domingo, 19 de febrero de 2017

La pax octaviana

19/Febrero/2017
Confabulario
Huberto Batis

Mi relación con Octavio Paz fue de cordialidad y cooperación, pero también de enojos mutuos. El primer trato que tuvimos fue por correspondencia. Fueron ocho cartas en las que me dio su opinión sobre la poesía contemporánea. Él estaba en desacuerdo con algunas ideas que yo había expuesto sobre el valor de la obra de Jorge Cuesta como poeta. Entonces le escribí a la India, donde era embajador y me respondió con cartas muy extensas explicándome sus argumentos.
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La correspondencia que tuvimos fue muy larga. De cuatro o cinco páginas cada carta, a mano. No sé si como embajador tenía todo el tiempo del mundo para responder tanta correspondencia. A mí me regañó por mi adoración por Jorge Cuesta. Me decía ¿qué tanto le ven ustedes, jovenzuelos ignorantes, a ese señor que ni es poeta?
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Cuesta había estado casado con Guadalupe Marín, que era una mujer muy bella y ocho años mayor que él y de la que estaba tremendamente enamorado. Una vez casados, se fueron a París, adonde fueron a dar con André Breton y se codearon con el grupo surrealista. Tres años estuvieron fuera de México y a su regreso se separaron. Jorge Cuesta había estudiado Química. Estaba haciendo experimentos con una sustancia que inyectaba a las frutas y las volvía incorruptibles. Podían durar años: naranjas, papayas, melones, mangos. Tenía un frutero que duró años. Nadie aceptó haber comido una fruta de aquellas, aunque él las ofreciera. Él se comía sus frutas delante de los invitados, quienes no sabían si era fruta fresca o de la inyectada, la incorruptible. Todo mundo empezó a decirle que estaba loco porque empezó a decir que se iba a volver eterno. Sus convidados decían: “A ver si no nos inyecta este loco en un descuido”. Su familia lo internó en el sanatorio San Rafael, en Tlalpan. Ahí estuvo recluido un tiempo hasta que atentó contra él mismo: se emasculó, privándose así de la posibilidad de volver a engendrar, pues ya tenía un hijo con Guadalupe Marín. Después intentó ahorcarse, sin conseguirlo. Los médicos lo devolvieron a su familia.
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Todos los de mi generación andaban investigando y hurgando en los periódicos para conocer los detalles de todo eso hasta que dimos con un libro de Guadalupe Marín sobre su relación con Jorge Cuesta, publicado en 1938. Fue una novela que se llamó La única. Yo traté de conseguir un ejemplar, pero sólo lo encontré en bibliotecas. Quisimos reeditarlo, pero todos los editores nos mandaron por un tubo. Nadie quería hacerlo. Con quien comenté ampliamente la obra de Cuesta fue con Inés Arredondo, mi coetánea. Publicó varios artículos sueltos, que no están recogidos, sobre la obra del Contemporáneo.
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El punto es que en cartas que Octavio me mandó desde la India expuso por qué consideraba que Cuesta no era poeta. Su argumento principal es que Cuesta era “demasiado inteligente”. Decía que fue más un pensador que un poeta. Como si no pudiera haber poetas pensadores, como si la poesía fuera un don divino. Decía que su poesía estaba llena de conceptos y no de metáforas. Yo entiendo por metáfora la definición que le doy a mis alumnos: “una palabra más otra palabra crean una tercera palabra”, un concepto inexistente.
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Años después le ofrecí esas cartas a Guillermo Sheridan, cuando trabajaba en el archivo de Octavio Paz; me dijo: “Si me las das y yo las incluyo en el epistolario, la viuda de Octavio, Marijó, se las va a apropiar. En mis ausencias, ella vende partes de los archivos a las universidades norteamericanas”. Le dije que eso estaba bien. Ahí estarán mejor guardadas. Sheridan no duró al frente de los archivos de Octavio Paz porque chocaba con los intereses económicos de la viuda, que quería vender todo el archivo de Paz. Incluso hubo una polémica en 2003 en la que participaron Miguel Limón Rojas y Gabriel Zaid, según un artículo de Héctor Tajonar, publicado en Proceso en 2014 (“Fundación Octavio Paz: lo que Limón se llevó”).
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Poesía en movimiento
Yo me enteré de la planeación de la antología Poesía en movimiento (1966) por unas cartas de Arnaldo Orfila a Octavio Paz. El primero quería hacer una antología de los primeros cincuenta años de la literatura mexicana, porque todo mundo tomó al medio siglo como un año axial. Participaron como seleccionadores Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Alí Chumacero y Homero Aridjis, con prólogo de Paz. Por esa correspondencia me enteré, años después, que Orfila me había considerado en un principio como parte de los seleccionadores, pero Paz se opuso e insistió que mi lugar lo ocupara Aridjis, como finalmente sucedió.
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Al paso de los años coincidimos muchas veces. No siempre fue amable conmigo. En una ocasión estaba yo con Juan García Ponce en la galería Juan Martín. Y llegó Octavio. Iba solo. Se acercó a saludar a Juan, que iba en su silla de ruedas. A mí no me saludó. Juan se ofendió mucho y le reclamó: “Aquí está Huberto Batis. ¿No lo saludas?” Paz sólo le respondió: “Sí, ya lo vi”. No dijo nada más, y se salió.
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Aun así, cuando lo nombraron miembro de El Colegio Nacional, me invitó a su coctel de recepción. Ahí se acercaba a todos los corrillos para platicar y agradecer que lo hubiéramos acompañado. A cada uno nos invitó personalmente a la cena. Se portó muy amistoso. En las mesas de la cena pusieron los nombres de los invitados especiales. Mi compañera entonces, Mercedes Benet, no llegaba y cuando Octavio vio que estaba su silla vacía preguntó por qué no empezábamos. Le dijeron que faltaba la señora Benet, que venía con el señor Batis. Entonces Octavio dijo: “No esperamos a nadie”. Se molestó mucho por la demora. Pidió que lo cubrieran con otro invitado. Mercedes no llegó, por timidez o porque no quiso.
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En otra ocasión hubo un incidente chusco. No recuerdo si fue en esa cena de ingreso a El Colegio Nacional o en otro evento. Estábamos platicando Ramón Xirau y yo. Él siempre ha sido un gran fumador. Da una pitada y lanza la ceniza hacia atrás, que siempre le cae en el hombro: es un “cenicero ambulante”. Entonces, por descuido, Xirau se sentó en la mesa sin darse cuenta que allí había un pastel. Octavio entró en el momento en que yo le estaba limpiando a Ramón con un cuchillo todo el betún. Se enojó muchísimo y me reclamó. “Usted siempre metido en conflictos”, me dijo. Se tenía que haber enojado con Ramón, no conmigo.

