El Universal
Un pintor que tuve la suerte de conocer casi una década atrás, Jonathan Barbieri, me invitó hace unos años a escribir un conjunto de relatos para publicar en un libro y acompañar así la serie de sus pinturas y dibujos que él tituló “La pierde almas”. Buena parte de esa obra tenía como motivo las cantinas y los seres que viven o aparecen en ellas como alucinaciones nocturnas. Tiempo después de publicado este libro, Barbieri, que actualmente reside en Oaxaca, se involucró con otro artista, Salvador Robles, en la elaboración de un mezcal artesanal que llevaba también el nombre de Pierde Almas. En la estampa que acompaña a la botella viene además de uno de sus dibujos una frase que dice: ¡Otra vez esta maldita felicidad! Cualquiera que sea bebedor podrá reconocer en esta exclamación casi un grito de batalla. No es sencillo definir la felicidad sin caer en retruécanos, pero cuando se han bebido unas buenas copas la sensación de que un espíritu venido de los principios del mundo se ha apoderado de nuestro semblante para despertarlo y sacarlo de su postración cotidiana se hace palpable. Y entonces uno es capaz de encontrar simpatía hasta en las personas más anodinas o hacer que los perros caminen por las paredes.
No comprendo a los abstemios y cuando debo tratar con uno de ellos prefiero dejar que sigan su camino. La prueba de mi tolerancia es que pese a no comprenderlos no intentaría condenarlos ni pedirles que bebieran vino con miras a mejorar su humor o con el fin de que fueran, al menos por algunas horas, una mejor compañía. Todos sabemos que en muchos casos la bebida transforma en brutos a las personas más delicadas y que más de un desgraciado se vale del vino para cometer desmanes. Sin embargo, nadie podría afirmar que eso es motivo suficiente para condenar a quienes beben y se aproximan a esa extraña felicidad, imposible de definir aunque sencilla de reconocer cuando se instala seductora a nuestro lado. Se tolera a los abstemios siempre y cuando ellos también lo sean y no se conviertan en sacerdotes que acusan o desprecian a los bebedores. El escritor Carlos Barral veía en esta clase de personas a enfermos que sostenían sus argumentos en una sanidad inhumana, en estadísticas vacías, en parábolas amenazantes o en imágenes conductistas que te muestran un órgano destruido, pero no la humillación de la pobreza o la miseria de una vida dedicada a cumplir rutinas que empobrecen los sentidos (y que por momentos el alcohol logra suavizar). De los abstemios más conservadores dice Barral que ignoran la gloria de los paraísos artificiales, el aliento de la imaginación creativa, la mitigación de las timideces y la burbuja de cordialidad que envuelve a quienes aprecian el vino.
Los retenes que se imponen en nuestra ciudad para detener a los conductores, someterlos a una prueba y después encerrarlos en crujías o negarles la posibilidad de que se marchen a sus casas a dormir complacidos después de una buena velada, son una muestra de la barbarie de nuestros gobernantes. Nadie sería tan necio como para afirmar que las personas tienen derecho a conducir ebrias y a poner en peligro vidas de terceros. Y cuando lo hacen y son detenidas por esos bondadosos seres que encarnan en “a policía” entonces deben cumplir un castigo, sea el retiro de su licencia, una multa o la momentánea inmovilización de su vehículo. Ahora bien, ¿por qué razón se les encierra o se les detiene por tantas horas? Es porque las raíces de este castigo provienen de una visión moralista respecto al alcohol. El escarnio público, la exhibición y el encierro son absurdos, no sirven para nada y sólo dan felicidad a quienes ganan dinero con esta actividad y a los abstemios o puritanos rencorosos incapaces de reconocer en la ebriedad una lúdica actividad del espíritu. Con qué facilidad se quebranta la libertad de un individuo en nuestro país.
Tantos escritores como Raymond Chandler, Joseph Roth, Allan Poe, E.T.A Hoffmann, Francis Scott Fitzgerald o Hunter S. Thompson han acudido al vino para abrir una puerta más a sus sentidos y llegar a ese extremo en donde perder el alma es ganarla. Y cuantos buenos hombres sin celebridad alguna encuentran en el beber una mitigación de su vida prosaica y sombría. Hombres que como yo exclamamos después de unos buenos tragos: ¡Otra vez esta maldita felicidad!
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