26/Octubre/2013
Confabulario
Julio Aguilar
En noviembre de 1998 visité a Antonio Alatorre en su casa de Las
Águilas, en la ciudad de México, para entrevistarlo por el Premio
Nacional de Lingüística y Literatura que recibiría. Al transcribir
aquella larguísima conversación, me pareció que lo mejor era dejar la
voz de Alatorre en primera persona, desapareciendo las intervenciones
del entrevistador y tratando de recrear el sabroso tono de su
conversación. El resultado es esta versión de un texto memorioso que,
sin embargo, él no aceptó que se publicara tal cual en el suplemento
cultural Sábado
(“me haces parecer como si yo fuera Borges, y
además me voy a meter en muchos problemas”, dijo), pero me autorizó a
reproducirla cuando “ya no estuviera”. Ahora lo hago como un homenaje
personal al filólogo riguroso y, sobre todo, al maestro entrañable. (JA)
Cuando Juan José Arreola se fue a París a fines de 1945, sentí que
Guadalajara se quedaba árida; entonces decidí venir a la ciudad de
México a la buena de Dios. Antes sólo le había escrito a don Alfonso
Reyes, que respondió mi carta como acostumbraba hacerlo siempre con
quien le escribiera, porque era una persona extraordinariamente amable. Y
con la misma amabilidad que don Alfonso, me recibió también Daniel
Cosío Villegas. Este me trató muy bien cuando le dije que tenía ganas de
estudiar letras. Sin embargo, había un problema: en El Colegio de
México sólo funcionaba un Centro de Estudios Históricos (donde, por
cierto, ya se había colocado muy bien Luis González), pero no existía
uno de estudios literarios, así que, mientras se abría, Cosío Villegas
me ofreció un trabajo en el Fondo de Cultura Económica.
Había entonces en el Fondo de Cultura una sala grande donde estaba el
Departamento Técnico; ahí se hacían los libros y, abajo, en el
entresuelo, estaba la imprenta. En aquel Departamento Técnico entré y
así me convertí en el primer mexicano en trabajar en ese lugar donde ya
chambeaban Eugenio Ímaz, Medina Echeverría, Julián Calvo, Joaquín
Díez-Canedo, Luis Alaminos y Sindulfo de la Fuente que, como había sido
muy cuate de Valle-Inclán, nos contaba anécdotas divertidísimas sobre
éste. Todos ellos eran españoles refugiados.
Mi labor en el Fondo era trabajar con originales. A veces tomaba
pluma y armaba frases, o sea que hacía corrección de estilo para que el
libro apareciera decentemente, y también corregía pruebas. De esa época
recuerdo cuando se editó el
Aristóteles, de Werner Jaeger, famoso ya por su
Paideia, que ya se había publicado con mucho éxito. Yo me hice cargo de que en este
Aristóteles,
traducido por José Gaos, las citas en griego no tuvieran ninguna
errata. Tengo la impresión de que a partir de entonces al corrector se
le da crédito en el colofón, lo cual no era una costumbre porque hasta
ese momento simplemente se anotaba “edición al cuidado de Daniel Cosío
Villegas”, y esto abarcaba todo; pero en el
Aristóteles se cambió la costumbre y se consignó que la edición había estado al cuidado de Antonio Alatorre.
En mis tiempos, los libros en el Fondo de Cultura se hacían como Dios
manda. Lo digo porque después han aparecido ediciones tan poco cuidadas
que me han llenado de indignación. Recuerdo por ejemplo que, cuando
José Luis Martínez era el director, fue publicado un libro maravilloso,
Siete noches,
de Jorge Luis Borges, pero tan lleno de erratas vergonzosas que me
animaron a decirle al director: “¿Te acuerdas, José Luis, de aquellos
tiempos en que se hacían en serio las cosas?” Y es que el Fondo se
burocratizó, lo cual explica muchas calamidades.