El viajero en el andén: la poesía de José Emilio Pacheco

19/Febrero/2017
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

Poesía y poética

José Emilio Pacheco repetía a menudo la sentencia de Ezra Pound: “La poesía debe estar escrita tan bien como la prosa.” Esto se articularía con lo dicho en su magnífico poema a Flaubert: “Todo escritor debe honrar el idioma.” Podemos decir que ambas sentencias él las cumplió cabalmente en su poesía y en su literatura.
Como lo llevaban a cabo de manera magistral Jaime Sabines y el español Claudio Rodríguez –ya tomándolos como asunto del poema, ya dándoles un giro, ya haciendo un nuevo juego verbal–, Pacheco buscó darles una nueva vida al lugar común y a las frases hechas, como: “tener los pies en la tierra”, “morir como un perro”, “con la cola entre las patas”, “andarse por las ramas”, “pasársela como ostra”… Una de las causas por las que José Emilio corregía tanto, aun después de publicado, tanto en poesía como en prosa, era porque sabía que, ante lo que uno escribe, debe dudar. No pocas veces, en momentos de escepticismo, pudo preguntarse por qué y para qué pulir un lenguaje ya seco o desgastado, si la poesía estaba agotada. Aun en algún momento de hartazgo, Pacheco recriminó agriamente: “Ya no hay nada capaz de alimentarme, poesía./ Muérete de ti misma/ o por favor ya cállate.”
En sus poemas, al menos desde No me preguntes cómo pasa el tiempo (1970), luego de sus dos primeros libros (Los elementos de la noche, 1963, y El reposo del fuego, 1966), hay una idea base, o si se quiere, más de una idea. Pacheco siempre cuenta algo. Contra las pirotecnias y los fuegos fatuos de las vanguardias, contra el hermetismo donde encontramos muy pocas veces el corazón del poeta, contra un barroquismo que separa con su floritura al autor del lector, Pacheco apostó por una poesía legible pero con secreto, o como decía el checo Jaroslav Seifert, que algo quedase oscuro, aun para el autor.
Lo que era visto antes del siglo xx más como terreno de la prosa –el tono conversacional, la detallada cotidianería o la descripción de la ciudad–, se volvió una parte esencial de la poesía hasta nuestros días. Pacheco, como Fernando Pessoa y el propio Jaime Sabines, los llevó al exceso, pero, como ellos, a menudo ocultaba dentro del poema consideraciones metafísicas: el problema de Dios, la reflexión sobre la muerte, el despiadado paso del tiempo, el ser y el no ser… Inclusive algunos títulos son expresiones coloquiales: No me preguntes cómo pasa el tiempo, Irás y no volverásDesde entoncesTarde o temprano
Como Borges, de otra manera que Borges, jep buscó la sencillez en la forma y la complejidad en los contenidos. Sencillos, directos, secos, algunos poemas son, sin embargo, de una honda complejidad psicológica. Dentro de los incontables poetas que José Emilio leyó, tengo la impresión de que sus dos poetas paradigmáticos del siglo xx fueron, en lengua española, Ramón López Velarde, y en otro idioma, t.s. Eliot. Y sin embargo, no se parece nada a ellos. O por eso. En cambio, hallo una profunda afinidad en los temas y el tratamiento del poema con un poeta casi gemelo, que él tradujo, o si ustedes quieren, trasladó o vertió a nuestra lengua: el polaco Zbigniew Herbert. Hay en ambos un lenguaje en el que parece no contarse gran cosa, pero de pronto percibimos cosas y hechos terribles. En una reseña lejanísima de 1970 de No me preguntes cómo pasa el tiempo, yo notaba sobre todo un autor que estaba detrás de su obra sin verse: Jorge Luis Borges. Yo diría que ahora, aún sin verse, la gran sombra en la obra poética y de prosa de Pacheco fue Jorge Luis Borges: todo lo aprendía de él para huir inmediatamente de él. Baste recordar que Pacheco escribió un libro sobre el argentino y denominó el siglo xx como El Siglo de Borges.
En cuanto a la música de sus versos, me parece que casi siempre hay una música ligera, suave, cambiante, como la música de Debussy, de Erik Satie o mucha de la de Mozart, ese Mozart cuya música admiró más que a ninguna, es decir, un verso sin estridencias, sin gritos, lo cual da más fuerza y hace más terrible lo que a menudo cuenta.
Para Pacheco todo era poetizable. Baste recordar piezas líricas con un tema mínimo: al pulgar de una mano, a la pulpa del fruto de la granada, a los tres días de la camelia, a un tenedor, a una s que da la imagen de un personaje sinuoso, a la letra o, que no llama a la luna en español como en el inglés donde se vuelve doble…
Pacheco fue un maestro del poema breve y brevísimo. Yo diría que los poemas extensos de Pacheco, son, o al menos me parecen, una sucesión de fragmentos o piezas cortas. Véase, por ejemplo, su libro-poema “El reposo del fuego” o la “Elegía del retorno”, su larga composición sobre el aciago terremoto en Ciudad de México en septiembre de 1985. Aún más: hay un poema, “A quien pueda interesar”, que la investigadora andaluza Francisca Noguerol reproduce en un notable y documentado prólogo, el cual explica lo que pensó José Emilio que terminaría siendo su obra: “Otros hagan aún el gran poema,/ los libros unitarios, las rotundas/ obras que sean espejo de armonía./ A mí sólo me importa el testimonio/ del momento inasible, las palabras/ que dicta su fluir el tiempo en vuelo./ La poesía anhelada es como un diario/ en donde no hay proyecto ni medida.” Eso: un Diario poético. Lo pequeño y diseminado para hacer lo grande. Una vasta obra hecha a lo largo de casi sesenta años, y que si se separara poema por página, quizá darían 2 mil 500 páginas.
Un amplio número de los poemas de Pacheco tiene dos bases, como en buena parte de la poesía europea del siglo xx: conocimiento e ironía. Conocimiento, porque a menudo parte del hecho cultural, artístico o histórico; en cuanto a lo otro, es una ironía amarga, negra, contra los otros pero también contra sí mismo. Esa ironía a veces traza lo ridículo y lo irrisorio hasta volverlo caricaturesco, como hallamos en cuadros de grandes pintores flamencos como el Bosco, Brueghel y mi muy ad-mirado James Ensor, o entre los mexicanos, el genial grabador José Guadalupe Posada y José Clemente Orozco, quizá el mejor pintor latinoamericano del siglo xx.
Pacheco entendía que la poesía era siempre un borrador y que cada poema formaba parte de un infinito poema colectivo. Muchos poemas de él, en su versión final, fueron antes poemas publicados que corrigió, los cuales a su vez tuvieron otros borradores. A su vez Pacheco creyó, como Borges, que su poesía formaba parte del infinito poema colectivo que han escrito todos los poetas desde siempre, poema que sigue haciéndose y deshaciéndose y seguirá haciéndose y deshaciéndose en el futuro. Es decir, para José Emilio no hubo noción de autor: todos los poetas en la historia son uno solo y escriben un solo poema y podrían llamarse Anónimo o Todos.

