Laberinto
Romeo Tello G.
Mi
encuentro con la obra de Rubem Fonseca provocó un cambio en mi manera
de leer, aprendí que había otra forma de entender los mecanismos que
ponen en marcha una historia y la sostienen discurriendo con la ligereza
y la velocidad necesarias para que nada en el mundo exterior nos
distraiga de los escenarios de sus cuentos, en los que la humanidad se
reencuentra con aspectos tan elementales como la brutalidad o la pasión,
tan humanos como el mal y el placer, tan modernos como la ambigüedad de
todos los lenguajes y la crítica de todos los discursos. Leer a Fonseca
me llevó a desarrollar nuevas maneras de acercarme a otros escritores,
inclusive a los ya conocidos; me vi obligado también a aprender su
lengua y hasta a reorientar mis estudios literarios.
Me
gustaría recordar con precisión el día y la hora en que leí por primera
vez “El cobrador”, pero por desgracia no conservo el dato preciso de
ese momento inicial —o quizá sea más preciso decir, de ese momento
iniciático—. Sí recuerdo, sin embargo, que fue un buen amigo, Tex, quien
me prestó un ejemplar de Sábado, el suplemento cultural del periódico unomásuno, en el que se presentaba una pequeña antología titulada Panorama de la nueva literatura brasileña,
seleccionada y presentada por Eric Nepomuceno. Entre los cuentos
presentados, a Tex le había llamado la atención uno: “El cobrador” de
Rubem Fonseca.
Ese
descubrimiento ocurrió en 1980 (el suplemento mencionado es del 30 de
mayo de ese año). Estábamos cerca de terminar nuestros cursos de
licenciatura. Yo me había propuesto concentrarme en el estudio de textos
poéticos, y dedicar mi tesis a esa cima mayor de nuestra poesía que es Muerte sin fin.
Leí y escribí durante tres años sobre poesía y poética, y la mayor
distracción de esos estudios la provocaba la lectura y relectura de los
cuentos de Fonseca. Cuando por fin terminé ese trabajo, ya sabía que mi
nuevo proyecto habría de dedicarlo a la obra de Rubem Fonseca, y en este
caso aludir a la obra resulta una precisión absoluta, pues conocía
poco, casi nada sobre ese autor fascinante, mientras que, por otra
parte, me sabía casi de memoria los cuentos de Feliz año nuevo (publicados por Alfaguara) y los de El cobrador (Editorial
Bruguera), a fuerza de tanto leerlos en voz alta para mí y para mis
alumnos. Además había conseguido una traducción al argentino de El collar del perro, de Ediciones de la Flor, y los libros de cuentos Los prisioneros y Lucía McCartney publicados
por Júcar; solo me faltaba conseguir un libro para tener todos los
volúmenes de las que en ese momento eran las obras completas de Fonseca,
y ese libro llegó a mis manos (a las manos del grupo de amigos) de
manera extraña: luego de unas vacaciones uno de ellos volvió de
Aguascalientes con un ejemplar de la única novela escrita por Fonseca
hasta entonces: El caso Morel; si no recuerdo mal, nos contó que
nadie en la casa de sus tíos sabía cómo ni cuándo había llegado ese
libro ahí, no sabían si valía la pena o no leerlo y nadie podía decirle
algún dato sobre el escritor porque ahí nadie había oído hablar de él.
Para entonces solo conocía una foto de Rubem, la que aparecía en la contraportada de El cobrador,
y los únicos datos que me permitían echar luz sobre esa personalidad
vacía de biografía eran los que estaban impresos en las solapas de los
libros traducidos, pero ninguna otra cosa.
