martes, 25 de febrero de 2014

Epílogo al Quijote: una imagen posible de nosotros mismos

Febrero/2014
Letras Libres
Roberto González Echevarría

Cuando el lector termina de leer el Quijote y cierra el libro, le quedan grabados vívidamente en la memoria el caballero y su escudero. La obra maestra de Cervantes es una novela de personajes, no de argumento sostenido, impulsado por una intriga. Por ello, pintores, desde Daumier a Picasso y muchos otros, se han deleitado en representar a la pareja de protagonistas, usualmente montados en sus animales (personajes en sí mismos también), e ilustradores como Gustave Doré han inscrito en la mente de generaciones imágenes de ellos y otros personajes del libro. Dibujos, pinturas, estatuillas y otras representaciones de don Quijote, basadas puramente en construcciones imaginarias, proliferan. Compiten en número esas imágenes con las de Cristo, la Virgen María, San Francisco de Asís y otros santos populares, que fueron “reales” y vistos por quienes escribieron primero sobre ellos. En Madrid, una impresionante estatua de don Quijote y Sancho se erige en la céntrica Plaza de España como emblema de la esencia de la nación española; el único monumento de esa índole que yo conozca. Esta multiplicación de imágenes se debe a rasgos inherentes a la novela de Cervantes, pero además a una innovación propicia en la historia del arte.
El Quijote apareció en una época cuando la literatura producía no pocos personajes memorables: Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais; Hamlet y el rey Lear, de Shakespeare; el avaro y el misántropo, de Molière; Don Juan, de Tirso de Molina; Fedra, de Racine, y Gil Blas, de Lesage. Algunos de ellos, especialmente Hamlet y Don Juan, permanecen, junto a don Quijote, como figuras imperecederas en la tradición de Occidente. La relevancia de dichos personajes debe mucho a la exaltación renacentista del individuo, en oposición a la predilección por alegorías, símbolos o arquetipos en la Edad Media. El hombre de carne y hueso se ubicó en el centro del humanismo, que mostraba, por antonomasia, una estudiada preocupación por lo humano; en consecuencia, surgieron personajes distintivos e idiosincrásicos junto a historias novedosas –como la de don Quijote–, en las cuales manifestaron sus deseos, voluntad y debilidades. Todos estos personajes existen sin asistencia de la intervención divina, aunque no la desafían necesariamente. Algunos (Don Juan me viene inmediatamente a la mente) son pecadores reincidentes; otros, como Hamlet, luchan angustiados en un mundo que parece haber sido olvidado por Dios.
El mundo de don Quijote no ha sido abandonado por Dios; su presencia se siente de forma indirecta a través de los actos de generosidad cristianos de los protagonistas, y de aquellos que los rodean. El cura del pueblo no es puntual en su sacerdocio, la atención a su vecino desquiciado no parece surgir de una doctrina religiosa dada, sino de la más modesta solidaridad humana. La biblioteca de don Quijote no contiene libros devotos. Don Juan, Hamlet y los obsesivos protagonistas de Molière son impulsados por fuertes pasiones como la lujuria, la venganza, el odio a la humanidad y la codicia; la pasión de don Quijote es leer literatura fantasiosa y emular a los héroes caballerescos de las novelas que atesora. La de él es una obsesión mimética: el deseo de convertirse en otro personaje, más cercano a sus ideales, y de alzar el caído mundo en el que vive a la altura del de las novelas de caballería. Este intento por transformarse es lo que ha hecho al libro imperecedero, pues llegar a convertirse en otro parece ser un deseo eterno y universal. Más que una historia impulsada por la trama, la obra maestra de Cervantes se centra en la personalidad de don Quijote y en la de aquellos que conoce a lo largo de su viaje por caminos y campos castellanos.
El cliché “personaje bien desarrollado” se refiere usualmente a uno con diversas características, no todas armonizadas entre sí. El concepto sugiere la acción de dar la vuelta alrededor de una persona para observar sus enteras dimensiones desde todas las perspectivas. Esta idea es particularmente aplicable a los personajes de Cervantes y a otros que surgieron a partir del temprano Renacimiento en consonancia con un movimiento artístico que se remonta a la obra del tratadista del arte Leon Battista Alberti (1404-1472). Fue Alberti el primero en reflexionar acerca de la perspectiva en un breve pero muy influyente libro, De pictura (De la pintura, 1435). El teórico florentino propuso que el tamaño y el volumen de las figuras varían en proporción a la distancia entre estas y el observador, lo cual debía reflejarse en sus representaciones pictóricas y las construcciones arquitectónicas. Esta idea aparentemente sencilla y natural, pero revolucionaria, hizo a la pintura del Renacimiento –especialmente a los retratos– más realista, al representar a personas y objetos en su total volumen, y con rasgos individuales en su dimensión correcta. En el arte medieval, las figuras eran unidimensionales, planas, porque desde la perspectiva de Dios no hay distancias ni tamaños variables. Fueron reemplazadas por las multidimensionales y “profundas” del Renacimiento –y, en realidad, de todo el arte moderno que le sigue hasta el cubismo.
Como se sabe, don Quijote es flaco y Sancho gordo, y en la novela se nos informa también sobre el volumen y talla de otros individuos. La apariencia de los personajes refleja su ánimo, su comportamiento y sus deseos. Don Quijote es melancólico, parco y reflexivo; Sancho es extrovertido, glotón y actúa impulsado por su deseo de comer y de mejorar su posición económica. La barriga, la barba y el trasero de Sancho aparecen a menudo en la novela. Al demacrado cuerpo de Don Quijote lo aporrean puños, piedras y palos: pierde un pedazo de oreja y varios dientes. Las funciones fisiológicas del par son significativas; ambos vomitan y defecan en el transcurso de la novela. Los defectos físicos son esenciales en la definición de los personajes: Sancho y Maritornes, la prostituta de la venta, huelen mal; Ginés de Pasamonte, el galeote y luego titiritero, es bizco; el ventero es zurdo (considerado, entonces, un defecto); Sansón Carrasco es bajo y de cara redonda; la duquesa tiene úlceras supurantes en las piernas. La belleza física es también un factor determinante: Dorotea, Luscinda y Zoraida son hermosísimas y virtuosas.
