lunes, 6 de septiembre de 2010

La Revolución del 2010

7/Septiembre/2010
El universal
Guillermo Fadanelli

Que extraña Revolución estamos teniendo ahora en 2010. Es una Revolución sin teoría -una revuelta- pero rica en caudillos regionales, muertes y enfrentamientos armados en contra de un gobierno debilitado. En Ciudad Juárez, en Monterrey y otras ciudades (asoladas por los caudillos, los rebeldes y los grupos de matones que aprovechan la guerra para imponer el terror), los habitantes comienzan a emigrar hacia zonas más seguras. Los sicarios apenas hablan español y sus panzas inmensas podrían servir de banquete para el regocijo de un millón de ratas. Las fuerzas armadas que aún son leales al gobierno capturan cada cierto tiempo a un capo cuyo puesto será en breve ocupado por otro capo que a su vez será capturado en un futuro cercano por las fuerzas federales. Mientras tanto, el consumo de drogas continuará sin cambios y como consecuencia habrá otros vendedores caudillos que tomarán la plaza abandonada con su pequeño ejército de sublevados (aún no hay indicios de que pueda producirse un desabasto). Es una Revolución que traerá más pobreza, instituciones débiles, miedo y ausencia de justicia. Los caudillos pactan acuerdos entre sí para unir fuerzas contra el gobierno, pero en ausencia de teorías que refuercen sus intereses comunes los impulsos de poder prevalecen y comienzan a matarse entre sí. Unos exigen tierra y libertad para sembrar sus semillas. Otros siguen el instinto animal de un libre mercado. Cada caudillo cuenta con un cantante que le compone corridos, un director de cine y una corte de adelitas o reinas de belleza. Los periódicos dedican sus titulares y buena parte de su espacio a narrar la minucia de las batallas y envían para esta tarea a un buen número de corresponsales de guerra. En el extranjero se sigue con curiosidad y temor el curso de una de las primeras revoluciones del siglo.

La semana pasada leí a un columnista de finanzas o economía que daba lecciones en un periódico sobre lo conveniente que había sido la quiebra de una compañía aérea mexicana. En verdad que nunca había puesto mis ojos en una nota tan estúpida. Y esto me ha llevado de nuevo a pensar que en ausencia de teorías generales acerca de la concepción del bien público, algunos comerciantes, hombres de negocios y empresarios sin cultura humanista han impuesto una especie de moral sin raíces, ensimismada, superficial, desechable e incapaz de proveer fundamento a comunidades que buscan un desarrollo económico que se acompañe de justicia. Es, en realidad, el mismo libre mercado montaraz e impulsivo que practican los narcotraficantes. A falta de directrices ideológicas que provengan desde el Estado, la inteligencia o la política, son los comerciantes quienes nos ofrecen sus concepciones de justicia, economía y felicidad. Pero esas concepciones por lo regular no son otra cosa que dogmas o sentencias emanadas desde la subjetividad del interés propio y sostenidas en una idea de libertad sin barreras. Si imagino a un empresario que trabaja honradamente, que no crece demasiado y evita los monopolios (lo pequeño es hermoso), que busca el bien de sus trabajadores, que practica labores de filantropía o mecenazgo en las artes o en empresas que producen bienes intangibles, que no busca evadir impuestos y que forma parte activa de una comunidad que intenta progresar, entonces no me estaré refiriendo a la media de los hombres de negocios en México, sino a unas muy contadas excepciones.

De nada nos ha servido una larga tradición de pensamiento filosófico y económico en Occidente, ahora cualquier usurero armado de astucia acumula grandes fortunas y además nos propone su “filosofía”. ¿Estoy siendo acaso demasiado vehemente? Es posible, pero puedo ofrecerme este derroche porque mis palabras no tienen peso en la realidad y están condenadas a formar parte de un drama sin espectadores. A fin de cuentas (y en esto sigo más a Richard Rorty que a Habermas) para vivir bien no necesitamos de grandes teorías de la razón o de la comunicación que nos propongan imperativos categóricos y que expliquen absolutamente todos los hechos. Acaso, y con eso estaría yo más que conforme, bastaría con una actitud sensible a lo que existe de común entre la mayor parte de las personas, una actitud orientada a aliviar la pobreza, evitar la humillación y el deterioro de la gente que se dedica a trabajar sin hacer daño. Caray, una vez más he caído en la arenga. Y no me importa.

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