Febrero/2013
Nexos
Rafael Rojas
La obra literaria de Carlos Fuentes, como la de Octavio Paz, es
incomprensible sin el discurso de la identidad que esos dos grandes
escritores mexicanos, de la segunda mitad del siglo XX, incorporaron a
sus ensayos. El Fuentes narrador, de un modo más claro aún que el Paz
poeta, hizo de sus novelas y cuentos ejercicios en los que se
escenificaba e ilustraba, por medio de la ficción, una poética de la
historia de México y América Latina, elaborada en una pertinaz y, por
momentos, contradictoria cavilación sobre el pasado, el presente y el
futuro de la región. Bastante reveladora de la experiencia cultural
mexicana de la segunda mitad del siglo XX es que sus dos mayores
escritores hicieran de la historia el principal interlocutor de la
literatura.
Los estudiosos Maarten van Delden e Yvon Grenier distinguen, en su libro
Gunshots at the Fiesta
(2009), los diálogos con la historia, entablados por Paz, a través de
la poesía, y por Fuentes, a través de la novela. Sostienen Van Delden y
Grenier que así como ese diálogo en Paz se dirimió a favor de una lírica
vanguardista, que colocaba en el centro de su persuasión conceptos como
la crítica, la modernidad y el liberalismo, en Fuentes el mismo diálogo
produjo un desplazamiento hacia las cuestiones de la novela
latinoamericana, la identidad nacional y el multiculturalismo global. En
ambos, la articulación entre poética e historia fue prioritaria y
angustiosa, pero se liberó de maneras diferentes, a veces
complementarias, a veces antagónicas.
Un indicio de esa diferencia podría encontrarse en uno de los primeros ensayos de Carlos Fuentes
, Tiempo mexicano (1971), escrito luego de las novelas que lo naturalizaron en la patria portátil del boom —
La región más transparente (1958),
Las buenas conciencias (1959),
La muerte de Artemio Cruz (1962),
Aura (1982),
Cambio de piel (1967)…—.
Los textos reunidos en aquel volumen atestiguaban, además, la
experiencia de los tres 68 —el parisino, el checo y el de Tlatelolco—, y
la inmersión de Fuentes en el gran proyecto de novela histórica que
acabaría siendo
Terra Nostra (1975). En aquellos
ensayos, Fuentes formularía una de las ideas centrales de su poética de
la historia mexicana: la simultaneidad de los tiempos de México.
No era nuevo ni excepcional, dentro de la generación del
boom,
ese gesto de confrontar la idea del tiempo lineal y progresivo de
Occidente desde la noción sincrónica de una multiplicidad de tiempos
coexistentes. En otros ensayos de aquella generación, como
La expresión americana (1957) del cubano José Lezama Lima o
Gabriel García Márquez: historia de un deicidio (1971), el estudio de Mario Vargas Llosa sobre la literatura del autor de
Cien años de soledad —que apareció, por cierto, el mismo año de
Tiempo mexicano—
leemos un ademán semejante, de afirmación de América Latina como una
zona con una temporalidad propia, diferenciada de la diacronía europea.
Lo curioso es que Fuentes no apelaba a Aristóteles o a Hegel, a Spengler
o a Toynbee, como solían hacer Paz o Lezama, para refutar la
temporalidad occidental. Apelaba al filósofo danés del siglo XIX, Soren
Kierkegaard, precisamente uno de los críticos más ofuscados del
hegelianismo que conoció la Europa romántica. Al imaginar a un
Kierkegaard en la Zona Rosa de la ciudad de México, Fuentes operaba una
impugnación doble: la de la teleología de la idea absoluta hegeliana y
la de la revuelta existencialista, que arrancaba con la angustia del
danés y culminaba con la nada de Sartre. Hegelianos, existencialistas y
marxistas daban por sentada la linealidad del tiempo, para asumirla,
negarla o acelerarla.
La imposibilidad de un Kierkegaard en la Zona Rosa del DF de los
cincuenta y sesenta tenía que ver con el hecho de que en ese lugar
mesoamericano del mundo, el sujeto, en vez de dominar el tiempo, era
dominado por éste. Más bien, era dominado por la multiplicidad de formas
en que se manifestaba el tiempo en México. La Revolución mexicana,
según Fuentes, había hecho presentes todos los pasados de México,
formulación con ecos de
El laberinto de la soledad de Paz,
pero, como veremos, diferente. Paz hablaba de la Revolución como una
“súbita inmersión de México en su propio ser” o como un evento que
vivificaba y hacía presente “un pasado”, en singular. Es cierto que en
una de las primeras notas de aquel ensayo, a propósito de Caso y
Vasconcelos, también hablaba Paz de “superposición y convivencia” de
distintos “niveles históricos”. Pero el énfasis de El laberinto de la
soledad estaba puesto en la unidad del pasado de México.
