Letras Libres
David Huerta
1. El poema y los comentarios
Todo lo que se ha escrito acerca de Octavio Paz, su vida y su obra, su significación y su importancia, su proyección y sus alcances, su fama y su influencia, es de tal magnitud que los poemas que escribió, sus hermosos poemas, parecen un esbelto abedul oculto por la tupida maleza de la crítica.
Los interminables, repetitivos, monótonos comentos (incluido este) en torno de esa obra magnífica forman un bosque que no permite ver el árbol de los versos pacianos –y de sus numerosas páginas de prosa poética o poemática–. Hace ya muchos años que dejé de leer, con pena, esos comentarios, con una que otra excepción. Vuelvo a leer, eso sí, los poemas y confirmo mis impresiones primeras, impresiones acumuladas a lo largo de 50 años de cercanía con la obra de Paz.
El exceso de crítica puede abrir un espacio peligroso entre una obra literaria y el público de los lectores: una verdadera falla geológica. Demasiada maleza y, como he dicho, en medio –como extraviadas entre el murmullo de tantas lecturas y opiniones, interpretaciones y valoraciones–, las páginas de Paz, que son lo que debe permanecer de todo ello.
Los poemas, en verso y en prosa, configuran el centro cardinal de las escrituras de Octavio Paz, el eje del sistema circulatorio de sus trabajos, de su obra, de su pensamiento: por ellos pasan como un torrente de murmullos e incandescencias las ideas, las visiones, los encuentros y los desencuentros, el mito y la historia –protagonistas de su obra ensayística: “divina pareja”, como la llamó Jorge Aguilar Mora, crítico severo–, la luz y la sombra del tiempo, los instantes y las eternidades, las imaginaciones y la rudeza de la realidad transformada –Paz diría “transfigurada”– en palabras.
2. La Academia sueca y la lectura hedonista
Escribo esto para constatar una asimetría desorientadora: al exceso de opiniones y comentarios corresponde, punto por punto, el peligro de un abandono gradual de la lectura hedonista. Octavio Paz fue un hombre que puso su vida, conscientemente, bajo el signo de la alquimia verbal. Celebremos que la Academia Sueca decidiera otorgarle el premio literario más famoso del mundo; pero no dejemos que esa venerable Academia piense por nosotros. Por desgracia, el Nobel tiene entre sus efectos la caída incesante, sobre tantas cabezas, de cierto polvillo pernicioso con diversas manifestaciones: el prestigio, la fama, la celebridad –otras tantas formas del malentendido.
El papel, asumido lúcidamente por Paz, de polemista y participante activo en las discusiones ideológicas, filosóficas y políticas del siglo pasado forma un entramado enormemente atractivo para los profesionales de la opinión, que citan sin cesar las palabras del poeta acerca de diversos asuntos y apenas leen sus versos, si es que se asoman a ellos. No puede ser de otra manera, por desgracia: tales son las costumbres de nuestra época. Estoy seguro de que Paz no se propuso que eso ocurriera y sería el primero en lamentarlo, si comprendo el sentido de su larga trayectoria vital y los horizontes de su obra (es posible, claro, que no los entienda bien).
Escribo estas páginas, entonces, para tratar de devolver sus poemas al lugar central que —para mí, nietzscheanamente— tienen dentro del legado que Paz ha dejado a nuestra cultura y a nuestra vida, tanto en México como en otros lugares donde se le admira y se le considera una figura decisiva del pensamiento y la literatura de los tiempos modernos. Esa centralidad puede ser motivo de discusión o de refutación; no faltan quienes afirman que el premio Nobel le fue entregado a Paz por razones ideológicas. En 1990, había pasado un año de la caída del Muro de Berlín y la Academia Sueca reconocía de tal modo ese vuelco histórico: celebraba a un hombre con sólidas credenciales en la crítica al totalitarismo, nacido, además, en un país del tercer mundo, poeta luminoso y con un claro pasado de izquierda avalado, entre otros actos, por su asistencia al célebre congreso antifascista de Valencia (1937) en plena Guerra Civil española. Yo, como muchos lectores –uno de ellos, Gabriel García Márquez: léanse sus declaraciones de 1990, en las que habla de la belleza de los poemas pacianos–, disentimos. Creemos que el premio es el reconocimiento de un poeta, de sus poemas y de su pasión poética.
