El Universal
Efectivamente, soy un maleducado, pero creo que la mala educación es la única adecuada en la literatura y que cuando un escritor escribe sobre sí mismo o en primera persona es probable que esté mintiendo para ver si de ese modo logra sacar algo en claro. Cuando una persona, para saludarme, me pregunta cómo me siento o cómo estoy, le respondo de inmediato con una frase prestada. “Me siento como un jabón que disminuye todos los días” o “como una tonelada de doblones de oro enterrada en el fondo del mar”. Prefiero responder de este modo porque si intento ser sincero nada más no puedo decir algo que me parezca coherente. ¿Qué sabe uno de sí mismo? Casi nada, acaso que hay un malestar que jamás cesará o que la sopa está demasiado caliente o que las amistades se erosionan con el tiempo. Y cuando uno comienza a hacerse viejo lo único que le queda es no ser hipócrita en sus placeres.
Si el individuo es como una ciudadela donde nadie puede entrar, palabras de Goethe, entonces también es como una cárcel de la que nadie puede salir. Uno intenta escaparse por medio de la literatura o el arte, pero eso nunca puede lograrse del todo. Las palabras se quiebran cuando el otro las comprende y ninguna ciencia es capaz de mantenerlas sanas o quietas. Hoy en día me resisto a entrar a una tienda de libros: tantos títulos y nuevos escritores crean una extraordinaria metáfora de la confusión. Sobre todo las mesas de novedades donde en realidad no se encuentra novedad ni nada parecido, sino la misma burra nada más que con otro nombre (hay demasiados libros de autoayuda, hecho normal en una sociedad reprimida, consumista y dedicada a la televisión y al lucro). De vez en cuando aparece un estilo o un escritor que no estaba antes en el mundo, o que nadie esperaba, y entonces debe hacerse fiesta pues un acontecimiento de esta envergadura no se da todos los días. El estilo, es justo la expresión de esa cárcel a la que me refería líneas atrás, imposible cambiar de estilo sin traicionarse, estilo es igual a destino, encierro, a veneno acumulado que tarde o temprano hará su trabajo. En mi caso tengo ya suficientes libros. Y las buenas librerías van cerrando sus puertas o rindiendo las plaza para vender tonterías. Por otra parte, las grandes bibliotecas me sobrepasan. Las obras completas me intimidan como cuando recorro un mausoleo y cada vez que aparece un nuevo escritor que es anunciado como una revelación corro a esconderme debajo de la cama. De modo que consumo mi tiempo en la relectura de unos cuantos títulos pues estar al tanto me parece una de las más refinadas formas de la ignorancia (yo mismo he aumentado la confusión publicando a un par de escritores jóvenes, pero eso se acabó).
Yo no sé cuáles serán los principios para escribir buenas novelas, pero si éstas han sido escritas con gracia, miedo y un estilo inédito entonces me interesan incluso más que el vino (que ya es mucho decir). Witold Gombrowicz decía de las novelas que entre más eruditas más tontas eran, y yo hasta cierto punto me pondría de su lado aunque la sabiduría -que no es precisamente erudición- siempre es necesaria para escapar de los necios. El célebre crítico Sainte-Beuve reprochaba a Flaubert que escribiera novelas que perturbaban a sus lectores en vez de darles consuelo (amonestación absurda porque nada da más consuelo que una mujer hermosa y malvada como Madame Bovary). Otro crítico de mal carácter, Edmund Wilson, no concebía que esa secuencia de jadeos cadavéricos y desfallecientes que expelían los libros de Kafka fuera considerada buena literatura. Qué extraño es el gusto humano que exige de las obras literarias cosas tan distintas. Yo, por ejemplo, prefiero leer recetas médicas a una novela histórica. En fin. Y así sin haber explicado claramente nada concluyo que la literatura, el vino, los celos y otros placeres son necesarios para la dulce destrucción de uno mismo y que una sociedad que no lee buenos libros debe parecerse mucho a la nuestra. Y asunto terminado.
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