La Jornada
Elena Poniatowska
A 40 años de su muerte, el 16 de febrero de 1977, en su casa de Las Lomas, surge un Carlos Pellicer desnudo de la cintura para arriba, coloso de Tepoztlán y rival del Tepozteco, al que solía subir con frecuencia sobre sus fuertes piernas de caminante.
Amigo y seguidor de Francisco Iturbe Idarof, hermano de mi abuela, pude verlo con frecuencia. Lo visitaba en su casa de Sierra Nevada, casi frente a la iglesia de Santa Teresita, en Las Lomas, y abría la puerta como abría su camisa sobre su torso de atlante. Siempre pensaba yo: trágame tierra, al encontrarlo en público, porque hacía muchos aspavientos y su voz de trueno atravesaba el espacio y hacía que los demás volvieran la cabeza. A veces gritaba a media explanada: ¡Princesa de las estepas! ¡Sobrina de Francisco Iturbe! ¡Consoladora de los afligidos! Escritora con nombre de bailarina! y otras tribulaciones que rompían con su sonoridad las ondas hertzianas. Recuerdo un Pellicer ágil, fuerte y elástico, como un tigre que advertía con su voz operística:
–El año entrante voy a poner una maternidad, porque en 10 días he puesto cuatro nacimientos. Los hice con las esculturas de los Hidalgo, mi colección es tan numerosa que aguanta 40 nacimientos. Hoy terminé el nacimiento del templo de San Lorenzo. que hago desde hace 14 años, pero ese es fácil. El tercer nacimiento fue en una casa particular, pero lo hice en secreto porque los dueños no quieren abrir la puerta de su casa a cada chango (sonríe). Aquí está el mío, que todos conocen, porque mantengo la puerta siempre abierta. De 3 a 4 mil personas lo ven durante cinco semanas. Este año la música es de Monteverdi y mañana voy a grabar el poema. Encima del pesebre he puesto un ángel con un laúd y la Virgen está acostada, porque así aparece desde los bizantinos y sigue acostada en Giotto. Escuche lo que le voy a decir, criatura: este nacimiento es lo único importante que he hecho en mi vida.
–Pero…, ¡cómo va a ser lo único importante, maestro, si usted es uno de los grandes poetas de América! Un cantor de la tierra americana al lado de Neruda y César Vallejo, un hombre que acomoda las montañas y las nubes, las pone bocabajo, nos voltea la cabeza al revés. ¿Cómo va a ser lo único importante, si usted cargó las cabezas olmecas sobre su dorso de atlante y acomodó las obras de nuestro pasado con sus poderosas manos de hombre que tiende al monte? A ver, dígame, ¿cómo va a ser más importante el nacimiento?
–Insisto en que es lo único importante, porque en él he logrado conjugar todas las artes, la arquitectura, la escultura, la música y la palabra.
–¿A poco el nacimiento es mejor que Práctica de vuelo o Subordinaciones o cualquiera de sus libros?
–Sí, criatura, sí. El poema tiene la desventaja de que se queda impreso, luego vienen los críticos y los muelen con sus dientes de tapir.
–¿Y a usted le importa que lo mastiquen?
–En realidad, no.
–¿De dónde le nació tanto amor por los nacimientos?
–Mire, provengo de una familia revolucionaria y al mismo tiempo cristiana. Mi padre fue coronel de la Revolución y siempre estuvo del lado de Carranza. Después del triunfo de la Revolución, como era químico, lo nombraron jefe del departamento de medicina de la Defensa. ¡Esto que le estoy contando me compromete mucho, Elena, pero es que usted me da cuerda! En ese alto puesto se dio cuenta de que ciertas sustancias: la cocaína, el opio, la cannabis, o sea, la mariguana, desaparecían gradualmente, y supo quién era la persona que sustraía estos elementos, y solicitó audiencia al ministro de Guerra y le dijo: Mi solicitud de audiencia es por este motivo, aquí tiene las pruebas. La audiencia duró tres minutos y a los cuatro días mi padre, el coronel Carlos Pellicer Marchana, fue dado de baja del Ejército Mexicano.
–¡Pero qué ignominia! ¡Con razón tantos mariguanos dirigen a nuestro pobre México!
–Así fue. Todas estas cosas me marcaron mucho, fomentaron en mí el repudio a la injusticia, a la arbitrariedad. En una familia cristiana, como la mía, se fomentaron siempre las ideas socialistas, así es de que yo crecí en un ambiente socialista, en un vecindario que fue antes el de Catedral. Allí nació mi hermano Juan. Mi casa era un centro de conspiración tremenda. Por eso la Revolución es parte de mi vida, está dentro de mí. Y al Nacimiento le he metido toda mi vida, salvo una vez, cuando Vasconcelos me dijo de pronto: ¿Y si nos fuéramos a pasar la Navidad a Belén? Pues vamos.
