jueves, 30 de enero de 2014

Prosa de Poeta

30/Enero/2014
Milenio
Jorge F. Hernández

No sobrarán los párrafos para intentar honrar con gratitud a José Emilio Pacheco. Aunque parezca imposible de precisar, quizá el vado de
su ausencia late como un inmenso cielo de madrugada donde todos los versos de su poesía, los muchos goznes de su labor editorial, los cuidadosos ensayos de luz pura, la delicada labor de lector y editor quedan como estrellas sobre un inmenso manto de prosa. Terciopelo negro que parece inabarcable, es un espacio ancho de página tras página, párrafo a párrafo de crónicas, relatos que son cuentos, novelas que son voces y paisajes en sí mismos y eso que llaman poemas en prosa. Intento deslindar que otras voces se ocupen de cuadricular la sustancia y consistencia de su poesía a secas, que para los lectores miles que lo admiramos a pie representaba un mural de versos sobre el instante y las eternidades, poemas de lo inmediato y de lo inmarcesible, poesía que abrevaba de otros grandes poetas que parecían memorizados por su mirada enciclopédica, y poesía de lo circunstancial o cotidiano que se palpaba por la inquebrantable humildad de un hombre bueno que intentaba con éxito confirmar ante nosotros que la poesía ocurre como milagro de fugaz mirada, o bien simplemente no ocurre, como quien obvia el recuerdo de un beso.
Pacheco, como otros poetas incandescentes, descubría desde la primera idea el impulso que define —incluso inconscientemente— si eso que ya quiere ser escrito ha de verterse en verso o bien convertirse en conversación o cuento que se narra como quien habla en voz alta lo que quizá sintió en murmullos de la noche. Son los materiales del sueño y la madeja donde se enreda la nostalgia por todo y todos los que ya no son, las ciudades que se derrumban, la microhistoria personal de los desahucios que, pudiendo convertirse en sílabas hiladas por la métrica del poema, parecen mejor desfilar como párrafos de un relato que ha de completarse con la memoria instantánea de quien lo lea. Todos los oficios del escritor que ha de dedicarse al cultivo constante de la lectura, a la generosa corrección y edición de la palabra ajena, a las antologías que emprende su afán precisamente porque no existen en las bibliotecas, y a los empeños o sacrificios que exigen los inventarios del diario vivir o la arquitectura de publicaciones periódicas se volvieron así, en Pacheco, el inmenso telar de donde salían sus cuentos, novelas y poemas en prosa.
En noviembre de 1979, mi compañero Gonzalo Canseco me regala en la preparatoria el breve y por lo leído-releído, interminable volumen titulado El principio del placer, serie del Volador, editorial Joaquín Mortiz, y el mundo cambia para siempre. Después vendrá todo un siglo de soledad, los paseos por las regiones que en algún ayer fueron transparentes, los versos tallados en la piedra del sol y no pocos nocturnos como música callada de una vida que con solo leer esos cuentos aspiraba, si bien no a plagiarlos de una vez por todas o al menos memorizarlos como propios, sí y por lo menos a que así pasaran décadas poder seguir leyéndolos con el idéntico azoro que provocaron desde su primera lectura. El placer desde el principio fue conciliar el asombro con el descubrimiento de que esa media docena de cuentos no solo era maravilla que se vale por sí misma, sino reto para cualquier ingenuo que se atreva a seguirlos como modelo. El placer desde el principio fue leer esos cuentos intentando descifrar el trinomio cuadrado perfecto de esas historias como metáfora cuadriculada de una tauromaquia literaria donde citar-templar y mandar equivalen al planteamiento-nudo y desenlace. Escribir es torear, lancear con palabras la embestida de cada historia y el secreto del temple en el invisible e invaluable oficio de saber desescribir las palabras que le sobran a las historias, los diálogos que podrían adormecer la sobremesa donde alguien relata la increíble historia de un barco fantasma, las simultáneas pérdidas de la inocencia, los recuerdos que son humo, los escalofríos que se pierden entre los árboles de un bosque. El placer desde el principio fue imaginar que algún día el autor de los cuentos de El principio del placer firmara un ejemplar para sellar el círculo de correspondencias, el pacto que completa los relatos con la lectura donde se funden imaginaciones respectivas, quizá sin soñar que incluso el autor se convierta en amigo entrañable y que el tiempo permitirá informarle al paso de las décadas que han llegado ya los nuevos lectores de esos mismos relatos en los ojos de mis hijos, hipnotizados al descubrir con renovada admiración los mismos laberintos que uno ya no olvidará jamás.
Al vuelo, parece que puedo recitar de memoria la prosa del poeta que narra el retrato de un joven que espera impaciente todas las tardes la llegada de una mujer soñada en un piso de la calle de Alcalá. Bastan pocas líneas para convencernos de que es uno mismo quien aguarda cada tarde la repetición del encuentro con esa dama que ya no ha de llegar a la última cita. El año es 1936, y quien llega es el bedel del Museo del Prado con el recado de que La Maja Desnuda ha de ser ya para siempre eterna pintura de Goya, sin permiso para ir de visitas por la calle y que será ella quien se condena a esperarnos, como un espectro o presencial real de un recuerdo, sin necesidad de definirla como plebeya o duquesa, pues “para ti esa muchacha era Madrid y era el mundo todo”, y al regresar a solas al piso donde uno la esperaba todas las tardes solo han de hallarse las ruinas de una guerra.
Luego vendría la filiación inquebrantable con las novelas de José Emilio, y con ella la identificación casi musical con todas Las batallas en el desierto o las consignas de Morirás lejos, y no alcanzan los párrafos para la larga nómina del Inventario semanal, ocasional, consuetudinario con el que palabra a palabra se labró el entrañable espacio sideral de la prosa de poeta, el cielo de tantas estrellas donde se queda su sonrisa. Allí, donde hoy reina silencio.