Este amor por el trabajo editorial ya lo traía desde que Juan José Arreola y yo hacíamos casi de contrabando la revista
Pan en una imprenta de mano que estaba en los talleres del periódico
El Occidental, en Guadalajara. A Juan José lo conocí cuando acababa de publicar en la revista
Eos
un cuento largo, “Hizo el bien mientras vivió”, una primicia ya que
antes no había publicado nada más. Lo conocí cuando un amigo que le
hacía a la escribidera en la Facultad de Derecho (en donde dizque yo
estudiaba), al ver que yo también le hacía a la escribidera pensó que
quizá estaría interesado en un trabajo en
El Occidental, y me
puso al tanto de la oportunidad. “Ahí vas a conocer a un tipo muy
curioso”, me anticipó. Y aquel tipo curioso resultó ser un tal Juan José
Arreola, de quien me volví cuate instantáneamente; lo cual fue
maravilloso porque yo, que era un pendejo genuino en cuestiones de
literatura, pude aprender mucho de ese hombre que, sin certificado de
primaria, había paseado largo y tendido por la literatura. Así nos
hicimos amigos y al poco tiempo ya estábamos haciendo la revista
Pan.
Cuando José Luis Martínez me dijo que había que reproducir el facsímil de
Pan,
me reí porque para mí esa revista no fue sino una vacilada, pero José
Luis me respondió que fue una vacilada en la que se publicaron primicias
de Arreola y de Rulfo. Sin embargo, en ninguno de los dos casos puede
decirse que lo publicado en
Pan fueron estrictamente primicias, porque Rulfo ya había publicado un cuento en la revista
América, que editaba Efrén Hernández, mientras que Arreola, como digo, ya había dado a conocer “Hizo el bien mientras vivió” en
Eos.
Las revistas que han hecho historia, como
Contemporáneos o
El Hijo Pródigo, por ejemplo, han surgido de un grupo, mientras que
Pan
nació de un grupo formado por dos personas: Juan José y yo. Por eso era
una revista pequeña que regalábamos, y uno de nuestros lujos era no
publicar ningún anuncio de cosméticos ni de pelucas ni de máquinas de
escribir ni de nada;
Pan era una publicación limpiecita, a
diferencia de otras que estaban llenas de anuncios que hoy es
desagradable encontrar, porque lo anticuado de esa publicidad se les
contagia a los textos, aunque éstos sean perfectamente, digamos,
modernos. Eso siento cuando las hojeo.
Volviendo a
Pan, al salir el primer número, como Arreola y yo
éramos muy amigos de Juan Rulfo, se la llevamos a su oficina, que estaba
muy cerca de
El Occidental. Juan José, que lo conocía muy bien, fue quien me presentó a Rulfo, un personaje que me resultó enigmático.
Cuando conocí a Arreola me había parecido un hombre muy curioso por
sus movimientos, que me hacían imaginarlo lleno de azogue. Con él quedé
apantalladísmo, y con Rulfo también, pero en otro sentido. Rulfo era más
bien silencioso, metido en una oficina, donde estaba sólo de güevón.
Juro que Arreola y yo nunca lo vimos hacer nada cuando llegábamos a
visitarlo en aquella oficina donde se encerraba a leer novelas gringas.
Esto era lo único que hacía.
Para mí, resultaba gracioso tener como amigos a un ser tan activo
como Arreola y a un burócrata de tercera fila que no hacía más que leer
novelas gringas. Rulfo era silencioso pero de pronto nos contaba cosas
con ese humor un poco socarrón que tenía, y entonces Arreola y yo
comentábamos que Juan era un tipo formidable, un tipo formidable que nos
tomó por sorpresa cuando, al regalarle el primer número de
Pan, en respuesta nos entregó un texto llamado “Nos han dado la tierra”, diciéndonos: “
Ahi
a ver si les sirve un cuento”. Arreola y yo nos quedamos, como se dice,
de a seis. Y es que no sabíamos que Rulfo escribiera. Naturalmente
publicamos su cuento de inmediato.
Por ese momento que viví en Guadalajara, la época de la revista
Pan,
puedo decir que tengo el honor de formar parte, junto con Arreola y
Rulfo, de una misma generación, una generación de tres cuates cuyas
vidas fueron muy distintas en los años siguientes.