Formas poéticas

José Emilio trabajó en poesía diversas formas, géneros y metros: verso libre, verso blanco, el epigrama, el poema en prosa, el soneto, la lira, la casida, la fábula, el haikú… Él sabía que no importaba lo que se escribiera, sino el objetivo era hacer una buena tarea, porque a fin de cuentas, como escribía su admirado T.S. Eliot, sólo hay versos buenos, malos y el caos.

Los epigramas de José Emilio parecen –se sienten– como una puñalada en corto en el estómago, una tasajeada en el rostro, un golpe seco que se recibe sin esperarlo. Buen número de finales son como un martillazo inesperado. Pongo dos ejemplos: “Levantas una piedra y los encuentras/ ahítos de humedad, pululando” (“Envidiosos”), y: “Ya somos todo aquello/ contra lo que luchamos/ a los veinte años” (“Antiguos compañeros se reúnen”).
Animales, aves, fauna marina e insectos aparecen en las fábulas de Pacheco. Quizá el primer acercamiento lo tuvo con Juan José Arreola, quien, como es sabido, le dictó en una semana, a fines de los años cincuenta, su inolvidable Bestiario. En México hay poetas que insisten tanto sobre un ave, un animal, una fiera que uno los acaba relacionando, de una u otra forma, con ellos: González Martínez con el búho, Rafael López con el gato, Carlos Illescas con el simio, Ramón López Velarde y Eduardo Lizalde con el tigre… En Pacheco es difícil definirlo, porque ha hecho en sus fábulas lo que se ha dado en llamar un álbum de zoología o una animalia. En estos textos es donde se ve muy bien al moralista despiadado. Los hábitos y lenguajes de las aves; los animales, las especies marinas e insectos son los de los hombres, un espejo delator de nuestros defectos y de nuestras miserias, pero también en estos textos puede encontrarse que el reino animal es víctima de la ferocidad del hombre y los animales llegan a increparlo para demostrarle su fútil arrogancia y su condición inferior a la de ellos.
En el poema en prosa José Emilio halló una vena que le era del todo natural. Urdió en ellos una malla de temas, de subtemas y microtemas. Ninguno de sus poemas en prosa –escribí en otra parte–“me impresiona más que ‘La conspiración’, breve obra maestra, donde un acto ajeno –el suicidio de una muchacha– llena de culpabilidad para siempre a un grupo de amigos”.

El poeta y la poesía

El poeta ha sido visto de múltiples maneras: estando del lado del demonio (William Blake), o como pararrayos celeste (Darío), o como un pequeño dios (Huidobro), o como un gran fingidor (Pessoa). Para Pacheco, según le contesta en un poema a George Moore, lo que es y ha sido su vida está en su propia poesía, y para mí tiene razón, porque la obra de un poeta es la historia del alma, es decir, lo más profundo e íntimo que hay en nosotros, y eso está en nuestra poesía. Muy joven, en una de sus reprensiones a la poesía, José Emilio escribió: “La perra infecta, la sarnosa poesía,/ risible variedad de la neurosis,/ precio que algunos pagan/ por no saber vivir.” Los primeros son versos muy duros, tal vez escritos en un momento de rabia, pero con el último verso es difícil, en alguna medida, que no se identifiquen muchísimos poetas.
También muy joven José Emilio destacó que la poesía, como se observaba desde el Romanticismo, por un lado, atestigua el sufrimiento, y por otro, es un arte que pocos leen y muchos detestan. En una sociedad donde desde hace dos siglos el dios tutelar es el dinero, el poeta, el verdadero poeta, es a la vez el iluminado y el marginal. No es otra la tesis central del ensayo de Baudelaire sobre Edgar Allan Poe. ¿Cuántas veces no hemos oído: “es poeta” para decir despreciativamente que ese hombre o esa mujer son unos parásitos sociales que no trabajan ni producen dinero o viven en la luna de Valencia o simplemente en la luna? En una sociedad consumista es algo incomprensible y reprensible comprar versos. Es una contradictio in adjecto.
Pero el que me parece uno de sus poemas más amargos y crueles se llama, precisamente, “Vidas de los poetas”. Permítanme transcribirlo: “En la poesía no hay final feliz./ Los poetas acaban/ viviendo su locura./ Y son descuartizados como reses/ (sucedió con Darío)./ O bien los apedrean y terminan/ arrojándose al mar o con cristales/ de cianuro en la boca./ O muertos de alcoholismo, drogadicción, miseria./ O lo que es peor: poetas oficiales,/ amargos pobladores de un sarcófago/ llamado Obras completas.” Cita a Darío, pero al que apedrean los niños podría ser Verlaine y el que se arroja al mar es Auden y los que viven su locura son, entre muchos, Hölderlin, Gérard de Nerval y Emile Nelligan; el que se traga la pastilla de cianuro es el mexicano Manuel Acuña y los muertos de alcoholismo, drogadicción y miseria sencillamente no podrían contarse.
Pero preferible eso a ser el Poeta Oficial, es decir, vivir reconocido y exaltado por el establishment, eso, que disfrazada o abiertamente, buscan o quisieran algunos.

