Laberinto
Evodio Escalante
En la crítica literaria como en la vida
misma, muchos son los llamados y pocos los escogidos. De entre los escritores
que fueron próximos a Octavio Paz y que de algún modo administran su herencia,
Anthony Stanton se distingue por ser un experto en los asuntos de la poesía,
terreno esencial para abordar la compleja y abundante obra de su estudiado. Se
explica en este contexto que la aparición de su libro El río reflexivo. Poesía y ensayo en Octavio Paz (1931–1958) (FCE,
México, 2015) pueda suscitar
expectativas en el marco conmemorativo del natalicio del autor. Tres son, me
parece, los aciertos notables de este libro. En primer lugar, y haciendo gala
de sus dotes como investigador, Stanton les complica la plana tanto a Enrique
Kauze como a Guillermo Sheridan y Christopher Domínguez, todos autores de
libros sobre Paz, al mostrar con apoyo en información periodística que el padre
del poeta no habría fallecido el 8 de marzo de 1936, como sostienen éstos, sino
el 10 de marzo de un año antes, o sea, 1935. En segundo lugar, me pareció
revelador el estudio acerca de las fuentes prehispánicas de la sección “Semillas
para un himno”, que Paz incorpora a las diversas versiones de su libro toral Libertad bajo palabra. Stanton
documenta la forma en que Paz capta y traduce a sus propios textos no solo el
léxico y las imágenes de los poemas prehispánicos, sino incluso el ritmo, la
construcción y el centro gravitatorio de los mismos. Estos pasajes mostrarían
la profunda capacidad de asimilación y de transformación que son la marca de
fábrica del autor. Ejemplares igualmente en el estudio de la “alienidad” en Paz
resultan las páginas que Stanton dedica a descifrar “Mutra”, el poema
versicular que el poeta habría escrito a partir del choque de algún modo traumático
que representó insertarse por primera vez en la geografía y la cultura de la India y que incluyó en ese
libro de maduro esplendor que se llama La
estación violenta.
Por último, me pareció sugerente su
abordaje de Piedra de sol. En
plan de cierto modo modesto, puesto que no pretende aportar nuevas claves
hermenéuticas para descifrar su sentido, sino indicar formas que él mismo ha
descubierto con el objeto de detectar, en el desarrollo lineal del mismo, la
recurrencia circular que lo enriquece y lo aproxima a una “estructura fractal”,
estas páginas de Stanton son una estimulante invitación a la relectura del
poema maestro.
Fuera de lo anterior, las estrategias
centrales de El río reflexivo no
me parecen tan convincentes. Primero, dejándose llevar acaso por sus instintos
de filólogo, Stanton decide estudiar solamente primeras ediciones. Esto es un
error, pues tanto mi generación como las subsecuentes lo que conocemos son las
ediciones modificadas que el propio Paz corrigió con el paso del tiempo. Salvo
un libro como La estación violenta
(1957), que permaneció intacto y que no conoce mayor variación, casi todo
lo demás de Raíz del hombre (1937)
a El laberinto de la soledad
(1950), de Libertad bajo palabra (1949)
a El arco y la lira (1956) son
libros que el proteico autor sometió a revisiones notables. Al comentar solo
las primeras ediciones, Stanton deja fuera a los lectores comunes y corrientes
de la obra de Paz y, lo que es peor, se priva de lo que podrían ser
interesantes análisis acerca del sentido y la justificación que habrían tenido
estas alteraciones en las versiones subsecuentes que todos conocemos. ¿Qué
significado tiene, por ejemplo, que Paz haya eliminado el epílogo original de El arco y la lira, y lo haya
sustituido por ese texto tan cercano a las posiciones de la revista Tel Quel que se llama “Los signos
en rotación”? Es una pena que Stanton no haya tocado este aspecto.
Segundo, ateniéndose demasiado a la
autointerpretación del autor, al estudiar los orígenes y el desarrollo de su
poesía, Stanton se limita a corroborar las influencias que el mismo Paz ha
declarado como dignas de consideración. En este sentido, y acaso como un
corolario implícito, Stanton minimiza en todo momento las consecuencias de la temprana
formación socialista de Paz, así como el impacto que pudieron tener en él
autores como Engels y Marx a quienes leyó fervorosamente en la década de 1930.
Sin la fobia anticomunista que exhibe Domínguez en Octavio Paz en su siglo, Stanton deriva conclusiones muy
parecidas: la lectura de los textos de Marx se difumina y se vuelve
insignificante. Esta ceguera al impulso
comunista que alienta en el joven Paz (y que se prolonga mucho más allá de un poema como “El cántaro
roto” de La estación violenta)
impide a Stanton calibrar los alcances contestatarios de todo un sector de la
producción del autor.