Fuentes, en cambio, hablaba de simultaneidad, no de superposición de
tiempos, en una hipótesis más parecida a la idea del barroco
latinoamericano de Carpentier, de Lezama e, incluso, de Severo Sarduy,
que a la contraposición clásica entre mito e historia que sostenía Paz.
La clave de este desplazamiento tal vez se encuentre en la lectura
hechizada que hizo el joven Fuentes de
El llano en llamas (1953) y
Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo a mediados de los cincuenta. La poética de la historia de Fuentes vendría siendo, como se desprende de
Tiempo mexicano (1971), consecuencia de una hermenéutica rulfiana de
El laberinto de la soledad.
Fuentes mismo parecía pedirnos que leyéramos su subjetividad como una
hibridación de Paz y Rulfo, concebida en la ciudad de México, entre dos
años precisos: 1953 y 1963.
Una hibridación que, sin embargo, marcaba un sutil despego ideológico y
estético por la vía generacional. Fuentes consideraba a Paz y a Rulfo
como sus antepasados, no como sus contemporáneos, y su pertenencia al
boom le abría las puertas de una comunidad intelectual de vanguardia,
que se sentía acompañada por la Revolución cubana y la izquierda
occidental. Ese sello generacional no sólo era perceptible en la crítica
al liberalismo o al marxismo dogmáticos sino en la formulación de las, a
su juicio, cinco tradiciones históricas que daban vida a los
simultáneos tiempos de México: la “mítica y cósmica” de los pueblos de
indios, la “romano-católica” de la legitimidad, el despotismo y la
obediencia, la del “individualismo epicúreo y estoico”, la del
“positivismo empírico y racionalista” del Occidente avanzado y,
finalmente, la tradición de la “utopía fundadora”, que “coloca los
intereses y valores de la comunidad por encima de los del poder”.
La diáfana inscripción de Fuentes en la nueva izquierda occidental que
se perfiló en torno al 68 no le impidió, sin embargo, preservar la
mirada crítica hacia el socialismo real en Europa del Este y hacia la
experiencia más cercana de la Revolución cubana que por entonces
adoptaba un empaque estalinista. Fuentes defendió la liberación del
poeta cubano Heberto Padilla y rechazó el juicio a que fue sometido por
el delito de haber compuesto poemas disidentes. Pero la modulación más
distintiva de la posición pública de Fuentes no fue el distanciamiento
de La Habana sino la conservación de esa distancia mientras, en los
setenta y los ochenta, apoyaba resueltamente otros movimientos de la
izquierda latinoamericana como el gobierno de Unidad Popular de Salvador
Allende en Chile o la Revolución Sandinista en Nicaragua.
Antes de la caída del Muro de Berlín, en 1989, pocos intelectuales
latinoamericanos reivindicaron de manera tan vehemente la quinta
tradición de la “utopía fundadora”, en un sentido claramente
contrapuesto a cualquier modalidad totalitaria de organización del
Estado. Fueron esos los años en que aquel posicionamiento político
acentuó la dimensión latinoamericana de la obra de Fuentes, puesta a
prueba en sus dos grandes novelas,
Terra Nostra y
Cristóbal Nonato. Mientras otros escritores del
boom
se adentraban en sus fronteras nacionales, Fuentes afinaba una poética
de la historia continental, que trascendía el referente mexicano de sus
primeras novelas y ensayos. Fueron esos también los años en que Fuentes
dio forma a una suerte de prolegómenos a toda teoría posible de la
novela latinoamericana, que inventarió cada una de las obsesiones del
boom: el paisaje, la historia, el mito, la nación, el dictador.
Si el 68 fue el año clave del posicionamiento político de Fuentes, el
92, año de la desintegración de la Unión Soviética y del bicentenario de
la llegada de Cristóbal Colón a América, sería la ocasión propicia para
la exposición de esa poética de la historia latinoamericana, adelantada
en las novelas
Terra Nostra y
Cristóbal Nonato.
Ya en las palabras de recepción del Premio Cervantes, en Alcalá de
Henares, en 1987, y en sendas intervenciones en la UNESCO, en 1991, y en
el Coloquio de Invierno, en 1992, recogidos en el volumen
Tres discursos para dos aldeas,
Fuentes pespunteaba los puntos cardinales de esa poética
latinoamericana de la historia. Entre el desmoronamiento del campo
socialista y el bicentenario del descubrimiento de América, se había
producido una maduración histórica de la región que permitía desglosar
su pasado, su presente y su futuro.
