sábado, 2 de julio de 2011

Loas y caos sin una biblioteca

Julio/2011
Nexos
Ángeles Mastretta

Yo no tengo biblioteca. Tengo libros. Escondiéndose entre los cuadernos, tras la pantalla de la máquina en que escribo, por cualquier rincón. Tengo libros en el coche, en el baño, en el estudio al final del jardín. Algunos andan por el librero del lugar en que divago. Otros en el cuarto de mi hija que se los ha ido llevando poco a poco. Tengo libros en el umbral que les cedo a los perros por la noche y en el pretil de la ventana frente a mis árboles. No debería decir que los tengo, sino que ahí están. Porque no los colecciono, ni cultivo el fervor de poseerlos. Los voy viendo pasar. Andan conmigo, salen de viaje y a veces vuelven como se fueron: en silencio.

Los libros son conversaciones. Por eso da tristeza que se pierdan cuando vamos a la mitad. Como me sucedió una vez en un hotel italiano, tras el desvelo que nos dejó el mugir de una pareja escandalosa en amores. “Esa mujer está fingiendo”, dijo mi hermana. Y yo estuve de acuerdo, pero hubo que oírla hasta que se cansó. Al día siguiente tenía tanto sueño que olvidé a Edith Wharton y extravié el final de un cuento que no volvimos a encontrar.

Algunos libros se empeñan en perderse por la casa. Incluso los que, según yo, duermen siempre en un ángulo impávido del librero, aquí arriba, se quitan de mis ojos. Entonces vuelvo a comprarlos. Ana Karenina, Madame Bovary, la Cartuja de Parma, Orgullo y Prejuicio, Los novios, Memorias de mis tiempos, los he comprado muchas veces. Nunca los encuentro cuando los necesito. Con ellos, mi biblioteca está en la librería. Con ellos y con tantos. En cambio, de repente, encuentro tres Quijotes idénticos, uno junto a otro, como si fueran parte de una colección.

Yo no conozco de incunables, ni siquiera tengo un libro con más de cuarenta años. Y creo que hago muy bien. Regalo las conversaciones que me gustan.

Sin embargo, algo he ido guardando. Tengo a un genio vivo para exorcizar mi tendencia a oírlo mientras escribo. Tengo a Neruda y a Paz. Por si quieren hablarse. Y para completar versos en el aire como éste que ahora trasiega en el babel de mi cabeza: “Un sauce de cristal, un chopo de agua, un alto surtidor que el viento arquea, un árbol bien plantado…”, y luego no me acuerdo qué sigue, por eso busco el libro. Si no lo encuentro, cerca está el de las preguntas con Neruda: “¿Qué haríamos sin el amarillo? ¿Con qué amasaríamos el pan?”. La poesía es un consuelo venga de donde venga. Tengo también a Lope y a Quevedo. En cierto modo a Góngora porque tengo a sor Juana que a mí me gusta más. A sor Juana, aquí cerca, muchas veces encima del escritorio, para robarle un adjetivo o responderle con sus propias palabras: “oyendo vuestras canciones / me he pasado a cotejar /cuán misteriosas se esconden /aquellas ciertas verdades / debajo de estas ficciones”. Ocurrencias así, hasta en los “Autos y Loas” donde uno diría que no se entiende mucho de nada. Pero en donde todo suena a todo y cada todo es excepcional. Gran lugar común que un tiempo no lo fue y ahora no mucho se frecuenta: la querida monja. Yo con ella sí puedo decir que he estado desde siempre, porque a los catorce años me sedujo con las contradicciones que en su ánimo provocaban Feliciano y Lisardo, Fabio y Silvio. Recuerdo lo que fue leerla por primera vez, en un libro de literatura para segundo de secundaria. Me acuerdo hasta del tono que había en la luz de esa mañana en el colegio. Siempre fui como de otro siglo, para eso de contar los amores. Aunque no me hubiera gustado vivir en tiempos de sor Juana. ¿A quién? Del pasado los libros y los sueños, a mí que me dejen el presente para tirarlo a diario por la ventana de los diarios. Para curarme con aspirinas los daños y los riesgos. Para venerar a la Sor sin vivir en su convento.