Este es el caso, pongo por ejemplo, del
comentario que hace Stanton con respecto a lo que se considera el “primer
poema” que habría publicado Paz, titulado “Juego”. El poema comienza con este
programa: “Saquearé a las estaciones./ Jugaré con los meses y los años./ (Días
de invierno con caras rojas de veranos)”. No le cuesta trabajo al investigador
detectar la fuente inmediata: es el “Estudio” que Carlos Pellicer habría
publicado en Colores en el mar y otros
poemas (1921), donde en efecto se lee: “Jugaré con las casas de
Curazao,/ pondré el mar a la izquierda/ y haré más puentes movedizos./ ¡Lo que
diga el poeta!”. Stanton ve una copia, creadora, pero al fin una copia: “El poema
comparte con Pellicer no solo el deslumbramiento ante la plenitud de la
naturaleza, ante el brillante colorido y la luminosidad, sino también la
sensación de juego, humor, gozo, frescura y alegría”. Para concluir con esta
frase: “No hay transformación
de lo recibido”. Me parece increíble que Stanton no detecte que el joven Paz ha
girado el divertimento de
Pellicer a lo revolucionario: donde Pellicer hacía gala de vanguardismo
burgués, Paz contesta proponiendo un vanguardismo rojo, que lo primero que
refuta es justamente esta idea inocua de juego en la que se empantana su
predecesor. Véase la violencia peculiar de los verbos que utiliza Paz: “Saquearé las estaciones… Quizás asesine a un crepúsculo… Para ayudar a los burgueses / haré anuncios luminosos… Me raptaré a la
Primavera… Y por la carretera del Futuro, arrojaré al Invierno”. Que Paz
ironice con los burgueses es ya por sí solo un indicativo de su temple
revolucionario. “Saquear, “asesinar”… Instalarse en la “carretera del Futuro”,
estas expresiones no solo no están en el modelo, sino que lo subvierten.
Stanton otorga importancia a las
“Vigilias” que habría publicado Paz en diversas revistas mexicanas entre 1938 y
1945 —y
que nunca recogió en libro—.
Encuentra en estos textos en prosa que combinan diario, glosa, confesión y
reflexión ensayística, el antecedente remoto de El mono gramático (1974). Estimo que se queda corto. Las
sorprendentes “Vigilias” son como el semillero que alimenta la obra toda de
Paz, tanto en verso como en prosa. Sirva de ejemplo este pasaje tomado de El arco y la lira: “Lautréamont […]
profetizó que un día la poesía será hecha por todos. Pero como ocurre con toda
profecía revolucionaria, el advenimiento de ese estado futuro de poesía total
supone un regreso al tiempo original. En este caso al tiempo en que hablar era
crear”. El claro antecedente de “Vigilias I” señala lo que sigue: “Mañana nadie
escribirá poemas, ni soñará músicas, porque nuestros actos, nuestro ser, en
libertad, serán como poemas”.
En Piedra
de sol, Paz nos deslumbra con esta imagen romántica de la mujer
entendida como principio de todo conocimiento: “El mundo ya es visible por tu
cuerpo,/ es transparente por tu transparencia”. Su fuente más antigua se
encuentra en “Vigilias I”, donde leemos: “La mujer es la forma visible del
mundo. Ella nos lo hace transparente”. Los ejemplos podrían multiplicarse y
abarcar igual los temas del ritmo y del mito que se despliegan con amplitud en El arco y la lira.
El primer gran poema de Paz, por cierto, Entre la piedra y la flor (1941),
surge del compromiso socialista del escritor, quien se traslada a la Ciudad de Mérida durante
los primeros meses de 1937 para enseñar en una escuela para obreros y
campesinos. Los críticos por decir así “neo–liberales” de Paz coinciden todos
en que se trata de un poema “malogrado”. Así lo califica Sheridan en Poeta con paisaje. No muy lejos de Stanton, quien a pesar
de que lo estima “prefiguración juvenil” de un poema como “El cántaro roto”
(del que por cierto, de modo inexplicable, no se ocupa cuando analiza La estación violenta), no deja de
señalar lo que él llama sus “limitaciones” e “imperfecciones”. El poema, que
consta de cinco secciones, está vertebrado por lo que podríamos llamar una rabia anticapitalista, y contiene
en su sección cuarta una notable diatriba en contra del dinero que es parte de
este “estado de ánimo” fundamental. Transcribo solo una estrofa final del
poema, para que se advierta su temple socialista, no ajeno a ciertos rasgos
anarquizantes: “Dame, llama invisible, espada fría,/ tu persistente cólera,/
para acabar con todo,/ oh mundo seco,/ oh mundo desangrado,/ para acabar con
todo”.