lunes, 27 de enero de 2014

Elementos de deontología

Enero/2014
Letras Libres
Christopher Dominguez Michael

Una de las fatigas del oficio de crítico consiste en su naturaleza deontológica. Es una de esas actividades, no la única sin duda, en las cuales quien la ejerce está obligado a explicar recurrentemente no solo qué es lo que hace sino por qué lo hace y qué debe o no debe hacer. Es decir, un crítico literario explica a cada rato qué es su oficio, cuán distinto o similar es del resto de los escritores (si es que no se pone en duda que lo sea) y en cuáles momentos o circunstancias cambia de naturaleza. En septiembre de 2013, se publicó en el blog El grafólego, hospedado en el sitio web de Letras Libres, un texto titulado “Cinco ideas fijas sobre crítica literaria”* que quisiera comentar en sus cinco apartados, todos ellos propuestos por Jorge Téllez, su autor, para la discusión.
El crítico y el escritor son dos especies distintas
Desde luego que a los escritores que hacemos primordialmente crítica literaria nos ofende que se nos quiera excluir del gremio. La distinción viene de la pereza: se identifica al escritor, bendecido así por el arte, con el creador de poemas y novelas. Quienes hacemos non fiction, para utilizar el método crítico de Barnes & Noble, no seríamos escritores, en la grata compañía de Aristóteles, el Pseudo-Longino, Claude Lévi-Strauss, María Zambrano, E. M. Cioran y casi todos los críticos literarios que no han incurrido en la debilidad de escribir al menos una novela, un puñado de cuentos o algunos poemitas, sino que han decidido ser practicantes de un oficio menor. Me ha interesado desde hace tiempo averiguar los orígenes de la idea de que quien no practica la poesía o la novela no es un creador sino un frustrado, doblemente frustrado (por exhibicionista, supongo) si es crítico literario.
La genealogía del asunto, en los tiempos modernos, parece remontarse al teatro inglés del siglo XVIII cuando el crítico, amafiado a veces con las compañías de actores, a veces con intereses más turbios, ejercía de César en el Coliseo decretando el fracaso de un indefenso autor dramático, cuya obra tronaba, provocando que el público interrumpiese la puesta en escena de manera escandalosa.
Un siguiente episodio es el supuesto asesinato de John Keats quien habría muerto de tristeza porque en 1817 los críticos conservadores de Blackwood’s Magazine y The Quarterly Review despedazaron su Endymion. Shelley y Lord Byron, poetas radicales que sobrevivieron por muy poco tiempo a su joven protegido Keats (muerto de tuberculosis en 1821), propalaron la leyenda de ese “asesinato crítico”. Más tarde –como lo conté aquí en Letras Libres, en enero de 2013– el amasiato entre Sainte-Beuve y Adèle Hugo, esposa del poeta del cual el crítico era íntimo amigo y propagandista, creó otra leyenda: la del crítico asexuado que intentaba robar en el lecho del genio, a través de la mujer, el estro poético del que lo privó la naturaleza, idea maliciosamente sintetizada por Nietzsche contra Sainte-Beuve en algunos de sus fragmentos y aforismos. Después, a Sainte-Beuve le caerá encima nada menos que Proust, un creador portentoso pero que lo había leído muy poco. Lo acusó, con ligereza, de fijarse en la personalidad de los autores y no en su obra, lo que convertiría, de ser cierto pues no lo es, a Sainte-Beuve en el padre de la Escuela del Resentimiento (con sus estudios de género sexual y la desigualdad positiva convertida en estética), compuesta por profesores, ellos sí, muy preocupados en quién escribe los textos y cómo estos reflejan la marginación real o supuesta de quien los escribe.
La leyenda del crítico como frustrado me parece conveniente (para los críticos), pues exhibe una de las dos naturalezas que componen su espíritu: su carácter de forajidos, eunucos o alimañas. Concebir a la crítica como una patología del espíritu es útil para balancear su otra naturaleza, ese carácter judicial que la coloca por encima del resto de la literatura. Si al crítico se le considera el juez (o el abogado, según Marcel Reich-Ranicki) de la literatura, se espera de él que no sea juez y parte, es decir, que evite escribir poemas o novelas, veda que en términos generales los críticos aceptamos tácitamente: Sainte-Beuve, Edmund Wilson y Cyril Connolly no renunciaron a escribir poemas de amor, cuentos y hasta novelas, pero lo hicieron con la mala conciencia de estar ejerciendo una excepción y dejando ver una debilidad.
En el mundo anglosajón, durante los años victorianos, se soñó con un ideal puritano de crítico ideal (pienso en un olvidado como George Saintsbury, quien lo encarnó) que debía vivir retirado en el campo o en el campus, sin conocer a los autores y no teniendo con ellos otro trato que su lectura. Su contacto con el mundo era el cartero y si, por azares de la vida, había sido condiscípulo en la primaria de algún novelista o primo en segundo grado de una poetisa, debía abstenerse de escribir sobre ellos. La promiscuidad política y erótica de las repúblicas de las letras latinas, forjadas a imagen y semejanza de la pandillera literatura francesa, como la llamó Jorge Luis Borges, hizo imposible o patética la importación de esa idealidad. En España, Argentina, Francia o México, los críticos literarios hemos estado contaminados por la endogamia, la política militante de izquierda o derecha y por la política cultural, cuyo imán (el dinero público) provoca más discusiones y denuestos que los propios libros o las ideologías combatientes.
En Inglaterra misma ese modelo quedó pronto rebasado por el grupo de Bloomsbury, para el cual el mundo moderno había empezado en algún día de febrero de 1910 con el “bunga bunga” de Virginia Woolf, y lo moderno traía entre sus antigüedades que los novelistas y los poetas continuasen haciendo crítica literaria, siguiendo la tradición de Diderot, Balzac, Dostoievski, “Clarín”. Es decir, para todos los efectos, no solo Woolf sino Octavio Paz, John Updike, André Gide, Mario Vargas Llosa, Ezra Pound, T. S. Eliot, Gabriel Zaid, Jorge Luis Borges, Thomas Mann, Juan García Ponce han sido no solo narradores y poetas, sino críticos literarios más frecuentes que ocasionales. Más interesante sería hacer la lista de los prosistas y versificadores o libreversistas que nunca han incurrido en la crítica literaria.
Muy pronto quedó acotado el papel del crítico literario profesional, obligado a competir con los “modernistas”, por un lado, y con los profesores, por el otro. Aunque los “críticos puros” a veces dieron clases, como lo hicieron Sainte-Beuve y Wilson, empezaron a competir con universitarios de tiempo completo que no solo cumplían en las aulas y hacían la tarea filológica, sino que la compartían con su público en los periódicos y las revistas: los E. R. Curtius, los George Steiner, los Harold Bloom. Pero, ¿a qué lado pertenecía, por ejemplo, un Lionel Trilling: a la Universidad de Columbia o al público al cual orientaba libremente con sus libros y artículos? A los dos, ciertamente: acaso fue el último de los grandes críticos, con el francés Albert Thibaudet, muerto precozmente en 1936, en ejercer lo mismo en la revista literaria que en la universidad sin que a nadie se le ocurriese cuestionarse la naturalidad de su trabajo en uno y en otro frente. Pero llegaron los años sesenta del siglo pasado y las revistas naturales del viejo crítico, como La Nouvelle Revue Française, Sur, Horizon, Partisan Review y otras de las hechas por los intelectuales de Nueva York, la Revista de Occidente, El Hijo Pródigo y su sucesión mexicana, fueron desapareciendo. Ante ese fenómeno, nació The New York Review of Books hace cincuenta años, logrando hacer aquello en que los franceses fracasaron: reclutar profesores y enseñarles a escribir bien para el público literario. En México pudo continuar la vieja tradición, renovada, gracias a Plural y Vuelta: a Paz le fastidiaba que nadie se dedicara a estudiar la influencia, como modelo a imitar, que este par de revistas tuvieron, al menos, en Francia y en España. Pregúntenselo a Pierre Nora o a Fernando Savater.
Ante los decálogos de ideas fijas, aclaro, una vez más, que un crítico literario es un tipo de escritor sometido a casi todas las exigencias artísticas e intelectuales sufridas por los poetas y los novelistas, a las cuales se agrega una particularidad importante: el crítico ejerce el juicio sobre las obras del resto de los escritores, obligación central de la que están exentos aquellos. ¿Es ese otro lenguaje? No lo creo, porque a diferencia del crítico de pintura (o de danza o de cine) utiliza, para criticar, el mismo instrumento (las palabras, la literatura) para expresarse que la materia de su crítica. El problema es que es el mismo lenguaje, justamente.
No creo, además, que la crítica y la creación sean equivalentes. Primero está la creación. Lo creí de joven hasta que Tomás Segovia me desengañó. Albert Béguin o Mario Praz fueron, como escritores, muy superiores a muchos de los románticos augurales y tardíos que comentaron, pero sin las obras de Novalis o Swinburne las suyas no existirían. Ello no quiere decir que los críticos no puedan ser estilistas formidables o arrojados pensadores o teoréticos fantasistas, siempre y cuando no olviden que deben predicar con un doble ejemplo: escribir mejor que aquellos a quienes denuestan y no olvidar nunca que están obligados, aun en la más nimia de sus labores, a tocar tierra con el rigor histórico y filológico.
Y si el de la crítica no es otro lenguaje, sí es, evidentemente, otro temperamento: el crítico, para empezar, modula su vanidad de distinta manera y no suele pedirle a sus amigos novelistas y poetas que escriban sobre él, aunque desee las mismas glorias del resto del gremio y padezca de similares miserias.
Vuelvo a mi breve recorrido histórico: el mal estaba hecho y el viejo crítico condenado hacia 1965. Un estupendo crítico literario formado en la academia como Frank Kermode no podía sino ver a Connolly como un viejo y no muy rico amateur a quien se dio el lujo de menospreciar. Pero todavía faltaba la estocada: el llamado giro lingüístico y sus estructuralismos hicieron del profesor-crítico literario un fabricante de teorías. La teoría literaria, curioso engendro que, manufacturado desde las ciencias sociales, reivindicaba la autonomía total del texto, al gusto de ignorantes como Jacques Derrida (¿qué otra cosa puede decirse de alguien que piensa que es lo mismo un cuento de Wilde, un anuncio de lavadoras, un soneto de Ronsard o una novela de Severo Sarduy?), desplazó a la vieja crítica literaria al basurero de la historia junto con la historia literaria, su sirvienta. Ello no quiere decir, por supuesto, que algunos de los hallazgos de aquellos teoréticos, haciendo malabarismos con las ciencias duras, y muchas de sus equivocaciones, no hayan sido en extremo estimulantes para el conocimiento de lo literario, como los de Lévi-Strauss y Michel Foucault lo fueron. El ejemplo lo puso, ya se sabe, Roland Barthes, otro buen escritor que huía de las teorías y las escuelas y los seminarios que había fundado cuando lo atropellaron en París. Un Gilles Deleuze, por ejemplo, predijo muchos de los aspectos de la sociedad informática del siglo XXI. Lamento que lo haya hecho en una prosa tan abominable como abominable fue la prosa de otro profeta actualmente menos acreditado: Auguste Comte.
Escribir reseñas me convierte en crítico literario
El predominio de la teoría literaria provocó que los gramatólogos acabasen pensando lo mismo que los periodistas más burdos: que ejercer la crítica literaria era hacer reseñas de libros, la fajina del periodismo de la cual la víctima se libraba solo ascendiendo a poeta, a novelista o a comentarista político. A ese cruel destino de personaje de Maupassant muchos fueron condenados y hubo criticastros que se dieron (y se dan) importancia poniéndole estrellitas a las novelas. Desde luego que todos los críticos tenemos amigos prudentes y bienintencionados quienes nos preguntan qué deben leer entre las novedades editoriales (no siempre representativas de la literatura contemporánea), y a quienes tratamos de contestarles con cortesía, orientándolos lo mejor que se pueda. En el crítico literario (por su segunda naturaleza) siempre hay, nos guste o no, un pedagogo.
Pero creer que la esencia de la crítica es hacer reseñas es limitar al crítico literario a la más elemental de sus funciones, la de decidir si un libro es bueno, malo o regular, echando por tierra todo lo que hay de cultura general y percepción estética y conocimiento histórico en una nota de Sainte-Beuve, de Woolf, de Borges, de Eliot o de Steiner, para poner cuatro ejemplos de crítico literario: “el puro”, la que también escribe novelas, un comentarista filosófico del cuento (para llamar de alguna manera al argentino), aquel que es un gran poeta o el que se ha formado en las principales universidades de Occidente.
Lamento encontrarme con notas donde queriendo espantar ideas fijas sobre la crítica literaria se ofrecen a cambio respuestas bobas y relativistas. Téllez concede lastimosamente, sobre la reseña, que “la importancia que le damos al género –si es que le hemos dado alguna– impide ver la cercanía que hay entre la reseña y otros discursos como el periodismo cultural y la publicidad”. Pues no se qué reseñas lea Téllez como para confundirlas con una y otra cosa. Yo leo reseñas de Borges o de Zadie Smith, verdaderas obras de crítica literaria. Lo repito, deontológicamente: la reseña es la expresión mínima de extensión de un arte mayor, la crítica. La crítica literaria se expresa preferentemente a través del polimorfo ensayo, aunque lo ha hecho a través del tratado histórico, la fenomenología filosófica, la disertación académica, la poesía (Alexander Pope), el aforismo (los casos son numerosos) y un largo etcétera, pero es la más bella de las artes porque es aquella donde distinguir el trigo de la cizaña tiene más mérito, como decía Logan Pearsall Smith.
Leer a escritores difíciles me hace mejor lector, y por lo tanto mejor crítico
El enunciado es una verdad absoluta y ponerlo en duda es una necedad que lastima a quien la profirió. “Solo lo difícil es estimulante”, dijo José Lezama Lima y muchos otros han repetido esa obviedad que, por lo visto, debe repetirse. Creo improbable que alguien que no haya intentado leer una novela imposible como El hombre sin atributos, descifrar a Góngora o los Cantos de Pound, aprender a leer aunque sea una lengua extranjera sea un buen lector de literatura y pueda solazarse con la sencillez de un haiku, de un poema de Cummings, de una canción medieval, de una novelita libertina del XVIII, de un epitafio griego.
Se necesita formación académica para ser crítico literario
No, contesta correctamente Téllez. Pero debió agregar que la mayoría de los grandes críticos literarios no despreciaron la formación académica y algunos de ellos ejercieron la enseñanza y la erudición impecablemente y evadieron, lo cual es esencial, la servidumbre a las modas teóricas e ideológicas que les imponían o sus jefes de departamento o sus estudiantes. Los malos críticos literarios académicos suelen ser los que fueron, sucesivamente, existencialistas, marxistas de varias obediencias, estructuros, le hicieron hasta de psicoanalistas, agotaron los estudios de género y siguen tan campantes diciendo y publicando lo mismo pero diferente, al servicio del público actual. El otro día, en la Universidad de Chicago, escuché una conferencia molera, como diría el “Tuca” Ferreti, de Julia Kristeva sobre las humanidades y su futuro. Hizo votos la gran dama porque la buena onda del humanismo, incluyente y generoso, educase a nuestros jóvenes alejándolos del terrorismo y las drogas. Un profesor de la India, impaciente, le preguntó por qué defendía el humanismo que ella y su generación execraban. “Ah”, contestó imperturbable esa bella señora de setenta años que parece más china que búlgara, “es que aquel humanismo era pernicioso hasta que llegamos nosotros para cambiarle su razón de ser”. Si no le gusta mi humanismo, parafraseando a Groucho Marx, no se preocupe, tengo otro.
Curtius se sirvió de Jaspers, pero no se convirtió en una marioneta de los jasperianos de la misma manera en que Auerbach hizo de Mimesis una liberación personal, casi poética. Barthes, ya se sabe, huyó del Frankenstein que inventó. Debe decirse, a su vez, que los críticos literarios educados en la escuela libre de la lectura y de la escritura de poesía o narrativa llegaron a conclusiones luminosas similares a las de los catedráticos, por otro camino, no sé si más corto o más largo.
La crítica literaria en internet se ha trivializado
Era previsible que esta enumeración terminara en el parto de los montes. Irónicamente, Téllez contesta que desde 1580 todo se ha trivializado poniéndose del lado de quienes, como yo, tomamos con cautela toda pretensión monopólica de hacer de nuestra época la dueña de todas las desgracias. Cada medio e invento, desde la imprenta, supone una amenaza para la seriedad del mundo: máquina de vapor, ferrocarril, telégrafo, gramófono, luz eléctrica, fotografía, cine y televisión, fibra óptica, computadora personal, teléfono inteligente y lo que se acumule esta semana. Estamos ante una época de cambios rapidísimos donde aguzar la vista para percibir lo nuevo en lo viejo y lo viejo en lo nuevo debería ser la tarea de quienes tienen esa facultad, verdaderamente visionaria, de la que la mayoría carecemos. El internet, del que yo me sirvo como si fuera brasileño, es muy trivial, pero creer que las cosas están en los medios que las difunden es un poco animista. Como dijo el sabio Savater, ser internauta es tan intrascendente como ser telefonista (es decir, usuario del teléfono). Sí, en internet hay blogs donde podemos encontrar chismes literarios de consumo vivificante, como los había en las interminables conversaciones telefónicas, frecuentemente bañadas por el trago, de mi juventud. Sí, internet permite acceder a libros y bibliotecas donde hay crítica literaria de la mejor y de la peor. Pero creer que hay crítica literaria en internet, porque supongo que allí predominan los opinadores sobre libros, es terminar muy mal una deontología. La mayoría de las opiniones en internet son pobres y aviesas (sean sobre futbol o sobre política) porque son instantáneas y rara vez son otra cosa que exabruptos. Dicen que en Twitter es distinto y allí menudea el aforismo y la brevedad poética. Prometo buscarlos algún día. Defendamos la lentitud de la lectura; un crítico literario debe retardar su dictamen, añejarlo lo más que pueda, hasta el punto que se lo permita su necesidad de vivir de lo que escribe u opina. En efecto, siempre quedan los libros.