La plenitud corporal de los protagonistas refleja la redondez de sus personalidades. Don Quijote está poseído por su deseo de convertirse en caballero andante, preferentemente en Amadís de Gaula. Sin embargo, no desdeña las recomendaciones prácticas del primer ventero de que debe llevar algunas camisas limpias y un poco de dinero, y hace caso a veces a las advertencias de su escudero. Su relación con Sancho, un campesino analfabeto, le inclina a ser amable, comprensivo y generoso en su trato con los demás que no lo entienden. Sancho no solo es gordo, sino verdaderamente voluminoso, y está especialmente preocupado por su bienestar físico. Sin embargo, lidia con su desvariado amo con admirable sabiduría y tacto. Sancho es capaz de admitir que don Quijote está loco, pero también que es más que eso y merece respeto. Sancho muestra lealtad y consideración por don Quijote, y la muerte del caballero lo entristece profundamente. Así como don Quijote no es un hidalgo ordinario, Sancho no es un campesino común. Uno de los triunfos de la novela de Cervantes es el de retratar a un simple rústico como un ser humano plenamente formado, con razón natural suficiente para hacerles frente a los retos de la vida, y la inteligencia y compasión para lidiar con los caprichos de don Quijote y los aprietos en los que se ve comprometido por culpa suya.
La complexión de don Quijote es más compleja. Él es el primer protagonista loco de la literatura occidental, y su insania lo hace sublime y ridículo al mismo tiempo. Su sublimidad se basa en la sensación que tiene el lector de que las acciones y creencias de don Quijote acontecen en un nivel moral por encima del mundo ordinario en el cual él (y el lector) vive. Los individuos, por supuesto, deben conducir sus vidas según altos ideales de pureza, constancia y devoción, como aquellos que el caballero andante don Quijote intenta emular. Deben también ser honorables en su trato con otros y valientes, como lo es el caballero. La resignación y perseverancia de don Quijote ante repetidos fracasos y desaires son dignas de admiración. Lo sublime en él también se debe a su altruismo y generosidad para con otros, no solo para con Sancho. Don Quijote es sincero en su deseo de salvar a Andrés de su abusivo amo, y encuentra virtudes en el bandido Roque Guinart, a pesar de que desaprueba su vida entregada al crimen. Sin embargo, don Quijote es también un personaje ridículo, que anda enfundado en una armadura arcaica, inútil e incómoda, y además con una bacía de barbero plantada en la cabeza. En la oscuridad de la noche, confunde a una prostituta fea y maloliente con una princesa, y la alaba valiéndose de fórmulas poéticas pasadas de moda. Cuando se encuentra con el duque y la duquesa sufre una caída embarazosa de Rocinante, y es víctima de sus insistentes burlas, y hasta resulta asaltado por gatos que le dejan feos arañazos en la cara.
Estas dos cualidades antitéticas, la sublimidad y la ridiculez, se funden y confunden en muchos momentos, pero de la forma más honda tal vez cuando don Quijote pronuncia su discurso sobre la Edad de Oro ante un grupo de atónitos cabreros. Cargada de clichés, pero declamada con convicción y brío, la retórica del discurso contrasta con su desconcertado y rústico público en una escena que tiene mucho de la comedia baja. No obstante, hay algo profundamente apropiado en el discurso y su contexto, tanto los oyentes como el escenario. Los cabreros, que viven una vida simple, ocupados en sus rutinarios quehaceres, son amables y generosos. Invitan a don Quijote y a Sancho a compartir con ellos su sencilla cena de carne y vino, y escuchan cortésmente las incomprensibles palabras del delirante hidalgo. Los cabreros existen en la Edad de Oro que don Quijote describe en un arrebato de nostalgia humanística –nostalgia por la remota edad clásica–. Ellos constituyen una Edad de Oro en el presente, no en el pasado que evoca don Quijote en su absurdo discurso. Lo sublime y lo ridículo conviven en esta escena genial, cómica y conmovedora a la vez.
La profunda y perdurable fama y vigencia de la obra maestra de Cervantes se debe, en parte, a esta rara combinación de características contrastantes que encarna y dramatiza su protagonista. Los grandes personajes cómicos de Rabelais y Molière son, en última instancia, serios o graciosos. Los héroes trágicos de Shakespeare, Macbeth, Lear y, sobre todo, Hamlet, son más complicados, por supuesto, y nos asombran todavía con sus dramáticos dilemas y trágicos desenlaces a los que llegan. Pero no hay casi nada cómico y mucho menos ridículo en ellos. Shakespeare reserva el humor para sus personajes cómicos, como Falstaff. Cervantes, por su parte, dota a don Quijote de una seriedad del más alto orden y de una comicidad del más bajo nivel. Sancho posee también ambas cualidades, aunque en dosis distintas. Cervantes ofreció a generaciones de lectores una imagen posible de sí mismos que incluía tanto lo sublime como lo ridículo, un penetrante sentido moderno del ser que no volvió a surgir otra vez, sino hasta La metamorfosis, de Kafka. Frente al espejo, todos somos don Quijote.
Cervantes es famoso, además, por haber agotado en el Quijote todas las posibilidades técnicas y teóricas de la novela como género. Entre estas se encuentran, a saber: el redescubrimiento de manuscritos que deben ser traducidos, historias contadas desde múltiples puntos de vista, un narrador que se refiere a su propia obra en la ficción, la visita del protagonista a una imprenta en la que se está estampando una versión apócrifa del Quijote, personajes en la segunda parte de su novela que han leído la primera, y protagonistas conscientes de que han sido representados en un libro. A qué seguir. Pocas innovaciones quedan para los escritores modernos que se creen experimentales. Gabriel García Márquez dijo alguna vez en un tono admirativo y resignado: “Todo está ya en Cervantes.” Una característica destacada de su obra fue la creación de personajes menores de relieve, logrados algunas veces con una simple pincelada, como el galeote (i, 22) que es un seductor en serie, y que por su breve discurso de un solo párrafo podemos deducir que es un estudiante de derecho preso por haber sostenido amoríos con cuatro mujeres al mismo tiempo, dos de las cuales eran primas –un Don Juan letrado, incestuoso y desafiante.
