Jornada Semanal
El 12 de junio de 1963, septuagésimo quinto aniversario del nacimiento de Ramón López Velarde, sus restos fueron trasladados a esta Rotonda en que hoy conmemoramos 123 años de la llegada del poeta al mundo. Si ocupa uno de los lugares destinados a las mujeres y los varones más altos de la patria, es “en reconocimiento al prestigio que su obra ha dado a la poesía mexicana”, como señala el decreto presidencial de don Adolfo López Mateos.
¿Qué hace un poeta al lado de otros artistas, guerreros, hombres de Estado, científicos y humanistas que engrandecen a este país tan necesitado de seres como ellos? Aquí se encuentran también Guillermo Prieto, Amado Nervo, Salvador Díaz Mirón, José Juan Tablada, Enrique González Martínez, Carlos Pellicer, Rosario Castellanos, forjadores de cantos que llevaron la poesía al terreno de la acción y demostraron que el discurso de las letras puede imponerse al discurso de las armas. Ramón López Velarde nos enseñó a desconfiar de las palabras, a templarlas en un fuego inédito y devolverlas como si acabaran de nacer, prestas a resistir el paso de los años. En el instante de su muerte, fue consagrado como poeta nacional por haber cantado con nuevo acento la intimidad de un país apenas salido de la violencia revolucionaria. La suave Patria, poema genuinamente cívico, salva escollos y fórmulas retóricas, incluidos los declamadores menos agraciados. Nadie había hablado de la patria con la desacralización y la irreverencia de López Velarde; nadie le había comprado trajes de tanta sencillez y tanto lujo; nadie la había tomado por la cintura para decirle al oído lo hermosa que es; nadie se había enamorado con tanta ley para hacer de lo nimio un escándalo mayúsculo, como esa estrofa donde la hipérbole deja de ser tal y se convierte en la sensación que todos hemos vivido alguna vez cuando al aroma del cuerpo femenino se une el perfume del vestido destinado a su piel: “Inaccesible al deshonor, floreces;/ creeré en ti, mientras una mexicana/ en su tápalo lleve los dobleces/ de la tienda, a la seis de la mañana,/ y al estrenar su lujo, quede lleno/ el país, del aroma del estreno.”
Los cinco últimos años de su vida, vivió en esta ciudad donde arde su polvo enamorado. En una de las colaboraciones que desperdigaba por los diarios capitalinos, y donde como al azar, sin aparente esfuerzo, lograba hallazgos fulminantes, distinguió la prosa del vivir cotidiano de la poesía que eterniza al instante. Porque comprendió y nos enseñó que el lenguaje es un sistema arterial, Ciudad de México se halla en sus escritos con una intensidad que los oriundos de ella no podían ver frente a sus ojos. Trotacalles profesional, soñador con los ojos abiertos, sabía que cada una de las conquistas de su cuerpo y su espíritu eran para siempre. Por eso se tomaba su tiempo, todo el tiempo. No usaba reloj, y en el fondo agradecía a quienes lo despojaron del que alguna vez tuvo, durante una de sus célebres y prolongadas caminatas nocturnas. Antes que el enamorado de la novedad pasajera, con su levita de otro tiempo, escuchaba y almacenaba, acendraba y pulía para el futuro.
En 1919, con motivo de la muerte de su amigo el pintor acalitemse Saturnino Herrán, Ramón escribió una “Oración fúnebre.” No sabía que además de rendir homenaje al artista plástico con el que tantas afinidades tiene, estaba escribiendo el mejor de sus autorretratos. Herrán había sido su compañero de caminatas por la ciudad. Caminar junto a él era caminar con el cuerpo, en el cuerpo, de la ciudad. De esa pieza, obra maestra del género, donde López Velarde se muestra en la plenitud de sus poderes de escritor, dice que Ciudad de México dio a Herrán “paisaje y figura”, que él “la acarició piedra por piedra, habitante por habitante, nube por nube”. Saturnino se posesionó de la ciudad mediante los cinco sentidos. Así lo demuestra su criolla rozagante, gloriosamente desnuda, con la severidad de la Catedral al fondo y rodeada de elementos que conforman la suave patria cuya riqueza cromática Ramón supo traducir en el poema inimitable con que se despidió de nosotros.
Durante la ceremonia que en esta Rotonda tuvo lugar en 1963, correspondió al poeta José Gorostiza hacer uso de la palabra. El autor de Muerte sin fin conoció personalmente al jerezano, y trazó una vívida remembranza de él: “Habría que haberlo visto. Alto, no encorvado, sino derecho, con una tímida verticalidad que apuntaba a lo majestuoso, lento en el andar, acompasado y digno en los ademanes, la sonrisa encantadora, el habla cortés y recatada, y los traicioneros ojos oscuros que, oscilando entre la mera vivacidad y la franca picardía, parecían subrayar todo lo que calaba su lengua. Era un vigoroso ejemplar de virilidad y nada había en su figura que hubiese podido proporcionar el menor indicio de la angustia que lo desgarraba.”
De haber permanecido en Jerez, de instalarse en Venado, de ser un jurisconsulto famoso en Aguascalientes o San Luis Potosí, acaso López Velarde no hubiera amado tanto a Ciudad de México. Si no hubiera salido de su villa, hubiera tenido esposa e hijos y hubiera conocido el mundo por un solo hemisferio: “el niño iría de luto pero la niña no.” De su muerte prematura puede culparse sólo al fervor que el poeta sentía por caminar, solo y a las altas horas, por una ciudad “millonésima en el placer y en el dolor.” Ojerosa y pintada, morganática y sacrílega, sempiterna y piramidal, la ciudad lo hizo suyo y lo mató de amor.
Para el poeta la muerte es la victoria, pero la muerte joven es una injusticia mayúscula. Ramón dejó este mundo sin decrepitud ni humillaciones, privilegio que fue el primero en solicitar: “Señor, Dios Mío: no vayas/ a querer desfigurar/ mi pobre cuerpo, pasajero/ más que la espuma del mar.”
Para fortuna suya y la de sus lectores, la concreción de su existencia es más cautivadora que la fantasía. La materia palpable de una vida que conoció los secretos de la alquimia más refinada basta para sentirlo vivo entre nosotros. Poeta sobre los otros seres que fue a lo largo de su breve estancia en la Tierra, sinceramente pudoroso, supo orientar las dos alas de su ángel para librar la lucha íntima que su poesía permite vislumbrar sólo por instantes. El homenaje que le rendimos demuestra que tuvo la visión y el coraje para vivir “él solo la vida de su raza”, pero sus hijos indirectos nos reconocemos en sus elevaciones y caídas.
Que no nos alarme celebrarlo porque siempre irá por delante de todos sus homenajes y mitologías. Luego de que en su honor los fuegos de artificio atruenen cielos zacatecanos, Ramón López Velarde se sacudirá la pólvora, la harina y el polvo de su trajepara volver al temible luto ceremonioso que lo caracteriza. Continuará mirándonos con su apenas sonrisa, ambigua como los actos de su vida, igual que sus palabras prodigiosas.
Panteón Francés de la Piedad, 12 de junio de 2011
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