Gabriel Zaid: ¿Crítica para qué?

Enero/2014
Letras Libres
Fernando García Ramírez

Se critica para transformar. Para cambiar el estado de cosas existente. Se critica por inconformidad. Se es crítico por la incapacidad de quedarse callado ante lo que se considera mal hecho, injusto, torcido, corrupto. La crítica es consustancial al ser humano. Hacer y criticar van de la mano. El brazo que lanza y la voz que piensa que el tiro pudo haber sido mejor.
De la crítica a uno mismo se pasó a la crítica del mundo y de los otros. Crítica al prójimo y a sus formas de organizarse. La crítica del poder siempre ha conllevado algún riesgo. Los tiranos detestan la crítica. La Ilustración la elevó a valor insustituible. La crítica de la razón le ha dado a Occidente el rostro que hoy tiene, esencialmente imperfecto. Al equilibrio tripartito de poderes le faltaba algo, el cuarto poder, que es el poder de la crítica pública. No podemos vivir sin la crítica. Pero es incómoda. Estorbosa. Claramente aguafiestas. Julio Ruelas la dibujó como un enorme mosquito taladrando la cabeza de quien la sufre. Pocos aceptan que se ejerce la crítica para hacer el mundo mejor. Ese es el papel, en política, de las oposiciones. Es también la función, aunque a veces parezca odiosa, de la crítica social, económica, literaria. Es un privilegio para la sociedad contar con un gran crítico. El irritante Voltaire elevó como pocos el nivel de la cultura francesa. México ha dado grandes críticos (aunque no somos muy dados a la crítica formalizada en teoría): Jorge Cuesta, Alfonso Reyes, Octavio Paz, José Revueltas, Daniel Cosío Villegas, por ejemplo, críticos de ideas, de situaciones y de hechos concretos. Se critica para cambiar.
Gabriel Zaid se inició a los dieciocho años, en 1952, como crítico teatral en la revista estudiantil El Borrego, que editaba la Sociedad de Alumnos del Tecnológico de Monterrey. Sostuvo ahí la columna “Teatroviendo”. Desde entonces han transcurrido sesenta y dos años. Enrique Krauze ha trazado (Retratos personales, Tusquets, 2007) su “ruta crítica”. Repaso solo los puntos principales de su trayectoria como crítico. En 1963 publica La poesía, fundamento de la ciudad, que reúne ensayos sobre la poesía en la práctica social: crítica de la sociedad que rechaza la poesía y de los poetas que no se dan cuenta de las puertas que abre ese rechazo. Poco después, al rondar los treinta y cinco años, comienza a publicar regularmente en La Cultura en México originales ensayos, primero de crítica literaria y poco después de crítica de la cultura. Sobrevino 1968, año axial. “El 16 de agosto de 1968, Daniel Cosío Villegas empezó a publicar los viernes en Excélsior, y llamó mucho la atención” (Gabriel Zaid, prólogo a Daniel Cosío Villegas, Crítica del poder, Clío, 1997). “Puso la muestra de que la crítica razonada y respetuosa era posible y necesaria, como salida del conflicto en curso y del estancamiento político de México.” La crítica de Cosío era todo menos complaciente. Criticó en sus artículos los excesos presidenciales y también la sinrazón de los estudiantes. Ocurrió entonces la matanza sin que ello impidiera que cada viernes Cosío Villegas publicara sus lúcidos y valientes artículos. Octavio Paz renunció a la embajada de la India. Se trasladó en 1969 a Austin, Texas, donde escribió Posdata, una crítica profunda del sistema político mexicano en la que, hacia el final del ensayo, reclama una “crítica de la pirámide en México”, es decir, una crítica de la acumulación excesiva de poder.
El arribo de Luis Echeverría (uno de los principales responsables de la represión estudiantil) a la presidencia necesariamente obligó a los intelectuales mexicanos a replantearse la tradicional relación que habían sostenido con el poder: una relación de dependencia y sumisión. José Revueltas estaba preso en Lecumberri, Daniel Cosío Villegas escribía en Excélsior, Octavio Paz había regresado a México. Un nuevo hecho de sangre sacudió al país: 10 de junio de 1971, la matanza del Jueves de Corpus. Luis Echeverría prometió una investigación “a fondo”, pero en realidad utilizó el hecho para deshacerse de personajes incómodos del pasado gobierno incrustados en su administración. Llamó a su régimen “de apertura”. A finales de 1971, alojada en el diario Excélsior que dirigía Julio Scherer, apareció Plural, la nueva revista de Octavio Paz. La sociedad, en voz de sus intelectuales, manifestaba una extrema inquietud. Era necesario tomar una posición frente al poder represor. Carlos Fuentes, en 1972, declararía que no apoyar a Echeverría en ese contexto “era un crimen histórico”. Gabriel Zaid, colaborador todavía en ese momento de La Cultura en México, envió un texto de una línea a Fernando Benítez, director del suplemento: “El único criminal histórico es Luis Echeverría”, que Benítez se negó a publicar. Plural acogería desde entonces los artículos de Gabriel Zaid. Obligado por las circunstancias a explicar su posición, Fuentes publicó un largo ensayo (“Opciones críticas en el verano de nuestro descontento”) en el que razonaba la necesidad de apoyar al presidente. En un número posterior de la revista, Gabriel Zaid escribió una carta pública a Fuentes que remataba así: “Si eres amigo de Echeverría, ¿por qué no le ayudas privadamente con el mayor servicio que nadie le puede hacer: convencerlo de que Corpus no es un pelo cualquiera en la sopa de la Apertura, sino la prueba pública de si cree que podamos democratizarnos, o si cree, como don Porfirio, que todavía no estamos preparados?” Como se sabe, Echeverría nunca aclaró el crimen, Fuentes ocupó pocos años después el cargo de embajador en Francia y Gabriel Zaid seguiría escribiendo, como Octavio Paz y Daniel Cosío Villegas, sus notas críticas sobre el Leviatán mexicano en las páginas de Plural, donde animó su columna “La cinta de Moebius”.
¿Por qué la cinta de Moebius? Recordará el lector: es una superficie de una sola cara que tiene la propiedad matemática de ser un objeto no orientable. Como los textos de Zaid: no tienen “doble cara”, o intenciones ocultas, dicen lo que dicen, son claros hasta la transparencia; y no orientables, no son textos ni de “derecha” ni de “izquierda”: son textos de crítica de la realidad. ¿Cuál era la realidad mexicana en esos años? Parafraseando a Marx la expuso Octavio Paz: “Por los aires de México corre un secreto a voces: el sistema político que desde hace más de cuarenta años nos rige, está en quiebra.” Zaid se propuso entonces desde su columna en Plural desmontar a fondo el sistema, criticar no solo sus excesos, sino las causas que lo habían llevado a ese lamentable estado. Esos artículos, y otros más en la misma línea publicados en Vuelta, años más tarde los reuniría Zaid en su libro El progreso improductivo, “uno de los libros –al decir de Enrique Krauze– fundamentales del siglo XX en México”. Criticó en esos ensayos al gigantismo burocrático y fue más allá: su libro es una crítica a la oferta del progreso: una crítica radical a una de las ideas totémicas de Occidente: que todo progreso implica mejora, que el progreso terminará por bajarnos el cielo a la tierra. A fuerza de demostraciones prácticas, Zaid desnudó las razones del progreso y lo mostró en su condición de mito, uno más de los que conforman nuestra modernidad maltrecha. El libro de Zaid apuntaba una novedad en el ámbito de la crítica que se ejercía en nuestro idioma: Zaid ofrecía salidas prácticas al laberinto adonde nos había conducido el progreso. Los ensayos de Zaid, críticos y propositivos, ponían en marcha un poderoso dispositivo irónico para buscar soluciones a añejos problemas de nuestra sociedad, como la corrupción.
En México no acostumbramos a razonar nuestros problemas. Podemos denunciarlos, exhibirlos, burlarnos de ellos, escandalizarnos, pero muy escasamente reflexionar sobre lo que nos aqueja como sociedad. Qué duda cabe que uno de nuestros mayores lastres es la corrupción. Zaid se dedicó a hacer su crítica en “Por una ciencia de la mordida” (publicada originalmente en Vuelta, en 1978), en donde se pregunta: “¿Qué legisladores han tomado en serio que no legislan para Utopía sino para un país en el que cada ley y reglamento es un medio de extorsión y enriquecimiento de las autoridades que la aplican? ¿Qué licenciados en administración pública se atreverían a aceptar que las mordidas sirven, como las multas, para que se respeten los semáforos, y por lo tanto deben legalizarse? [...] ¿Dónde están los ingenieros de sistemas que analicen cómo la corrupción genera complejidad en los sistemas (para evitar la corrupción) y cómo esta complejidad aumenta los costos, distorsiona las operaciones y multiplica las oportunidades de corrupción? ¿Dónde está el análisis económico de la corrupción?”
La mordida, dice Zaid, “es un pago en lo particular a quien es dueño de un poder oficial que puede usar para bien o para mal de quien hace el pago”. La mordida es, sobre todo, “una compra-venta de buena voluntad”. “Aunque la corrupción es universal, tiene mayor aceptación social entre los pueblos menos dados a exaltar la organización.” El origen de la corrupción se encuentra en la negativa de ser por cuenta propia, “en imponer la investidura, la representación, el teatro, el ser oficial”. La corrupción aparece cuando se usa la investidura como si fuera algo propio. “Si un policía de tránsito –explica Zaid– fuera el concesionario de un crucero, con derecho a cobrar las multas para su propia bolsa, sus cobros ya no serían mordidas.” Zaid aclara que la corrupción no es algo nuevo en las sociedades. Al principio estas eran patrimonialistas (el soberano no hacía distinción entre sus bienes y los bienes públicos), pero al irse imponiendo la racionalidad burocrática la corrupción pervivió como un residuo de la sociedad tradicional. La corrupción se da al ejercer “la propiedad privada de un poder público”. Para comprender la corrupción, Zaid ironiza: tal vez la corrupción no es una degeneración de la legalidad, sino “un patrimonialismo avanzado”. La mordida es moderna porque: es “predominantemente monetaria”, la “mercancía y el pago se intercambian de inmediato”, es una relación impersonal... En otro texto, y en la misma vena irónica, Zaid propone legalizar la mordida: que el mordedor emita recibos que puedan ser deducibles por el mordido. Bajo la ironía aparece una verdad incontrovertible: la mordida se ha convertido en un impuesto informal al amparo del poder.
La lectura de Zaid que ve la corrupción como el uso de las funciones públicas como si fueran un bien privado, expuesta en su ensayo “Por una ciencia de la mordida”, la retomó en 1986, a mitad del sexenio de Miguel de la Madrid. Fue este último quien en su campaña presidencial impulsó “la renovación moral de la sociedad”. La fórmula pegó tanto que la votación por el candidato fue superior a la que obtuvo su partido. Ya en el poder defraudó la expectativa que él mismo había despertado. Se hicieron, as usual, un gran número de foros de consulta que no sirvieron para nada. Se creó una contraloría que, por depender del Ejecutivo, no denunció a nadie. Lo que era evidente (procesar por enriquecimiento ilícito a su predecesor José López Portillo) ni siquiera se consideró. Se pensó entonces que eso afectaría la investidura presidencial, obviando que en todo caso lo afectado habría sido la expresidencia. La renovación moral prometida por el presidente no llegó, porque para acabar con la corrupción lo primero que se tendría que haber hecho era terminar con la impunidad presidencial. Hoy vivimos una situación similar. Enrique Peña Nieto presenta un muy opaco listado de sus bienes, sin especificar públicamente montos, en el que sobresalen diversas propiedades “donadas”, sin que la sociedad sepa quién se las donó. El clamor público contra esa opacidad fue inmediato. No importa, no hay poder que obligue a un presidente mexicano a aclararle nada a los ciudadanos. Mientras eso no cambie, ¿cómo pretenden que se termine con la corrupción?
Treinta años después del fracaso de la “renovación moral”, la Secretaría de la Función Pública está en vías de ser suprimida por inútil. No se trata de un problema del pri: el pan estuvo doce años en el poder sin que la corrupción disminuyera un ápice. Y es que, como dice Gabriel Zaid, “la corrupción no es una característica desagradable del sistema político mexicano: es el sistema”. Sin embargo, resignarse, conformarse con el derrotismo es inaceptable. Algo hemos aprendido en estos años: “Ni el poder ejecutivo, ni el legislativo, ni el judicial, han mostrado capacidad de autodepurarse. El combate a la corrupción tiene que ser emprendido por la sociedad desde abajo y desde afuera”, dice Zaid en “Mapas de la corrupción”. En este artículo (http://bit.ly/1konSEM) Zaid ensaya diversas propuestas para que la sociedad se organice y denuncie.
Desde sus primeros ensayos sobre la corrupción, hace más de tres décadas, y hasta hoy, Zaid no ha dejado de pensar, proponer, crear soluciones para resolver el problema de la corrupción. Su crítica social no es teórica sino práctica. Su lectura devino en creativas soluciones. Zaid critica para transformar. Para cambiar el estado de cosas. ¿Criticar para qué? Para hacer más habitable el mundo.