–Admiro a Vasconcelos como uno de los grandes de nuestra América, como nos enseñó a decir José Martí. Vasconcelos impulsó la pintura mural, creó las misiones culturales, dio un nuevo sentido a la educación en México. Fue gran promotor. ¿Acaso el Ulises criollo no es una de las mejores novelas de nuestra época? ¡Qué pavor, criatura! Vasconcelos escribió hace 40 años lo que los jóvenes quisieran escribir hoy. Hago naturalmente excepción con dos escritores que admiro, no sólo por su temática, sino por la manera de escribir: Rulfo y Arreola.
–Maestro, ¿y por qué está usted tan orgulloso de ser de Tabasco y lo dice a cada momento?
–Porque en Tabasco nació la cultura olmeca, la cultura madre, de allí me viene a mí todo, todo, todo. ¡Lo más maravilloso sobre la tierra es la cultura olmeca! ¡No hay palabras para describirla! Mire usted esta fotografía de Tikal. ¡Setenta metros de altura! El templo de Tikal es el único lugar donde el maya se decidió por lo gigantesco. El hombre es una rayita ante estas pirámides…
Pellicer caminó todas las sierras: la de Puebla, la Gorda, la Encantada, la Rumorosa; trepó al Pico del Diablo, y miró desde la más alta cima el Golfo de Cortés; al andar (muchas veces descalzo), recogía una piedra, una corteza de árbol, una hoja, un pedazo de musgo y se la echaba al bolsillo: Para mi nacimiento. (Una vez, como Maiakowski, se metió una nube en el pantalón).
Por más frío que hiciera, andaba en mangas de camisa, el pecho abierto, la cabeza descubierta. Tepoztlán, Xalapa, Tabasco, Chiapas, las olas del mar, las cumbres nevadas, la lava de los volcanes, el canto al Usumacinta eran sus caminos. Toda su vida fue un largo viaje por valles solitarios, ínsulas extrañas y ríos sonorosos: Yo soy un hombre de Tabasco/ que ha visitado/ los sepulcros andantes de la historia.
Tenía un afán conmovedor y terrible por salvar las cosas de la tierra, desde las rocas milenarias hasta los nomeolvides. Siempre dio gritos de alarma, cuando la inundación de la presa de Asuán en Egipto, la de Venecia, y gritó como lo había hecho en Pedro y el lobo, de Prokofiev, cuando en México se saqueó nuestro patrimonio arqueológico, cuando se pretendió mudar de casa a las grandes cabezas de La Venta que él había colocado en su parque, en medio de lianas y malezas, loros y cervatillos. Entonces dio el grito en el cielo con su gran voz polífona, ganó la pelea después de algunas antesalas y papeleos, y volvió a salir de su casa de Las Lomas con su cabeza rasurada: No, Elena, ¿cómo va a ser natural mi calva? Como era yo un hombre de hermosa cabeza, preferí rasurarme día a día a ser semicalvo. Ahora sólo me sale uno que otro pelo.
Pellicer proclamó su catolicismo a los cuatro vientos. Voceador, divulgó a gritos su amor a San Francisco de Asís, a Bolívar, a América, a la ceiba, al río Usumacinta, al agua de Tabasco. Caminó siempre sin equipaje, sin zapatos, sin corbata; su poderoso cuello y su tronco inclinados hacia delante, como camina el jabalí. Don Carlos se tatemaba al sol cual lagartija, porque al sol lo llamaba hermano, le decía de tú. Solía decir: Cuando no sale el sol me siento triste.
Carlos Pellicer supo que iba a morir porque le dejó un recado a su ama de llaves: Díganle a Chabelita que me van a operar, que rece mucho por mí. Tuvo tiempo de prepararse. Desnudo y fuerte, cruzó el cielo de Tepoztlán y tendió sus sábanas. ¡A cuánto amor el corazón obliga! Llegó hasta el mar, lo puso a la izquierda, jugó con él, le pintó colores y nos envió este recado el 31 de octubre de 1945, 32 años antes de esfumarse el 16 de febrero de 1977, para que no nos acongojemos: “Cuando hayan salido del reloj todas las hormigas/ y se abra –por fin– la puerta de la soledad,/ la muerte/ ya no me encontrará./ Me buscará entre los árboles, enloquecidos/ por el silencio de una cosa tras otra./ No me hallará en la altiplanicie deshilada/ sintiéndola en la fuente de una rosa (…)/ cuando la muerte venga a buscarme/ mi ropa solamente encontrará”.
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