Confabulario
Huberto Batis
Mi relación con Octavio Paz fue de cordialidad y cooperación, pero también de enojos mutuos. El primer trato que tuvimos fue por correspondencia. Fueron ocho cartas en las que me dio su opinión sobre la poesía contemporánea. Él estaba en desacuerdo con algunas ideas que yo había expuesto sobre el valor de la obra de Jorge Cuesta como poeta. Entonces le escribí a la India, donde era embajador y me respondió con cartas muy extensas explicándome sus argumentos.
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La correspondencia que tuvimos fue muy larga. De cuatro o cinco páginas cada carta, a mano. No sé si como embajador tenía todo el tiempo del mundo para responder tanta correspondencia. A mí me regañó por mi adoración por Jorge Cuesta. Me decía ¿qué tanto le ven ustedes, jovenzuelos ignorantes, a ese señor que ni es poeta?
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Cuesta había estado casado con Guadalupe Marín, que era una mujer muy bella y ocho años mayor que él y de la que estaba tremendamente enamorado. Una vez casados, se fueron a París, adonde fueron a dar con André Breton y se codearon con el grupo surrealista. Tres años estuvieron fuera de México y a su regreso se separaron. Jorge Cuesta había estudiado Química. Estaba haciendo experimentos con una sustancia que inyectaba a las frutas y las volvía incorruptibles. Podían durar años: naranjas, papayas, melones, mangos. Tenía un frutero que duró años. Nadie aceptó haber comido una fruta de aquellas, aunque él las ofreciera. Él se comía sus frutas delante de los invitados, quienes no sabían si era fruta fresca o de la inyectada, la incorruptible. Todo mundo empezó a decirle que estaba loco porque empezó a decir que se iba a volver eterno. Sus convidados decían: “A ver si no nos inyecta este loco en un descuido”. Su familia lo internó en el sanatorio San Rafael, en Tlalpan. Ahí estuvo recluido un tiempo hasta que atentó contra él mismo: se emasculó, privándose así de la posibilidad de volver a engendrar, pues ya tenía un hijo con Guadalupe Marín. Después intentó ahorcarse, sin conseguirlo. Los médicos lo devolvieron a su familia.
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Todos los de mi generación andaban investigando y hurgando en los periódicos para conocer los detalles de todo eso hasta que dimos con un libro de Guadalupe Marín sobre su relación con Jorge Cuesta, publicado en 1938. Fue una novela que se llamó La única. Yo traté de conseguir un ejemplar, pero sólo lo encontré en bibliotecas. Quisimos reeditarlo, pero todos los editores nos mandaron por un tubo. Nadie quería hacerlo. Con quien comenté ampliamente la obra de Cuesta fue con Inés Arredondo, mi coetánea. Publicó varios artículos sueltos, que no están recogidos, sobre la obra del Contemporáneo.
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El punto es que en cartas que Octavio me mandó desde la India expuso por qué consideraba que Cuesta no era poeta. Su argumento principal es que Cuesta era “demasiado inteligente”. Decía que fue más un pensador que un poeta. Como si no pudiera haber poetas pensadores, como si la poesía fuera un don divino. Decía que su poesía estaba llena de conceptos y no de metáforas. Yo entiendo por metáfora la definición que le doy a mis alumnos: “una palabra más otra palabra crean una tercera palabra”, un concepto inexistente.
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Años después le ofrecí esas cartas a Guillermo Sheridan, cuando trabajaba en el archivo de Octavio Paz; me dijo: “Si me las das y yo las incluyo en el epistolario, la viuda de Octavio, Marijó, se las va a apropiar. En mis ausencias, ella vende partes de los archivos a las universidades norteamericanas”. Le dije que eso estaba bien. Ahí estarán mejor guardadas. Sheridan no duró al frente de los archivos de Octavio Paz porque chocaba con los intereses económicos de la viuda, que quería vender todo el archivo de Paz. Incluso hubo una polémica en 2003 en la que participaron Miguel Limón Rojas y Gabriel Zaid, según un artículo de Héctor Tajonar, publicado en Proceso en 2014 (“Fundación Octavio Paz: lo que Limón se llevó”).
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Poesía en movimiento
Yo me enteré de la planeación de la antología Poesía en movimiento (1966) por unas cartas de Arnaldo Orfila a Octavio Paz. El primero quería hacer una antología de los primeros cincuenta años de la literatura mexicana, porque todo mundo tomó al medio siglo como un año axial. Participaron como seleccionadores Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Alí Chumacero y Homero Aridjis, con prólogo de Paz. Por esa correspondencia me enteré, años después, que Orfila me había considerado en un principio como parte de los seleccionadores, pero Paz se opuso e insistió que mi lugar lo ocupara Aridjis, como finalmente sucedió.
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Al paso de los años coincidimos muchas veces. No siempre fue amable conmigo. En una ocasión estaba yo con Juan García Ponce en la galería Juan Martín. Y llegó Octavio. Iba solo. Se acercó a saludar a Juan, que iba en su silla de ruedas. A mí no me saludó. Juan se ofendió mucho y le reclamó: “Aquí está Huberto Batis. ¿No lo saludas?” Paz sólo le respondió: “Sí, ya lo vi”. No dijo nada más, y se salió.
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Aun así, cuando lo nombraron miembro de El Colegio Nacional, me invitó a su coctel de recepción. Ahí se acercaba a todos los corrillos para platicar y agradecer que lo hubiéramos acompañado. A cada uno nos invitó personalmente a la cena. Se portó muy amistoso. En las mesas de la cena pusieron los nombres de los invitados especiales. Mi compañera entonces, Mercedes Benet, no llegaba y cuando Octavio vio que estaba su silla vacía preguntó por qué no empezábamos. Le dijeron que faltaba la señora Benet, que venía con el señor Batis. Entonces Octavio dijo: “No esperamos a nadie”. Se molestó mucho por la demora. Pidió que lo cubrieran con otro invitado. Mercedes no llegó, por timidez o porque no quiso.
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En otra ocasión hubo un incidente chusco. No recuerdo si fue en esa cena de ingreso a El Colegio Nacional o en otro evento. Estábamos platicando Ramón Xirau y yo. Él siempre ha sido un gran fumador. Da una pitada y lanza la ceniza hacia atrás, que siempre le cae en el hombro: es un “cenicero ambulante”. Entonces, por descuido, Xirau se sentó en la mesa sin darse cuenta que allí había un pastel. Octavio entró en el momento en que yo le estaba limpiando a Ramón con un cuchillo todo el betún. Se enojó muchísimo y me reclamó. “Usted siempre metido en conflictos”, me dijo. Se tenía que haber enojado con Ramón, no conmigo.
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