domingo, 26 de enero de 2014

Borges y su concepto de la poesía

26/Enero/2014
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Mucho se habla de los valores intelectuales de la obra de Jorge Luis Borges, pero muy poco de su profundidad emotiva, como si ésta no existiera e incluso como si ésta hubiese estado ajena a los propósitos del gran poeta argentino. Pero a lo largo de sus ensayos, sus declaraciones y sus poemas mismos, Borges fue dejando pistas para revelar su concepto poético, muy distante, por cierto, de la denominada estética del verso intelectual.
En cierta ocasión, al referirse a sus tres primeros libros de poemas (Fervor de Buenos Aires, Cuaderno San Martín y Luna de enfrente), revindicó Fervor de Buenos Aires (“porque todavía me reconozco en él, aunque sea entre líneas”) y abjuró de los otros dos por considerarlos “ajenos”, es decir llenos de artificios, impropios de la emoción. Y expresó esta opinión devastadora: “Luna de enfrente fue un libro que se escribió para escribir un libro, lo cual es el peor motivo. Los libros deben escribirse solos, por medio del autor o a pesar de él”.
Más de una vez, Borges afirmó que sin la emoción la poesía resultaba estéril. ¡Y que lo dijera él, escritor libresco, culto y de gran erudición! Pero como Borges era también gran ensayista, sabía que el ensayo era precisamente el género que mejor se avenía a la disquisición intelectual, así como el cuento (del que también fue gran maestro) era el género adecuado para la fantasía, la imaginación y el artificio literario.
Borges poeta puede estar hablando de un libro o de un personaje o de un episodio histórico o doméstico, pero siempre lo hace desde la emoción. Sobran los ejemplos, desde el famoso “Poema de los dones” hasta sus no menos célebres “Un lector” y “Elogio de la sombra”.
Borges acostumbraba escribir alguna nota previa (y a veces algún prólogo) en sus libros de poesía. Por esto sabemos que de los trece libros que escribió (Fervor de Buenos Aires; Cuaderno San Martín; Luna de enfrente; El hacedor; El otro, el mismo; Para las seis cuerdas; Elogio de la sombra, El oro de los tigres, La rosa profunda, La moneda de hierro, Historia de la noche, La cifra y Los conjurados), su preferido era El otro, el mismo, en cuyas páginas están “Otro poema de los dones”, “Poema conjetural”, “Una rosa y Milton” y “Junín”, poemas, decía el autor, que “si la parcialidad no me engaña, no me deshonran”. Ahí también están, en esas páginas, sus dos poemas ingleses, su “Soneto del vino”, “Everness”, “Elegía”, “El mar” y “Al hijo”, entre otras maravillas.
Y así como ese libro era su preferido, Historia de la noche es, para él, el más íntimo de cuantos escribió. Y cuando utiliza el término “íntimo” se apresura a aclarar: “Abunda en referencias librescas; también abundó en ellas Montaigne, inventor de la intimidad.” Quería decir con esto, obviamente, que no nos dejáramos engañar con los temas o referencias en los poemas; que más allá de estos elementos, la intimidad y la emoción eran elementos esenciales de su poesía.
A María Esther Vázquez, Borges le dijo, con risueña ironía: “Podemos perdonarle a Goethe sus cuarenta volúmenes en virtud de sus Elegías romanas, que son lindísimas.” Para Borges, el poema tenía que partir de la emoción y de la verdad, no del intelecto ni de la invención. Argumentaba: “Yo creo que para que el poema sea bueno debe estar basado en la verdad emocional.”
En cuanto a la “poesía intelectual”, Borges opinaba lo mismo que López Velarde: que era una desviación de la poesía. “Vamos a ver –dijo Borges en 1982–: se la llama poesía intelectual, pero intelectualmente es incomprensible.” Y, por supuesto, no confundía esa especie con la poesía hermética, pues aclaraba: “En la poesía hermética se entiende que hay algo y eso es lo que vale. Por otra parte, las ideas en poesía no son muy importantes y siempre son las mismas: todo es transitorio, temporal, o si no lo contrario: hay algo eterno. Da lo mismo una que otra; lo valioso es cómo se diga.”
Incluso en la poesía menos tersa, como la de Unamuno, Borges encuentra virtudes que no halla en la llamada “poesía intelectual”. Decía: “Tomemos el caso de Unamuno: los poemas son feos, los versos son duros, pero las ideas interesantes. Acá [es decir, en la poesía intelectual] no se sabe cuáles son las ideas. Se llama poesía intelectual a la que no es musical.” Y si, finalmente, la poesía carece de música, es de antemano una negación de la poesía. Hay poetas intelectuales que, luego de afinar sus ideas, deberían entregarse a la reflexión ensayística. Eso creía Borges. Y tenía buenas razones para ello.

La palabra de Juan Gelman

26/Enero/2014
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

Buscar la luz, abrirse paso entre la cerrada tiniebla, no aceptar la derrota y hacer de la desesperanza una manera de reconciliarse con el mundo, de hacer un pacto de no agresión o un acuerdo de tregua prolongada con la historia y todos sus horrores, injusticias e insensateces. La poesía de Juan Gelman, el argenmex que, para nuestra fortuna, escogió a nuestro país para seguir adelante en la vida y en su trabajo creativo, reúne esas características y nos ayuda a reconciliarnos con los días y las noches y a redescubrir el asombro y la gloria de los alimentos terrenales. Todas estas afirmaciones salen desde lo más profundo del ser (recordemos el grito de auxilio implícito en el De profundis de Oscar Wilde), después de derrotar a la desesperación y de afirmar, a pesar de todo y contra esto y aquello, los valores del ser humano, frágiles y asediados, pero más fuertes que la violencia y la injusticia.
“Así mezclaste mis huesitos con tu eternidad/ tus besos eran suaves la noche que me dejaste solo/ con el terror del mundo/¿me buscabas también así?/ ¿hermanos en el miedo me quisiste?/ ¿en un pañal de espanto?” Esto escribe el poeta a su madre, luchadora fuerte, sólo derrotada por el cáncer, el iracundo señor que nada sabe de perdones y engaña con sus treguas. La imagen de la mujer estricta quedó desordenada en la memoria del hijo. Sin embargo, con esos fragmentos pudo reconstruir una vida para cumplir el rito de la reconciliación: “todavía recojo azucenas que habrás dejado aquí/ para que mire el doble rostro de tu amor/ mecer tu cuna/ lavar tus pañales/ para que no me dejes nunca más/ sin avisar/ sin pedirme permiso/ aullabas cuando te separé de mí/ ya no nos perdonamos”.
Es con una ternura mayor como recupera al hijo y junta los pedazos de memorias y de amores para reconstruir su imagen en el poema y en el alma: “era escrita verdad que nos desfuéramos?/ ¿qué voy a hacer con mí/ pedazo mío?/ ¿qué pedacitos puedo ya juntar?/ ¿cómo reamarte/ amor callado en lo que compraste con tu sangre niña?”
Esa recuperación, como otras muchas plasmadas en la poesía urgente, desgarrada y amorosa de Gelman, sólo puede hacerse exprimiendo a las palabras sus jugos esenciales, creando nuevas palabras, remodelando la gramática, creando una nueva prosodia y cavando sin descanso en la vieja y casi agotada mina del idioma para hallar nuevas vetas no sólo de bellezas, de metáforas como piedras preciosas con luces interiores que vienen del alma mineral, sino también de nuevos y vigorosos significados que enriquecen los patrimonios de la verdad, de la emoción y del pensamiento: “¿dónde estás mesmo ahorita?/ ¿descansas?/ ¿nadie tortura tu blancor?/ ¿ya mudo quietas tu luz contra tinieblas?/...
Poesía llena de preguntas la de Gelman, y llena también de admiraciones. Los poetas poseedores de certezas e incapaces de asombrarse (tal vez lo hacen tan sólo cuando contemplan sus orondos ombligos) no puede llegar a esa dimensión donde lo humano encuentra su forma de expresión, la construye y, muy pronto, la destruye para evitar el horror de los moldes, el cansancio infinito de decirlo todo de la misma manera, asesinando la sorpresa, la frescura del poema que adopta la forma exigida por el tema. En esta vigorosa actitud lírica Gelman nos pone a pensar en Vallejo, en sus palabras salidas de la tierra, en la originalidad de sus sensaciones y en la estremecedora sinceridad con que hablaba de los golpes tan fuertes como si vinieran del odio de Dios... tan fuertes, “yo no sé”, admitía el poeta que tenía las manos llenas de preguntas y no sabía nada de las certezas poseídas por los dueños de este mundo manchado por la injusticia, las desigualdades abismales y la inagotable tontería de los propietarios, los filisteos y sus escribas.
Gelman nos entrega una poética a la vez reflexiva y lúdica. Del repertorio campesino y de épocas arcaicas obtiene sus palabras y, cuando no encuentra las adecuadas, se las inventa, crea sus propias reglas gramaticales y las dota de la versatilidad necesaria para que sean adjetivos, sustantivos o verbos, es decir, criaturas dotadas de una libertad tan amplia que rebasa todas las limitaciones y establece sus propias y, por supuesto, efímeras convenciones. Gelman ejerce el oficio de la poesía día y noche, con dolor, con amor, bajo la lluvia y en la catástrofe. Lo hace obligado por el dolor del mundo y por las separaciones, pero también por los besos del encuentro. Por eso trabaja con palabras que son como sangre. Su ars poetica llega a un extremo solidario que supera las limitaciones del individualismo cerrado: “nunca fui dueño de mis cenizas, mis versos, rostros oscuros los escriben como tirar contra la muerte”.
En el caso de la separación de los amantes, Gelman encuentra la manera exacta para describir esos dolores: “de veras comprobando que tus ruidos andaban por sus huesos y en general que te habías ido”. Los poetas anglosajones manejan los coloquialismos con soltura y sin provocar fruncimientos de nariz de los puristas. En nuestra poesía sólo lo han hecho poetas como López Velarde, Vallejo, Leduc, Huerta, Sabines... Para todos ellos las formas del lenguaje popular tienen la fuerza proveniente de las mismas raíces del idioma, y todos ellos saben que la verdadera originalidad no puede ser impostada sino que es una floración natural, una condición del alma. La poesía encerrada en las palabras consagradas por una retórica autoritaria, castrante, no tiene sentido alguno después de la gran revolución iniciada por Pablo Neruda. Su movimiento liberador nos enseñó que todo es poetizable, desde el misterio de las capas de la cebolla y los melancólicos anteojos rotos en un ácido basurero, hasta la violencia asesina de los dictadores y la superchería y avaricia de los dueños de los medios de producción en el capitalismo salvaje. Por eso nuestro amigo Juan nos expone sus motivos para escribir: “El amor a la poesía, a la madre, a la mujer, a los hijos, a los compañeros que cayeron por una esperanza, a la belleza todavía de este mundo...”
Los homenajes que se le han hecho a Juan Gelman nos permiten pensar en algunos poetas de ese formidable país, hermano nuestro por tantas y tan ricas razones, que es Argentina: Lugones, Borges, Girondo, Olga Orozco, Enrique Molina, los Fernández Moreno... Ellos delinearon el rostro de la poesía argentina, hermosamente penetrada por los giros de la lengua popular hecha de mezclas y de bellas impurezas. Con tranquilidad y con una sabiduría pausada y sin estridencias, Juan ocupa su lugar tanto en el canon como en la marginalidad. No temas, Juan, los homenajes no pretenden petrificarte, convertirte en estatua y obligarte a seguir una línea consagrada y consagratoria. Nada de eso. Sigue jugando con las palabras, inventándolas y olvidándolas. Sigue tu camino de independencia y de lucha, sigue defendiendo a tus muertos y a tus vivos porque, al defender a tus personas, estás defendiendo a las personas, a las mujeres y a los hombres de este mundo injusto y violento. Ojalá que sigas siendo –que seamos todos– como tu tía Adelaida: “ella llevaba sus negocios con Dios como un carbón encendido/ se levantaba a las cinco/ avivaba las brasas/ ponía a hervir su corazón/ y así empezaba el día/ cada día”. Ahora cantaremos contigo un buen tango equivalente a un gaudeamus igitur o a un sursum corda.

