Enero/2014
Letras Libres
Christopher Dominguez Michael
Una de las fatigas del oficio de crítico consiste en su naturaleza
deontológica. Es una de esas actividades, no la única sin duda, en las
cuales quien la ejerce está obligado a explicar recurrentemente no solo
qué es lo que hace sino por qué lo hace y qué debe o no debe hacer. Es
decir, un crítico literario explica a cada rato qué es su oficio, cuán
distinto o similar es del resto de los escritores (si es que no se pone
en duda que lo sea) y en cuáles momentos o circunstancias cambia de
naturaleza. En septiembre de 2013, se publicó en el blog
El grafólego, hospedado en el sitio web de Letras Libres,
un texto titulado “Cinco ideas fijas sobre crítica literaria”* que
quisiera comentar en sus cinco apartados, todos ellos propuestos por
Jorge Téllez, su autor, para la discusión.
El crítico y el escritor son dos especies distintas
Desde
luego que a los escritores que hacemos primordialmente crítica
literaria nos ofende que se nos quiera excluir del gremio. La distinción
viene de la pereza: se identifica al escritor, bendecido así por el
arte, con el creador de poemas y novelas. Quienes hacemos
non fiction,
para utilizar el método crítico de Barnes & Noble, no seríamos
escritores, en la grata compañía de Aristóteles, el Pseudo-Longino,
Claude Lévi-Strauss, María Zambrano, E. M. Cioran y casi todos los
críticos literarios que no han incurrido en la debilidad de escribir al
menos una novela, un puñado de cuentos o algunos poemitas, sino que han
decidido ser practicantes de un oficio menor. Me ha interesado desde
hace tiempo averiguar los orígenes de la idea de que quien no practica
la poesía o la novela no es un creador sino un frustrado, doblemente
frustrado (por exhibicionista, supongo) si es crítico literario.
La genealogía del asunto, en los tiempos modernos, parece remontarse al teatro inglés del siglo
XVIII
cuando el crítico, amafiado a veces con las compañías de actores, a
veces con intereses más turbios, ejercía de César en el Coliseo
decretando el fracaso de un indefenso autor dramático, cuya obra
tronaba, provocando que el público interrumpiese la puesta en escena de manera escandalosa.
Un
siguiente episodio es el supuesto asesinato de John Keats quien habría
muerto de tristeza porque en 1817 los críticos conservadores de
Blackwood’s Magazine y
The Quarterly Review despedazaron su
Endymion.
Shelley y Lord Byron, poetas radicales que sobrevivieron por muy poco
tiempo a su joven protegido Keats (muerto de tuberculosis en 1821),
propalaron la leyenda de ese “asesinato crítico”. Más tarde –como lo
conté aquí en
Letras Libres, en enero de 2013– el amasiato
entre Sainte-Beuve y Adèle Hugo, esposa del poeta del cual el crítico
era íntimo amigo y propagandista, creó otra leyenda: la del crítico
asexuado que intentaba robar en el lecho del genio, a través de la
mujer, el estro poético del que lo privó la naturaleza, idea
maliciosamente sintetizada por Nietzsche contra Sainte-Beuve en algunos
de sus fragmentos y aforismos. Después, a Sainte-Beuve le caerá encima
nada menos que Proust, un creador portentoso pero que lo había leído muy
poco. Lo acusó, con ligereza, de fijarse en la personalidad de los
autores y no en su obra, lo que convertiría, de ser cierto pues no lo
es, a Sainte-Beuve en el padre de la Escuela del Resentimiento (con sus
estudios de género sexual y la desigualdad positiva convertida en
estética), compuesta por profesores, ellos sí, muy preocupados en quién
escribe los textos y cómo estos reflejan la marginación real o supuesta
de quien los escribe.
La leyenda del crítico como frustrado me
parece conveniente (para los críticos), pues exhibe una de las dos
naturalezas que componen su espíritu: su carácter de forajidos, eunucos o
alimañas. Concebir a la crítica como una patología del espíritu es útil
para balancear su otra naturaleza, ese carácter judicial que la coloca
por encima del resto de la literatura. Si al crítico se le considera el
juez (o el abogado, según Marcel Reich-Ranicki) de la literatura, se
espera de él que no sea juez y parte, es decir, que evite escribir
poemas o novelas, veda que en términos generales los críticos aceptamos
tácitamente: Sainte-Beuve, Edmund Wilson y Cyril Connolly no renunciaron
a escribir poemas de amor, cuentos y hasta novelas, pero lo hicieron
con la mala conciencia de estar ejerciendo una excepción y dejando ver
una debilidad.