Si contar cuentos parece ser una actividad universal, la invención de seres imaginarios (personas, animales, objetos animados) es uno de sus principales componentes, de lo cual Cervantes nos hace conscientes. Los humanos inventamos a Dios y a dioses; a infantiles compañeros ficticios de juego; redes mitológicas vastas y complejas, pletóricas de deidades caprichosas; y los medios actuales ofrecen héroes con complicados mundos hipotéticos como Superman, Batman, Luke Skywalker y Harry Potter. Fantasmas, vampiros y bestias peludas habitan los pavores, pánicos y pesadillas de todos. Algunas tétricas figuras imaginarias, como los zombis, son invenciones culturales colectivas. En Occidente, la literatura está poblada de personajes célebres, desde figuras bíblicas como Moisés y David, hasta Aquiles y Ulises en la edad clásica, y Robinson Crusoe, Madame Bovary, Sherlock Holmes, Huckleberry Finn o Gatsby en la moderna. Crear personajes que se asemejen a seres humanos reales es una tarea profunda y difícil. Es como hacer el papel de Dios al crear a los hombres. Mary Shelley en Frankenstein y Jorge Luis Borges en su poema “El Golem” y en el cuento “Las ruinas circulares” han contemplado las perturbadoras derivaciones de semejante proyecto. Reflejo y reflexión de esta tendencia en los orígenes de la literatura es el que una de las principales actividades de los personajes en el Quijote sea, precisamente, la creación de otros personajes, tanto como la creación de sí mismos.
El primero, por supuesto, es Alonso Quijano, el hidalgo que se convierte en don Quijote. El anodino aristócrata rural de mediana edad, consumido por las novelas de caballería, decide volverse caballero andante. Así, se da a sí mismo un nuevo nombre, don Quijote de la Mancha; repara una vieja armadura que pertenecía a sus ancestros, y se lanza a una vida de aventuras. Inventa, además, a otro personaje, su amada Dulcinea, que es, en realidad, una joven de su comarca de la cual había estado enamorado alguna vez. Don Quijote también da nombre al caballo que lo lleva en sus viajes, Rocinante, y luego compromete a un campesino local, Sancho Panza, a que sea su escudero. El pobre hombre, un analfabeto que jamás ha oído hablar de novelas de caballería, tiene que improvisar su propio papel basándose en lo que aprende de su amo. En el camino, don Quijote convierte a gente común en personajes de las novelas de caballería, provocando su asombro, frecuentemente con desastrosas y divertidas consecuencias.
Pronto, otros personajes comienzan a inventar a sus propios personajes. El cura y el barbero intentan hacerse pasar por una princesa en aprietos y su escudero, pero avergonzados persuaden a Dorotea de que ella interprete el rol de la princesa. Esta se convierte en la princesa Micomicona, quien está en peligro de ver su reino usurpado por el gigante Pandafilando de la Fosca Vista, un malandrín que inventa sobre la marcha para inducir a don Quijote a que la acompañe en su viaje de regreso al reino Micomicón, donde supone que él pueda derrotar al rufián. En la venta, donde todos se detienen para pasar la noche, Pandafilando se le aparece a don Quijote en una pesadilla. El caballero atraviesa al gigante con su espada, pero realmente perfora los odres de vino que el ventero había colgado en la habitación. Estos personajes imaginarios, creados por los mismos personajes en la novela, aparecen todos en la primera parte del Quijote.
En la segunda parte, la creación de personajes por otros personajes es una de las actividades principales de la trama. Sansón Carrasco, un estudiante universitario que ha leído la primera parte, convence a don Quijote de emprender otra misión, esencialmente, recrear sus pasadas aventuras. Su plan es representar a otro caballero errante, interceptar y retar a don Quijote y vencerlo, y así curarlo de su delirio. Carrasco toma el rol del Caballero de los Espejos, pero es vencido por don Quijote. Finalmente, Carrasco derrota a don Quijote bajo el disfraz del Caballero de la Blanca Luna.
El creador de personajes menos hábil es Sancho. Para encubrir la mentira que dijo de haber visitado a Dulcinea, intenta hacer creer a su amo que una campesina con quien se topan en el camino es la amada del caballero, a pesar de que la moza es fea, habla en un lenguaje soez y apesta a ajos crudos. Sancho se ve forzado a sostener la mentira y dice que es Dulcinea, pero encantada por los malignos hechiceros que persiguen a don Quijote, cambiando constantemente la apariencia de las cosas. Esta Dulcinea encantada será la ruina de Sancho durante el resto de la novela. Aparece en la cueva de Montesinos en su basto atuendo campesino y le pide un préstamo a don Quijote; su papel como belleza deslumbrante lo asumirá un joven atractivo en el sofisticado desfile del bosque organizado por el duque y sus criados, quienes anuncian que Dulcinea no regresará a su estado original a menos que Sancho se propine 3,300 latigazos en su propio trasero desnudo.
El mayordomo del duque, un bromista consumado que creó a Dulcinea travesti en el bosque, organiza también la aventura de Barataria, cuando Sancho es nombrado gobernador de una isla ficticia. El mayordomo inventa una multitud de personajes y dirige un vasto elenco secundario. Planea también el papel de Altisidora, una bella damisela que se comporta como una Dido rechazada por su amante Eneas, el desafortunado don Quijote, y monta un estrambótico funeral fingido cuando ella “muere”, previsiblemente, de amor por el caballero.
Al arribar don Quijote a su innominado “lugar de la Mancha”, deja atrás a todos estos personajes ficticios o metaficticios y abandona su propio rol, que él mismo había inventado, para morir como Alonso Quijano; se apresta ahora para asumir una vida real, por lo menos la vida real del más allá, en términos cristianos. Sansón y Sancho, implicados en su ficción, le suplican que no deje de ser don Quijote y que no se muera, pero el hidalgo sabe que la farsa ha llegado a su fin.
Sin embargo, Quijano, al morir, no puede borrar del todo a su caballero inventado. Cervantes tampoco. Don Quijote sobrevive en la imaginación colectiva no solo de lectores, sino también de las millones de personas que nunca han siquiera tenido en las manos la novela de Cervantes. Al cerrar el libro, el hidalgo se ha convertido en un ser tan real o más que muchos de nuestros prójimos.