Temas esenciales

No hay obra o libro unitarios, pero José Emilio ha aspirado a la unidad en el tono y en los temas que trata. De los principales temas, el primero, me parece, es la fugacidad irremisible: lo que se fue, lo que no fue, lo que ya no está, lo que cambió para mal y ya no podemos modificarlo, lo que pudo ser y nos entristece su vacío, lo que ya no veremos o si lo vimos se olvidará. Un segundo tema, me parece, es que los seres humanos somos los “dueños del vacío”, somos nadie y acaso sólo alguien cuando conocemos un instante de amor, de amistad, de solidaridad o de alegría. Pero eso casi nunca pasa. No en balde una de las palabras favoritas de José Emilio es “nunca”, y a veces llega a decir, “nunca, nunca”, “nunca más”. Nunca más habrá la experiencia que vivimos y al lugar que llegaremos la inmensa mayoría de las veces es ninguna parte. ¿Qué nos queda?, diría José Emilio. Hacer nuestro trabajo, una y otra vez, innumerablemente, aunque sea inútil. Por eso, ya sea mencionado o aludido, un personaje de la mitología griega aparece varias veces en sus poemas y encarna muy bien lo anterior: Sísifo. Ese personaje del que partió Albert Camus para escribir a los veintiocho años El mito de Sísifo, libro que nos marcó tanto en su momento, y que más que con ningún otro personaje de la mitología el hombre se identifica. El hombre debe subir con la roca y, cuando va a llegar a la cima de la montaña, la roca cae, y el hombre baja y vuelve a subirla, y así una y otra vez, pero en uno y otro y otro ascenso, cuando va a llegar a la cima y la roca cae, comprende en ese momento que es feliz y la lucha ha valido la pena.
Un tercer tema de José Emilio es el horror del mundo o el horror al mundo que nosotros mismos creamos. No en balde el fratricida Caín es nuestro verdadero padre. Nuestra raza es la de los cainitas. No en balde también podemos llegar a parecernos a ese niño de siete años que no quiere ver la muerte del cerdo, pero que acabará tragándoselo como un cerdo. Como en Franz Kafka hay la culpa y la Culpa, y a veces, como en El proceso, en los poemas del mexicano no sabemos cuál fue la culpa que cometimos para que se nos castigue funestamente.
Un cuarto tema de José Emilio es el poder, o más específicamente, contra el poder. Recuerdo que en los años sesenta y setenta no había casi lectura o conferencia en que alguien del público al final no se levantara y preguntara al expositor o lector si la poesía no debería estar al servicio de las mayorías desposeídas y si no creía en la literatura comprometida. Al oírlos, yo recordaba dos frases. Una de García Márquez: “El deber de todo escritor revolucionario es escribir bien”; la otra, de Borges, quien ironizaba contestando que aquello de literatura comprometida le sonaba como a “equitación protestante”. Al principio José Emilio escribió poemas sobre Vietnam o el Che, pero muy pronto advirtió que lo mejor era hacer de lo particular algo general. Que un tirano fuera todos los tiranos y una víctima todas las víctimas, y que aun la víctima, si las circunstancias lo deparaban, podía ser el peor de los victimarios. En su poesía el tirano, cuya persona es algo aterradoramente invisible, se nos vuelve por sus actos terriblemente concreto, aquí y en cualquier parte. Basta leer los epigramas excepcionales del primer capítulo de su libro El silencio de la luna (1996). Al cortesano no le importa serlo con tal de que el tirano lo premie, y si el cortesano llega al poder será igual de tirano que a quien sirvió, o simplemente el cortesano doblará tanto la cerviz que su nariz topará con su pie y un día lo tirarán de un puntapié para abajo…
¿La historia nunca es la misma? Para José Emilio la historia, con todas las variaciones que se quieran, se repite: el hombre es el lobo del hombre y en la república de los lobos, todos, bien o mal, aullamos, y desde siempre el pez grande se ha comido al chico y las leyes existen y en su nombre se cometen toda suerte de crímenes e injusticias.

Las ciudades del poeta

1. Ciudades mexicanas: José Emilio fue ante todo un poeta urbano y el centro de su mundo fue Ciudad de México. Sin embargo, nuestra ciudad representó asimismo una ciudad de horror, y si se quiere, en momentos, una visión apocalíptica. La muy Noble y Leal Ciudad de México, como se le exaltó por siglos, se vuelve en una línea de jep “la innoble y letal Colonia Penitenciaria”. En esta ciudad que, quizá hasta los años cincuenta, lo normal era ver el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl con sólo voltear hacia el oriente, o la serranía del Ajusco al mirar hacia el sur, ahora sólo encontramos un sinfín de edificios que nos han robado la vista al cielo. Esa ciudad que Pacheco, en 1985, luego del terremoto, dibujó en toda la dimensión de su desastre: “México en el páramo/ que fue bosque y laguna/ y hoy es terror y quién sabe.”

La otra ciudad mexicana es Veracruz, el puerto de la infancia, a la que Francisca Noguerol le da una gran importancia como fondo e influencia de su vida y tema recurrente en sus poemas y su narrativa.
2. Ciudades en el mundo: José Emilio viajó numerosamente por Europa y América. De las ciudades y los paisajes quedaron muchos instantes en su poesía: el trazo del alba en Montevideo; Ontario y el lago Eire perdiendo sus especies; Montreal y el río San Lorenzo congelado en el duro invierno; el océano visto en California; el Mississipi en Nueva Orleans, que ha estado desde siempre y estará siempre; Londres a través de los cuadros de Whistler con una cita de t.s. Eliot vista como una ciudad irreal (“unreal city”); la música de una fuente –el agua es sólo música– en Valencia; volver a vivir, en el Pont de la Tournelle parisiense, la experiencia de Ungaretti que miraba “l’illimitato silenzio di una ragazza tenue”; la contemplación quevediana de una Roma ruinosa; una macabra visita en Viena a la cripta de los Habsburgo en la iglesia de los Capuchinos para ver el mínimo sarcófago en que quedó el Kaiser von Mexico (Maximiliano); la niebla que hace contradictoriamente más real a Bogotá como una ciudad fantasma, e imágenes de Santiago y Lima y Río. Quizá para no olvidar la ciudad en que estamos, como un homenaje a la ciudad en que estamos y en la que él vivió, valga recordar su breve pieza “Salamanca: un ángulo de Tormes”, en la que dibuja un crepúsculo viendo al río: “Diafanidad/ repentina en la tarde opaca./ Último sol/ Minutos antes de que lo humille la sombra./ ¿Qué será de estos árboles/ Cuando no pueda verlos/ El día que se ha marchado para siempre?”

Final

Para finalizar me gustaría citar algunos versos que resumirían mucho la visión del mundo de JEP: “Y los amigos se van. Son viajeros en los andenes”, “Mañana/ dejaremos de nuevo la vida para mañana”, “Los paraísos duran un instante”, “No quiero nada para mí, sólo anhelo/ lo posible imposible: un mundo sin víctimas”, “Bajo el nombre del Bien/ el Mal se impuso”.Dos palabras compendian para mí la lectura total de su poesía: desasosiego y descorazonamiento.
En un artículo que escribí hace unos años, repasaba las lecciones que había recibido de José Emilio Pacheco desde cuando lo conocí, por mayo o junio de 1970, hasta el año que le dieron el Premio Cervantes. Como en ese artículo, le volvería a decir, aun si ahora, lo sé, ya es demasiado tarde: Gracias, muchas gracias, José Emilio, cronista mayor de nuestra época, poeta mayor 

sábado, 18 de febrero de 2017

La imaginación prisionera

18/Febrero/2017
Letras Libres
Enrique Serna

Quizá el reto más difícil para cualquier escritor es mantener un equilibrio entre el vuelo imaginativo y la disciplina para sostenerlo, dos fuerzas que pueden anularse mutuamente cuando la ambición o la complejidad de una obra intimidan a su arquitecto. El rigor no siempre da buenos frutos, quizá porque esclaviza demasiado la imaginación, que tiende a escapar de cualquier trabajo forzado. Cuando un novelista emprende reconstrucciones de época muy laboriosas, que le imponen un programa de lecturas no siempre gratas, la imaginación prisionera tiende a inventar ficciones más apetecibles, generalmente cuentos o novelas cortas. ¿Qué debe uno hacer entonces: obedecer a la “loca de la casa”, una fuente inagotable de caprichos, o perseverar en el arduo camino que se trazó?

