sábado, 4 de septiembre de 2010

Lo que las guerras se llevaron y nos dejaron

4/Septiembre/2010
El Universal
Abida Ventura

Clínica de periodismo

Las guerras civiles y las constantes revueltas sociales que se dieron a principios del siglo XIX , así como el movimiento revolucionario de 1910 permitieron cambios en la estructura social y en la intelectual.

Esas épocas turbulentas admitieron la aparición de nuevas formas de creación artística: en un principio, la literatura funcionaró como medio de difusión de ideas revolucionarias y en seguida tomaron los acontecimientos para expresarlos en diversas formas, desde distintos puntos de vista.

El neoclasicismo como movimiento cultural, proveniente del llamado Siglo de las Luces, influyó en el interés por la libertad de la Nueva España y dio cabida a las ideas liberales de lucha contra la tiranía y la intolerancia. Así como influyó en Hidalgo, el Padre de la Patria, a quien se le consideraba como un sacerdote ilustrado, muy apegado a la literatura francesa, en especial a las obras de Racine y Moliére. Un ejemplo de ello fue un poema escrito en las paredes de su celda, en vísperas de su ejecución.

En entrevista, Esther Martínez Luna, doctora e investigadora del Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, describe el panorama general de los textos que se consumía a finales del siglo XVIII y principios del XIX, en la Nueva España: “Se leían a escritores franceses como François Fénelon, Moliére; obras españolas como Don Quijote de la mancha e incluso algunas obras de escritores ingleses, como Hugo Blair, Edward Gibbon, la poesía de John Owen y las sátiras de John Dryden”.

Estos libros, cuenta Martínez Luna, llegaban con relativa facilidad, sin embargo había cierto contrabando, ya que algunos eran prohibidos por la Inquisición, sobre todo los que tenía que ver con los filósofos franceses, las obras de ficción o las que promovían la insurrección de esclavos.

En cuanto a obras escritas en la Nueva España, existían los panfletos y hojas volantes. Sin embargo sería hasta 1805 cuando surge el primer periódico, el Diario de México, un medio que daría a conocer a los escritores que marcarían el primer tercio del siglo XIX. Con la creación de este medio, surgía también la primera asociación literaria, la Arcadia de México, un grupo de escritores que a través de esta iniciativa dio a conocer su producción literaria.

Martínez Luna, también profesora de literatura mexicana de los siglos XIX y XX en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, comenta que esta asociación permitia la dicusión de diversas tendencías ideológicas: “algunos árcades eran defensores de la Corona, mientras que otros simpatizaban con el movimiento insurgente, incluso algunos formaron parte de la conspiración de los Guadalupes”.

Medios de difusión y de ilustración

Bajo el lema de “Ilustrar a la plebe”, el Diario de México fungía como un medio de debate, así como de ilustración porque fomentaba la lectura con sus publicaciones literarias. Con el desarrollo de la guerra insurgente se va dando la necesidad de hablar al pueblo en un lenguaje que pudieran comprender y entender por lo que la prosa se va llenando de modismos populares.

Se daba paso a la crítica y a composiciones anacreónticas, versos líricos que le cantaban a los placeres de la vida, el vino y el amor. Esas formas, comenta Martínez Luna, eran adaptadas al contexto novohispano por lo que eran comunes los sonetos al pulque o cantos a la Virgen de Guadalupe.

Existía también una preferencia por los ensayos, proclamas, historias y discursos que intentaban difundir una nueva ideología. Sin embargo, los defensores del virreinato o realistas contaban con mayores elementos de difusión, extendían sus predicas haciendo circular folletos escritos o mediante la oratoria sagrada que sustentaba las ideas monárquicas.

A diferencia de los realistas, los revolucionarios carecían de recursos para la propaganda literaria, no obstante tuvieron a su disposición periódicos que se establecieron para divulgar las ideas insurgentes como sucedió con el Despertador Americano, editado en 1810 y 1811 por Francisco Severo Maldonado y José Ángel de la Sierra.

La narrativa, censurada hasta ese momento por la Corona española, comenzó a cultivarse y, en 1816, apareció la que se considera como la primera novela escrita en Latinoamérica: El Periquillo Sarniento, de Joaquín Fernández de Lizardi.

Identidad independiente

Martínez Luna comenta que, tras la consumación de la lucha insurgente, “a lo largo del siglo XIX se buscó crear una literatura que hablara del ser mexicano, es decir, una literatura nacionalista que nos refrendara en nuestra identidad y como nación independiente de los españoles. Se buscó escribir novelas que hablaran del pasado indígena y novelas que criticaran los excesos que había cometido la Inquisición; Riva Palacio es un claro ejemplo. Pero no debemos olvidar a escritores como Ignacio Manuel Altamirano, Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez El Nigromante”.

En las décadas siguientes, la etapa de consolidación del México independiente, figuraron tres principales corrientes literarias: el romanticismo, el naturalismo y el modernismo. Representantes de cada corriente se agruparon en torno a dos asociaciones literarias: el Liceo Hidalgo y la Academia de Letrán.

Para finales del siglo XIX, durante la dictadura porfiriana, con la fiebre de la modernidad en casi todos los aspectos sociales, la literatura no escapó de esta corriente y así la narrativa respondió al movimiento modernistapromovido por Rubén Darío.

