Nexos
Héctor de Mauleón
Aprendí a escribir en redacciones ruidosas, con jefes que sobrevolaban como cuervos los escritorios de los reporteros, mientras intentaban arrancar, prácticamente del rodillo de las máquinas, las cuartillas que al día siguiente iban a convertirse en noticias. Cuando una página en blanco era la cosa más atemorizante del mundo, tuve que escribir todos los días entre timbrazos de teléfono y el ruido atronador de los teletipos, a “la hora trágica” en que los editores decidían portadas y jerarquizaban notas.
En los años en que me inicié en el periodismo había unas máquinas de escribir pesadas como tanques de guerra, cuyos estacazos, al crepúsculo, posiblemente retumbaban en la ciudad entera. Qué, cómo, cuándo, dónde, por qué. En aquellos manicomios, extraer una cuartilla más o menos legible constituía una verdadera proeza.
Al paso de los años me volví capaz de escribir en el Metro, los cafés, los autobuses, las terminales aéreas. Una vez escribí una crónica amarrado al asiento de un helicóptero, con el viento aullando como mil demonios, y el maldito mar infestado de tiburones. A diferencia de otras experiencias con la escritura, esta vez sí estaba en el cielo.
Mi primera máquina no fue, sin embargo, la Olivetti verde con la que me inauguré en este oficio: era una Remington negra que mi abuelo había comprado en los años treinta, y que cuatro décadas más tarde puso a mi disposición, loco de felicidad, el día en que escribí un cuento que comenzaba de este modo: “Si usted es una persona que duda de que hay fuerzas oscuras que rigen la vida de los hombres, le invito a que me explique lo que me sucedió hace algunos años”.
Mi amigo Esteban Alatriste acababa de indicarme el camino de la biblioteca que había en la secundaria. Capitanes intrépidos, de Rudyard Kipling; Un capitán de quince años, de Julio Verne, y la saga irrepetible de Salgari, El Corsario Negro, hicieron de mí el frenético autor de un conjunto de aventuras en las que aparecían galeones con calaveras negras, ciudades misteriosas y amuralladas, así como iletradas hordas de thugs, caribes y arawakos. “¡Voto a Sanes!”, exclamaban mis héroes en los instantes climáticos.
¿Fue Esteban Alatriste quien rescató de aquellas estanterías formadas por libros ordenados alfabéticamente las Narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe? Confieso que esa fase de mi vida ha sido devorada por el tiempo. Sólo recuerdo: a) que por primera vez velé armas una noche entera, leyendo sin parar relato tras relato, y b) que abandoné para siempre la vena que pudo hacer de mí un estimable novelista de aventuras, y reaparecí transmutado en el autor de una serie de relatos habitados por mansiones encantadas y siniestras torres oscuras, en las que los relojes sonaban lúgubremente mientras una novia enamorada volvía de la tumba —o no había llegado a ésta jamás.
Mi padre se había ido. Mi madre trabajaba todo el día. En mi colonia, la calle era un infierno poblado por los nuevos thugs, los nuevos caribes, los nuevos arawakos. Salir era ingresar a un coliseo romano: matar o morir si pronunciabas un diptongo de más.
La literatura, en cambio, era un camino hacia vidas mejores que la tuya. Tropezar con un libro era encontrar una forma distinta de existir.
La tarde crucial de mi vida es aquella en la que mi abuelo me condujo al Centro, para mostrarme la ciudad invisible. Junto a cada edificio en pie, existía otro que se había ido. Al lado de cada hombre que caminaba respirando en la calle, flotaba una procesión de muertos. La ciudad no era sino sus ruinas, sus sombras, sus despojos. Un conjunto de reverberaciones, de fantasmas, de ecos, que llegaban hasta nosotros como un rostro que atravesara el agua.
En una línea célebre de Augusto Monterroso, la vida es un árbol que deja caer asuntos a montones. En esa línea célebre, uno apenas puede recoger los que verdaderamente le conmueven. Aquellos que desde antes, antes, muy antes, han logrado hacerte suyo.
Perseguí a Kipling, a Verne, a Salgari. Saqueé despiadadamente los relatos de Edgar Allan Poe. Me lancé a la lectura de libros como un perro sediento de sangre porque, desde que comencé a escribir en aquella Remington modelo 1930, supe que los libros, las ciudades y la vida, desencadenan historias imposibles de abandonar.
El árbol de Monterroso arroja trozos de eternidad que de pronto le caen a uno en las manos. Viene un temblor, ocurre un estremecimiento. Hay una luz que muestra lo que siempre había estado en la penumbra.
Caminas, comes, duermes, sueñas.
Ahora sólo falta el capataz que sobrevuele el escritorio como un cuervo, porque tarde o temprano las cosas vuelven a su origen y el eco de la redacción acribillando el crepúsculo obliga a ser rápido como un escopetazo.
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