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sábado, 16 de mayo de 2015

Preservar los enigmas*

16/Mayo/2015
Laberinto
Daniel Sada

La dimensión universal que al paso del tiempo ha conquistado la obra de Juan Rulfo evidencia que, cuando se afina de raíz el punto de vista, la estructura y el tema adquieren, por contagio, una preponderancia excepcional, más allá de los referentes geográficos y anecdóticos.

Fue en la revista Pan donde el autor jalisciense dio a conocer, entre 1945 y 1946, dos cuentos: “Nos han dado la tierra” y “Macario”. Desde entonces empezó a consolidarse ese estilo singular, sin visos de retórica, nada especulativo, pero cargado de un aura de misterio, que solo puede ser discernible por el nivel de sugestión que proyecta. Por esos mismos años, en la revista América de la Ciudad de México, publica “La vida no es muy seria en sus cosas”, y más tarde “Es que somos muy pobres” (agosto, 1947), “La cuesta de las comadres” (febrero, 1948), “Talpa” (enero, 1950), “El Llano en llamas” (diciembre, 1950), y “Diles que no me maten” (junio, 1951). Tales ejecuciones intuitivas, acendradas en una honda visión, asaz específica, de la vida rural del estado de Jalisco, son claros ejemplos de lo que luego será la colección de relatos El Llano en llamas, que fue editada por el Fondo de Cultura Económica en 1953.

La grandeza de Rulfo radica en su percepción. Depurar una voz mediante la limpia de fárragos —eludiendo lo accesorio para decantar lo sustantivo— hace más eficaz la penetración en las raíces de ese México profundo, impregnado de enigmas, como pueden ser la soledad, las creencias, la muerte, derivadas de una suerte de allanamiento vital, preeminentemente trágico, que rebasa los meros cuadros de costumbres y hace posible que esas historias tengan opción de ocurrir en cualquier parte del mundo. Así, Rulfo siempre nos es próximo, como les es próximo a innumerables lectores de diferentes culturas. Traducido a casi todas las lenguas de Europa, y a muchas de Asia, el enigma rulfiano sigue creciendo. Es palabra escrita en el tiempo, no supeditada ni a épocas ni modas.

Para Rulfo lo importante son los personajes, mucho más que el rejuego de los sucesos. Pareciera que el entorno ha atrapado al hombre: ese ente que no vislumbra escapatorias y que mediante el apego a su circunstancia intenta resolver, así como entrever, el cauce de su destino. En este sentido pervive una convicción de invulnerabilidad. El cambio —si es que pudiera darse— es un atisbo engañoso porque no rebasa las prerrogativas reales del espíritu. Ese hombre “rural” debe aferrarse a las leyes naturales que emanan de su entorno, bajo la esperanza de que la muerte será la que disloque cualesquiera tentativas de alteración y acomodo final. Es ésta una realidad parcial sujeta a una expectativa de vida fuera de nuestros alcances. La muerte será una solución, aun cuando siga ofreciendo las mismas vicisitudes que la vida nos aporta: soledad, creencia, resignación, misterio…

Esas constantes hacen que el estilo rulfiano sea cada vez más convincente. Un autor de su magnitud obliga a creerle todo. Son muchos los ángulos de lectura que un libro como El Llano en llamas nos ofrece. En principio, da la impresión de que es una voz campesina la que nos habla al oído, pero es tan supremo el artificio estético que pronto nos percatamos de que la sintonía excede ese registro, en apariencia, tan localizado. Las construcciones dramáticas jamás se repiten y hay un metalenguaje dialógico que significa mucho más de lo evidente.

Los relatos de El Llano en llamas postulan un renuevo permanente. Es un libro clásico porque es inagotable: no se prevé desahucio alguno. El humor, concebido como suave ironía, es fruto acedo de ese determinismo existencial, así como la queja o los recovecos de la postración. Huelga decir que un grito, una sombra, el tepetate o el herbaje, así como las estampas de los paisajes desolados, en Rulfo adquieren características humanas y los personajes parecieran acoplarse a esos movimientos. La integración es dramática y categóricamente sorpresiva, porque también es obra de una voluntad superior que se afana, ante todo, en preservar los enigmas. Rulfo es de los autores que invita de continuo a la relectura y siempre ofrecerá atisbos novedosos. Sin duda la fascinación que despiertan estas historias seguirá fortaleciéndose a través de los años.