domingo, 23 de febrero de 2014

El inventor de su pasado

23/Febrero/2014
Confabulario
Alejandro Toledo

Como preparación para la entrevista, colocó Federico Campbell (Tijuana, 1941-ciudad de México, 2014) sus libros sobre la mesa del comedor. Eran poco más de una veintena de títulos, entre ediciones originales, reimpresiones y traducciones. Tenía además, por ahí, un par de carteles en bastidor con las portadas ampliadas de Pretexta (1979) y Tijuanenses (1989). Se diría que con estas armas se alistaba para enfrentar el 2011 en que cumpliría, el primero de julio, siete décadas de vida.

Dijo entonces: “Me desconcierta cumplir 70 años, realmente no sé si ponerme triste o contento. Es una cosa muy buena tener salud a esta edad. Juan Marsé dice que la vejez es una masacre; yo digo, más bien, que la vejez es una ruleta rusa: como si estuvieras en una trinchera de la Primera Guerra Mundial, vas viendo caer a los lados a tus conocidos, amigos o parientes. A esta edad empiezas a aceptar con naturalidad que cada uno de nosotros se está yendo, y eso te permite hacerte a la idea de tu propia mortalidad”.

Esto lo llevó al siguiente pensamiento: “La paradoja es que uno no tiene la edad que cronológicamente viste: yo me sigo sintiendo como alguien de veintitantos años. Más o menos cuando conseguí un yo, entre los veinte y los treinta años, me establecí en ese yo y así he vivido”.

—¿Tienes alguna perspectiva de tu escritura? Estos libros sobre la mesa, ¿son lo que proyectaste cuando eras joven?
—Pienso que no llegué a ser el escritor que pensaba que iba a ser. De joven decía que me gustaría ser como Mario Vargas Llosa; lo que más le envidiaba era la disciplina, el gobierno de sí mismo, y la capacidad de concentración. He sido muy disperso y mi capacidad de concentración es muy escasa por periodos largos. Con el tiempo he aprendido a aceptarme de esa manera, es mi modo de ser mental. Incluso me sorprende que haya logrado publicar quince o dieciséis libros siendo como soy. A veces me digo incluso que a lo mejor he sido un impostor, no un verdadero escritor.

Según Campbell, en los estudios sobre el síndrome de atención se dice que las personas que padecen esa enfermedad suelen escoger oficios muy específicos, entre ellos periodista o mesero. Él fue periodista. Títulos como Infame turba (1971), Conversaciones con escritores (1972), Máscara negra (1995) y La invención del poder (1995), surgen de esa actividad.

Aunque fue también, o sobre todo, narrador. “Uno se inventa el pasado, la memoria inventa. En el seno familiar no habla uno de muchas cosas porque supone que todos vivieron al mismo tiempo y conocen por tanto de esas cosas, no hay entonces nada nuevo de que hablar. Sin embargo, puede suceder en la conversación que uno se dé cuenta que no se vivieron las cosas de la misma manera. De ahí la necesidad de volver a contar esas historias”

—En títulos como Tijuanenses, La clave Morse o Transpeninsular, ¿es tu narrativa esa “novela familiar” de la que habla Freud?
—Hasta este momento ha sido eso.
—Quizá la excepción es Pretexta, en donde se aborda un asunto más amplio, como lo fue la fabricación de libelos en el sexenio de Luis Echeverría.
—Aunque también está la preocupación por el periodismo como tema literario, y hay en esa novela componentes de mi vida personal. Es un recurso: con diferentes figuras armas un personaje. En el personaje del profesor Ocaranza están fundidos seres para mí queridos y admirados como Daniel Cosío Villegas, José Revueltas, Julio Scherer, el profesor Vizcaíno (de Tijuana) y mi padre.