Tres rostros en una obra

26/Enero/2014
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

Hijo de judíos ucranianos, nacido en 1930 en el barrio de inmigrantes de Villa Crespo, en Buenos Aires, Juan Gelman tuvo una infancia pobre, libre, acaso feliz. La radio y él crecieron juntos y el tango sería desde su adolescencia y para siempre un compañero mundo. Gelman descubrió la poesía a fines de los años cuarenta; de ese entonces datan lecturas de autores que dejarían su huella para siempre en el recuerdo del corazón y en el corazón del recuerdo: Oliverio Girondo, Raúl González Tuñón, Carlos Drummond de Andrade, poetas ingleses y franceses, y sobre todo el César Vallejo de Trilce. Gelman se afilia muy pronto a las Juventudes Comunistas y pasa luego al partido Comunista.
Luego de la llamada Revolución Libertadora de 1955 se proscribe el peronismo y se prohíbe incluso mencionar la palabra Perón. La resistencia opositora se organiza. Con el triunfo de Castro en 1959, Gelman simpatiza con la Revolución Cubana, de la cual descreerá con los años. En 1964 renuncia al partido Comunista, pero poco después, para la historia de las paradojas, se entera de que el Partido lo expulsa por desertor. En Argentina se une a un movimiento guevarista, que se une luego con uno peronista, dando lugar a la organización guerrillera Montoneros, nombre de uno de los grupos peronistas. Desde el regreso de Juan Domingo Perón en 1973, y sobre todo luego de su muerte (asciende a la presidencia su esposa Isabelita), empieza la “noche sudamericana”. Cometiendo un gravísimo error, Montoneros entra a la clandestinidad. En 1975, amenazado de muerte por la Triple a, creada por José López Rega, ministro de Bienestar Social del gobierno de Isabelita, Gelman se exilia en Italia, y se convierte en vocero de la organización guerrillera. El 24 de marzo de 1976 una Junta Militar da el golpe de Estado. En agosto de ese año los militares apresan a su hijo y a su  nuera, a quienes ejecutan meses después. Entre 1975 y 1988, salvo algunas entradas clandestinas, Gelman vive un difícil exilio en Italia, Francia y Nicaragua. En 1988 conoce en Buenos Aires a su segunda esposa, Mara Lamadrid, con quien, en ese mismo año, viaja a México, país donde residió desde entonces, y donde desde hace mucho había decidido morir. El sábado 19 de enero cumpliría veinticinco años entre nosotros. Murió el pasado martes 14. 
En la obra poética de Gelman, me parece, hay tres etapas más o menos distinguibles: la primera, la de los años cincuenta y sesenta, ligera, lúdica, llena de gracia y de destellos de ternura. Es el tiempo de libros como Gotán (1956), Velorio del solo (1961), Cólera buey (1965), Los poemas de Sydney West (1969). O como escribimos una vez en un artículo: “En esta poesía está próximo el cuerpo de la mujer, llámese Ofelia o Daniela Rocca, y el país y el mundo son imaginables como un castillo para construirse con las piedras del sueño y la utopía, de la libertad y la fraternidad, aunque también, entre ‘las bellas compañías’, un afectuoso buitre se hunda prometeicamente en las entrañas.”  
Una segunda etapa se da a partir de varios hechos que le rompen el rostro, corazón y el alma: el ascenso en Argentina en 1976 de los militares, la ejecución de su hijo y de su nuera, la caída y muerte de cientos de compañeros, entre ellos Francisco Urondo, Rodolfo Walsh y Miguel Ángel Bustos, y la política de inmolación de la dirigencia de Montoneros en 1978, cuando emprenden una contraofensiva suicida (él ya tenía severas reprobaciones a la conducción, pero el llamado a la contraofensiva lo impele, junto con otros compañeros, a romper con la organización, lo cual llega a impedir la muerte de decenas o centenares de militantes). Algunos libros representativos de esta segunda etapa serían Hechos y relaciones (1980), Hacia el sur (1982), Citas y comentarios (1982), Anunciaciones (1988), Carta a mi madre (1989) y Salarios del impío (1993). Si en la primera época ya encontrábamos tres heterónimos, ahora se multiplican, como si Gelman buscara que otras voces –las de los caídos– hablen en su poesía con él y por él. Son los años atroces, pero simultáneamente es el tiempo cuando sus poemas se vuelven más desgarradamente tiernos, más tristemente dolorosos, y donde el desmedido sentimiento de la pérdida hace que el alma parezca un solo llanto. Gelman se vuelve el gran documentalista de la derrota. Como Vallejo, como Celan o como Gonzalo Rojas, Gelman descuadra la sintaxis y rompe a menudo las palabras para expresar, de una manera secretamente armónica, las experiencias que han atravesado con sus flechas el corazón. Gelman no excluye el uso argentino del vos y los diminutivos se multiplican. Entre tantos momentos aflictivamente inolvidables, nada me conmueven tanto en su ternura como los poemas al hijo asesinado y a la madre llena de entereza. ¿Cómo no recordar ahora estos versos al hijo?: “¿qué hicieron de vos/ hijo/ dulce calor que alguna vez niñaba al mundo/ padre de mi ternura/ hijo que no acabó de vivir?/ ¿acabó de morir?/ pregunto si acabó de morir/ el nacido el morido a cada rato”. O éstos a la madre recién fallecida donde se unen vida y muerte, exilio e irreversibilidad: “vos me acunaste yo te ahueso/ ¿quién podrá desmadrar al desterrado?/ tiempo que no volvés”.
La tercera fase, no exenta de melancolía descorazonada y de rabias súbitas, es la de la reconciliación y una paz casi completa consigo mismo, y se halla en sus últimos libros: Valer la pena (2001), País que fue será (2004),  Mundar (2007), Deatrásalantensuporfía (2010), El emperrado corazón amora (2012) y Hoy (2013). Es el tiempo de la reintegración familiar y del encuentro con nuevos amigos en el nuevo país, de la utopía de nuevo buscada y de la conciencia triste de la palabra fue, de los recuerdos que casi inviernan y de los fantasmas que vuelven a deshora, del adiós y del aydiós. Son los años también de los grandes reconocimientos internacionales, entre otros, el Premio Iberoamericano y del Caribe Juan Rulfo 2000, el Premio Reino Sofía de Poesía Iberoamericana 2005, el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda 2005 y el Premio Cervantes (2007), el mayor galardón en lengua española.
Con la muerte del amigo impar y del gran poeta, el mundo se volvió un poco más triste. A muchos Gelman nos dio el ejemplo de que dentro del dolor trágico es dable la fraternidad. Se fue, pero para quienes lo quisimos y admiramos, con quien reímos tanto (tenía un magnífico sentido del humor), es un adiós que no alcanza la despedida. Es la partida en vuelo, no la llegada. Sin duda lo que más me privilegia es que me haya visto y tratado durante veinte años como un hermano.
Mientras escribo esto, vuelvo a verlo, cuando nos encontrábamos a comer, caminar por la acera o entrar al restaurante con una sonrisa, darnos un apretón de manos pleno de afecto y un fuerte abrazo, y yo preguntarle: “¿Y cómo está el joven Juan?” Y él responderme: “Joven será usted.” Para luego en la mesa hablar largamente de todo y de nada un poco.

Carta abierta a Juan Gelman

26/Enero/2014
Jornada Semanal
Víctor Rodríguez Núñez

Gambier, 15 de enero de 2014
Querido Juan:
 
