Confabulario
Hernán Bravo Varela
Uno de los conflictos fundamentales de la poesía moderna radica en la búsqueda de la voz personal entre el ruidoso gentío de la literatura. Vivos y muertos, ilustres y marginales, clásicos y emergentes, son capaces de modular una nueva voz para después ahogarla. César Vallejo parece definir esta dinámica en los siguientes versos: “el pesar de los padres de no poder dejarnos / de arrancar de sus sueños de amor a este mundo; / ante ellos que, como Dios, de tanto amor / se comprendieron hasta creadores / y nos quisieron hasta hacernos daño”. Las afinidades electivas son tan celosas de su magisterio, que suelen confundir la pasantía obligada con alta traición. Sin embargo, todo alumno profesional apenas conoce la diferencia entre ambas; plácida o temerosamente deslumbrado por sus lecturas, termina convertido en el repetidor del piano bien temperado del maestro, en un daño colateral de los “sueños de amor a este mundo” que alguien más tuvo la vehemencia, el visionario instinto parricida, de soñar para sí.
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Como lo supo Pessoa al legar el arcón que contenía a sus setenta heterónimos, uno es y sus circunstancias potenciales. La búsqueda de la otredad no es otra que la del mismísimo e ignoto yo —aunque, tras abandonar la tutoría de los infinitos otros, el yo aparezca con las múltiples versiones de sí—. Durante su constitución, la primera persona del verbo encarna segundas y hasta terceras personas gramaticales. Pero un buen día pasa de ser un mero pronombre posesivo a un inédito nombre propio. Camaleónico, el yo logra adaptarse a su nuevo hábitat, recreándose una y otra vez en él, paulatinamente consciente de que tal hábitat es producto de esa continua recreación.
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El proceso resulta similar al que, bajo el mote de autopoiesis, designa en biología a un sistema autónomo como la célula, capaz de reproducirse y sustentarse a sí mismo. Según sostiene Humberto Maturana en su prefacio a De máquinas y seres vivos. Una teoría sobre la organización biológica (1972), se trata de “explicar y comprender a los seres vivos [obras y autores incluidos] como sistemas en los que tanto lo que pasa con ellos en la soledad de su operar como unidades autónomas, como lo que pasa con ellos en los fenómenos de la convivencia con otros, surge y se da en ellos en y a través de su realización individual como tales entes autónomos”. Así pues, en tanto sistema, la “realización individual” del yo poético depende de una estrecha “convivencia con otros”, pero exige concretarse “en la soledad [hermética] de su operar”. La identidad del yo se revela a través de una máscara poliédrica que nos exhibe no tal y como somos, sino lo(s) que deseamos ser. Una comunidad autónoma del yo que se extiende —ahora mismo, en esta oración— al plural de modestia: esa Legión gramatical y laica de nosotros mismos.
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Inciso medular de la poesía mexicana de nuestro tiempo, Francisco Hernández es bien conocido por sus retratos literarios y monólogos dramáticos. A lo largo de más de una veintena de volúmenes, se ha dedicado a escudriñar el conflicto descrito en los párrafos anteriores: la tragedia fáustica de Robert Schumann, la conversión de Friedrich Hölderlin en su alter egoScardanelli, la última voluntad de estilo de Salvador Díaz Mirón, el oscuro y hasta policiaco objeto del deseo de Emily Dickinson… Mientras tomaba esta serie de “poetografías”, Hernández redactó las entradas de un cuaderno de “viaje a la semilla”, fijando el corpus del cancionero de Mardonio Sinta (1929-1990), su heterónimo. Como Óscar Hahn en Flor de enamorados (1997), donde el chileno reescribe coplas y letrillas medievales, Hernández emplea la redondilla, la octavilla y la décima espinela —bases literarias de la música tradicional de su estado, Veracruz: el son jarocho— con desenfadada maestría. No se trata de piezas residuales o de un exotismo bibliográfico, sino de la rica y hasta gozosa problematización de un arte menor. En otras palabras, la máscara popular que ostenta un poeta mayor para confundirse entre el gentío convidado al carnaval de la literatura.
