El Universal
Hace varios días durante una entrevista me preguntaban si podía considerarse al Distrito Federal una ciudad. Las entrevistas en vivo son una calamidad porque uno se ve empujado a responder sin pensar a fondo las cosas. De por sí es un poco penoso responder preguntas como si en verdad se tuviera algo que decir. No recuerdo qué contesté, aunque después de darle vueltas al asunto obtuve una conclusión más o menos sensata. Una ciudad es un espacio habitado por individuos que piensan que los demás son tan importantes como ellos. Es, como podrán comprobarlo, una definición idealista y jamás podrá ser puesta en marcha pues los hombres viven de robarse y esquilmarse los unos a los otros para obtener beneficios personales. Las empresas pelean entre sí para ver quien puede engañarnos de la manera más eficaz, los bancos regalan unas cuantas casas en vez de ofrecer más intereses a los ahorradores, y las compañías telefónicas asaltan a sus clientes sin que nadie les ponga obstáculos. ¿No se han dado cuenta que los avaros viven muchos años?, se preguntaba un amargado escritor suizo hace muchos años y él mismo se respondía: “Es como si la muerte se espantara ante ellos”. A los avaros no los quiere ni la muerte.
Una compañía aérea anuncia sus vuelos informando a las personas a través de enormes carteles que existen en el mundo cientos de lugares a donde, si tuvieran dinero, podrían viajar. Qué espantosa imaginación se anida en la mente de los publicistas que hacen del humor negro una broma barata de tan graves dimensiones. Algo similar sucede con la primera clase en los aviones comerciales. Una cortina separa a los pudientes del resto de los pasajeros aunque en caso de un accidente mortal la clavícula de un modesto turista quedará atravesada en el cuello del importante empresario. La muerte siempre es de segunda clase. Y los seres humanos casi siempre son ridículos cuando desean mostrarnos su superioridad. Se me ocurre lo siguiente: si el teólogo Emanuel Swedenborg pensaba que al cielo no podrían entrar los tontos: “el tonto no entrará al cielo por santo que sea”, yo creo que el infierno está destinado para los seres ridículos. En fin, cada quien construye su religión cómo más le conviene.
La ciudad es una reunión de extraños que incluso no tienen por qué conocerse a fondo, sino que son ciudadanos porque son capaces de cumplir ciertas normas elementales de convivencia. Una de estas normas es por supuesto evitar el ridículo de la superioridad e intentar a toda costa pasar inadvertidos. La razón de que las cosas sociales funcionen tan mal es que las personas más insufribles se codean entre sí para mostrarnos sus caras y su “talento”. Cualquiera de ustedes puede comprobar lo desagradable que suelen ser aquellos que creen saber cómo debemos comportarnos o actuar y que no son capaces siquiera de escuchar nuestras razones. Dice Blaise Cendrars, en uno de sus poemas, que el habla más hermosa es la del mudo. Yo alabaría a cualquier Dios que hiciera mudos a los necios. Entonces se transformarían en seres prudentes y podrían habitar una ciudad. En septiembre pasado dos mujeres tocaron a mi puerta una mañana de domingo. Tuvieron suerte porque hacía muchos años que no me levantaba de tan buen humor. El motivo de su visita era hablarme sobre la palabra de Dios y leerme unos pasajes de la Biblia. “Por supuesto que pueden ustedes leerme lo que deseen, respondí entusiasmado por la bella mañana dominical, sólo que antes permítanme leerles algunos capítulos de Céline, D.H. Lawrence y Alberto Moravia, que en el mundo pagano de donde yo provengo son considerados también pequeños dioses”. Se disculparon porque no tenían tiempo suficiente para una reunión de esa clase. Ellas sólo deseaban ser escuchadas. Y desde mi punto de vista quien desea sólo ser escuchado sin escuchar no tiene un buen papel en la modesta definición de ciudad que me he imaginado. Eso es lo que debí responder a quien me entrevistó hace varios días, pero me quedé pasmado. Y fui mudo y feliz aunque fuera tan sólo unos instantes.
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