3. La luz, el tiempo, el pensamiento
Hace años, cuando apareció Árbol adentro (1987), hice de ese libro poético de Octavio Paz una reseña elogiosa, en verdad entusiasta. Lo llamé “espléndido libro de madurez”, pues en verdad eso me pareció.
En mi reseña había un pequeño reparo crítico. En algunos momentos –no momentos menores sino, obviamente, importantes para él–, decía yo, Octavio Paz se inclinaba a formular algunas ideas con un mal disimulado autoritarismo. Cité este verso: “La luz es tiempo que se piensa”, y me pregunté la razón de semejante afirmación, según recuerdo. Es algo que sin duda se le ocurrió al poeta en un momento de inspiración, como suele decirse. Muy bien: pero, ¿dice algo poéticamente verdadero?
El autoritarismo que yo veía en ese verso escondía, según yo, una cierta fragilidad del enunciado; había que probarlo. La prueba a la que sometí ese verso consistía, simplemente, en intercambiar los sustantivos y el verbo (además del problemático verbo ser, essere), con diferencias poco apreciables en la densidad gnómica, en la potencia aforística, en la actitud de quien dice con todo aplomo las cosas son así, como digo yo. Si “la luz es tiempo que se piensa”, ¿por qué no “el tiempo es luz que se piensa” o “el pensamiento es luz que pasa como el tiempo” o “el pensamiento es tiempo iluminado”? Las posibilidades son muy grandes y el punto de partida es el gesto apodíctico de esa afirmación tajante del principio, el verso paciano que afirma que “la luz es tiempo que se piensa”. Lejos estaba yo de “exigir pruebas” de esa verdad; me pareció que valía la pena preguntarse esas cosas con la mayor claridad de que fuera capaz.
Mi observación apenas alcanzó la módica altura de un desacuerdo leve; pero fue considerada un auténtico desacato. Me había “metido con Octavio”, una entidad intangible y al mismo tiempo intocable: una abstracción; de nada me valió señalar, aturdido, los elogios entusiastas que había yo escrito sobre Árbol adentro. No se crea: escarmenté en cabeza propia. Desde entonces no he querido escribir de nuevo sobre Paz, hasta este momento: el centenario de su nacimiento lo merece, lo amerita. Si vuelven a reprenderme, ya no me tomarán por sorpresa. Y además no me importará en absoluto.
4. Momentos gongorinos de Paz
En el primer poema del libro Ladera este, Octavio Paz presenta un panorama poético de la ciudad de Delhi. Es una especie de cifra de un momento hipnótico en la compleja vida de su conciencia. En esos versos, Paz es un hombre alejado de su país, fascinado con toda su sensibilidad y su pensamiento entero por una urbe erizada, fétida, suntuosa en su miseria y en su esplendor simultáneos. Después de sus largos viajes por uno y otro hemisferio, el pere- grino-poeta mexicano se detiene a contemplar esta porción del mundo, en el Lejano Oriente, en esa ladera del universo que se sitúa al este planetario, según las coordenadas de su imaginación “occidental”. Casi al final del poema ocurre la cita sorprendente: el primer verso de la dedicatoria de las Soledades gongorinas:
Pasos de un peregrino son errante…Esa cita de las Soledades configura a mis ojos una de las señales de que, a pesar de las opiniones adversas de Paz ante la poesía de don Luis de Góngora –sus sorprendentes afirmaciones en La otra voz, por ejemplo, y en varias páginas de Las trampas de la fe–, el poeta mexicano supo leer, en momentos decisivos de su vida y de su obra, al más grande poeta de nuestra lengua.