Cuando te visitamos por última vez, la mañana del domingo 12 de enero, hace sólo tres tristes días,parecía que la muerte no te acompañaba. Es cierto que estabas muy frágil pero tocabas con energía lacampanilla para alertar a la enfermera. Es cierto que hablabas en un susurro pero lo hacías con mucha precisión y claridad. En tu silla de ruedas, un poncho sobre los hombros, una manta sobre las piernas, eras la dignidad en persona. Nos diste un sobrio reporte sobre tu salud, la anemia que no amainaba y el incipiente cáncer del pulmón. También nos informaste de tu decisión de no recurrir a la quimioterapia y de resistir en el hogar. Estabas pendiente de todo, a la viva, diríamos en Cuba, incluidos nuestros proyectos de traducción. La conversación nunca se te escapó de las manos y hubo espacio de sobra para el humor. Incluso hablaste de Cervantes, de una de sus obras sobre cautivos, donde habías encontrado versos excelentes. Nos invitaste a tomar un café y lo hicimos todos con gusto en unas tazas preciosas. La luz del invierno mexicano se filtraba por cada resquicio del apartamento de la colonia Condesa. Me pareció que estabas dispuesto a dar una larga batalla por tu vida.
A las 6 y 31 de la tarde del martes 14 recibí el email de José Ángel Leyva con la terrible noticia: “Acaba de morir Juan.” Como no hay otro Juan en nuestras vidas, en nuestras obras, se trataba sin duda de ti. No pude quedarme solo con esa noticia y de inmediato la compartí con otros que te quieren tanto como yo. Las memorias entonces se agolparon, no podía hacer otra cosa que recordar. Y recordé la lectura que hiciste, en el patio del Palacio de los Capitanes Generales de La Habana, en 1978, donde aprendí para siempre la consigna: a gelmaniar, a gelmaniar. Recordé la conversación en el Jardín Botánico de Medellín, en 1994, donde me enseñaste que el único tema de la poesía es la poesía, y por eso mismo puede hablar de todo. Recordé otra conversación, en los portales del Gran Hotel de Costa Rica, en 2007, donde aprendí que la mejor poesía ocurre cuando el sujeto poético se sale de sí mismo. Pero no todo era literatura entre nosotros, y entonces recordé tu indignación, en el campus de la Universidad de Oregon, en 1996, cuando te conté que los estudiantes de una fraternidad, al descubrir mis apellidos hispanos, habían defecado dentro de mi viejo coche.
La noticia de tu muerte pronto llegó a los periódicos que, como El País de España, mostraron sinceramente su pesar, aunque nunca divulgaron tus artículos antiimperialistas. Ésos que escribiste hasta hace muy poco, cuando el cuerpo se negó, y que eran un modelo de rigor informativo y análisis intelectual. Ésos donde nos advertías, por ejemplo, que la muerte seguía campante su paseo por Irak, donde más de 6 mil civiles habían perdido la vida en 2013. O que, después del 11 de septiembre de 2001, el gobierno de Estados Unidos había logrado que cincuenta y cuatro gobiernos de los 190 del mundo colaboraran con el programa por el cual los sospechosos de terrorismo eran llevados de un país a otro, a veces a un centro clandestino de detención de la propia cia en otros países, donde agentes del servicio los “interrogaban” según métodos bien conocidos. O que Obama mismo había ordenado ejecutar extrajudicialmente, en Yemen en 2011, por medio de un drone, a un ciudadano estadunidense, a su hijo adolescente y al hijo de un amigo. Esos artículos que impidieron, al no poder viajar a Estados Unidos, que se materializara el ofrecimiento, por Kenyon College, de su doctorado honoris causa. Ésos que seguramente espantaron a los académicos suecos, como antes los comentarios de otro signo de Jorge Luis Borges, y que le negaron a Argentina por segunda vez un merecido Premio Nobel. Esa militancia ética consecuente que en definitiva complementa tu obra poética.
A mi juicio, tu poesía es un modelo de rebeldía, una lección de libertad, y te sitúa entre los poetas mayores de la lengua española. Para no ir muy lejos, perteneces a la estirpe de Rubén Darío, Antonio Machado, César Vallejo, Vicente Huidobro, Federico García Lorca, Pablo Neruda y José Lezama Lima. En particular, valdría la pena destacar tu desafío de los dogmas de la escritura revolucionaria, el llamado realismo socialista y otras malas hierbas. La influencia de tu teoría y práctica poética, basada en el derecho a la imaginación y la fidelidad al sentimiento, fue crucial para los poetas de mi generación. Hace tres años, en ocasión de tus ochenta cumpleaños, afirmé en estas mismas páginas que tu obra se había caracterizado por una constante innovación en contenido y forma. Y resalté entonces que esa voluntad de cambio no sólo se mantenía en tu producción más reciente sino que inclusive se acentuaba. De esta manera, te revelabas como uno de los poetas verdaderamente vivos de nuestra lengua. Es decir, vivo no sólo en términos biológicos, sino además en el orden poético. Como poeta, querido Juan, aunque no alientes como antes, por tu radical e indeclinable creatividad, nadie hoy está más vivo que tú.
Abrazos de tu hermano menor,
Víctor Rodríguez Núñez

Gelman, en el nombre del hijo

26/Octubre/2014
Jornada Semanal
José Angel Leyva

Juan Gelman era justo del mismo año que mi padre, 1930. Un día, mientras devorábamos carne, bebíamos vino, reíamos intercambiando juegos de palabras o Juan evocaba alguna anécdota de su biografía, reparé en esa coincidencia. De inmediato cambió el gesto para poner los puntos sobre la íes. “José Ángel, yo no soy tu padre. Para mí tú eres igual que yo. Somos amigos, eres un interlocutor, sos un poeta.” También adquirí cierta gravedad y le dije para su alivio: “Tampoco puedo verte como un padre, Juan, el mío llenó a plenitud ese espacio, pero a él le encantaría saber que vieron la luz el mismo año.” Gelman no aceptaba que nadie pretendiera ocupar un sitio que él había consagrado a la memoria de su hijo. Cuando, en 2011, fueron condenados los verdugos de Marcelo Ariel y un año después el gobierno de Uruguay realizaba un acto de desagravio por las víctimas de la dictadura militar, entre ellas su nuera y su nieta Macarena, nacida en cautiverio, Juan expresó en diversos momentos y circunstancias que la justicia era indispensable para no enterrar la memoria, pero nadie le regresaría al hijo asesinado ni los años de privación de su nieta. “No hay nada que festejar, no tengo emoción de alegría, de perdón o de resentimiento, queda el vacío”, confesaba el poeta.
La pérdida del hijo adquirió en la obra de Juan Gelman una constante mística que invocaba “la presencia ausente de lo amado”. El poeta realizó una serie de diálogos parafraseando a Santa Teresa, San Juan de La Cruz y a otros místicos de la tradición cristiana y judía. En 1979 publica Citas (escrito en Roma) y lo dedica a su país, luego en 1978-1979 (escrito en Roma/Madrid/París/Zúrich/Ginebra) da a conocer Comentarios; un año más tarde (París-Roma, 1980) publica Carta abierta, en donde emerge con claridad la presencia ausente del hijo. Una época sin sosiego ni ancla, un nomadismo en busca de sus búsquedas. Viaja también a la tierra de sus ancestros y se encuentra con ellos, se re-conoce. Hurga en España los balbuceos de una lengua también expulsada, que no es la suya, pero también la adopta, el sefardí o ladino, y escribe Dibaxu.
Sus alterónimos son producto de esa carencia, del mismo dolor. El padre dialoga con el hijo y con figuras inexistentes que le hablan desde la pérdida y la desesperanza. Sus alterónimos nacen en el exilio, en la imposibilidad de volver a casa; especial atención en ese sentido merece Sidney West, a quien él dice haber traducido. Alguna vez Juan me contó que Sidney West era una fuga del discurso político, de la ideología, una recuperación del lenguaje poético en la voz de otro.
Con certeza, su sentimiento de orfandad del hijo es también la privación del hogar que su padre, víctima también de la intolerancia política en la Rusia zarista, encontrará en Buenos Aires, lejos de su natal Ucrania. Gelman, cuyo apellido adoptó el padre, José Mirotchnik, para salir de su país y entrar al nuevo mundo en América, es hijo también de una nueva identidad y de un olvido –aparente– de sus auténticas raíces. Juan, el argentino dentro de esa familia de emigrantes, es hijo del exilio, luego padre del exilio.
Jorge Boccanera, biógrafo de Gelman, confirma esta sospecha. Algunos de sus alterónimos responden en buena medida a la muerte de Marcelo y a la búsqueda de justicia por su asesinato, también a la clandestinidad. En Juan concurren muchas tradiciones, la hebrea por un lado, aunque su padre fuera un revolucionario y un agnóstico –su abuelo materno había sido rabino–; la rusa-ucraniana por la vía del idioma y la cultura literaria; la argentina y, más precisamente, la cultura bonaerense con sus atmósferas barriales. Boccanera refiere en particular a Eliezer Ben Jonon, que significaría en principio hijo de Juan, pero en la tradición hebrea Ben-Oní significa “hijo de mi dolor”, porque nace con la muerte de Raquel, su madre; también entendido como el hijo menor, el Benjamín. Marcelo también nacía del dolor de Juan, de su muerte como padre; el poeta es hijo de su dolor, de su carencia. La poesía insiste y se revela como el enigma del ausente, de lo imposible, de lo inexplicable: “árbol sin hojas que da sombra”. Ausencia, siempre presente, siempre amada.
este aroma de vos/¿sube?/¿baja?/ ¿viene de vos?/¿de mí?/¿en qué otro me debería convertir?/¿qué otro/ de mí/ debiera ser/ para saber/ ver/ los pedazos de mundo que en silencio juntás?” (fragmento: “La Lejanía”, eliezer ben jonon)
La paternidad en Gelman es un principio y una responsabilidad ética, más allá de lo literario, como lo deja ver su poema “Juguetes” (Partes, 1963): “hoy compré una escopeta para mi hijo/ hace ya tiempo que la venía pidiendo /…/ Y escribo para alertar al vecindario al mundo en general/ porque qué haría la inocencia ahora que está armada/ sino causar graves desórdenes como espantar la muerte/ sino matar sombras matar/ a enemigos a cínicos amigos/ defender la justicia/ hacer la Revolución”.
Finalmente, en Hoy, su libro epigonal, los poemas dedicados a su hijo marcan también un punto final del diálogo consigo mismo. En el primero de éstos curva el eje temático para juntar sus extremos: “Desvío sin límite ni fondo ni virtud. Las mismidad es un espejo roto en tercera persona y oigo su mano dibujando un pájaro azul.” Ahí mismo resuena aquel poema “Carta” de Otros mayos, publicado en 1963: “te escribo en un hojita de papel/ caída del cuaderno de mi hijo/ con una baca un vurro/ sumas restas/ esta carta que enviaré jamás/ tiene delicias y tristezas/ y cuando la leías/ te ponías muy dulce/ porque yo no escribía nada/ pero cantaban los pájaros/ azules de la izquierda”.
Quedaba, sí, la biografía que Gelman pretendía y deseaba escribir para aclarar asuntos delicados de su participación política y de la muerte de su hijo. Concluyo con unas líneas inéditas de Juan: “La primera mañana de mi clandestinidad porteña tomé un taxi, una revista descansaba en el piso con el siguiente titular de tapa ‘La trama negra de la subversión en Europa’ y adentro el artículo con una foto mía a toda página de cuando era más joven, sin bigote y gordito. No debía acercarme a Marcelo. Hice bien entonces, hice mal ahora, nunca lo volví a ver.”