—En el personaje del escritor fantasma, ¿a quién verías reflejado?
—Sería yo de joven, un periodista con ambiciones literarias frustradas: no logra pasar del peridismo a la literatura, no logra ser el escritor que pensaba que iba a ser, aunque tiene la impresión de que ha estado escribiendo el libelo de su propia vida.

—De tu obra, ¿qué es lo que más te entusiasma? Como se decía antes, ¿dónde están tus mejores páginas?
—Sigo creyendo en Todo lo de las focas, mi novela menos comprendida y menos tomada en cuenta. Es un monólogo interior un tanto delirante, de tono melancólico. Al ser una novela primeriza los críticos, o quienes la leyeron, supusieron que yo no sabía armar una novela, mientras que esos mismos recursos eran celebrados como una literatura muy evolucionada si aparecían en un libro de Peter Handke o Samuel Beckett.

—¿Qué es lo que define tu escritura?
—La noción de que uno solo escribe de cosas que le duelen, que le importan y lo han marcado a lo largo de la vida. Uno hace lo que puede y ya se verá si lo que escribiste valió la pena o no. Por lo pronto, un consuelo es saber que muchas de las cosas que viviste y pensaste han quedado en letra de imprenta, y que una vez muerto vas a seguir conversando con los lectores. Eso es lo maravilloso no solo de la literatura sino en general de la escritura misma.

sábado, 22 de febrero de 2014

Federico Campbell y Rafa Saavedra

22/Febrero/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

Hace unos meses murió Rafa Saavedra, el escritor de Tijuana técnicamente más innovador. Hace una semana murió Federico Campbell, el escritor tijuanense más respetado nacionalmente. Diré sus semejanzas y diferencias.

Federico nació en 1941; Rafa, en 1967. La obra de Federico se amplió en títulos y circulación hasta final de siglo. Federico y Rafa, a pesar de la diferencia de edad, fueron lecturas simultáneas para muchos e influencias ineludibles para la literatura fronteriza en los noventa. Sus textos circulaban a la par.

En ambos, la figura del padre fue fundamental. Federico lo dejó claro en sus libros; en los de Rafa, su padre no aparece. Pero su forma de pensar e incluso parte de la forma literaria de Rafa era su papá.

Rafa y Federico eran melancólicos y soñadores. Los textos de Rafa alternaban crestas de ánimo eufórico y descensos tecnopoéticos. Federico, por su parte, escribía ensayística inquisitiva pero no desesperada. Solo su narrativa es regida por la nostalgia.

Federico escribía a partir de la memoria; Rafa, en el presente.

La prosa de Rafa es auditiva; la de Federico, visual.

Federico hacía personajes; Rafa, atmósferas.

Ambos cultivaban bien el relato y la bitácora. Eran hombres de cuadernos.

Federico fue muy autobiográfico; Rafa lo parece siempre pero pocas veces lo era realmente.

Los mejores libros de Federico son Pretexta o el cronista enmascarado; Tijuanenses y La clave morse. Los mejores de Rafa, Esto no es una salida. Postcards de ocio y odio; Buten Smileys y Lejos del noise.

Ambos, por supuesto, son indisociables de Tijuana. Para Federico, Tijuana era su edad temprana; para Rafa, Tijuana era anoche.

Federico escribía mucho a partir del pasado histórico y personal; Rafa desde el encuentro nocturno con los otros.

A Federico le gustaba escribir con claridad, ir al grano; a Rafa, le gustaba escribir codificando, influido por la programación.

Federico amaba la máquina de escribir; Rafa, la computadora.

A Federico lo encontrabas en La Condesa; a Rafa, en la Sexta.

Federico era un gran conocedor de literatura y amaba a Rulfo. Su último acto intelectual fue una conferencia en Tijuana sobre Rulfo. (Ahí quizá pescó la influenza).

Rafa era un gran lector. Pero Rulfo y la literatura mexicana no eran centrales en su vida. En Rafa era más importante Morrisey, mogollón de blogs y revistas.
Federico y Rafa, lo sé, se leyeron poco. Eran dos mundos distintos.

Federico nació en una época en que había que ir a la Ciudad de México para ser escritor; Rafa en otra en que para escribir había que quedarse en Tijuana. Ambos fueron hijos de ciertos momentos.

Esos momentos, Federico los recordaba; Rafa, los remezclaba.

Muchos ahora hacen literatura en Tijuana o sobre Tijuana o, peor aún, usan a Tijuana o a la literatura. Rafa y Federico nos hacen mucha falta.

La literatura de Tijuana es una ciudad fantasma.

En busca del escritor perdido

22/Febrero/2014
Laberinto
Guadalupe Alonso

Federico Campbell fue un hombre que cultivó múltiples intereses y pasiones, en ello apostó la vida. Los viajes, la frontera, la mafia, la figura del padre y la ciencia, fueron temas que poblaron su quehacer literario. Entre estos hubo uno en el que coincidimos, su pasión por la literatura italiana, en específico por uno de sus autores. Y sobre este, tuvimos una interesante conversación que relataré enseguida.