Otro momento gongorino de Paz está en la frase que recogió de un poema de Góngora sobre San Ildefonso: tirada de diez octavas fechadas en 1616 y compuestas para un certamen, que aparecen en las obras de dos Luis con este largo título, procedente del Manuscrito Chacón: “Al favor que San Ildefonso recibió de Nuestra Señora. Para el certamen poético de las fiestas que el cardenal don Bernardo de Sandoval y Rojas hizo en la traslación de Nuestra Señora del Sagrario a la capilla que le fabricó”. No me parece posible que Paz leyera el nombre de ese santo sin relacionarlo con ese lugar cardinal de su juventud: la Escuela Nacional Preparatoria de San Ildefonso. De ese poema extrajo la frase con la que encabezaría sus escritos sobre artes plásticas: “los privilegios de la vista”, que está engastada en un contexto intensamente religioso. Pero en el poema hay una posible alusión al Greco, el gran pintor de la ciudad de Toledo. Esa posibilidad fue examinada con lucidez por Dámaso Alonso, en páginas que Octavio Paz leyó con toda seguridad: están en ese clásico de la crítica moderna de poesía titulado Poesía española, libro de Alonso de 1950 subtitulado “Ensayo de métodos y límites estilísticos”. Nada mejor, entonces, que esa frase gongorina para el título de los textos de Paz sobre artes plásticas.
El poeta Antonio Deltoro me ha contado cómo su padre le descubrió en persona a Octavio Paz. El poeta de Mixcoac estaba sentado en primera fila para escuchar una conferencia de Dámaso Alonso. Este disertó aquella vez, ante un público mexicano, sobre la generación de 1927, y contó cómo había sido el homenaje a Góngora que aquellos jóvenes españoles organizaron para conmemorar el tercer centenario de la muerte del poeta cordobés. Paz tuvo un trato cercano con Alfonso Reyes, a quien el mismo Dámaso Alonso llamó a mediados del siglo XX“cabeza de gongoristas de hoy”. Paz no pudo ignorar la gravitación de la poesía gongorina cuando componía su vasto ensayo sobre sor Juana Inés de la Cruz, Las trampas de la fe; aunque tampoco pudo ocultar su disgusto ante el suntuoso conceptismo del Primero sueño, hecho tan extraño como pasar por alto la religiosidad medieval ante la poesía de Dante. Todo esto significa que Paz tuvo una relación conflictiva con Góngora, con altos y bajos que vale la pena examinar –no lo haré aquí, desde luego, pero señalo simplemente que es un tema interesantísimo.
Con todo su “orientalismo”, Ladera este es un libro en el que comparecen con todas naturalidad varios poetas de lengua española: Luis de Góngora, León Felipe, Rubén Darío, Carlos Pellicer, Francisco de Quevedo (los menciono en el orden en el que aparecen). (En el poema dedicado a León Felipe hay unos curiosos versos que evocan al “Comandante Guevara”, extraña mención de ese personaje en la poesía de Paz.)
5. La vanguardia, la tradición
La poesía de Octavio Paz traza una especie de parábola cuyo punto más alto forma una doble cúspide: el libro La estación violenta (1958) y el poema “Piedra de sol”. El título del libro fue tomado de Guillaume Apollinaire (del poema “La linda pelirroja”, de Caligramas); la métrica del poema proviene en línea directa de la revolución garcilasiana de 1526. Apollinaire representa en este horizonte paciano el reciente pasado vanguardista; los 584 endecasílabos de “Piedra de sol” representan y encarnan una tradición de más de cuatro siglos de clasicismo e intentan renovarla, subvertirla, refundarla y aun refrendarla. El siglo XVI y el siglo XX se dan la mano en el poema y en el libro que lo contiene; Francia y España se unen en los versos de un poeta mexicano nacido en 1914, el mismo año de la guerra en la que Apollinaire sería herido gravemente.
Paz ha contado cómo le fueron “dados” o “dictados” los versos del poema. Es como si las experiencias extáticas de Robert Desnos se invistieran con el rigor de un verso clásico, clásicamente europeo: vino nuevo en odres viejos –el vino del trance surrealista colindante con la escritura automática en los odres del “itálico modo”.