La melancólica sonrisa del editor

26/Enero/2014
Jornada Semanal
José María Espinasa

Leía hace años, ya no recuerdo dónde, que el editor no tiene edad. La frase me gustó, pero ahora me queda claro que no es cierta. Los escritores de mi generación, la de los nacidos en los cincuenta y que vivieron el post ‘68, tuvieron una clara vocación grupal por la edición. Primero a través de revistas: El Ciervo Herido (Ricardo Yáñez y Eduardo Langagne), El Zaguán (Alberto Blanco y Luis Cortés Bargalló), As de Corazones Rotos (Rafael Vargas, Arturo Trejo), Cuadernos de Literatura (Roberto Vallarino), Cartapacios (Pedro Serrano, Enna Lastra), Anábasis (Francisco Hinojosa), Palos de la Crítica (Rogelio Carvajal), Caos (Héctor Subirats, José Luis Rivas).
Luego ese impulso derivó hacia proyectos editoriales, en parte inspirados en el trabajo de Federico Campbell en La Máquina de Escribir y en el antecedente de Arreola (Los presentes, Cuadernos del Unicornio). Cito en desorden y al azar de la memoria: El Taller Martín Pescador, El Tucán de Virginia, La Máquina Eléctrica, Verdehalago, Ediciones Sin Nombre, Papeles Privados. La explosión poético-demográfica trajo también muchos otros proyectos editoriales, a veces muy efímeros, pero siempre interesantes. Sin embargo, en los finales años ochenta apareció también otra generación de editores, más jóvenes, con una ambición mayor y puntos de vista distintos; entre ellos hay que destacar a Diego García Elío (El Equilibrista), Marcial Fernández (Ficticia), Francisco Magaña (Monte Carmelo). Y dos de ellos, a quien dedico este texto, que ya no están entre nosotros: José Manuel de Rivas y Juan García de Oteyza.
Cinco años menor que yo, cuando conocí a Juan García de Oteyza, a fines de los años setenta, me sorprendió su simpatía e inteligencia. Lo llamé siempre con un “Juanito” que no tenía nada de paternal, pues la diferencia de edad no lo convalidaba, pero sí el que fuera su papá Juan García Ponce, a quien yo y mis amigos admirábamos enormemente. Lo vi poco, sin embargo, porque pronto se fue a vivir fuera del país, ya con una vocación manifiesta de editor circulándole en las venas.
Los escritores suelen meterse a editores, y lo hacen con un signo muy característico y atractivo, una vocación fundamentada en el gusto y en respeto por el libro bien hecho, pero pocas veces va acompañada de una similar capacidad para encauzar sus proyectos hacia el éxito no comercial pero al menos de una economía autosustentable (esa palabreja se puso de moda en aquellos años). Editores como Víctor Manuel Mendiola –El Tucán de Virginia–, Alfredo Herrera –Verdehalago–, Luis Cortés Bargalló –Hotel Ambos Mundos–, José Ángel Leyva –La Otra–, Deborah Holtz –Trilce– y yo pertenecemos a una generación en busca no del tiempo sino del libro perdido.
Una generación más joven apostó, sin embargo, por proyectos más ambiciosos, en los que se combinaba el libro de literatura con el libro de arte de gran formato. A ella pertenece Juan García de Oteyza, que mostró desde el principio talento y buen gusto para el oficio. Recuerdo que cuando recibí los primeros catálogos de Eridanos Press me gustaron mucho los diseños de portada y vi con envidia el catálogo que Juan proponía al lector gringo, con autores que yo había apenas leído, pero que con el tiempo se volverían de mis lecturas preferidas (Klosowski, Savinio, Heimito von Doderer). Y de vez en cuando, ya fuera a través de sus publicaciones o a  través de amigos, tenía noticias suyas. Sus gustos revelaban un sustrato interior más complejo de lo que su persona reflejaba exteriormente.
En México, por aquellos años, si bien José Manuel de Rivas (Heliópolis) y Marcial Fernández (Ficticia), o un poco después Gabriel Bernal Granados (Libros Magenta) perseveraron en la edición literaria, otros editores como Diego García Elío, cercano amigo de Juan, fundaba El Equilibrista y proponía una nueva manera de hacer libros de gran formato. Alberto Ruy Sánchez y Margarita de Orellana hacían la segunda época de Artes de México y mostraban las virtudes de un proyecto bien pensado y mejor implementado. Alberto González Manterola haría lo propio con Espejo de Obsidiana, y David Olguín y Pablo Moya en El Milagro daban un lugar al teatro y a la foto. El mundo editorial mexicano se había renovado para los años noventa totalmente, y he de decir que la presencia de Juan desde fuera de México se hacía sentir: se le extrañaba.
Pasaba el tiempo y llegaban otras noticias, salpicadas de efímeros regresos, como su participación en la editorial española Turner, en donde impulsaba publicaciones sobre México o, después, su trabajo en el Instituto Cultural de México en Nueva York. Fue durante muchos años el editor ausente, el hijo pródigo al que se espera siempre en su regreso. Pero esa ausencia era una sensación engañosa: siempre estuvo aquí y aquí vino a morir demasiado pronto. Las fotos que  reprodujo la prensa lo retratan tal cual era, o al menos tal cual yo lo recordaba: con una sonrisa amplia que escondía una extraña melancolía interior.
Por su lado, José Manuel de Riva inició una editorial amparada bajo el palio de Ernst Jünger y su novela Heliópolis con libros de gran belleza. A él lo traté todavía menos que a Juan García Oteiza, y por menos tiempo. Lo recuerdo igualmente con una sonrisa en los labios. Como los libros de Eridanos, los de Heliópolis me daban envidia de la buena. Recuerdo por ejemplo uno de Malcolm de Chazal –que yo sepa lo único que hay en español de ese escritor–, absolutamente fascinante.
Actualmente ya hay incluso una nueva generación de editores nacidos en los setenta, ochenta y noventa, cuyo trabajo muestra una continuidad asombrosa y un abanico de propuestas muy diversas, desde los libros de arte hasta las ediciones artesanales. Cuando se tiene un libro como los que ellos hacen, entre las manos se tiene también una sonrisa melancólica, como la de José Manuel de Rivas, como la de Juan García de Oteyza. Alabada sea la artesanía.

sábado, 25 de enero de 2014

Las máximas mínimas de Da Jandra

25/Enero/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

A pesar de su título, Mínimas (Avispero y Almadía, noviembre de 2013) de Leonardo Da Jandra, es un libro de aforismos compuesto de máximas filosóficas. Da Jandra usó ese título para evitar la soberbia, que crítica arduamente.
No son aforismos literarios típicos —ironía, estilo y ocurrencia— sino impresiones categóricas, sentencias acerca de lo que él cree vigorosamente.
A Da Jandra se le conoce por sus novelas y por sus libros de ensayo de vehemencia filosófica. Pero no se le conoce lo suficiente: sus libros escapan a la tradición literaria en boga y se insertan en otro espacio.
Podría decirse que sus aforismos asemejan a los de José Gaos (y no a los de Torri o Díaz Dufoo Jr.) pero sería inexacto. Mínimas pertenecen a la existencia de Da Jandra.
Da Jandra es un pensador religioso, cósmico, el tono condenatorio, iracundo, de una parte de sus aforismos (o mejor: apotegmas) se debe al aliento profético desde el cual Da Jandra escribe.
Cuando se lee este libro y se conoce personalmente a Da Jandra, es inevitable escucharlo hablar, decir, estos aforismos. El lector curioso debe saber que así piensa y habla Da Jandra en su vida cotidiana.
Si uno convive con Da Jandra escuchará todas estas ideas. Es uno de los pocos casos de escritores mexicanos cuya obra y vida están unidas al pie de la letra.
Da Jandra, por cierto, abomina la actual literatura mexicana. Tiene razón en hacerlo. Uno de los fracasos espirituales mexicanos más lamentables es la literatura actual que tenemos: una literatura entregada a las fuerzas dominantes y escrita muy bonito. Una literatura fotogénica que tiene muy orgulloso al gobierno en turno.
La obra de Da Jandra corre por otros ríos. Su narrativa, que no elude lo cósmico y lo alegórico, podría comprenderse como una serie de econovelas, donde detonan dramas cósmicos que encarnan en una crisis de lugar natural y relaciones humanas.
Esta econovelística es de índole ontológica, extiende la tradición de la filosofía de lo mexicano. Da Jandra es un autor como ningún otro, que vivió dos décadas en la reserva natural de Huatulco, hasta que los conflictos ecocidas lo obligaron a mudarse a Oaxaca.
Si las aguas de la literatura mexicana se aclarasen, las novelas de Da Jandra se colocarían en un lugar más visible. Desgraciadamente, aunque en unas décadas las aguas podrían aclararse, quién sabe si habrá agua para entonces.
De todos modos, los libros de Da Jandra son un subsuelo literario, alterno, excéntrico, que persistirá para quien sepa comprenderlo. Una clave: Leonardo no es el autor de estos libros. Él es uno de sus personajes. El verdadero autor de esos libros es una voz deseosa de otra política.
Mínimas es un libro suyo novedoso. Ya conocíamos sus novelas y ensayos, ahora conocemos sus ideas en breves fórmulas vivas.

Mediocris Habilis

25/Enero/2014
Laberinto
Iván Ríos Gascón

Qué razón tiene Gabriel Zaid: cuando el éxito es la única meta en la vida, las mañas para conseguirlo son ilimitadas. En el apartado “¿Qué hacer con los mediocres?” de El secreto de la fama, Zaid esclarece la angustia ontológica que provoca la descalificación, el limbo de la indiferencia o, peor aún, el fracaso estrepitoso. En consecuencia, surge el trepador cuyo credo dicta winning is all.

Triunfar a toda costa y sobre el cadáver de quien seaodeloquesea:“La competencia trepadora no siempre favorece al más competente en esto o en aquello, sino al más competente en competir, acomodarse, administrar sus relaciones públicas, modelarse a sí mismo como producto deseable, pasar exámenes, ganar puntos, descarrilar a los competidores, seducir o presionar a los jurados, lograr que ruede la bola acumulativa hasta que nadie pueda detenerla. La selección natural en el trepadero favorece el ascenso de una nueva especie darwiniana: el mediocris habilis.”

Bastaría con una breve panorámica del mundillo literario para corroborar que esa es la lógica imperante. Tirajes, autores, prestigios, galardones y popularidades (sin soslayar el dudoso Olimpo de las becas en este México obstinado en las sinecuras) tan perecederos como un bote de leche. Libros que se venden mal o que si llegan venderse no se leen (se acumulan, son adornos de repisas para puro título de moda), nombres que suscitan un efímero interés, pues sus legados no soportan la relectura ni sobreviven al paso de las generaciones ni tampoco serán la referencia de absolutamente nada o un ejemplo extremo: trepadores trepados a sus viejas glorias para exonerarse de sus faltas y conseguir el laurel a pesar de todo (¿o ya se nos olvidó el affaire de Bryce Echenique y su premio FIL?).

Este es el siglo de los escaladores. Nada inspira más codicia que los logros del trepador, mientras más burdas o patéticas sean sus añagazas más conversos va sumando porque en el trepadero hay una sola regla, y ésa es la complicidad: tú me ayudas y algún día yo también haré lo propio, al fin y al cabo, de victorias anodinas para todos hay porque recuerda: la negación del éxito y la fama es para aquellos que no posean las herramientas o el talento olagraciaoelkarmaolas relaciones sospechosas que eufemísticamente llaman afinidades electivas, para mercadearse provechosamente, no todos tienen (por fortuna) la habilidad del climber.

Zaid desmenuzó la virtud de la medianía, dilucidó el carácter lapidario que la moderación adquirió a través de los siglos (el latín mediocris describe una posición de altura mediana) y sus nociones relativas. Lo mediocre asumió un sentido de tabú en la cadena alimenticia de los egos, las únicas poleas para salir de tan horrible fango son el afán de progreso, la voluntad por la superación cueste lo que cueste porque, claro, todo hombre común es un winner en potencia.

El mediocris habilis lo entendió perfectamente: “Desgraciadamente, aquellos que no tienen interés en lo que están haciendo, sino en ser aprobados, presionan hasta que se salen con la suya. Muchos años después, cuando llegan al poder y la gloria, son los modelos de una sociedad reducida a trepar, y la degradación se extiende desde arriba. Muchos lo lamentan, sin ver que todo empieza desde abajo: cuando maestros, jurados, editores, para no sentirse verdugos, se vuelven cómplices del trabajo mal hecho. Y luego un pobre diablo, aprobado por compasión, cansancio, irresponsabilidad, se convierte en su jefe, su juez o su verdugo”, observa Zaid en su disquisición acerca de la mediocridad y sus embrujos, relatos que en el mundillo de las letras hay de sobra

Gabriel Zaid: Un clásico que no ha terminado de ser escrito

25/Enero/2014
Laberinto
Carlos Ulises Mata

Estoy con Borges y Calvino: un libro clásico es el que no termina de leerse nunca, porque su lectura le dice cosas nuevas e interesantes al mismo lector en distintos momentos y porque logra la condición prismática para distintos lectores de una misma época. Cómo leer en bicicleta, de Gabriel Zaid pertenece a ese orden. Con todo, su condición de fuente perenne de la que no deja de brotar agua fresca y transparente se logra también por ser un libro que, tras su primera publicación en 1975, no ha terminado de ser escrito.

