Babelia
Estábamos presentando en el Círculo de Bellas Artes un libro de Víctor García de la Concha y en un momento dado la desgana del acto social se me convirtió en emoción secreta y gratitud. El libro, Cinco novelas en clave simbólica, es una lectura muy atenta del modo en que cinco escritores en español se han enfrentado a esa tentación y ese desafío supremo del arte de contar que consiste en resumir el mundo o una parte significativa de él en las páginas de una historia: dar forma al mundo, encerrarlo, y al mismo tiempo expresar su vitalidad y su desorden; contar las cosas como son y a la vez erigir un modelo autosuficiente, un mapa o una maqueta a escala que ofrezca la forma inteligible de una fábula y sugiera las zonas de incertidumbre y de oscuridad de la experiencia verdadera, que son las de los límites del conocimiento. Los autores de dos de esas cinco novelas estábamos en la mesa, flanqueando a García de la Concha: Mario Vargas Llosa y yo. Y al verme sentado allí, la cercanía física me devolvió una conciencia más clara de mi deuda personal con Vargas Llosa y precisamente con la misma novela elegida por García de la Concha, La casa verde. Más que con Cien años de soledad, aunque me gustó tanto cuando la descubrí, y desde luego mucho más que con Volverás a Región, que sinceramente siempre se me quedó muy lejana, tal vez porque ya era lector devoto de William Faulkner cuando encontré a Juan Benet, y porque su huella en español me llegaba mucho más a través de Juan Carlos Onetti. En cuanto a la otra novela, Madera de boj, de Camilo José Cela, la verdad es que no la he leído.
Da un poco de vértigo pensar en el juego de las influencias y las resonancias mediante el cual se va tejiendo un destino, las conexiones invisibles de las que está hecha la vida. En el Círculo de Bellas Artes me acordé del impacto de la primera lectura de Cien años de soledad, pero también comprendí que en mi formación había sido mucho menos decisiva que La casa verde, y que mi idea de lo que es un novelista la había aprendido mucho más de Mario Vargas Llosa que de García Márquez. Mi percepción es probablemente equivocada, pero García Márquez tenía para mí algo de mago o hechicero que iba conjurando las historias como un antiguo narrador oral: era alguien a quien se podía admirar mucho, pero a quien uno no aspiraba a parecerse, en parte porque no sabría aunque lo intentara, en parte también porque en el fondo no lo deseaba. En aquellos años yo era más sensible que ahora a las mitologías de los escritores. La historia de la escritura y la publicación de Cien años de soledad resultaba casi tan fabulosa como la novela misma: el escritor encerrado durante años en una habitación en estado de trance mientras la esposa abnegada lo iba vendiendo o empeñando todo para que comiera la familia, la copia única del manuscrito enviada desde México a Buenos Aires con franqueo insuficiente, y a punto de extraviarse por el camino, el relámpago sobrenatural del éxito, etcétera. A García Márquez lo rodeó desde muy pronto una leyenda, y como todas las figuras legendarias se instaló en una forma de lejanía muy parecida a la de los muy ricos o los muy poderosos, que siempre están algo distraídos cuando uno los ve de cerca, como pensando en otra cosa, como un poco en otra parte.
García Márquez fue desde muy pronto, más que un escritor, un personaje de la literatura. Se hacía fotos descalzo y con un mono de obrero delante de la máquina de escribir, pero más que a trabajar parecía estar disponiéndose a recibir una inspiración de taumaturgo o de médium. Por mucho que dijera que podía pasar una jornada entera dedicada a completar media página, sus historias tenían una torrencialidad de invención inmediata que nos hacían identificar su voz con la de los magníficos narradores orales de su literatura, Francisco el Hombre o el gitano Melquíades.
En Vargas Llosa lo que uno descubría era el tesón diario del trabajo de novelista. Una novela no procedía de una iluminación arrebatada, sino que era el resultado de una construcción cuidadosa y metódica, en la que el escritor actuaba al mismo tiempo como arquitecto y como albañil y cantero, con una perseverancia que tenía algo de dedicación artesanal y de arduo ejercicio de ascetismo. Por la misma época en la que yo leía y releía La casa verde y Conversación en La Catedral examinándolas por dentro para saber cómo estaban hechas -por algún motivo, uno no se hacía esas preguntas con Cien años de soledad- cayó en mis manos un ejemplar de Cuadernos para el Diálogo en el que venía un largo ensayo de Vargas Llosa dedicado a Flaubert y al proceso de escritura de Madame Bovary. Su efecto fue tan poderoso como el de los cuentos de Borges o los de Onetti, o como el de la primera lectura de Absalom, Absalom o Santuario. Recorté aquellas páginas de la revista y las leí no sé cuántas veces, subrayando casi cada frase con aprobación fervorosa. Lo que hacía Vargas Llosa en aquel ensayo que luego se convirtió en uno de sus mejores libros, La orgía perpetua, era estudiar Madame Bovary desde el interior de la conciencia del novelista que la iba escribiendo, sobre todo a través de las cartas de Flaubert a Louise Colet, y trenzar el relato y el análisis con una confesión personal: la del joven escritor, él mismo, que alimenta su vocación de novelista leyendo una novela suprema e identificándose con el tormento, la exasperación, la contumacia solitaria de su héroe.
Había que saber a lo que uno se arriesgaba si elegía ese oficio: el precio de lograr una novela podía ser la propia vida. Flaubert había dedicado cinco años de la suya a Madame Bovary, y más tiempo todavía a La educación sentimental. Escribir sería encerrarse en el cuarto de trabajo como en una celda y no tener nunca asegurado no ya el resultado final, ni siquiera la próxima página, la próxima frase arrancada al vacío del papel con un esfuerzo agotador. Joven y desconocido, extranjero, Vargas Llosa había leído Madame Bovary en un cuarto de hotel barato de París en los años cincuenta. Yo leía su ensayo en una habitación de estudiante en Granada veinte años después. No tenía ninguna perspectiva razonable de convertirme en novelista, pero tampoco él las había tenido a esa misma edad.
Uno escribe los libros y no puede saber el lugar que a veces llegan a ocupar en las vidas de otras personas. Las influencias van modelando el estilo, pero también afectan a veces el curso de la vida. Sentado cerca de Mario Vargas Llosa la otra tarde -él en un extremo de la mesa, yo en el otro, acompañando a Víctor García de la Concha- pensé con gratitud, y lo dije en voz alta, que sin el ejemplo de esos dos libros suyos probablemente yo no estaría allí.
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