Llegué a su casa una soleada mañana de octubre. Era el año 2009. Esperé en la calle unos diez minutos, cuando lo vi venir caminando desde la esquina. “Me he visto obligado a salir unas horas para despegarme
de Internet, es tal mi obsesión que no hago sino navegar el día entero. Necesito una terapia para salir de esto”. Después de prepararnos un café exprés, nos acomodamos en la sala. Federico siempre gustó de una buena conversación y así, efusivo, comenzó a platicarme sobre sus andanzas en busca del escritor perdido. Me refiero al italiano Leonardo Sciascia, de quien tuvo noticias a través del crítico de cine, Tomás Pérez Turrent, quien había visto Cadáveres ilustres, una película de Francesco Rossi. “Está basada en la novela de un escritor siciliano, le dijo Turrent, creo que se apellida Sciascia, pero no sé qué novela es.” Al día siguiente, Federico fue a la librería italiana, localizó cuatro o cinco novelas del autor y no las dejó hasta descubrir cuál era la que se ajustaba a la trama de aquella película.

Ese fue el principio de una larga historia. Tras escribir cientos de notas sobre libros de Sciascia, lo acechó la idea de ir a Sicilia, hacerle una larga entrevista, viajar con él por Sicilia y escribir un libro. Los dos escritores se encontraron en Palermo, en una galería de pintores. Sciascia, un señor de unos 65 años, se presentó de traje y corbata. Era un hombre tímido, un profesor de primaria jubilado. Para Campbell fue sorprendente que alguien tan discreto, tan lento y silencioso, tuviera una pluma tan brava. “Era famoso por sus polémicas, tenía una pluma de acero, un estilete en la polémica, pero en persona era encantador, tierno, muy ético.” Sciascia nació en un pueblo del sur de Sicilia, Racalmuto. Toda su vida está ligada a acontecimientos históricos. Nace en 1921, un año antes de la famosa marcha sobre Roma que organiza Mussolini. “Llegó a vestir la capa y la boina negras de los niños ballilla que eran como las vanguardias mussolinianas, estos que retrata Fellini en Amarcord. Pero él detestaba el fascismo desde entonces.” Sciascia crece en esta ciudad impregnada de mafia, de ahí su interés por el crimen organizado que volcó en la novela policiaca. “Pero él no hace novela policiaca en términos clásicos, sino una novela de ambiente judicial, de investigación, en la que el culpable no necesariamente recibe castigo, como sucede en la realidad, sobre todo en la mexicana, donde el crimen no se castiga. Entre sus temas fundamentales están el  poder y la justicia. Sciascia recoge hechos olvidados para preservar, dice él, la memoria de situaciones en las que prevaleció la injusticia.”

Todo parte de la definición de Sciascia sobre la mafia: una asociación de malhechores con fines de enriquecimiento ilícito y que actúa como una intermediación parasitaria entre la producción y el consumo, entre el trabajo y la propiedad, entre el ciudadano y el Estado. Y sirve, sobre todo, como una entidad gestora. “Es algo parecido a un sistema político como el del PRI, dice Campbell, un sistema clientelar que reparte favores y consigue gubernaturas, presidencias municipales, etc. Es decir, la corrupción se distribuye. La idea de Sciascia es que la mafia es, más que nada, un comportamiento, una mentalidad, una manera de ejercer el poder. Cuando le pregunté: ‘¿Qué entiende usted por la sicilianización del mundo?’

Me dijo: ‘Una expansión de la cultura criminal siciliana. Primero, hacia toda la península italiana, después hacia Nueva York y Chicago, y hoy en todo el mundo.’ Ahora yo digo que estamos en la era de la criminalidad porque las organizaciones criminales nunca habían sido tan poderosas, al grado de que actualmente muchos grupos criminales mafiosos son más fuertes que algunos países. Para Sciascia, la sicilianización del mundo tiene que ver con la desaparición del estado, al menos en los términos en que lo definían los enciclopedistas franceses. Lo que ahora existe son organizaciones criminales porque se gobierna, no en función del interés público o del bien común, sino en favor de intereses particulares y de grupo. De nuevo, es como el caso mexicano, donde se gobierna en función de ciertos grupos, ya sean los medios de comunicación o ciertos personajes y grupos de gran poder financiero.”

Leonardo Sciascia fue un escritor siempre atento al acontecer de la historia, a las palpitaciones políticas de la sociedad. “Cada escritor es un mundo, es una sintaxis personal. Sciascia fue un hombre de ideas, más que de invención literaria. Supo armar una novela que no es propiamente policiaca en el sentido tradicional, sino una parodia de novela policiaca, así como el Quijote es una parodia de la novela de caballería. Él solía citar a William Faulkner cuando decía que la novela policiaca era una conjunción de la tragedia griega y la novela norteamericana. Sciascia decía: ‘Después de morir, me gustaría que se dijera que hice una novela policiaca que era una mezcla de Luigi Pirandello y la novela policiaca tradicional’. Porque finalmente, lo que está en el fondo de su literatura es el tema de la identidad.”