En esa encrucijada del tiempo americano era necesaria una mirada
integradora del mundo prehispánico, el legado de la España católica y de
la lengua castellana, de los acervos emancipatorios del republicanismo y
el liberalismo del siglo XIX y, por supuesto, de las luchas sociales y
políticas impulsadas por las revoluciones y los nacionalismos del siglo
XX. La izquierda postcomunista estaba llamada, en esa coyuntura, a
asumir la meta de la democratización de las sociedades y los Estados
latinoamericanos. No se trataba, únicamente, de dejar atrás la violencia
como método para llegar al poder y conservarlo, sino de comprometerse
enteramente con el pluralismo y el Estado de derecho.
Fuentes expuso esa certidumbre en los ensayos recogidos en
Nuevo tiempo mexicano (1994), donde intentó dar una respuesta coherente al levantamiento zapatista de 1994, y, sobre todo, en
El espejo enterrado (1992), el libro en que encapsuló su visión de América en el tránsito del siglo XX al XXI.
El espejo enterrado es, sin lugar a dudas, el gran ensayo de Carlos Fuentes. Un texto en el que el autor de
Terra Nostra adoptó,
deliberadamente, una prosa distinta a la que caracteriza Tiempo
mexicano y Nuevo tiempo mexicano, en los que, al igual que en sus
novelas, predominaba el estilo epigramático, veloz y, por momentos,
especulativo, que era su sello personal. El tono de
El espejo enterrado
era narrativo, pero más cercano a la narración de los historiadores
profesionales que a las ficciones vanguardistas de sus primeras obras.
En ese libro, que sería el equivalente de El laberinto de la soledad en
la trayectoria del autor de
La región más transparente,
Carlos Fuentes llegó a ponerse bajo la piel del historiador, un
personaje que lo rondaba desde aquel Felipe Montero de Aura, que
exhumaba papeles amarillentos en busca de datos inútiles.
Los buenos títulos no siempre son buenos para los libros y
El espejo enterrado,
como buen título al fin, provocó lecturas aferradas a aquella metáfora
central, que se derivaba de la leyenda de Quetzalcóatl, narrada por
Bernardino de Sahagún. El espejo era el regalo que le hizo Tezcatlipoca a
Quetzalcóatl y que quedó enterrado luego de que el dios viera en él su
imagen de hombre reflejada. Quetzalcóatl, horrorizado, zarpa en su barca
de serpientes hacia el Oriente, dejando la promesa de un regreso en
forma humana. Cuando Hernán Cortés llega a las playas de Veracruz en la
primavera de 1519, los mexicas creen que se trata de aquel regreso
prometido de la serpiente emplumada. La metáfora, que Fuentes transfiere
a un proceso constante de pérdida y recuperación de la imagen, a partir
de la conquista, se prestaba al equívoco de una visión esencialista de
la identidad.
Una relectura más cuidadosa de aquel libro, sin embargo, nos persuade de
que el argumento de Fuentes era menos rígido. La historia de México y
de América Latina no era, otra vez, una superposición sino una
simultaneidad de tiempos. La identidad no se perdía y se recuperaba
sino que se reproducía y se diversificaba, con cada estremecimiento de
la historia. Las culturas de los aztecas, los mayas y los incas, en
Mesoamérica y los Andes, habían sufrido la colonización y la
evangelización, pero habían aprendido a convivir con las instituciones
virreinales y a aprovecharlas a su favor. Fuentes, como Paz, había
heredado de la historiografía revolucionaria una idea despótica y
teocrática del virreinato de la Nueva España, aunque sus lecturas de
Miguel León Portilla y Jacques Lafaye, David Brading y Enrique
Florescano, lo ayudaban a revalorar el papel de España en América.
Una buena parte de
El espejo enterrado estaba, de hecho, dedicada a la España de los Austrias y al Siglo de Oro. Así como Paz, en
Los hijos del limo
y otros ensayos, había ubicado en el modernismo hispanoamericano de
Darío, Lugones y Martí el origen de la modernidad literaria de la
América hispana, Fuentes, en
Tres discursos para dos aldeas y
El espejo enterrado, remontó esa modernidad al Siglo de Oro y, específicamente, al
Quijote
de Miguel de Cervantes, donde veía personificada aquella tradición de
la “utopía fundadora” que los latinoamericanos habían hecho suya. La
España de Cervantes y la España de Goya, según Fuentes, eran momentos
ineludibles de la construcción de la identidad latinoamericana.