Muchos escritores latinoamericanos se había refugiado en la carrera diplomática. Así, intelectuales mexicanos como Amado Nervo y Federico Gamboa habían partido a Europa. Este último, por ejemplo, escribía sus novelas en el extranjero, a la vez que desempeñaba un puesto importante en la Secretaria de Relaciones Exteriores, cuando se celebraban las fiestas del Centenario de la Independencia.

Revolución de las letras

El escritor Alejandro Toledo comenta quiénes eran los representantes literarios de principios del siglo XX: “los textos literarios que se publicaban de vez en cuando eran reflejo del realismo o naturalismo francés, como Santa, de Federico Gamboa, publicada en 1903, y estaba también el poeta Ramón López Velarde; estos eran dos de los escritores del porfiriato”.

Las novelas de la época copiaban los procedimientos científicos y positivos de la corriente dominante en la academia. En cuanto a la poesía, éste es un gran capítulo aparte de las letras de aquella época, en donde modernista, simbolistas y parnasianos brillaron con figuras como Manuel José Othón, Manuel Gutiérrez Nájera, José Juan Tablada, entre muchos otros.

Las típicas características de la época se observan en Santa, la cual, según Toledo, “intentaba demostrar que los pobres eran una especie de raza o subraza condenada a mantenerse en ese nivel social, diseñada genéticamente para mantenerse allí. En cambio, desde Los de abajo, de Mariano Azuela la literatura revolucionaria describe de otra forma a la gente del pueblo, su carácter primitivo es más el resultado de un olvido social al que intentan reaccionar de un modo vibrante, encendido”.

Toledo explica que la guerra obligaría a una renovación de las herramientas que se utilizaban en la literatura. Ese “modo vibrante” que describe Toledo se comienza a manifestar en las obras de autores que ya a principios del nuevo siglo reflejaban los abusos criminales del Ejército federal para sofocar los brotes de rebeldía que aparecían en diversos puntos de la República.

Eso es precisamente lo que hace Heriberto Frías en 1906 con su relato Tomochic, obra basada en la represión hacia un pueblo chihuahuense. Se comienza a testimoniar en las narraciones el malestar del pueblo por la situación no sólo del campo sino también en las minas y en los barrios pobres de la capital. En este punto figura una novela publicada hacia 1909 por Mariano Azuela, Mala yerba, que retrata la relación de los hacendados y el peón.

La dictadura porfiriana iba desgastándose por lo que no fue muy difícil que, en el mundo intelectual, también surgieran cambios. Para el 28 de octubre de 1909 se funda el Ateneo de la Juventud, una organización de jóvenes que marcarían, con su aportación intelectual, la cultura del siglo XX.

Entre esos muchachos se encontraban Alfonso Reyes, Julio Torri, Martín Luis Guzmán, Mariano Silva y Aceves, José Vasconcelos y el dominicano Pedro Henríquez Ureña en las letras; Antonio Caso en la filosofía; Julián Carrillo y Manuel María Ponce en la música; y Diego Rivera en las artes plásticas. A esta agrupación, según Alejandro Toledo, se le conoce como la “generación del Centenario”, porque surgió a la vida pública en los meses previos a los festejos por el centenario del inicio de la Independencia y por haber realizado en 1910 su principal ciclo de conferencias.

La importancia de esa organización radicaba en que proponía un cambio en la ideología y se oponía a la que había dominado por décadas. Las primeras conferencias de este grupo se dieron de agosto a septiembre de 1910; sin embargo, meses después estallaría la Revolución y cada uno tomaría caminos diferentes. Alejandro Toledo, quien actualmente imparte en la UNAM un taller de lectura sobre la novela de la Revolución mexicana, comenta que “los ateneístas estaban allí con muchas inquietudes intelectuales y de pronto el estallido de la guerra los lleva a diversas encrucijadas”.

Perspectivas diferentes

En el caso de Alfonso Reyes, que pierde a su padre en febrero de 1913, Toledo comenta que “le va a dar un poco la espalda a la historia mexicana y se refugiará en la cultura griega y latina, en el estudio literario y la reflexión sobre el arte. Busca estas opciones para crear un mundo paralelo y olvidarse de la guerra”. Vasconcelos, se adhiere a la campaña de Madero y luego, según Toledo, tiene distintas facetas, por ejemplo como Secretario de Educación Pública, y es “el primero en pensar en las herramientas para salir de la turbulencia que vivía el país, y convence a los militares de que una de las mejores formas de pacificar a la nación es mediante la educación”.

Por otro lado, Martín Luis Guzmán, quien se unió a la División del Norte, escribió El águila y la serpiente, una obra en la que cuenta su aventura al lado de Pancho Villa, y luego La sombra del Caudillo, en donde se describe la pesadilla de una Revolución hecha gobierno.

El movimiento revolucionario que pasó por diversas etapas sería retomado, en sus diversos puntos y fases por la pluma de los escritores que la representarían de distintas formas. Así, según Toledo, la llamada “novela de la Revolución” comienza a partir de la publicación de Los de abajo de Azuela y se prolongaría por más de medio siglo.

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