Nadar a contracorriente de los impulsos creativos por fidelidad a un proyecto difícil puede llevarnos a un desenlace trágico: invertir varios años de trabajo en un voluminoso aborto. A José Emilio Pacheco le sucedió algo parecido con una novela histórica interminable, que abandonó cuando ya había escrito ochocientas páginas. Pero cuando el constructor de una catedral, sin haber puesto un ladrillo, abandona su obra para erigir una parroquia que de momento le exige un menor esfuerzo, el resquemor de haberse acobardado lo perseguirá como una maldición. Las buenas novelas históricas requieren de una inmersión profunda en la época reconstruida. Quien las acomete se exilia largo tiempo en el pasado y, en gran medida, la eficacia de su obra depende de no regresar al presente hasta poner el punto final. ¿Pero alguien puede escribir en contra de su imaginación? ¿Cómo sujetarla para que no se fugue a otra parte?

Una anécdota muy difundida en el mundillo literario tal vez arroje luz sobre este dilema. Juan Carlos Onetti fue un escritor sin horario fijo de trabajo, con largos periodos de sequía seguidos de frenéticas rachas de inspiración. Vargas Llosa le contó que él, por el contrario, escribía a diario un cierto número de horas con un rigor espartano y Onetti respondió: “Lo que pasa es que tú tienes relaciones conyugales con la literatura y yo tengo relaciones adúlteras.” Cuando los escritores volubles se enfrentan a un proyecto difícil cuya construcción les genera un agotamiento comparable al tedio conyugal, muchas veces sucumben a los coqueteos de una idea más atractiva y joven. Creen que en esos casos guardar lealtad a la esposa significaría caer en un mortal anquilosamiento. Pero la tentación de buscar una amante cuando apenas estamos preparando la boda con la novia de toda la vida quizá sea un autoengaño que busca encubrir las flaquezas de la voluntad. Evadirnos de una obra en embrión, porque nos asalta el temor de no tener fuerzas o talento para culminarla, equivale a salir huyendo de una batalla espantados por el gesto fiero del enemigo.

La relación conyugal con la literatura tiene sin embargo un punto débil que nadie puede ignorar: las mejores ficciones brotan del inconsciente en ratos de ocio, sin un esfuerzo mental previo. La iluminación creativa, como el flechazo erótico, es un estado de gracia independiente de la voluntad y quien la ignora o menosprecia se condena a la esterilidad o a la producción de hojarasca. Haría falta, entonces, adoptar una postura intermedia entre el adulterio de Onetti y el matrimonio de Vargas Llosa. Los yugos tienen la ventaja de estimular una necesidad de evasión que de otro modo se podría quedar aletargada. Incluso si la obra ambiciosa resulta un fiasco, vale la pena trabajar en ella de sol a sol, picando piedra en bibliotecas y archivos, para que la imaginación se fugue a las playas en donde pueda sentirse libre. No hay adulterio sin matrimonio. Bajo la presión de la monogamia se acrecienta la tentación de cometer infidelidades. En la mente de un escritor, el cumplimiento del deber es un acicate para la búsqueda de evasiones, pero si no asume su tarea como un apostolado, si no se casa de verdad con una idea que le exige grandes sacrificios, tampoco tendrá la oportunidad de engañarla con otras más espontáneas: las tentadoras putas del intelecto que vendrán a librarlo de sus cadenas.

Semblanza de Carlos Pellicer

Febrero/2017
Letras Libres
Gabriel Zaid

Fue poeta, museógrafo y militante. Nació el 16 de enero de 1897 en San Juan Bautista (hoy Villahermosa), Tabasco. Murió el 16 de febrero de 1977 en la Ciudad de México, hace cuarenta años.

Hizo los primeros estudios en San Juan Bautista, donde su padre se graduó en farmacia. Emigran a la Ciudad de México en 1908 por la compra de una botica. Estudió con los jesuitas del Instituto Científico San Francisco de Borja, gracias a una beca sostenida con buenas calificaciones. Vivían en Seminario 1, junto al Sagrario de la Catedral, y decía haber visto de lejos la insurrección y muerte de Bernardo Reyes el 9 de febrero de 1913.

Ese año trágico (que culmina con el asesinato del presidente Madero en el cuartelazo de Huerta), el padre cierra la botica y toma las armas constitucionalistas (llega a teniente coronel farmacéutico del cuerpo médico militar). La madre se lleva a los niños a Jalapa, Mérida, Campeche y, de nuevo, a México; a donde vuelve finalmente el padre y vivirán el resto de su vida.

Su paso por la Escuela Nacional Preparatoria (1915-1917), que estaba en un gran momento, lo transformó. Convive con la Generación de 1915 (de donde saldrán cinco de los llamados Siete Sabios) que proponía la acción cívica, universitaria, frente al desastre de la guerra civil. En un ensayo titulado precisamente 1915, Manuel Gómez Morin (uno de los Siete) recuerda cómo “del caos de aquel año nació un nuevo México, una idea nueva de México y un nuevo valor de la inteligencia en la vida”. Frente al desquiciamiento político (los revolucionarios que se alzaron contra el cuartelazo de 1913 luchaban entre sí), la nueva generación soñaba en la creación de un México nuevo, que diera voz y poder al Espíritu. En la Preparatoria, concebida por los positivistas como un almácigo de cuadros para la tecnocracia porfirista, había quedado la conciencia de que el saber es para subir a hacer cosas grandes. Muchos llegaron al poder, como sus maestros (la Generación del Ateneo).

Los maestros y compañeros del joven Pellicer reconocieron su talento. Publicaba en las revistas estudiantiles. Tomaba el foro con gran efecto (por su voz de bajo, por su atuendo) para decir poemas y discursos. En 1917, según el testimonio de Salvador Novo, salió “casi en hombros” de una lectura de poemas en el Anfiteatro de la Preparatoria.

De la Preparatoria (sin terminarla) salió a Colombia y Venezuela (1918-1920), enviado por el gobierno de Carranza como líder de la Federación de Estudiantes Mexicanos, para apoyar la formación de organismos similares, integrables en una confederación. Fue un viaje decisivo para su vocación, empezando por las seis semanas que pasa en Nueva York, antes de embarcarse. El futuro museógrafo descubre el Metropolitan, cuyos tesoros visita diariamente. El joven poeta es bien recibido por tres glorias del modernismo: Amado Nervo (que esperaba otro barco a Montevideo, donde moriría el año siguiente), Salvador Díaz Mirón (desterrado en La Habana, una escala del barco de Pellicer) y, sobre todo, José Juan Tablada, que lo toma bajo su protección en Nueva York, y luego en Bogotá y Caracas, donde estuvieron, uno como segundo secretario y otro como agregado estudiantil de la embajada mexicana.