Los endecasílabos de “Piedra de sol” son, todos ellos, canónicos, por su andadura rítmica, por su acentuación, por su cadencia: destilado de una larga tradición que comenzó entre nosotros en el siglo XVI. Por eso es tan divertida –sobre todo si se tiene en cuenta la pulcritud canónica de los versos de “Piedra de sol”– una observacioncilla de Gerardo Deniz, formidable y originalísimo lector, acerca del paciano poema “Salamandra” (del libro homónimo de 1962). Deniz comenta esta línea: “Calorífero de combustión lenta”, y la llama “verso enigmático y admirable, de acentuación tremenda”. ¿Por qué dice eso Deniz? Porque el verso de Paz tiene acentos en las sílabas 3, ¡9! y el inevitable en la décima sílaba: un verso completamente anómalo, torcido, difícil de pronunciar. La frase parece, además, una descripción casi técnica –¿pero de qué?–. De un aparato calefactor, en efecto, como lo dice el verso mismo: un calorífero. Lo más interesante es que se trata nada menos que de una “toma” de Paz: un préstamo del diccionario. El oído poético de Paz extrajo de la sequedad del diccionario una frase y la “editó” para ofrecernos en su poema un verso, aunque este fuera “de acentuación tremenda”.
Gerardo Deniz escribió un hermoso texto en torno de sus relaciones con Octavio Paz. Deniz habla como nadie de los poemas de este y le hace un homenaje a la discreta amistad que mantuvo con él. Ese texto se llama “Crónica” y está en el libro Paños menores, de 2002 –al final de ese extraño, anómalo, extraordinario volumen de ensayos y evocaciones–. También en el mismo título puede leerse el delicioso comentario sobre el poema “Salamandra”. Paz fue, en cierto modo, el “descubridor” de Deniz: lo apoyó en sus primeras publicaciones poéticas y lo hizo colaborador de sus revistas. Es una prueba del buen ojo crítico de Octavio Paz.
6. Prosa y poesía
He observado que una porción considerable de los lectores que conozco prefieren leer los ensayos de Paz o, en general, su prosa reflexiva –con una marcada preferencia por los textos polémicos–, y que apenas le prestan atención a sus poemas. Me parece escandaloso: Paz era un poeta. Como era un poeta doctus, su prosa es llamativa, diáfana, en ocasiones extraordinaria, llena de informaciones y suscitaciones; pero en términos absolutos –o si se quiere, en términos de “literatura absoluta”, para utilizar la frase de Roberto Calasso–, sus versos valen mucho más.
He aquí, entonces, una afirmación acerca de la que no tengo duda: perdurarán la mayor parte de los poemas de Octavio Paz; tendrán una vida menos dilatada sus páginas de prosa.
No faltará quien diga que esto no es necesariamente cierto; dirán que tales palabras –triste forma de ver las cosas… triste por falsa, y triste por ampliamente extendida– son un asunto “subjetivo”. Pero los valores estéticos son valores objetivos, o mejor dicho, valores que tienen una expresión objetiva, sensible, material, como en los versos de La estación violenta o Ladera este. Los endecasílabos de “Piedra de sol” están ahí: los podemos leer, escuchar si alguien los lee en alta voz, leerlos nosotros mismos y sentir cómo discurren, fluyen, se articulan unos con otros. Las tres columnas de Blanco cuentan historias pródigas, diurnas y nocturnas y exploran implacablemente el silencio y las maravillas del lenguaje. Las páginas ardientes de El mono gramático son un testimonio erótico y la bitácora de un viaje hacia adentro y sobre la superficie, erizada de templos, del subcontinente indio. En el centro de la obra poética de Paz, La estación violenta sigue desplegando su turbulento y diáfano visionarismo. Entre todos los títulos de sus libros es el que prefiero; otros lectores dirán cuál es el que les habla con mayor vigor. Yo me siento cerca de esos poemas que me han acompañado durante más de medio siglo.
7. La juventud de Octavio Paz
Paz murió en 1998, octogenario. Su vida transcurrió plenamente en el siglo XX; es uno de los testigos y protagonistas principales de ese “tiempo de asesinos”. Él no participó en la fiesta de horrores y la condenó siempre con un brío admirable. Sin decirlo, sus poemas son la negación activa, luminosa, afirmativa de las tragedias del siglo pasado. No se propuso salvar el mundo sino iluminarlo con sus palabras. Lo consiguió con largueza, con lucidez, con imaginación.
El poeta Octavio Paz cumple cien años. Sus poemas son ahora más jóvenes que nunca. Es la mejor noticia imaginable en este aniversario. ~
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