Armado
con ese desconocimiento del autor y guiado por la lectura reveladora de
cinco libros de cuentos y una novela, presenté mi proyecto de tesis de
maestría a la maestra Valquiria Wey. Valquiria no me enseñó a leer mejor
a Fonseca, porque nunca comentamos juntos un cuento de Rubem, pero sí
me enseñó a leer bien a Machado de Assis, a Graciliano Ramos, Carlos
Drummond de Andrade, João Guimarães Rosa, Clarice Lispector, Dalton
Trevisan, Raduan Nasar, Nélida Piñón, Nelson Rodrigues, Antonio Cândido y
Davi Arrigucci Jr., por citar a los que más he disfrutado; me obligó
también —o quizá debería decir, me sedujo— para que aprendiera portugués
y leyera a Fonseca en su lengua y, como si fuera poco, me guió en mis
primeros pasos como traductor, imponiéndome el celo, el rigor y el
placer con que hacía que se acercaran las dos lenguas. Decía que
Valquiria no me enseñó a leer mejor a Fonseca, porque nunca comentamos
juntos un cuento de Rubem, pero sí me enseñó a entenderlo mejor,
insertado en una tradición cultural prodigiosa, rica en pensamiento
creativo y crítico.
En
el primer proyecto de tesis que presenté, propuse el estudio de cinco
libros de Fonseca; sin embargo, antes de terminar la tesis tuve que
ajustar el proyecto tres veces, pues Fonseca escribía más rápido que yo.
Cuando la tesis estuvo terminada habían aparecido ya las novelas A grande arte (cuyo ejemplar atesoro, pues Tex me lo trajo de España, sacando dinero no sé de dónde para comprarlo), Bufo & Spallanzani, (titulada en la versión española de Seix Barral Pasado negro) y Vastas emoções e pensamentos imperfeitos (la
primera que tradujo y publicó en México la editorial Cal y Arena, con
lo que iniciaba una labor de difusión de la obra de Rubem Fonseca que
dura hasta nuestros días).
Terminé ese trabajo de investigación a fines de 1992. El 22 de mayo de 1993 por fin pude conocer en persona a Rubem Fonseca en un homenaje a Juan Rulfo que organizó el INBA. Valquiria Wey me presentó con él afuera de la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, y Julieta —mi esposa— ofreció a Rubem un salvoconducto para ponerse a salvo de los periodistas de los que huía nervioso, al tiempo que abría la puerta para el inicio de una amistad que dura hasta la fecha: en un arranque de amor (¿a Rubem?, ¿a mí?, ¿a ambos?) le dijo después de la plática sobre Rulfo: “Mi esposo escribió esa tesis que trae usted, hoy es su cumpleaños y creo que el mejor regalo que usted podría darle sería ir a comer con nosotros”. Fonseca la vio con asombro y obviamente la mandó en el acto a que fuera a buscarme para huir juntos de ahí. En unos minutos estábamos instalados en la cantina La Ópera, Rubem, Valquiria, Tex, Allan Mallard, Julieta y yo. A los dos días comió con nosotros en casa, comió exclusivamente sopa de verduras y descubrió con regocijo el sabor del mamey; en algún momento de esa tarde, Irene —mi hija que entonces tenía 7 años— lo tomó de la mano y lo invitó a su cuarto para que conociera su hámster, yo sentí una emoción ambigua, pues me provocaba una gran felicidad ver a Irene de la mano de uno de los escritores que más admiro, al mismo tiempo que en mi conciencia se prendía una alerta que me recordaba que ese hombre cariñoso escribía historias sobre crímenes horrendos, escritores decepcionados de la literatura y pedófilos que despreciaban a todos porque antes habían aprendido a despreciarse a sí mismos. A partir de esa tarde surgió una amistad entrañable entre Rubem y mi familia que, si bien no se caracteriza por la frecuencia de sus encuentros, sí es cálida y amorosa en los escasos momentos en que intercambiamos correos, sin contar los gozosos encuentros que hemos tenido con él en Guadalajara o en Río de Janeiro (en unas vacaciones en que tuvimos el placer de ser recibidos por Lourdes Hernández y Felipe Ehrenberg en su deliciosa casa de São Paulo —juntos vimos por TV la ceremonia de toma de posesión del presidente Lula—. ¡Qué lejos ese año 2000!).