Para su buena suerte, Tablada estaba en su apogeo: el salto del modernismo a la vanguardia. Hay un salto paralelo de Pellicer, siguiéndolo. De esos años quedan versos notables y cartas cariñosas, informativas y devotas a sus padres y a su hermano (Correo familiar 1918-1920, Factoría Ediciones, 1998, edición de Serge I. Zaïtzeff) del joven triunfador que va a misa y comulga casi todos los días, hace amigos por todas partes, se siente hispanoamericano y seguidor de Bolívar, promueve con éxito la Federación de Estudiantes de Colombia, fracasa en Venezuela por la dictadura de Juan Vicente Gómez, da conferencias, declama, escribe sin parar y trata inútilmente de completar su preparatoria, a los veintidós años. (Nunca la terminó.)

De vuelta a México es reclutado por José Vasconcelos (rector de la Universidad Nacional y poco después secretario de Educación 1921-1924), que ya tenía en su equipo a varios de sus compañeros de la Preparatoria y obtuvo del presidente Obregón un presupuesto nunca visto para la educación, las bibliotecas y las publicaciones. Acompaña a Vasconcelos por América del Sur (1921), donde confirma su fe bolivariana, amplía sus amistades literarias y vuela con los pilotos mexicanos que hacen acrobacias de homenaje. Escribe los “Poemas aéreos”, que incorporan a la poesía la experiencia del vuelo, como lo hará después Antoine de Saint-Exupéry en sus novelas. Entusiasmado por la aviación, inicia estudios en la Escuela de Ingenieros Mecánicos y Electricistas (1923), hoy esime, pero los abandona. En París, la noche del 21 de mayo de 1927, fue una de las siete personas que ayudaron a Lindbergh a empujar el Spirit of St. Louis hasta un hangar en el campo aéreo de Le Bourget, después del histórico vuelo.

El nuevo secretario de Educación, José Manuel Puig Casauranc, le había dado una beca para conocer Europa (1926-1929), después de que el filósofo argentino José Ingenieros, de visita en México, le regala un boleto de ida y vuelta a París. A su vez, Vasconcelos, enemistado con el presidente Calles y de viaje por Europa, lo invita a recorrer Italia y el Cercano Oriente. Finalmente, Vasconcelos vuelve a México para lanzarse por la presidencia, en una campaña (1929) que termina en la represión. Pellicer se suma a la campaña, protesta por el asesinato del líder estudiantil Germán de Campo y acaba en prisión tres meses, con la tortura psicológica de un simulacro de fusilamiento.

Siguió en campaña el resto de su vida. En 1932 protestó por la consignación judicial de la revista Examen, editada por Jorge Cuesta y acusada de indecente. En 1937 participó en el Congreso de Escritores de Valencia, en apoyo de la República Española. Octavio Paz (“Entre doctas tinieblas” de Itinerario) cuenta que Pellicer, valientemente, contradijo en dos puntos la línea del Congreso: se negó a condenar a Gide (que acababa de publicar Retour de l’urss). Y, en un interrogatorio del poeta soviético Ilyá Ehrenburg, le respondió: “¿Trotski? Es el agitador político más grande de la historia... después, naturalmente, de San Pablo.” Lo acompañaban Paz y Neruda, que le dijo a Paz: “El poeta católico hará que nos fusilen...”

En 1954 estuvo en la manifestación contra el coronel Castillo Armas, golpista en Guatemala. En 1958 hizo unos volantes contra la visita del secretario de Estado John Foster Dulles, que repartió en la calle. En 1962, en Cuba (en el Encuentro de Varadero), defendió a Darío, descalificado como “poeta de segundo orden” y poco revolucionario, a diferencia de Martí. En 1965 (a los 68 años) estuvo sobre el techo de un automóvil, frente al Hemiciclo a Juárez, arengando contra la invasión de Santo Domingo. Varios meses después fue arrestado unas horas (con José Carlos Becerra, que me lo contó) por repartir volantes contra el embajador Fulton Freeman, frente a la embajada de los Estados Unidos. Ya andaba en los 75 cuando se metió al paso de un desfile oficial en Villahermosa, con un letrero que decía: “Los campesinos nos dan de comer, pero no comen.”

De 1931 a 1948 fue profesor de secundaria (historia, literatura). De 1941 a 1946 trabajó en la Dirección General de Educación Extraescolar y Estética de la Secretaría de Educación Pública, primero como jefe de literatura y desde 1942 como subdirector general. La subdirección incluía lo que a fines de 1946 se convirtió en el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura.

En 1951 volvió a su estado natal, llamado por el ilustre gobernador y lexicógrafo Francisco J. Santamaría, para reorganizar el Museo de Tabasco. Siguió yendo hasta su muerte, porque Santamaría lo nombró director de museos del estado y todos los gobernadores siguientes lo ratificaron. Creó seis museos en el país: el Parque Museo de La Venta y el Museo Arqueológico de Tabasco en Villahermosa, el Museo Arqueológico de Hermosillo, los museos Frida Kahlo y Anahuacalli en la Ciudad de México y el Museo Arqueológico de Tepoztlán, Morelos, para el cual donó su propia colección.

La Academia Mexicana lo nombró académico de número el 16 de mayo de 1952, para ser el primer ocupante de la silla XXXI, de la cual tomó posesión el 16 de octubre de 1953, en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, con una lectura de poemas y comentarios improvisados, que fueron respondidos de igual manera por José Vasconcelos. En 1964 recibió el Premio Nacional de Literatura. Fue electo presidente de la Asociación de Escritores de México (1966), de la Comunidad Latinoamericana de Escritores (1967), de la Sociedad Bolivariana en México (1968) y del Comité Mexicano de Solidaridad con el Pueblo de Nicaragua (1974). Fue senador por Tabasco desde 1975 hasta su muerte. Sus restos fueron trasladados en 1977 a la Rotonda de los Hombres Ilustres.

De no haber sido, ante todo, un gran poeta, habría quedado como nuestro Malraux.


Federico Campbell: la caza y la cosecha

18/Febrero/2017
Laberinto
Vicente Alfonso

Conocí a Federico Campbell una tarde, a inicios de 2007, en el puerto de Veracruz. El contexto parecía sacado de una novela, pues nos presentó el entonces comisionado de policía de Xalapa, y lo hizo en una mesa del café La Parroquia ocupada por una docena de agentes. Campbell vestía un traje de lino blanco, un sombrero panamá y zapatos de gamuza clara, y tenía a los policías en vilo con una anécdota que interrumpió en cuanto nos acercamos el comisionado y yo. En vez de dirigirse a él, don Federico me habló a mí:

Así que tú eres el de la novela —dijo.

Asentí en silencio. Se refería a mi primera novela, que unos días antes había sido declarada ganadora del Premio Nacional de Literatura Policiaca por un jurado que él presidía. La presencia de los agentes se explicaba fácilmente: era el Instituto de Policía quien había convocado al concurso.

Al final de la cena le pedí a Campbell que escribiera una dedicatoria en un ejemplar dePretexta, su novela más emblemáticaSe trataba de una gastada edición de 1996 que yo había leído y releído cuando estudiaba periodismo. Al ver que los márgenes tenían mis notas, el tijuanense me lo pidió prestado para conocer cómo las generaciones recientes recibíamos la novela, pues pensaba actualizarla, y a cambio me entregó una tarjetita con su teléfono. Háblame la semana que entra y nos tomamos otro café en México para devolvértelo, dijo mientras guardaba el ejemplar en su maletín de reportero.