Cuando Sciascia publica sus dos novelas sobre la mafia, El día de la lechuza y A cada quien lo suyo, se comenzó a decir que era un “mafiólogo”. Aquello no le gustaba. Él decía: “Soy un escritor italiano que conoce muy bien la realidad de Sicilia y piensa que este rincón de Italia podría ser una metáfora del mundo moderno.” Para alejarse de esa etiqueta, comienza a escribir novelas basadas en hechos reales olvidados. Entre éstas destaca La desaparición de Majorana, basada en un hecho real: la desaparición del científico italiano, Ettore Majorana, en 1938. A finales de los años 30 los mejores físicos del mundo eran italianos, procedían del Instituto de Física de Roma. Es el caso de Enrico Fermi, Premio Nobel 1939, que escapa a los Estados Unidos por la persecución de judíos durante el fascismo. Fermi terminaría haciendo la bomba atómica junto con Oppenheimer en El Álamo, Nuevo México. Fermi, el maestro de Majorana,
decía que en la historia de la ciencia había ejemplos notables, pero muy pocos como Newton, Galileo o Einstein, y que Majorana pertenecía a esa categoría, la de los genios. “Majorana desaparece cuando solo tenía 33 años, en una época en la que había una especie de trata de científicos —cuenta Campbell— y se temía que la Unión Soviética o los Estados Unidos los secuestraran para sus investigaciones sobre la bomba atómica. En un principio se creyó que se lo habían llevado los nazis, los soviéticos o los norteamericanos. Se sabe que había estado en Nápoles trabajando en una escuela secundaria de la que huyó atemorizado por lo que había descubierto: la fisión nuclear, es decir, la separación del átomo. Él no da a conocer este descubrimiento, pero hay pruebas de que fue él quien le entregó el estudio a Heisenberg, el físico alemán que da a conocer la fórmula de la bomba atómica. Majorana no quiere seguir investigando, se da cuenta de que la ciencia significa también la destrucción de la humanidad.”

El detonador del libro de Sciascia, fue el encuentro casual con un cura quien contó que en su convento había vivido un gran científico. Era un convento cartujo donde los monjes guardan voto de silencio. Sciascia visita este convento, recorre los jardines y el cementerio. “Resulta que los cementerios de un convento cartujo tienen cierta disposición: junto al padre más viejo se coloca al muerto más joven y así se organizan las tumbas. Entonces, por un muerto enterrado en los años 50, Sciascia deduce que la tumba de al lado es la de Majorana. En fin, es un misterio. Después de muchos años, alguien le dijo a Sciascia que Majorana vivía en Argentina. Y a mí, alguien me dijo que todos los sábados, Majorana iba al cine club del CUT, aquí en México. Un sábado fui a buscarlo.”

Muchos le preguntaron a Federico cuál fue su motivación, por qué andar buscando a un escritor en Sicilia. En realidad tenía una razón muy íntima. De muy joven estuvo en Sicilia, en un pueblo llamado Crocifisso (crucifijo). “Ahí había mafia, dice, los niños ya guardaban la ley del silencio, la omertà. No podías denunciar nada porque te morías. En aquel verano del 62, viajó a Messina, Taormina y Siracusa, acompañado de una amiga. “Tengo recuerdos muy sentimentales de esa época. En el fondo sí tenía una motivación para ir a Sicilia en busca del escritor perdido. Entonces voy a Sicilia a conocer a este hombre con el cual me había identificado literariamente. Y es que a lo largo de mi vida, he pasado por varios enamoramientos literarios: Jean–Paul Sartre, Francis Scott Fitzgerald, Cesare Pavese y después dí el sciasciazo. Me enamoré de la literatura de Leonardo Sciascia porque era el tipo de libro que yo quería escribir respecto a México.”

“Cuando lo vi por última vez en un hospital, en Milán, me regaló sus obras completas. Su esposa comentó que el tercer tomo saldría hasta el próximo año. Sciascia dijo, casi llorando: ‘Sí, pero será póstumo’.
Ya estaba condenado a muerte, como todos, aunque no tenemos fecha. Supo que la muerte, tras el sufrimiento de la enfermedad, se tornaba en esperanza, en algo deseado. Murió el 20 de noviembre de 1989, el mismo año en que se publicó mi libro La memoria de Sciascia. Su lápida reza: ‘Nos acordaremos
de este planeta’. Esa es la historia.”

A Federico Campbell le llegó su fecha. Sin embargo, este planeta y sus amigos lo recordaremos siempre.

Crítica: Caminito al infierno

22/Febrero/2014
Laberinto
Julio Patán

Dos pecados de un autor mexicano que no perdonan sus colegas: ser exitoso y ser prolífico. La razón: uno y otro se derivan de las exigencias del mercado, es decir, de una realidad muy distante del sistema de becas y prebendas estatales que ha pretendido y conseguido buena parte de nuestros escritores, seres extraños que han hecho de la improductividad y la distancia con el lector una virtud, a contrapelo de la mayor parte de los escritores del mundo.

Ser exitoso, es decir, dueño de un número respetable de lectores —aunque nunca los suficientes como para abandonarse a la pachorra—, y ser prolífico, un poco por vocación y otro por necesidad, son dos características centrales de toda la vida de Ricardo Garibay (Tulancingo, 1923), irremediable y tal vez premeditadamente olvidado no solo por la crítica sino, en buena medida, también por los editores luego de su muerte en 1999, y esperemos que mejor recordado luego de esta Antología (Cal y Arena, México, 2013). Porque no resulta fácil conseguir una muy respetable parte de su abundante obra, tal vez unos cincuenta libros (Josefina Estrada logró dar con 42 para su bibliografía) entre crónicas, memorias, novelas, relatos breves, teatro y compilaciones a lo cajón de sastre que en algunos casos parecen ajustarse a la palabra —elogiosa— que usó Adolfo Castañón como despedida tras su muerte: “artesano”, pero que a menudo invitan a pensar en vuelos literarios verdaderamente elevados, es decir en arte, si se permiten el lugar común y la grandilocuencia.