*Título de la redacción.

martes, 8 de junio de 2010

Así escribo (Daniel Sada)

Mayo/2010
Revista Nexos
Daniel Sada

1. En lo posible trato de no ser un autor de ideas fijas ni incurrir en monólogos autocomplacientes sobre arte y literatura; estoy dispuesto a aprender siempre de todo y de todos. Sin embargo, en mi opinión, hay asuntos esenciales y una inmensa gama de sutilezas que necesito distinguir cuanto antes. Sobre estas últimas hago constantes modificaciones, al grado de no permitir que disminuya mi capacidad de asombro; por lo común quisiera ver las cosas como si se tratara de una primera vez. En cuanto a los asuntos esenciales, no tengo más remedio que defenderlos durante toda mi vida, incluso a contracorriente y aun cuando estén amenazados por eventualidades de toda índole. En este sentido, me asumo como un personaje trágico o como un romántico incorregible.

2. Para escribir prefiero las mañanas porque siento que puedo imaginar más cosas, también porque experimento mayor frescura, además de que me concentro de mejor manera y con un ánimo creciente. Cuando era burócrata ejemplar escribía de cuatro a siete de la mañana. Así pude acabar dos novelas y un libro de cuentos. Por contraste, en lo relativo a la escritura, odio las tardes y las noches. Ese tiempo lo dedico a la lectura y a la convivencia. Pero tampoco soy tan determinista: puedo pasarme horas entretenido en una sola página y sin ningún sentimiento de culpa. Cuando siento que escribo por desesperación o angustia, o por mero oficio, suelo bloquearme y prefiero hacer otra cosa. Para mí escribir es un acto gozoso, lleno de matices y hallazgos, porque el total entusiasmo se me impone aun cuando tenga que abordar situaciones siniestras o ideas perversas. Si he de sufrir con la literatura, opto por una actividad más terrenal y concreta. En un tiempo fui comerciante en La Merced. Fui muy feliz

3. No envidio a nadie, solamente admiro o ignoro. Cuando siento que me corroe la envidia, procuro hacer un acto de contrición y arrepentirme de inmediato. Si un libro no me gusta, no hay razonamiento en el mundo que me convenza de lo contrario. En literatura nunca he sido democrático porque —de todos modos— estoy convencido de que el gusto personal no determina la calidad de un libro. Hay gente que prefiere a Los Tigres del Norte por encima de Mozart o Bach, o gente que prefiere a Carlos Cuauhtémoc Sánchez por encima de Miguel de Cervantes. Todo es legítimo en este mundo plagado de confusiones, de ahí que la admiración deba ser absolutamente sólida y a prueba de todo.

4. Para mí es importante adquirir un ritmo en la prosa. No me perdono la torpeza auditiva por más brillantes que sean las ideas. El ritmo ayuda a la concentración del lector. A veces puedo tardarme varias semanas o varios meses en encontrar un ritmo. Si a lo largo de un año no hallo lo que busco, me satisface quemar lo que he escrito. Ese procedimiento destructivo lo he realizado con inmenso placer. Se han convertido en cenizas avances significativos de novelas y cuentos. Quemar lo que no sirve me pone casi en estado de gracia para luego arremeter con fe y encontrar un equilibrio plausible entre frases largas, medianas y cortas, además de incidir con precisión en el punto de vista narrativo. En los cuentos doy preponderancia al aspecto anecdótico, mientras que en las novelas hago un minucioso análisis de personajes, sobre todo de los protagónicos, porque de ellos debo saber mucho más de lo que escribo.

5. En lo referente a estructura, como método de composición dramática, voy de atrás hacia adelante. Siempre me gusta vislumbrar un final posible, aun cuando en el proceso de escritura lo enmiende por completo. Quiero saber siempre a dónde voy, de modo que imagino lo que antecede a los hechos. La narración es un devaneo entre causas y efectos. Si tengo un final hipotético ya no me siento metido en un callejón sin salida.

6. Huyo de las vanguardias como también huyo de todo lo que huela a tradicional o canónico. Intento que mi territorio narrativo sea fértil, pero estrecho. En literatura no me interesa la libertad absoluta como tampoco la rigidez timorata. Es en esa línea delgada donde transito sin ningún miedo. De hecho, el único terror verdadero que siento es caer en la solemnidad: ese padecimiento histórico que caracteriza a la literatura mexicana. Toda suerte de impostación no es más que reflejo de un temperamento acomplejado. Tampoco caigo en el extremo de la vulgaridad ni en el énfasis de la expresión zarrapastrosa. Repito: mi territorio estético es estrecho. Me impongo esa visión para no sentirme un semidiós antipático. Nadie me aparta de la idea de que lo peor que le puede pasar a un autor es reconocerse como conservador y convencional.

7. La literatura está hecha de talento y laboriosidad. Nada más y nada menos. Eso me lo repito como si tuviera que hacer una penitencia diaria.

8. A lo mejor nada de lo que he dicho es cierto y lo más certero es ser un grillo maravilloso. También se vale.