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Al prologar el compendio de sus milongas en Para las seis cuerdas (1965), Borges advierte al lector que “debe suplir la música ausente por la imagen de un hombre que canturrea […] Compuestas hacia mil ochocientos noventa y tantos, estas milongas hubieran sido ingenuas y bravas; ahora son meras elegías”. Las “versadas” de Sinta, en cambio, son todo menos elegías: reinvenciones de formas ligadas al ars longa de la memoria musical y a la vita brevis de la improvisación poética. No es casualidad que algunas agrupaciones que han reformulado el son jarocho —La Mata del Son y Son de Madera, por ejemplo— acudan a Sinta como letrista. En él se aprecia un “estremecimiento nuevo”: cierto nonsense de vena tropical, hecho de asociaciones tan jocosas como arbitrarias (“Me puse a hablar alemán / con una palma de coco. / Me contestó en catalán / diciendo que estaba loco”); un discurso integrado por imágenes de alta temperatura verbal y fórmulas de calibre silogístico, donde la rima consonante brinda el efecto de una coincidencia tan natural como lírica entre ambos componentes (“Para bailar es preciso / tocar un cuerpo invisible. / La música es un hechizo / y no un ruido predecible / porque cuando Dios la hizo / el silencio fue posible”); una voz que mezcla el refranero de la vox populi con las verdades apodícticas de la introspección, la simple y llana voluntad del canto con una especie de surrealismo intuitivo y de barroco atmosférico (“Caballo de dos cabezas / con el cuerpecito verde, / dime a qué santo le rezas / que tu fulgor no se pierde. // […] Caballo bridas de bronce / y nácar a contrapelo, ya deben sonar las once, / ya da principio el desvelo”).
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Tan eclécticos mecanismos no pueden provenir sino de un trovador crítico: alguien que comunica en octosílabos determinado asunto, pero que, al hacerlo, se propone retos expresivos a partir de una conciencia histórica de la tradición oral y del canon literario. En la noticia de Sinta que proporciona Hernández, éste reconoce haberle mostrado no sólo a Rubén Darío y Borges, sino a “Eduardo Carranza, José Martí, Ramón López Velarde y Jaime Sabines, entre otros”. Y prosigue Hernández: “[Sinta] sabía leer y escribir. Sin embargo, me juraba que jamás había redactado unos versos […] Él entonaba sus canciones una y otra vez hasta saberlas de memoria y yo las iba copiando en mis cuadernos”. Pero tanto la negativa a redactar de Sinta como el oficio amanuense de Hernández trazan las líneas paralelas de una misma educación sentimental, la “oscura coincidencia” que une a estos mellizos estéticos. En una entrevista, el último confiesa haber comenzado a escribir —entonar, de acuerdo con la cita anterior, sería un verbo más adecuado— con un propósito en mente: improvisar versos a mitad de las canciones para acompañar las serenatas que él y sus amigos ofrecían en su pueblo natal, San Andrés Tuxtla. Los modelos a seguir eran tanto Darío y Díaz Mirón como los recitativos de los tríos de boleros y de son jarocho o de las orquestas de son montuno. Poco a poco, el repertorio de lecturas fue ampliándose y la escritura, progresivamente más compleja, sustituyó a la recitación; acusó recibo de esa creciente pero silenciosa biblioteca, haciéndose y deshaciéndose a su imagen y semejanza. Para sorpresa de Hernández, entre los futuros autores de su estantería personal encontraríamos a Sinta, quien renunció a la escritura para que su leyenda terminase editada por su prolífico creador.
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En términos de Robert Frost, la poesía es “una manera de recordar aquello que nos empobrecería si lo olvidáramos”. Esta edición definitiva de ¿Quién me quita lo cantado?, que incluye una serie de coplas antes inéditas, no sólo recupera una faceta, una máscara, insustituible de Francisco Hernández, sino una manera familiar de recordar aquello que desconocíamos —la música intuida de una letra ignorada—; una memoria que nace junto con su experiencia: la de un viaje sin regreso a nuestro insospechado punto de partida.
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Es un viaje sin retorno
esto de escribir poesía.
Si hago surcos en contorno
cosecho la flor del día
y entre las lenguas del horno
se quema lo que se enfría.
Ya saben que no me adorno
ni es cosa de valentía:
es un viaje sin retorno
esto de escribir poesía.
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Ciudad de México, 28 de abril de 2016