A
principios de 1997 le escribí una carta a Rubem, en la que le hablaba,
entre otras cosas, de la colección de cuentos completos o antologías de
cuentos que desde hacía unos años estaba publicando la editorial
Alfaguara. Le dije que entre los escritores publicados estaban Julio
Cortázar, Julio Ramón Ribeyro, Juan Carlos Onetti, José Luis González,
Scott Fitzgerald, Nabokov, Paul Bowles y Clarice Lispector. Le comenté,
por último, que iba a tratar de conseguir algún contacto para
proponerles la edición de un volumen de sus cuentos. Los meses
siguientes estuve trabajando con Valquiria Wey en la traducción de un
par de antologías de narradores brasileños que publicamos en la UNAM. Una de ellas reproducía en su título el de un cuento de Fonseca: El arte de caminar por las calles de Río y otras novelas cortas.
Cuando nos entregaron los ejemplares recién editados, envié uno a
Fonseca y entonces contestó con una carta que me sorprendió, y de la
cual reproduzco algunos fragmentos:
Querido Romeo:
Recibí
tu carta, con la adenda de nuestra adorable Julieta, y también la
cartita de mi querida Irene y el cuento del joven Romeo […]. Agradezco
también el libro El arte de caminar… con tu bella traducción.
En
cuanto al proyecto de Alfaguara, Eric Nepomuceno, del Ministerio de
Cultura, me ha hablado sobre ello, pidiéndome que hiciera una selección
de mis cuentos para reunir aproximadamente 300 páginas […]. El
ministerio de Cultura daría una colaboración para la edición de la
antología de Alfaguara. Sin embargo, al encontrarme con Eric, el último
domingo, me dijo que Alfaguara le había dicho que pasarían el proyecto
para el próximo año […]. Sería bueno que tú, de una forma u otra,
pudieras intervenir en esa materia ayudando a la realización del
proyecto.
La relación de cuentos que hago a continuación, no se la he entregado a Eric, quien, por lo tanto, aún no la conoce.
Es
muy desagradable para el autor seleccionar entre sus cuentos los que
encuentra mejores, pero con mucho sacrificio, y tomando en cuenta la
odiosa limitación de espacio, escogí títulos que no rebasaran un límite
aceptable (400 páginas) […]. Aquí va la relación, con el nombre de cada
libro y los títulos seleccionados. Como ves, dejé fuera, por ser muy
extensos, algunos cuentos de mi particular agrado, como “Romance negro”, “Carpe Diem”, “O Buraco na parede”, “O caso de F. A.”, entre otros.
La
lista estaba formada por 36 cuentos; posteriormente agregó dos más por
sugerencia mía y de esta manera quedó formada la antología Los mejores relatos de Rubem Fonseca.
Logramos que aceptaran publicar un volumen de 532 páginas (¡casi el
doble de lo que se había programado originalmente!), y la calidad de los
cuentos provocó que la edición se agotara por completo, lo que en su
momento constituyó una extraordinaria noticia y, con el paso de los
años, la desoladora certeza de que no había (y hasta donde sé, no hay)
planes para reeditarla.
Solo
he tenido la oportunidad de platicar con él en persona en tres
ocasiones: en el mencionado homenaje a Juan Rulfo en Bellas Artes; unos
años después en Río de Janeiro y en Guadalajara, cuando vino a recibir
el premio Juan Rulfo de la FIL. A pesar
de esa rala frecuencia de los encuentros, siento por él una amistad que
solo se compara con el enorme disfrute que me suscita la lectura de sus
textos.
En
1980, cuando Tex me dio a leer por primera vez “El cobrador”,
seguramente no sabía que ese gesto habría de ser el inicio de una
orientación nueva, no solo en mis gustos de lector, sino en mi vida
entera, es decir, que afectaría circunstancias tan particulares como la
organización de los libreros de mi casa, los viajes familiares, el
nombre de los hamsters de mi hija, mi futuro —y entonces impredecible—
trabajo como traductor del portugués, la afición de mi hijo por el Vasco
da Gama; inclusive la invitación a escribir este texto tiene sentido
gracias a aquel momento iniciático.
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