El pasaje más o menos equivalente podemos
localizarlo en “Vigilias II”. Ahí observa Paz: “El trabajo, en el mundo
capitalista, es infinito, es decir, no
tiene fin, ni finalidad; no solo no posee ningún sentido personal sino
que su esencia consiste en no tener sentido y en ser impersonal, puesto que no
es más que una rueda que exprime el tiempo y lo vacía, chupando toda su
sustancia” (subrayado en el original).
Al menos el fallecido Manuel Ulacia, en El árbol milenario, se había
inquietado por la presencia de la sección dedicada al dinero. ¿De dónde podría
haberle venido a Paz la idea de tematizar este asunto al grado de dedicarle
toda una sección de Entre la piedra y
la flor? La respuesta un tanto ingenua de Ulacia consistió en recurrir
a unas letrillas de Quevedo. Pero la clave se encuentra en estas mismas
“Vigilias”. Ahí afirmaba el joven Paz: “El trabajo se mide en tiempo como ha
mostrado Marx, y el tiempo en dinero. El dinero es una abstracción sin savia
ya, un signo hueco y mágico […]. El dinero ha adquirido su libertad y su
autonomía, obra ya por sí solo; no es una clase la que se sirve de él para
expresarse y mantener su poder, es él quien se sirve de sus poseedores para
realizar su fatalidad”. A lo que agrega, como colofón: “Es la más pura de las
realidades modernas, porque es la más abstracta […]. Todos giramos en su
órbita, sin salida alguna, en un mundo sin principio ni fin, vacío”.
Pues bien, estos comentarios de Paz no solo
están inspirados en Marx, sino que provienen de modo directo del impacto que
habría tenido en él la lectura de los Manuscritos
económico–filosóficos que se acababan de traducir en México a finales
de la década de 1930. Se colige que en esos años formativos la influencia de
Marx no solo encarna en los ensayos y artículos políticos, sino que se trasmina
al terreno mismo de la poesía.
Muchas otras cosas merecerían unos renglones
(urge un buen balance de El arco y la
lira: ¿sigue siendo un libro pasmosamente actual, o bien se ha
convertido en una curiosidad para anticuarios?), pero no puedo extenderme demasiado. Se sabe que Paz fue, al
principio, casi un discípulo de Neruda, y que más tarde acabaron por
distanciarse. Al reseñar esta vieja novela de amor–odio, Stanton incurre en
inexactitud al sostener que “En su obra escrita Neruda no hizo ninguna
referencia explícita a la ruptura con Paz”. Sí habría, según Stanton, un ataque
“en bola”, como se demuestra en un poema del Canto general en que su autor arremete contra los gidistas,
los intelectualistas, los rilkistas, los misterizantes, los existencialistas,
las amapolas surrealistas, etcétera.
Después de reproducir entero este poema, Stanton concluye, casi admonitorio: “Como se ve, Neruda suele hablar de sus enemigos en plural, sin individualizarlos, tal vez para facilitar así la caricatura satírica”. Se ve que Stanton conoce mal el Canto general, pues yo encuentro al menos dos referencias de algún modo explícitas en torno a su pleito con Paz. La más general tiene que ver con Laurel (1941), la antología elaborada por Juan Gil Albert, Emilio Prados, Xavier Villaurrutia y el propio Paz, de la que habría sido excluido el gran poeta español Miguel Hernández y de la que Neruda nada quería saber. Por eso dictamina: “Y a los que te negaron en su laurel podrido,/ en tierra americana, el espacio que cubres/ con tu fluvial corona de rayo desangrado,/ déjame darles yo el desdeñoso olvido/ porque a mí me quisieron mutilar con tu ausencia”. El ataque individualizado contra Octavio Paz, aunque ligeramente velado por los prodigios del paragrama, se encuentra en el poema “México (1940)” del mismo Canto general. Ahí puede leerse en auténtico sentido peyorativo: “[y] los dientes solapados/ del pululante poetiso…” (subrayado mío). Quien sepa leer sin anteojeras, sabrá que en estas líneas se escucha el nombre muy preciso de Octavio Paz. Que es lo que intentaba decir.
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