Sobre los efectos nocivos de la pinche fama
Fue en
Poesía en Voz Alta cuando traté a Octavio Paz, a quien
ya había conocido en París. Sobre esos años escribí en un texto llamado
“Octavio Paz y Poesía en Voz Alta”, que me pidieron en la revista
Textual
cuando le dieron el Premio Nobel. ¡Qué agradable era tratar con Octavio
Paz en 1956, cuando era uno de nosotros! En ese momento, el Premio
Nobel era algo inconcebible. Sin embargo, al ganar el Nobel, Octavio se
fue a la estratósfera y uno aquí, en la Tierra, apenas lo veía. Después
del premio se hizo muy vanidoso, sin duda una consecuencia muy natural
de la fama, la cual surte algunos efectos desastrosos que he visto
también, por ejemplo, en Rulfo, aunque no a la manera de Octavio.
Cuando conocí a Rulfo en Guadalajara, en la época en que se la pasaba
leyendo puras novelas gringas, me recomendó sus lecturas. Gracias a él
la primera novela gringa que leí fue una de Erskine Cadwell, y luego me
ponderó mucho a William Faulkner, de tal manera que compré
Santuario
en inglés y me di cuenta de que el entusiasmo de Juan estaba muy
justificado. A mí Faulkner me impresionó muchísimo también. Bien, pues
cuando se cumplieron 25 años de la aparición de
Pedro Páramo, Juan hizo unas declaraciones muy solemnes en
Excélsior, en las que comentaba algo más o menos que decía así: “Se están diciendo muchos cuentos sobre cómo escribí
Pedro Páramo,
y ahora voy a contar cómo ocurrieron las cosas para que ya no se anden
con más cuentos. Por ahí se dice que hay influencia de Faulkner en
Pedro Páramo. No es verdad, porque cuando escribí
Pedro Páramo
todavía no conocía a Faulkner”. Y ahí lo agarré en una mentirota. Si yo
me hubiera llevado con Rulfo en ese momento, le habría dicho: “¡Pero,
Juan, cómo dices eso, por qué! Pero ya no nos veíamos. ¿Por qué lo dijo?
Por la fama, por la pinche fama. Él, que sin duda era muy ingenuo,
pensó que quienes hablaban de la influencia de Faulkner en
Pedro Páramo
estaban achicando su novela. Y claro que su novela tiene influencias.
El haber desconocido sus lecturas de Faulkner constándonos a varios, no
sólo a mí —pues, por ejemplo, Arreola también fue testigo—, se explica
por los efectos de la fama.
Otra cosa lamentable fue que, al hacer sus declaraciones sobre
Pedro Páramo,
Rulfo no mencionaba que Arreola lo sacó del aprieto final, cuando no
sabía qué hacer con el pedacerío que había escrito para el Centro
Mexicano de Escritores; y es que Arreola fue quien le dijo: “Pero es que
así es esta novela; son fragmentos, vamos a organizarlos”, cuando él
estaba neurótico porque ya tenía que entregar la novela. Entonces
Arreola le propuso serenarse para organizarlo. Esa parte tan importante
no la contó Rulfo, lo cual también fue una forma de mentir bajo los
efectos de la fama. ¡Nada de que la estructura de
Pedro Páramo
obedecía a una intención de… ni qué la chingada! Y es que Juan hablaba
como si hubiera sido un genio planeador de esa estructura temporal y de
todo lo demás. No. Todo fue resultado de algo no premeditado y de que
Arreola le propuso dejarlo así. Cómo no voy a decir esto, si recuerdo
cuando Arreola me dijo: “El otro día vi a Rulfo. Ya terminó. Por cierto
que andaba muy preocupado por… y entonces le ayudé a…” Yo estaba muy
pendiente de todo esto porque había visto en la
Revista de la Universidad de México “Los murmullos”, un adelanto que me dejó fascinado, y cada que veía a Juan le preguntaba: “¿Cuándo, cuándo el libro?”
En el caso de Octavio Paz, los efectos de su fama los percibí según
se comportó en los distintos contactos que tuvimos. Esta es la historia.
Cuando Octavio publicó
Las trampas de la fe, me envió su libro
con una dedicatoria amable. Lo leí y dije: Pues sí es un libro muy
importante, no cabe duda, aunque está lleno de cosas con las que no
estoy de acuerdo. Y al leerlo comencé a marcar mi ejemplar para señalar
las erratas viles o para subrayar cuestiones de contenido. Hice una
lista de más de cien erratas y se la mandé a Paz, quien me contestó en
una carta muy agradecido. Por esto, en la tercera edición de su libro,
añadió a los agradecimientos uno a mí, que está redactado de manera tan
ambigua que algunos han entendido que Octavio me sometió su manuscrito y
que yo le di el visto bueno, lo cual no hubiera sido posible. Ahí
terminó el asunto.
