Laberinto
En la escala pública de valores de cualquier artista avezado el dinero siempre ocupará un lugar ínfimo. Ciertamente, existe un consenso tan aplastante (y al mismo tiempo tan vago conceptualmente) de la nobleza intrínseca y los beneficios de la actividad artística que pocas veces se cuestiona la mitificación del desinterés económico del creador. Es muy conocida la génesis mitológica del artista: en un momento temprano de la historia, el creador de a deveras renuncia al anonimato del artesano y clama su superioridad sobre éste debido a que cultiva disciplinas más grandiosas y originales, y a que lo hace sin afán de lucro. Así, el arte es concebido como una vocación predestinada por los dioses o el genio y la actividad artística suele asociarse a un círculo virtuoso de ascetismo, libertad y desinterés. El pudor del artista ante el dinero puede adquirir expresiones enternecedoras: se dice que Chopin volvía la espalda, ruborizado, cuando sus alumnos depositaban en el piano los billetes con que pagaban la clase y no es difícil imaginar a Juan Rulfo, muerto de vergüenza y mordiendo el rebozo, cuando le pedían que calculara los honorarios por una conferencia suya. Quizá por eso muchos escritores que respetan su investidura tienen un agente que se encarga de que no se rebajen a regatear en los asuntos mundanos. Por supuesto, estas idealizaciones podrían ser fácilmente rebatidas: los trágicos griegos competían ferozmente por premios, los pintores renacentistas disputaban los generosos patrocinios, los músicos del barroco cultivaban rivalidades mortales por los mecenazgos, las memorables querellas del Siglo de Oro eran tan literarias como pecuniarias y, en la época contemporánea, muchos escritores son exitosas marcas registradas que compiten con otras.
En fin, desde su mitología ascética, el arte y la cultura son un activo importante y alcanzan una rentabilidad insospechada. Por mencionar el caso de la pintura: ésta ha sido históricamente una modalidad de inversión prestigiosa y segura y, en las grandes colecciones, es posible encontrar la huella de un poder que aspira a refinarse y traducirse en gusto. La mitología del desinterés del artista no sólo no es exacta sino que oculta y hace casi vergonzosos los intereses legítimos del creador, así como las redes de mediadores y comercializadores que se forman en torno a una obra. Por supuesto, esta mitología tiene un sentido en tanto genera un conjunto de deferencias sociales al artista, realza su figura martirológica y confiere valor a su producción. De modo que en la circulación del arte y la escritura no sólo se apela a la más profunda sensibilidad del individuo, sino que se generan imágenes edulcoradas que favorecen el consumo. Por supuesto, existe un misterio inescrutable de la creación que cada espectador o lector puede atestiguar en su propio itinerario, pero ese misterio no debe confundirse con la mitificación que intenta sorprender a consumidores incautos, ávidos de lágrimas y sacrifico artístico.
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