En el mundo anglosajón, durante los años
victorianos, se soñó con un ideal puritano de crítico ideal (pienso en
un olvidado como George Saintsbury, quien lo encarnó) que debía vivir
retirado en el campo o en el campus, sin conocer a los autores y no
teniendo con ellos otro trato que su lectura. Su contacto con el mundo
era el cartero y si, por azares de la vida, había sido condiscípulo en
la primaria de algún novelista o primo en segundo grado de una poetisa,
debía abstenerse de escribir sobre ellos. La promiscuidad política y
erótica de las repúblicas de las letras latinas, forjadas a imagen y
semejanza de la pandillera literatura francesa, como la llamó Jorge Luis
Borges, hizo imposible o patética la importación de esa idealidad. En
España, Argentina, Francia o México, los críticos literarios hemos
estado contaminados por la endogamia, la política militante de izquierda
o derecha y por la política cultural, cuyo imán (el dinero público)
provoca más discusiones y denuestos que los propios libros o las
ideologías combatientes.
En Inglaterra misma ese modelo quedó
pronto rebasado por el grupo de Bloomsbury, para el cual el mundo
moderno había empezado en algún día de febrero de 1910 con el “bunga
bunga” de Virginia Woolf, y lo moderno traía entre sus antigüedades que
los novelistas y los poetas continuasen haciendo crítica literaria,
siguiendo la tradición de Diderot, Balzac, Dostoievski, “Clarín”. Es
decir, para todos los efectos, no solo Woolf sino Octavio Paz, John
Updike, André Gide, Mario Vargas Llosa, Ezra Pound, T. S. Eliot, Gabriel
Zaid, Jorge Luis Borges, Thomas Mann, Juan García Ponce han sido no
solo narradores y poetas, sino críticos literarios más frecuentes que
ocasionales. Más interesante sería hacer la lista de los prosistas y
versificadores o libreversistas que nunca han incurrido en la crítica
literaria.
Muy pronto quedó acotado el papel del crítico literario
profesional, obligado a competir con los “modernistas”, por un lado, y
con los profesores, por el otro. Aunque los “críticos puros” a veces
dieron clases, como lo hicieron Sainte-Beuve y Wilson, empezaron a
competir con universitarios de tiempo completo que no solo cumplían en
las aulas y hacían la tarea filológica, sino que la compartían con su
público en los periódicos y las revistas: los E. R. Curtius, los George
Steiner, los Harold Bloom. Pero, ¿a qué lado pertenecía, por ejemplo, un
Lionel Trilling: a la Universidad de Columbia o al público al cual
orientaba libremente con sus libros y artículos? A los dos, ciertamente:
acaso fue el último de los grandes críticos, con el francés Albert
Thibaudet, muerto precozmente en 1936, en ejercer lo mismo en la revista
literaria que en la universidad sin que a nadie se le ocurriese
cuestionarse la naturalidad de su trabajo en uno y en otro frente. Pero
llegaron los años sesenta del siglo pasado y las revistas naturales del
viejo crítico, como
La Nouvelle Revue Française,
Sur,
Horizon,
Partisan Review y otras de las hechas por los intelectuales de Nueva York,
la
Revista de Occidente,
El Hijo Pródigo y su sucesión mexicana, fueron desapareciendo. Ante ese fenómeno, nació
The New York Review of Books
hace cincuenta años, logrando hacer aquello en que los franceses
fracasaron: reclutar profesores y enseñarles a escribir bien para el
público literario. En México pudo continuar la vieja tradición,
renovada, gracias a
Plural y
Vuelta: a Paz le
fastidiaba que nadie se dedicara a estudiar la influencia, como modelo a
imitar, que este par de revistas tuvieron, al menos, en Francia y en
España. Pregúntenselo a Pierre Nora o a Fernando Savater.
Ante los
decálogos de ideas fijas, aclaro, una vez más, que un crítico literario
es un tipo de escritor sometido a casi todas las exigencias artísticas e
intelectuales sufridas por los poetas y los novelistas, a las cuales se
agrega una particularidad importante: el crítico ejerce el juicio sobre
las obras del resto de los escritores, obligación central de la que
están exentos aquellos. ¿Es ese otro lenguaje? No lo creo, porque a
diferencia del crítico de pintura (o de danza o de cine) utiliza, para
criticar, el mismo instrumento (las palabras, la literatura) para
expresarse que la materia de su crítica. El problema es que es el mismo
lenguaje, justamente.
No creo, además, que la crítica y la
creación sean equivalentes. Primero está la creación. Lo creí de joven
hasta que Tomás Segovia me desengañó. Albert Béguin o Mario Praz fueron,
como escritores, muy superiores a muchos de los románticos augurales y
tardíos que comentaron, pero sin las obras de Novalis o Swinburne las
suyas no existirían. Ello no quiere decir que los críticos no puedan ser
estilistas formidables o arrojados pensadores o teoréticos fantasistas,
siempre y cuando no olviden que deben predicar con un doble ejemplo:
escribir mejor que aquellos a quienes denuestan y no olvidar nunca que
están obligados, aun en la más nimia de sus labores, a tocar tierra con
el rigor histórico y filológico.