Tengo a Sabines porque me gusta abrir el libro y ver su letra en dos recados. Uno cinco años después del otro, en el mismo libro que compré para no usarlo. Tuve alguna de las primeras ediciones, un libro lila, tan subrayado de amarillo que cuando quise una dedicatoria compré el nuevo para que ahí me la pusiera. Y ahora trajino en ése como a él le hubiera gustado. Adivinar qué sería de un azul que fue mi segunda copia. Creo que se lo regalé a un alma en pena.

También subrayado de amarillos tengo Rayuela, ahora junto al portal, viendo a los rosales. Empastado porque se deshojó. Y tengo el de Alfaguara casi nuevo. Sin marcas, porque la edad me ha quitado la sinvergüenza manía de imprimir una huella en donde no la hubo. El rojo que fue negro está intocable. Si lo abro de más, se desbarata.
Casi no tengo libros dedicados. Me da pena pedir la firma. ¿O soberbia? O tontería.

Tengo a Borges dentro de un libro verde que compré en Argentina hace treinta y cinco años. Lo tengo expropiado, porque el doctor se lo llevó a su estudio, como también se llevó los cuatro libros blancos que vinieron a hacer las nuevas obras completas. Aquí cerca me quedaron algunos de los muy delgados, para que yo me encuentre, ahora, pensando en bibliotecas, su voz irreprochable hablando de sus libros y su noche. De la ironía de Dios, de la “magnífica ironía”. Borges adjetivaba como nadie, hizo para él algunos adjetivos, ya lo dijo el peripatético camaleón, nadie más podrá usarlos sin copiarlo. “Atareado rumor”, inventó y nadie se atreverá a darle una tarea al rumor después de semejante alianza. De todos modos, ¿quién no se contagia? Si hablamos como nuestros hermanos, como nuestros amigos y como nuestros hijos, ¿de dónde no contagiarse de éstos a quienes leemos para oírlos?, éstos con los que conversamos a la vez los libros y la noche. El día y la víspera.

El 14 de junio pasado, un martes, se cumplieron veinticinco años del momento en que Borges se fue a dormir en Ginebra. Sentí la pena, pero tenía yo entonces la alegría del tango. Y “Ficciones” con todo y “La biblioteca de Babel”. El universo en una biblioteca. Y cuanta biblioteca sea posible en el universo de Borges. Del descreído Borges. Más vivo que nunca entre los libreros y los lectores, sin duda como una marca de agua entre los escritores, vivo en su descreencia y su jardín.

Si el universo cabe en una biblioteca, ¿por qué no, la biblioteca en el universo? ¿Quién necesita una biblioteca si el universo es una biblioteca?

Tengo amigos pensando qué hacer con las colecciones de sus padres. No dejaré en mis hijos tal herencia. Tres cambios de casa han sido tres incendios. En uno tiré las cartas a mano de personas excepcionales. Eso sí fue una tontería mayor. Me pesó el desorden y en desorden tiré. ¿Qué remedio? No tengo biblioteca, ni mil cajones en los que guarecer recuerdos. No encuentro la pluma fuente de mi padre, si no la hubiera guardado, no sentiría la pena de no hallarla. Desde que tiré los claveles de una tarde dejé en alguna parte la manía de atesorar. Tanto, de lo que adoramos tanto, nos deja porque sí, se va a nuestro pesar, nos abandona, que ir dejando los libros a merced de sí mismos es mejor que guardarlos.

Yo no tengo biblioteca, tengo un caos y el deseo de una tarde viendo el mar, con un libro entre manos. Tengo también, sin duda, un río de palabras entre mis muros.

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