martes, 3 de noviembre de 2009

Nótese el plural

2009-11-03
Milenio
Cristina Rivera Garza

De vez en cuando, pero con una puntualidad pasmosa, ciertos sectores de la crítica literaria mexicana se dan a la tarea de decretar, de nueva cuenta, la muerte de la escritura experimental. Eso, claro, cuando esos sectores de la crítica literaria amanecen de buenas y admiten, en un acto de augusta flexibilidad y bajo el sol que ilumina el sur de la Ciudad de México, que tal cosa, cualquiera cosa que el término escritura experimental designe, existe. Las vanguardias, conjeturan, tuvieron lugar a mediados del siglo XX y allá están bien. Además, para ser francos eso (cualquier cosa que eso sea) es asunto de la poesía y no del serio quehacer de la narrativa, cuya tarea es “contar”. Nostalgia retro. Juegos de decoración. Privilegio frívolo de la Forma sobre el Contenido. Pírrico triunfo del intelecto sobre la emoción. El Último que Verdaderamente lo hizo, si es que lo hizo (si es que eso puede ser hecho), argumentan en un afán casi comprensivo, fue Salvador Elizondo. Los textos de esos ciertos sectores de la crítica literaria mexicana en general tienen la apariencia de conminar a la muy alta práctica de la pureza artística o gramatical, pero en realidad no son más que llamados a la conformidad. Porque, dicho sea con todas las palabras juntas, ¿qué escritura que es, no es experimental?

Habrá que empezar esta serie de párrafos recordando el nombre de nuestro gran experimentalista: Juan Rulfo. Anclada en el corazón mismo de la literatura moderna mexicana brilla esa novela publicada en 1953 que, entre otras cosas, descartó a la anécdota y a la verosimilitud como ejes rectores de una tarea que bien puede ser descrita con una diversidad de términos excepto con el verbo “contar”. Habrá que decir que, justo como lo recordara Jorge Aguilar Mora en un ensayo memorable, a Pedro Páramo la precede otro librito “raro” por fragmentario e híbrido: Cartucho de Nellie Campobello, y lo circundan (esto ya no lo dice Aguilar Mora, por cierto) los experimentos narrativos (clasificados de antemano como menores) de los Contemporáneos. Y, luego, ya entrados en gastos, habrá que recordar los juegos híbridos del lenguaje de Juan José Arreola y las novelas que publicó por allá de la década de los 70 Julieta Campos, desde El miedo de perder a Eurídice hasta Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina, y la primera etapa narrativa de Héctor Manjarrez. ¿Y cómo se le podría denominar a ese temprano ejercicio entre la autobiografía y el balazo periodístico que llevó a cabo Silvia Molina en La mañana debe seguir gris? ¿Y dónde colocar sino en la veta de la búsqueda radical la última etapa de búsqueda del delicioso (porque además era de Delicias, Chihuahua) Jesús Gardea?

Ahora el asunto de la Forma. ¿Hay alguien que escriba, que verdaderamente escriba quiero decir, dispuesto o dispuesta a admitir en público que no tiene trasiegos con La Forma? ¿A inicios del siglo XXI existe alguien que escriba, pero que verdaderamente escriba o quiera escribir, dispuesto a argumentar en público que en la escritura la Forma y el Contenido son cosas distintas? Porque una cosa es que ciertos sectores de la crítica literaria mexicana gusten de presentar una forma narrativa dominante (lineal o fragmentaria pero definida por la anécdota, por una relación representativa con el referente y, luego entonces, con la mimesis y la verosimilitud, y por una noción explicativa de las funciones del párrafo e incluso de la oración) como un constructo “natural” y otra muy distinta es que lo sea. Una cosa es, pues, que se le asigne al escritor la penosa tarea de repetir, cada vez con una perfección creciente (a eso se le denomina estilo), modelos aceptados (y bien reseñados en la prensa local), y otra muy distinta es que ese escritor o escritora se de a la tarea de lidiar crítica y lúdicamente con tradiciones plurales y contenciosas y concomitantes respecto a las cuales, o junto a las cuales, tendrá que tomar decisiones que por pertenecerle a la escritura le corresponden, luego entonces, a la vida (o, si el riesgo es grande, como debe de ser, a la muerte). Nótese el plural.

Y viene el asunto, por supuesto, de la emoción. Pregunto: ¿Es el desconcierto una reacción emotiva? ¿La irritación? ¿La estupefacción? ¿El extravío? Me parece que cuando esos sectores de la crítica literaria acusan a textos experimentales de abdicar de la emoción, se refieren, en realidad, a las emociones de la identificación más comúnmente asociadas al melodrama. Puesto que las practico a diario no tengo nada personalmente en contra de ese tipo de emociones, pero admito que ésas sólo son unas cuantas en el espectro amplio, vastísimo de hecho, de conexiones íntimas que produce un texto. Que ciertos lectores quieran experimentar sólo ese tipo de emociones identificatorias una y otra vez, de manera cada vez más depurada (a eso se le llama estilo), no quiere decir, o no tiene que decir, que no sea legítimo o deseable que otros lectores busquen y produzcan otro tipo de emociones, llamémoslas desidentificatorias para mantener la simetría del argumento. ¿Será posible pensar que no todos los lectores van hacia el libro para enunciar el ¡eureka! proverbial del sí mismo y que existen aquellos deseosos de ver a otro desconocido en el espejo turbio y artificial de la página?

Me intriga, por cierto, que no pocos críticos y, de hecho, algunos escritores se manifiesten a favor de estrategias de escritura que ocultan a la escritura. Tersa superficie, dicen. Que no se note la costura, dicen. ¡Tan real que parezca la vida misma! Me intriga, claro, porque usualmente lo que tenemos, lo ineludible, de hecho, es “la vida misma” y vamos (porque no creo ser la única ciertamente) hacia los libros no sé si por algo más allá o por algo más acá, pero sí en definitiva por otras cosas (nótese el plural).

          

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