El otro contacto fue muy distinto. En 1993, cuando hubo un simposio
sobre sor Juana en la UNAM, me pidieron que lo inaugurara. Entonces
pensé que era una buena oportunidad para decir cosas que tenía ganas,
entre ellas que el poema más importante de sor Juana,
Primero sueño,
es uno de los que recibe el peor tratamiento en el libro de Octavio,
quien no lo entiende en cuanto a conjunto porque, aparte de complicarlo
innecesariamente, mete un montón de cosas que no están en el poema,
fantasea y toma el poema como pretexto para decir cosas tremebundas (por
ejemplo, algo que llama mucho mi atención es que varias veces dice que
el
Sueño es una especie de viaje espacial, y habla de las esferas
siderales, pero esto no es cierto, no hay tal cosa). Entonces escribí
un texto, lo leí y, antes de publicarlo, le mandé copia a Paz para que
no le sorprendiera. Recuerdo que le dije: “Te envío esto porque si lo
ves de pronto en imprenta ya sé lo que vas a decir: ‘¡ah, enemigo!’ Esta
es una crítica y tú, aceptador de la crítica, dime si algo no está
bien”. Pero no pudo decirme nada excepto una cosa un poco ingenua: que
había querido engrandecer a sor Juana y que yo la achicaba (como si
inflar a sor Juana con hermetismo fuera engrandecerla), así que en
resumidas cuentas no pudo decir nada.
El primer choque lo tuvimos Paz y yo en los años setenta, cuando apareció
La divina pareja,
el estudio de Jorge Aguilar Mora sobre Octavio Paz, un libro muy
difícil que constituye una crítica muy fuerte al pensamiento de Paz, y
con el que, por cierto, Octavio se impresionó. Pues bien, hablando con
Jorge Aguilar y con algunos de sus amigos en una reunión, alguien
comentó: “Ya han pasado semanas de que apareció el libro y nadie lo ha
reseñado, seguramente hay una consigna de Octavio Paz para que lo hundan
en el silencio”. Entonces les respondí: “¡Carajo, cómo exageran!”, y me
contraatacaron todos diciéndome que yo no sabía nada de la vida
literaria, lo cual era cierto y por eso me quedé callado. Sin embargo,
unos días después encontré a Huberto Batis en El Agora. Le comenté el
incidente y le pregunté si creía que hubiera una mafia Octavio Paz. Él
me respondió: “No, no creo, lo que pasa es que el libro de Jorge es
difícil y por eso no ha sido reseñado”. Sin embargo, ahí no murió la
cosa. Huberto, que entonces escribía una columna donde hablaba de los
chismes de nuestra republiquita de las letras, relató aquella
conversación en El Agora, que Octavio leyó y concluyó que Antonio
Alatorre andaba propalando la idea de que él tenía una mafia. Entonces
me mandó una carta que decía, en resumidas cuentas: “Nunca fuiste un
gran amigo y ahora veo que te has pasado a las filas de mis enemigos”. Y
a esto yo le contesté muy en serio, diciéndole en una carta que leyera
atentamente la crónica de Huberto para que dijera en dónde estaba la
maledicencia.
La reconciliación no consta por escrito. Semanas después de que
recibió mi respuesta, seguramente luego de darle vueltas al asunto, me
llamó por teléfono para decirme: “Antonio, quiero decirte que olvidemos
el asunto, no hay nada más y perdona que te hable rápido pero es que me
está esperando el coche que me llevará a Cuernavaca. Adiós”. Pero no dio
por terminado el asunto, porque en el último incidente me echó esto en
cara.
Todo está por escrito. Comenté y discutí con Paz por escrito, por eso
me apenó que, a causa de los comentarios que dije en El Colegio de
México sobre mi relación con Octavio, semanas después de que había
muerto, me acusaran de aprovecharme de su muerte para hablar de él, y me
pareció grotesca la retórica que se usó para reclamarme: Alatorre es el
enanito que se aprovecha de la muerte del gigante para hablar de él.
Nada de eso. Lo que conté en El Colegio fue la historia de una relación
humana que tuvo momentos buenos y que terminó mal.