Y si el de la crítica no es otro
lenguaje, sí es, evidentemente, otro temperamento: el crítico, para
empezar, modula su vanidad de distinta manera y no suele pedirle a sus
amigos novelistas y poetas que escriban sobre él, aunque desee las
mismas glorias del resto del gremio y padezca de similares miserias.
Vuelvo
a mi breve recorrido histórico: el mal estaba hecho y el viejo crítico
condenado hacia 1965. Un estupendo crítico literario formado en la
academia como Frank Kermode no podía sino ver a Connolly como un viejo y
no muy rico
amateur a quien se dio el lujo de menospreciar.
Pero todavía faltaba la estocada: el llamado giro lingüístico y sus
estructuralismos hicieron del profesor-crítico literario un fabricante
de teorías. La teoría literaria, curioso engendro que, manufacturado
desde las ciencias sociales, reivindicaba la autonomía total del texto,
al gusto de ignorantes como Jacques Derrida (¿qué otra cosa puede
decirse de alguien que piensa que es lo mismo un cuento de Wilde, un
anuncio de lavadoras, un soneto de Ronsard o una novela de Severo
Sarduy?), desplazó a la vieja crítica literaria al basurero de la
historia junto con la historia literaria, su sirvienta. Ello no quiere
decir, por supuesto, que algunos de los hallazgos de aquellos
teoréticos, haciendo malabarismos con las ciencias duras, y muchas de
sus equivocaciones, no hayan sido en extremo estimulantes para el
conocimiento de lo literario, como los de Lévi-Strauss y Michel Foucault
lo fueron. El ejemplo lo puso, ya se sabe, Roland Barthes, otro buen
escritor que huía de las teorías y las escuelas y los seminarios que
había fundado cuando lo atropellaron en París. Un Gilles Deleuze, por
ejemplo, predijo muchos de los aspectos de la sociedad informática del
siglo
XXI. Lamento que lo haya hecho en una prosa tan
abominable como abominable fue la prosa de otro profeta actualmente
menos acreditado: Auguste Comte.
Escribir reseñas me convierte en crítico literario
El
predominio de la teoría literaria provocó que los gramatólogos acabasen
pensando lo mismo que los periodistas más burdos: que ejercer la
crítica literaria era hacer reseñas de libros, la fajina del periodismo
de la cual la víctima se libraba solo ascendiendo a poeta, a novelista o
a comentarista político. A ese cruel destino de personaje de Maupassant
muchos fueron condenados y hubo criticastros que se dieron (y se dan)
importancia poniéndole estrellitas a las novelas. Desde luego que todos
los críticos tenemos amigos prudentes y bienintencionados quienes nos
preguntan qué deben leer entre las novedades editoriales (no siempre
representativas de la literatura contemporánea), y a quienes tratamos de
contestarles con cortesía, orientándolos lo mejor que se pueda. En el
crítico literario (por su segunda naturaleza) siempre hay, nos guste o
no, un pedagogo.
Pero creer que la esencia de la crítica es hacer
reseñas es limitar al crítico literario a la más elemental de sus
funciones, la de decidir si un libro es bueno, malo o regular, echando
por tierra todo lo que hay de cultura general y percepción estética y
conocimiento histórico en una nota de Sainte-Beuve, de Woolf, de Borges,
de Eliot o de Steiner, para poner cuatro ejemplos de crítico literario:
“el puro”, la que también escribe novelas, un comentarista filosófico
del cuento (para llamar de alguna manera al argentino), aquel que es un
gran poeta o el que se ha formado en las principales universidades de
Occidente.
Lamento encontrarme con notas donde queriendo espantar
ideas fijas sobre la crítica literaria se ofrecen a cambio respuestas
bobas y relativistas. Téllez concede lastimosamente, sobre la reseña,
que “la importancia que le damos al género –si es que le hemos dado
alguna– impide ver la cercanía que hay entre la reseña y otros discursos
como el periodismo cultural y la publicidad”. Pues no se qué reseñas
lea Téllez como para confundirlas con una y otra cosa. Yo leo reseñas de
Borges o de Zadie Smith, verdaderas obras de crítica literaria. Lo
repito, deontológicamente: la reseña es la expresión mínima de extensión
de un arte mayor, la crítica. La crítica literaria se expresa
preferentemente a través del polimorfo ensayo, aunque lo ha hecho a
través del tratado histórico, la fenomenología filosófica, la
disertación académica, la poesía (Alexander Pope), el aforismo (los
casos son numerosos) y un largo etcétera, pero es la más bella de las
artes porque es aquella donde distinguir el trigo de la cizaña tiene más
mérito, como decía Logan Pearsall Smith.