En su tratamiento de las independencias nacionales, las reformas
liberales del siglo XIX y las revoluciones populares del siglo XX,
Fuentes creía ver una continuidad ideológica que hoy la historiografía
académica cuestiona. Aquel hilo imaginario que ataba el patriotismo
criollo del barroco con el nacionalismo revolucionario zapatista o
villista ha sido severamente impugnado, como se desprende de los últimos
libros de su amigo Enrique Florescano. Fuentes no le daba a las
reformas borbónicas la importancia que la historiografía contemporánea
les atribuye, ni se detenía en los entretelones de la lucha entre
liberales y conservadores en el siglo XIX. Su imagen de la Revolución
mexicana, sin embargo, se había complejizado y pluralizado, gracias a la
lectura de historiadores como Jean Meyer y Héctor Aguilar Camín.
A pesar de todo, la vieja idea de la coexistencia de los tiempos se reafirmaba en
El espejo enterrado
de forma tan coherente como sorpresiva. El acápite titulado
“Latinoamérica” arrancaba con un homenaje al pintor jalisciense José
Clemente Orozco, en cuyos murales en Pomona College, Dartmouth College y
el Hospicio Cabañas creía encontrar el método adecuado para transmitir
la coexistencia de los pasados, presentes y futuros latinoamericanos.
Esos tiempos simultáneos, según Fuentes, no se agotaban ya en el espacio
geográfico latinoamericano sino que debían incluir a la España
contemporánea, la de la transición democrática desde el franquismo, y la
que llamaba “la hispanidad norteamericana”.
Las últimas páginas de
El espejo enterrado estaban
dedicadas a la creciente comunidad hispana en Estados Unidos, un mundo
que, según Fuentes, debía incorporarse al gran mural de los tiempos
latinoamericanos. Si Octavio Paz, a mediados del siglo XX, había
indagado la identidad mexicana desde las preguntas que lanzaba el
estereotipo del “pachuco”, Carlos Fuentes, a fines de la centuria,
proyectaba esa identidad hacia el horizonte latinoamericano e incluía
dentro del mismo a los latinos de Estados Unidos. El autor de El espejo
enterrado pensaba que una de las metas de los gobiernos democráticos
latinoamericanos, constituidos luego de las transiciones desde los
diversos autoritarismos de la Guerra Fría, era sumar al diálogo de la
diversidad regional a los hispanos del otro lado de la frontera y
demandar a Washington, además del respeto a las soberanías del sur, una
política más benéfica hacia la minoría hispana.
A principios de la década pasada Carlos Fuentes reafirmó su idea de la
inclusión de la comunidad hispana —entonces, unos 40 millones, hoy, más
de 50— dentro de ese espacio cultural que llamaba “el territorio de La
Mancha”. En
En esto creo (2002), una autobiografía
escrita en forma de glosario de nociones personales, el término
“Latinoamérica” era definitivamente reemplazado por el de Iberoamérica y
dentro de esta última incorporaba, naturalmente, a los millones de
“manchados, mestizos, abiertos por fuerza a la comunicación, las
migraciones y la confianza en nuestra aportación al mundo”, del otro
lado de la frontera. Esa comprensión de los hispanos de Estados Unidos
dentro de la comunidad iberoamericana no implicaba, en modo alguno, una
subvaloración del vínculo respetuoso que los gobiernos latinoamericanos
y, sobre todo, México, debían sostener con Washington, a pesar de la
catilinaria que le dedicaría a George W. Bush en 2004.
Por apenas unos meses Carlos Fuentes no alcanzó a celebrar la pasada
reelección de Barack Obama, respaldado por el 70% del voto hispano en
Estados Unidos y bajo la presión de una demanda de reforma migratoria.
Pero sí alcanzó a ver que la vocación latinoamericana de su literatura y
su pensamiento dejó un legado tangible en el campo intelectual mexicano
de las dos últimas décadas. Algunos de los mejores ensayos escritos en
años recientes, como Aires de familia de Carlos Monsiváis, Premio
Anagrama de Ensayo en el año 2000, o
Los redentores. Ideas y poder en América Latina (2011) de Enrique Krauze, o, incluso, el póstumo libro del propio Monsiváis,
Las esencias viajeras (2012),
consolidan ese latinoamericanismo en las letras mexicanas. Sin la obra
precursora de Carlos Fuentes, esa inscripción de México dentro de una
diversidad cultural mayor, que lo interroga y, a la vez, lo afirma, no
nos resultaría hoy tan familiar.