Una semana después estaba yo tocando a la puerta de su casa de la Condesa con dos propósitos: entrevistarlo y recuperar mi ejemplar. No logré ninguno, pues apenas habíamos bebido un par de expresos cuando se levantó de la mesa y dijo tajante que debía escribir su columna. En cosa de segundos estábamos en la banqueta, despidiéndonos. Le pedí entonces otra dedicatoria en su manual de Periodismo escrito,pues desde mis años como reportero de guardia consideraba ese libro una biblia del oficio. En vez de firmarlo, Campbell lo hojeó y vio que también estaba lleno de notas, así que se lo quedó para leerlas.

Ven la semana que entra —dijo mientras cerraba la puerta.

Volví, por supuesto. La semana siguiente y la siguiente y la siguiente y así por siete años. Me recibía a veces en la mesa del comedor, con las tijeras en la mano frente a una pila de periódicos, revistas, fotografías y tarjetas con apuntes. Solía decir que los diarios deben leerse así, tijeras en mano, para recortar notas que permiten engrosar el archivo personal de cualquier periodista. “Si todo oficio tiene sus secretos, el de columnista no es la excepción. El más interesante de esos secretos se llama archivo” reza la página 89 dePeriodismo escrito. Otras veces me recibía en su estudio, donde escuchaba las sonatas de Mozart interpretadas por Mitsuko Uchida o por Maria João Pires, pianistas a quienes tildaba de sus novias con la complicidad de Carmen Gaitán, su esposa y compañera de toda la vida. Cada viernes por la tarde comenzábamos comentando las noticias de la semana y de allí la conversación se abría a muchísimos temas: economía, derecho, filosofía, música y, por supuesto, literatura. Sin que me diera cuenta, aquello se fue convirtiendo en un taller periodístico y literario donde, poco a poco, él iba desvelándome los secretos del oficio. A esas alturas, por supuesto, ya daba yo mis ejemplares por perdidos, pero a cambio había ganado un maestro.

El 29 de agosto 2009, día en que Pretexta cumplía 30 años, lo encontré frente a su computadora actualizando la novela, pues un día antes la organización Reporteros Sin Fronteras había denunciado que, en lo que iba de la década, México y Sri Lanka eran los países más afectados por la desaparición de reporteros. Como se sabe, Pretexta es protagonizada por dos periodistas: Bruno Medina, un joven aspirante a escritor que se gana la vida haciendo crónicas de lucha libre a pesar de que nunca ha asistido a alguna, y por Álvaro Ocaranza, su antiguo maestro, a quien el gobierno busca difamar para neutralizarlo como miembro de la oposición política.

No era sencillo ser alumno de Campbell. Con los años fui comprendiendo que mi maestro había pasado la mayor parte de su vida inmerso en un debate interno, una lucha entre dos vocaciones: por un lado estaba el periodismo (o el submarino de la información, como él llamaba a la dinámica periodística) y por otro la literatura. Si el periodista es un cazador, decía, el escritor es un agricultor que trabaja y vive en un ritmo mental más lento que el del reportero. Luego de tantas décadas en redacciones, no podía zafarse de vivir formulando preguntas, buscando datos y estableciendo conexiones, lo que le impedía dedicar más tiempo a sus novelas. No son pocas las fotos en donde aparece cargando un fajo de diarios lo mismo en Tepoztlán que en Budapest, pues lo primero que hacía al llegar a una ciudad era buscar el kiosco de periódicos aun cuando no comprendiera el idioma. Más que una obsesión era una adicción originada, quizá, en la época en que, de niño, trabajaba en Tijuana como repartidor de diarios.

No era sencillo ser su alumno porque, a pesar de su brillante trayectoria, Federico Campbell pasaba por periodos de inseguridad respecto a sus habilidades literarias. Se sumía en depresiones terribles y durante esas turbulencias solía definirse a sí mismo como un farsante y un impostor. Él, que había sido alumno de Rulfo, de Arreola y de Sciascia, renegaba entonces de su condición de maestro argumentando que no podía enseñarle nada a nadie. Otro de sus fantasmas era la procrastinación, y lo era a tal grado que un día mandó quitarle a su computadora el componente que permitía conectarse a Internet para eliminar así un distractor.
Pero tampoco era difícil ser su alumno, pues era un fabulador natural que enseñaba a narrar aun sin proponérselo. Si, evocando sus charlas con Rulfo, Campbell escribió alguna vez que el autor de Pedro Páramo escribía hasta cuando callaba, no sería remoto decir que Campbell escribía hasta cuando tomaba café, pues leyendo “La hora del lobo”, su columna semanal, podía uno darse cuenta de que muchas cosas interesantes pasaban en un café llamado Mamma Roma, lugar que calificaba como “uno de los mentideros políticos de la colonia Condesa”. Por ejemplo, en un artículo publicado en diciembre de 2010, Campbell recuerda que en ese sitio Rulfo le habló de una familia de charros que se dedicaban a matar homosexuales. En otro artículo de febrero de 2011 menciona que entonces el tema de moda entre los clientes era el caso Florence Cassez, y en mayo de 2012 escribió que en el Mamma Roma circulaban toda clase de rumores sobre las campañas por la presidencia. Una tarde, mientras escuchábamos a Mendelssohn interpretado por Hilary Hahn, Campbell me preguntó si conocía este sitio.

Me suena —respondí.
Apuesto a que no has ido —insistió.

Tan pronto admití que tenía razón, me reveló el secreto: el Mamma Roma no existía, al menos no en un plano físico. Era una invención suya. “El nombre te suena porque es una película de Pasolini”, dijo y agregó risueño que las menciones eran una estrategia para despistar a los servicios de inteligencia gubernamentales. Algo parecido hizo con la Universidad de Cucurpe, casa de estudios ficticia a la que aludió incluso en su última columna, publicada el 2 de febrero de 2014.

El 15 de febrero de ese año, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, Federico Campbell murió. Llevaba dos semanas hospitalizado por un cuadro de neumonía, y luego de que le realizaran las pruebas correspondientes se confirmó que en algún sitio —no se sabe si en el DF o en Tijuana— se había contagiado del virus de la influenza H1N1.