Otro incidente con Paz sucedió cuando al publicarse
La segunda Celestina, dizque escrita por sor Juana Inés de la Cruz —según Guillermo Schmidhuber—, lo obligué a publicar en
Vuelta
mi artículo sobre el descubrimiento de Schmidhuber. Mi intención fue
delatar a la Editorial Vuelta por cometer la estupidez de apadrinar un
libro tan mal hecho por un improvisado, así que le llamé a Enrique
Krauze y le dije: “Tengo preparada una reseña a fondo de este libro;
dile a Octavio que, si tan aceptador de críticas es, me la publique, y
si no me la publica entonces se la pasaré a Huberto Batis en el
suplemento
sábado con una nota que dirá: ‘Este texto no quiso publicarlo Octavio Paz en
Vuelta’.”
Así lo puse entre la espada y la pared. Poco después, Krauze me
respondió: “Ya le dije a Octavio, no dio precisamente brincos de gusto
pero dice que sí”. Y la respuesta de Schmidhuber se hizo esperar. Se ve
que estuvo trabajando para ver qué replicaba, pero lo que consiguió fue
sólo una reseña de un profesor suyo buena gente, Luis Leal, que no
conoce nada del teatro español, sino más bien del cuento
hispanoamericano.
Yo tengo una visión muy estricta, exigencias de seriedad muy
concretas, de manera que cuando me encuentro con un interlocutor que
pretende discutir sobre los temas que he investigado toda mi vida y me
dice: “no, es que de esto no sé”, “esto no lo he leído”, para mí
entonces muere la discusión. No me refiero a mi nivel intelectual, nada
de eso; hablo de los pertrechos de lectura. Por esto le dije no a
Guillermo Schmidhuber y no a José Pascual Buxó a propósito de sus
investigaciones sobre sor Juana.
Una cosa que no me parece bien en el sorjuanismo mexicano moderno es
la aceptación de todo lo que dice Octavio Paz como si ya hubiera hablado
el maestro, el oráculo. En otro nivel, esto también sucede con lo que
ha dicho Elías Trabulse, a quien se cita y se cita como si fuera también
un oráculo. Falta crítica, y la razón de esto es que realmente los
sorjuanistas no están bien formados. Un ejemplo es mi amiga Margo
Glantz, quien ha aplaudido a Paz y a Trabulse una y otra vez. Ella hace
muchas otras cosas, es decir, no está metida completamente en el tema, y
entonces es natural que acuda a Paz, a Trabulse y a mí; sin embargo, mi
amiga no está para hacer crítica sobre sor Juana, está para hacer
ensayismo a propósito de sor Juana, sobre la situación de la mujer,
sobre la opresión, etcétera. Todo esto es legítimo, pero sin duda lo más
importante es leer a sor Juana atendiendo los textos mismos, que son lo
central, porque el conocimiento directo del texto debe ser el núcleo de
todo estudio literario, no las especulaciones personales en donde el
texto queda lejísimos. Bueno, pues como Margo, muchos otros están así.
Sin embargo, nadie afecta a sor Juana por lo siguiente: el secretario
de la Condesa de Paredes, Francisco de las Heras, fue testigo de cómo
el nombre de sor Juana estaba en boca de todos los mexicanos que iban a
las iglesias y oían cantar sus villancicos y decían: “Son de una monja
muy sabia”, de manera que todo el mundo sabía que en San Jerónimo vivía
una monja muy chingona. Esta era su aura popular. Bien, pues De las
Heras, al escribir uno de los dos prólogos del primer tomo de la obra de
sor Juana, que se llamaba
Inundación Castálida, publicado en
España, aclaraba a los españoles: pero no vayan a pensar ustedes que la
monja es una populachera, lo que pasa es que cuando hay una llama
chiquita, como la de una vela, un soplo llega y la mata; pero cuando se
trata de una gran llama, entonces el viento la aviva. Este es un
testimonio de alguien que vio el fenómeno sor Juana, a quien,
efectivamente, todos le aplaudían. Que se hable de sor Juana en
conferencias y simposios y que estampen su imagen en los billetes es su
aura popular, pero siendo sor Juana lo que es, todo esto es inofensivo
porque ella lo aguanta y lo seguirá aguantando sin duda.