar su obra y darle un rumbo en medio de la
nada, para que perdure en un sentido y orden específico y no a la deriva, como
le sucede a tantos libros. Esto de la nada, en literatura, es también extraño.
Cuando escribo me asalta la idea de que las novelas, todas, ya están acabadas
en alguna parte, y que uno lo que hace es “traerlas” a la realidad del lenguaje
y la imaginación. Pero entonces, ¿qué pasará con las novelas de Fuentes que no
escribió ni escribirá?, ¿se quedarán flotando en esa especie de nada o magma
esencial? Creo recordar que una vez Fuentes opinó al respecto, algo así como:
“El mundo de lo no escrito siempre será más grande, abismalmente mayor que el
de lo escrito”. Esto nos permite pensar que “La edad del tiempo” podría haber
llegado a tener 100 mil páginas si la longevidad de Fuentes le hubiera dado más
oportunidades. ¿Y por qué no un millón de páginas? Acá entraríamos, como con
Balzac, al terreno algo monstruoso del virtuosismo infinito. Pero no fue así,
pues con su proverbial elegancia, Fuentes llegó hasta un punto y luego,
pudorosamente, se retiró, para que hoy podamos recordarlo.
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