Pocos días después de su muerte, Carmen Gaitán y yo encontramos en el estudio del maestro mi viejo ejemplar de Pretexta. Sobre mis comentarios él había hecho decenas de precisiones marcadas con pluma fuente, con lápiz y con plumines de diferentes tintas. Como un sastre que con jaboncillo o greda marca líneas en un trozo de casimir para saber dónde ajustar y dónde soltar, qué piezas cortar y cuáles coser, Campbell había trazado en ese viejo ejemplar los fragmentos donde visualizaba cortes, remiendos, pespuntes: añadidos, supresiones, variaciones, pasajes de la historia reciente de nuestro país, además de no pocas alusiones a su natal Tijuana y a obras maestras de la literatura universal. Donde yo creía descubrir una alusión velada a Pirandello, él me aclaraba que en realidad estaba citando a R. D. Laing, otro de sus autores de cabecera. En un párrafo incluso puntualizaba que el maestro Ocaranza había hecho estudios, ¿dónde más?, en la Universidad de Cucurpe. Pasé esa noche leyendo en voz alta el ejemplar con Iliana, mi esposa, cotejando párrafos e interpretando las señas que el maestro había dejado. Dicho en el lenguaje de los sastres, Campbell trazó el patrón que, tras su muerte, nos sirvió para armar la edición definitiva que fue publicada por el Fondo de Cultura Económica.


Algo parecido sucedió con Periodismo escrito, aunque en ese caso yo sabía que en octubre de 2013 el maestro había invertido semanas en hacer una nueva edición del manual, pues pasamos varias tardes discutiendo en torno al difícil género de la crónica. Con la paciencia de un sastre, Campbell había actualizado y enriquecido los capítulos. La nueva edición del libro, que acaba de ser publicada por la Secretaría de Cultura del Gobierno Federal, consigna por ejemplo la aparición de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, institución alentada por García Márquez para promover la excelencia, la ética y la innovación en el oficio. También menciona blogs y páginas electrónicas, y hace referencia a nombres de colegas cuyo trabajo admiraba: Diego Osorno, Leila Guerriero, Magali Tercero, Javier Valdez Cárdenas, Roberto Herrscher. En esta edición de Periodismo escrito, Campbell dejó una indicación que hoy interpreto como una palmada en la espalda: incluyó un breve ensayo mío a manera de capítulo bajo el título “La invención de la verdad”. Un palomazo literario.
“Es plausible que la detenida confección de un libro valga como una de las tentativas más realistas [] de luchar contra el olvido y preservar la memoria”, escribió don Federico enPeriodismo escrito. Hoy, a tres años de su fallecimiento, su memoria sigue más viva que nunca, pues además de las ediciones de Pretexta Periodismo escrito se han publicado en ese lapso, corregidos y actualizados, otros cuatro libros suyos: Padre y memoriaLa era de la criminalidadRegreso a casa y Transpeninsular.

miércoles, 15 de febrero de 2017

Sabines: el escribano de la vida

15/Febrero/201
La Jornada
Javier Aranda Luna

¿ Por qué el amor no pasa de moda? Lo ha querido devorar el mercado y ha hecho que muchas de nuestras relaciones sean efímeras. Efímeras como la moda: su tema es el olvido, el se acabó, el ya no más, el que sigue. Palpita en su corazón la fecha de caducidad. Los amores de temporada, de ocasión, pasan como los globos que inundan tiendas y restaurantes en estos días pero se desinflan en unas horas. Hay otros como el de La Sulamita, que son como un sello en el corazón, como una marca sobre del brazo; incluso son constantes más allá de la muerte.

Hace casi siete décadas fue publicado, en una edición marginal, uno de los poemas más excepcionales de la lengua española contemporánea. Excepcional porque el fulgor de su llama no cesa; porque su autor no se la pasó haciendo lobby en el circo literario para subsistir y, más aún: porque su autor se metió a la política, ese desbarrancadero donde los prestigios literarios suelen sucumbir.

Ese poema lo editó el Departamento de Prensa y Turismo de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, en el ya remoto año de 1950. Su autor era un joven desconocido de 24 años que había empezado a publicar en un periódico preparatoriano de nombre El estudiante. Los amorosos fue el último poema incluido en la pequeña plaquette que llevó por título Horal y que no apadrinó ningún notable, ni impulsó premio literario alguno.

Jaime Sabines, su autor, había desechado 46 poemas de ese pequeño libro escrito en 1949 y que corrigió varios días en la imprenta, según consta en una carta que el poeta dirigió a Josefa Rodríguez, Chepita, quien sería la mujer de toda su vida. Los amorosos, cartas a Chepita da cuenta del estado de ánimo del poeta al escribir como loco los versos de Horal durante varias noches de insomnio.

Apunta en su correspondencia del 9 de abril de 1949: ... te he estado haciendo poesías como una máquina. Algún día te enviaré lo que me guste. Así voy a terminar en un industrial del verso. Sabines y Cia. Versificación S.A. Y en estas otras líneas, fechadas el 12 de abril del mismo año, no deja lugar a duda de que la inspiración del poeta es su corresponsal: Eres todas las cosas que me faltan, todas las que no tengo. Como esa música del radio: invisible, presente y fugitiva.

Sabines siempre escribió de un impulso de la primera a la última línea. Quizá, nos dice Aurora Ocampo, porque escribía con las entrañas. La forma le importaba, claro, pero más el fluir de la sangre.

Sólo tres poetas contemporáneos se han arraigado fuertemente, según Carlos Monsiváis, al repertorio popular después de ese prodigio que fue y sigue siendo Amado Nervo: Pablo Neruda con su ya clásico Puedo escribir los versos más tristes esta noche; Federico García Lorca con esa historia también nocturna en la que el poeta nos confiesa, con el ritmo del octosílabo, Y yo que me la llevé al río... y Jaime Sabines con uno de los poemas que han repetido por lo menos cinco generaciones de lectores y que incluso analfabetas han aprendido de memoria: Los amorosos.

Por eso no me extraña que el poeta haya llenado Bellas Artes y la Sala Nezahualcóyotl con miles de jóvenes cuando cumplió sus 70 años. No necesitó más escenografía que una mesa, una silla y una lámpara para decir sus versos; para demostrar, sin proponérselo, que en aquellos y estos días de amores líquidos y sin compromiso, el poeta sigue siendo la voz de la tribu, como quería José Emilio Pacheco; que el amor es algo más que agua suelta.

¿Por qué Sabines enraizó tan pronto entre nosotros y lo ha hecho durante tanto tiempo? ¿Porque canta en Do de pecho?

Más que poeta, Jaime Sabines se decía escribano de la vida y como escribano exploró como pocos el dolor, la muerte y el amor. Abrevó en ese mar de las emociones que es en realidad el palpitar del mundo.

Octavio Paz decía que para el poeta chiapaneco todos los días eran el primer y el último día del mundo. Es cierto: escribir desde ese límite cambiante le permitió mostrarnos de manera involuntaria que la pasión, si es de un poeta, forma parte de la vida de todos.

En estos días de amores líquidos que fluyen sin compromisos, acercarnos a poetas como Sabines para escuchar en sus versos ese rumor antiguo que produce la sangre y nos palpita en las sienes es reconciliarnos con esa llama viva que aún nos hipnotiza, nos llena de ánimo y nos ayuda a caminar en estos tiempos de penumbra.