Leer a escritores difíciles me hace mejor lector, y por lo tanto mejor crítico
El
enunciado es una verdad absoluta y ponerlo en duda es una necedad que
lastima a quien la profirió. “Solo lo difícil es estimulante”, dijo José
Lezama Lima y muchos otros han repetido esa obviedad que, por lo visto,
debe repetirse. Creo improbable que alguien que no haya intentado leer
una novela imposible como
El hombre sin atributos, descifrar a Góngora o los
Cantos de
Pound, aprender a leer aunque sea una lengua extranjera sea un buen
lector de literatura y pueda solazarse con la sencillez de un haiku, de
un poema de Cummings, de una
canción
medieval, de una novelita libertina del
XVIII, de un epitafio griego.
Se necesita formación académica para ser crítico literario
No,
contesta correctamente Téllez. Pero debió agregar que la mayoría de los
grandes críticos literarios no despreciaron la formación académica y
algunos de ellos ejercieron la enseñanza y la erudición impecablemente y
evadieron, lo cual es esencial, la servidumbre a las modas teóricas e
ideológicas que les imponían o sus jefes de departamento o sus
estudiantes. Los malos críticos literarios académicos suelen ser los que
fueron, sucesivamente, existencialistas, marxistas de varias
obediencias,
estructuros, le hicieron hasta de psicoanalistas,
agotaron los estudios de género y siguen tan campantes diciendo y
publicando lo mismo pero diferente, al servicio del público actual. El
otro día, en la Universidad de Chicago, escuché una conferencia
molera,
como diría el “Tuca” Ferreti, de Julia Kristeva sobre las humanidades y
su futuro. Hizo votos la gran dama porque la buena onda del humanismo,
incluyente y generoso, educase a nuestros jóvenes alejándolos del
terrorismo y las drogas. Un profesor de la India, impaciente, le
preguntó por qué defendía el humanismo que ella y su generación
execraban. “Ah”, contestó imperturbable esa bella señora de setenta años
que parece más china que búlgara, “es que aquel humanismo era
pernicioso hasta que llegamos nosotros para cambiarle su razón de ser”.
Si no le gusta mi humanismo, parafraseando a Groucho Marx, no se
preocupe, tengo otro.
Curtius se sirvió de Jaspers, pero no se
convirtió en una marioneta de los jasperianos de la misma manera en que
Auerbach hizo de
Mimesis una liberación personal, casi poética.
Barthes, ya se sabe, huyó del Frankenstein que inventó. Debe decirse, a
su vez, que los críticos literarios educados en la escuela libre de la
lectura y de la escritura de poesía o narrativa llegaron a conclusiones
luminosas similares a las de los catedráticos, por otro camino, no sé si
más corto o más largo.
La crítica literaria en internet se ha trivializado
Era
previsible que esta enumeración terminara en el parto de los montes.
Irónicamente, Téllez contesta que desde 1580 todo se ha trivializado
poniéndose del lado de quienes, como yo, tomamos con cautela toda
pretensión monopólica de hacer de nuestra época la dueña de todas las
desgracias. Cada medio e invento, desde la imprenta, supone una amenaza
para la seriedad del mundo: máquina de vapor, ferrocarril, telégrafo,
gramófono, luz eléctrica, fotografía, cine y televisión, fibra óptica,
computadora personal, teléfono inteligente y lo que se acumule esta
semana. Estamos ante una época de cambios rapidísimos donde aguzar la
vista para percibir lo nuevo en lo viejo y lo viejo en lo nuevo debería
ser la tarea de quienes tienen esa facultad, verdaderamente visionaria,
de la que la mayoría carecemos. El internet, del que yo me sirvo como si
fuera brasileño, es muy trivial, pero creer que las cosas están en los
medios que las difunden es un poco animista. Como dijo el sabio Savater,
ser internauta es tan intrascendente como ser telefonista (es decir,
usuario del teléfono). Sí, en internet hay blogs donde podemos encontrar
chismes literarios de consumo vivificante, como los había en las
interminables conversaciones telefónicas, frecuentemente bañadas por el
trago, de mi juventud. Sí, internet permite acceder a libros y
bibliotecas donde hay crítica literaria de la mejor y de la peor. Pero
creer que hay crítica literaria en internet, porque supongo que allí
predominan los opinadores sobre libros, es terminar muy mal una
deontología. La mayoría de las opiniones en internet son pobres y
aviesas (sean sobre futbol o sobre política) porque son instantáneas y
rara vez son otra cosa que exabruptos. Dicen que en Twitter es distinto y
allí menudea el aforismo y la brevedad poética. Prometo buscarlos algún
día. Defendamos la lentitud de la lectura; un crítico literario debe
retardar su dictamen, añejarlo lo más que pueda, hasta el punto que se
lo permita su necesidad de vivir de lo que escribe u opina. En efecto,
siempre quedan los libros.