El propio Zaid cuenta que, al idearlo o darse cuenta de la posibilidad de que existiera (lo que debió ocurrir en 1967, en parte gracias a la mayéutica de Joaquín Díez–Canedo), no se propuso escribir un libro sino explorarse como escritor y explorar el nivel de tolerancia crítica del entorno, previsiblemente bajo en pleno diazordacismo. Hacia ese efecto, Zaid intervino primero en el orden compositivo de sus ensayos, a los que, por mera curiosidad y reto artístico, despojó de sus inclinaciones habituales (aparición obsesiva del yo, de frases preelaboradas de elogio y denuesto, de afirmaciones que no se prueban) y de sus formas consabidas, ejecutando cada uno con una diferente (e inusual) fórmula retórica: como si fuera un paper, un alegato judicial, un instructivo, una indagación detectivesca, y etc., y como si no, pues eran legibles y divertidos. En equiparación con esa formalidad subversiva, Zaid inició una práctica a la que lo empujaba su disgusto estético y, sobre todo, su sentido moral. La práctica consistía en criticar “las cosas públicas y demostrables públicamente”, en criticar a “personas con poder literario o político” (p.ej., al presidente de la República) y, al fin, en “hacer política literaria”. En sus palabras, ejercer el poder que sí se tiene como escritor: “hacer planteamientos independientes, por escrito, para el público”. En las mías: ser un escritor moderno en un país de nuevo premoderno, a causa del servilismo imperante.

La distancia de cuatro décadas con escritos como “Carta a Carlos Fuentes” y “Los escritores y la política”, determinantes del perfil peculiar que la posteridad dará al libro, permite darnos cuenta del hito que implicó la sucesiva publicación de sus ensayos en Siempre!, Plural y Vuelta, así como del valor genésico que tienen en la obra entera de Zaid, en cuyo orden —por extensión y afinidad, por iluminación de zonas colindantes no exploradas— originaron nuevas y fecundas indagaciones (p.ej., y Zaid lo acepta, la saga de De los libros al poder surge de la evolución que significa pasar del conflicto del poder en la cultura al conflicto de la cultura en el poder. Y de ahí a la crítica social de El progreso improductivo y La economía presidencial solo hay un paso).

La perduración de los propósitos que nacieron con Cómo leer en bicicleta explica también su inacabamiento virtuoso: ha tenido cuatro ediciones y ninguna ha sido igual: sus capítulos —como ha hecho con sus otros títulos— han sido “abreviados, combinados, corregidos, actualizados, reescritos”. Y es muy probable que, cuando el libro vuelva a editarse, incluya los artículos con que Zaid intervino hace meses en los escándalos de la concesión del Premio Villaurrutia a un plagiario y de la dirección del FCE a un ex vocero presidencial. Se probará así que la obra de Zaid no existe sustancialmente en la forma de libros que son entidades acabadas (o sea muertas), estables (o sea sin conflicto) y fijas (o sea sin movimiento) sino que se verifica en la condición gerundial de su actividad crítica y poética.


Cuenta Ibargüengoitia que un día, tras dar una conferencia, un sujeto calvo y decente se levantó y le preguntó: “¿Qué entiende usted por un clásico?”. “El que remata una tradición y la deja inservible”, respondió. Justo lo que viene haciendo Zaid con sus libros lúcidos y enigmáticos, pues, al fin, ¿cómo leer en bicicleta? El libro no lo dice pero uno sospecha: con atrevimiento y libertad para situar la mirada atenta en el fondo transparente del libro y en las incidencias del paisaje en el que transcurre también el autor, el editor y el patriarca cultural, trocando para siempre el hábito banal de leer sentados en la sala asfixiante por el de descifrar los enredos de la escritura mientras un viento fresco rompe su invisible unidad sobre nuestro rostro.

Gabriel Zaid: Un mundo menos provinciano

25/Enero/2014
Laberinto
Gabriel Bernal Granados

Leer poesía reúne notas, artículos y ensayos breves escritos a lo largo de veintitrés años. El libro (en la edición de El Colegio Nacional, Ensayos sobre poesía, 1993) comienza con una declaración de principios. ¿Cómo leer poesía? Zaid declara que la única forma válida de hacerlo, al menos para un lector y un escritor como él, se encuentra en el gusto. Uno lee poesía por gusto, y ésta es la sola justificación que ampara la vigilia del crítico, que busca y encuentra respuestas en la poesía de sus contemporáneos. Y en algunos poetas que no lo son en sentido estricto. Como Alfonso Reyes, a quien Zaid le dedica una página admirable. Podríamos decir que el libro empieza con Reyes y termina con Paz. Entre estos dos polos oscila la historia de la poesía mexicana contemporánea que ensaya Zaid en las páginas de su libro. En medio, se encuentran juicios, no siempre ventajosos, sobre Tomás Segovia, Eduardo Lizalde, Marco Antonio Montes de Oca, Juan Almela, Rubén Bonífaz Nuño, Jaime Sabines, Rosario Castellanos, José Carlos Becerra, José Emilio Pacheco, Homero Aridjis, Francisco Cervantes, Isabel Fraire, Juan Rulfo, Salvador Elizondo y Jorge Ibargüengoitia, que no son poetas propiamente dicho, pero que Zaid incluye en su retrato de familia (no hay que olvidar que la primera edición de Leer poesía, en los Cuadernos de Joaquín Mortiz, se publicó en 1972.)

Hay un poeta español, Luis Cernuda, a quien Zaid considera un poeta crítico en su poesía, en su forma de vivir y en un libro de prosa, Poesía y literatura. Si el método crítico de Cernuda se encuentra en la hondura humana de su conversación escrita, el de Zaid se encontraría en una alianza difícil de hallar en la historia de una literatura como la nuestra: lucidez y honestidad, independencia de medios económicos y una claridad cada vez mayor en el estilo, son las marcas de los ensayos de Zaid sobre el espinoso tema de la poesía. Sus adhesiones, sobre todo en los casos de Paz y de Reyes, nunca son totales. Sus juicios, por más laudatorios que resulten al final, parten de una reserva. Reyes no lo convence como poeta, pero lo convence y lo rinde el experimento consumado en su obra de universalizar lo nacional mexicano. En el caso de Paz, uno sospecharía que más que una admiración irrestricta, lo que vinculó a estos dos escritores en vida fue una polémica, matizada en una serie de artículos en los que Zaid cumple con la función de relativizar los juicios del autor de “Piedra de sol”. En Paz, Zaid reconoce a un heredero de una tradición que comienza (o recomienza, porque Nezahualcóyotl y Sor Juana son sus modelos) con el programa de Gutiérrez Nájera de los entrecruzamientos y el cosmopolitismo de Reyes y los Contemporáneos. Convertir la conversación que supone un poema, un ensayo, un cuento, una novela, e incluso una revista o una editorial, en un desplazamiento: del conformismo de la periferia a la exigencia del centro.

Leer poesía parece escrito desde la conciencia de que las letras mexicanas pasaban por un buen momento, donde los extremos se habían resuelto finalmente en una centralidad que contaba con precedentes notables en su pasado remoto. (El libro llega a su fin con un artículo sobre el premio Nobel a Octavio Paz, titulado "Los suecos lo proclaman".) Sin embargo, ese buen momento parece, asimismo, ir de la mano de la certidumbre de que el país se aproximaba a un umbral de bienestar económico que nunca llegó, o que terminó transformándose en incertidumbre y miseria. (Una consideración que propondría, más que una enmienda, una proyección distinta; una historia aún por escribirse.)


Así las cosas, ¿cómo leer poesía? Tal y como propone Zaid: sin coartadas, visitando los textos, recreando la propia sensibilidad y la propia inteligencia en uno de los actos más sencillos y complejos del mundo, el acto de leer. De ahí la aparente simpleza del título, que oculta, detrás de un infinitivo, la continuidad asistemática de un gerundio.

Gabriel Zaid: Ómnibus de la poesía mexicana

25/Enero/2013
Laberinto
Rogelio Guedea 

En la Presentación a Ómnibus de poesía mexicana, Gabriel Zaid afirma lapidariamente: “toda antología es caduca. Leer, inevitablemente, es leer con los ojos de la poesía de nuestro tiempo. La nueva poesía que se escriba, si es nueva de verdad, va a darnos otros ojos, otros registros de sensibilidad, otras expectativas de lectura, y así otra perspectiva antológica”. Zaid publicó su Ómnibus de poesía mexicana en 1971, cinco años después de otra antología emblemática: Poesía en movimiento, cuyos compiladores fueron Octavio Paz, Alí Chumacero, Homero Aridjis y José Emilio Pacheco, éste último compañero de generación de Zaid. ¿Inspiraría a Zaid la antología de Poesía en movimiento? Había ya una tradición antológica importante. En 1928, Jorge Cuesta publicó su también clásica Antología de la poesía mexicana moderna. En 1940, el estridentista Manuel Maples Arce, en riña con el grupo Contemporáneos, publicó una antología con el mismo título de la de Cuesta. Un año después, sale a la luz otro parteaguas: Laurel, compilada por dos mexicanos (Xavier Villaurrutia y Octavio Paz) y dos españoles (Emilio Prados y Juan Gil–Albert), y que fuera modelo para Poesía en movimiento, que une a dos generaciones distintas (aunque no a dos nacionalidades). La polémica que desató hace ya una década la declaración del propio José Emilio Pacheco en cuanto a suspender la reedición de Poesía en movimiento por considerarla ya “poesía inmóvil”, corrobora lo afirmado por Zaid. ¿Cómo, pues, podría valorarse Ómnibus de poesía mexicana en el contexto actual? ¿Sigue siendo, después de más de cuarenta años, una muestra “viva” de la poesía mexicana? Los criterios de selección de Omnibus… son distintos a los seguidos por el resto de las antologías mencionadas. Zaid catapulta no solo la tradición escrita sino, sobre todo, la oral, siempre a la deriva de las prosodias hegemónicas, abarcando poesía anónima, refranes, oraciones, conjuros, poesía social y política, corridos y canciones. Porque la selección es “de poemas y tipos de poesía, tanto o más que de poetas”. Zaid, lo confiesa en su Presentación, pensó en el lector, aunque ello equivaliera —a su juicio— a no darle “justicia a los autores”. A esto atribuye su rescate de Celedonio Junco de la Vega, de quien antologa “A un pajarillo”, poema que “se deja releer”. Sin embargo, si bien la selección de Zaid es más abarcadora (hunde sus raíces en el universo poético prehispánico y en las corrientes poéticas adyacentes ya referidas) con respecto a poetas contemporáneos no ofrece ningún hallazgo. Lo que hace Zaid es (casi) trasladar la lista de los autores incluidos en Poesía en movimiento a su lista, y así formar el último apartado de su antología: “Cinco: Contemporáneos”. ¿Por qué Zaid seguiría la misma ruta de Poesía en movimiento? ¿Coincidencia o subordinación estética? En cualquier caso, Zaid alentó —para bien o para mal— el canon trazado por los antologadores de Poesía en movimiento (con Octavio Paz al frente), y no marcó ningún nuevo rumbo en las líneas escriturales posteriores. En este sentido la antología de Zaid es, ahora, discutible, no así el hecho de haberle dado rostro y voz a muchas prosodias que antologías más elitistas (como la misma Poesía en movimiento) marginaron. Actualmente, el caudillismo estético de Paz (al que pertenece Zaid) está moribundo, lo que obliga a realizar de verdad una relectura crítica (justamente como la que pide Zaid en su antología) de la tradición poética mexicana. De llevarse a cabo, seguro nos pondrá en la mano muchos poemas tapiados por el olvido y una significativa cantidad de nombres que no hemos escuchado ni por equivocación. A ver quién se siente tentado por el desafío.