Garibay fue, en efecto, un novelista de más que notable factura, y sus novelas —algunas— son de lo poco que puede encontrarse en las librerías, de ahí que no haberlas incluido en este volumen parezca una idea sensata. Están aquí y allá, asimismo, algunos de los volúmenes de sus obras completas, publicadas por Océano, Conaculta y el estado de Hidalgo hace no mucho, pero a los problemas habituales de distribución que sufren los libros de esta naturaleza se suma el hecho conocido de que su naturaleza hipertrófica ayuda a conservar y organizar el legado de un escritor, solo que a cambio de hacer de su lectura un reto físico francamente difícil de enfrentar. Y no es que Josefina Estrada haya sido tacaña a la hora de elegir material para esta antología, porque el volumen rebasa las seiscientas páginas, pero sin duda ha logrado que Garibay vuelva a ser legible.

¿Qué se lee en esta antología? Primero, a un maestro de la crónica. Tal vez sea en este género mestizo en el que la prosa cadenciosa y a ratos hasta francamente cantada de Garibay, esa prosa llena de matices populares, obsesivamente fonetizada, mejor funciona. Un par de modismos u onomatopeyas bastan a menudo, en Las glorias del Gran Púas, en esa obra maestra que se llama Acapulco, para recrear una atmósfera completa, todo un entorno o un personaje. La pieza sobre el antiguo campeón mundial de la Bondojito es particularmente reveladora de su habilidad para estas lides. La idea era hacer una suerte de versión local de El combate, ese libro de Norman Mailer que nace de su viaje hasta Zaire con un Muhammad Alí treintón, apenas regresado del retiro forzoso que le asestaron por negarse a ir a Vietnam y preparándose para derrotar al presuntamente invencible George Foreman, siete años más joven, como en efecto lo hizo. Pero Garibay enfrentó un problema que hace temblar a cualquier biógrafo o cronista: la ausencia del retratado. El Púas Olivares, figura entrañable y prodigio del box que todavía estaba en su pico de eficacia y popularidad pese a su presunta reticencia al gimnasio y su afición a la fiesta, accedió a convivir con el escritor durante largas jornadas, su día a día, a cambio de una participación en las ganancias del libro. Pero no apareció, o virtualmente no. Esquivo, caótico, dominado por la anarquía, Olivares es una figura
casi ausente en buena parte de Las glorias…, una crónica–semblanza que sin embargo es inmejorable por eso, porque hace de la ausencia una paradójica forma de captar la naturaleza del retratado y porque obliga a Garibay a voltear con ojo clínico al entorno —el séquito del Púas y sus entrenadores, su barrio, los directivos— en busca de materia prima. La encuentra de sobra.
No menos poderosa es la capacidad de Garibay para domar a ese animal complicado que es el género memorialístico, particularmente reacio a la autocomplacencia, el mal de casi todos los autobiografiados nacionales, a la que responde con una implacable languidez, que como sabemos es un antídoto infalible para el mal de tener lectores. Famoso por su egocentrismo desbordado, real aunque no libre de cierta autoironía y cierto espíritu performancero, según recordará quien lo haya visto en la televisión, Garibay fue descarnado,
franco, presumiblemente sincero incluso a la hora de narrar los episodios más dolorosos o delicados de su vida. De ese modo, si la imagen de su padre es terrible por su ambivalencia —entre la admiración y el desprecio, entre el amor y el miedo— y por lo implacable del relato que hace de su crueldad, el modo en que Garibay retrata por ejemplo en Fiera infancia y otros años su propia debilidad —un reto mayor para cualquiera que escriba o se psicoanalice, para el caso— es sacudidor y casi único en el panorama mexicano, del mismo modo que su crónica de la amistad que lo unió a Díaz Ordaz, tan cuestionable como se quiera, es de una honestidad intelectual y personal a toda prueba. Varias de las mejores piezas de esta antología aparecen en el apartado “Memoria”, aunque conviene no descuidar “Semblanzas”, íntimamente vinculado con aquél.

¿Y en las distancias cortas, qué tal funcionaba Garibay? No es en los géneros breves en donde se cimenta preponderantemente su buena reputación, y tal vez haya razones para ello. Todo es opinable y aquí interviene con particular energía el problemita del gusto, pero como cuentista es posible que pierda un poco: le ganan las ganas de hacer prosa antes que de contar un relato, otro mal muy de narrador mexicano. Pero van dos matices por delante. Primero, hay cuentos donde el impulso, digamos poetizante, rinde buenos servicios a la historia, caso destacable el de “Oro de peso pluma” (boxeador él mismo y luego desencantado profundo de ese noble deporte, a Garibay se le daban los relatos boxísticos); y segundo, caray, qué prosa envidiable, en las buenas y en las malas. Algo similar ocurre con sus aproximaciones al teatro, concretamente a los diálogos elegidos por Estrada para este libro (el teatro–teatro fue también dejado fuera de la antología).

En cambio, todavía en el terreno de las distancias cortas, da gusto, sin falla y sin matices, leer al Garibay lector, al que escribe sobre libros y escritores. Qué maravillosa falta de prudencia, qué agudeza para diseccionar incluso a autores considerados clásicos, qué buena disposición a leer sin condescendencia pero con lealtad a sus contemporáneos. Tal vez, de todas las facetas literarias de Garibay, ésta, la menos llamativa, sea la que más vale la pena enfatizar, por el hecho de que le espera una cierta marginalidad inherente al género. No cualquiera se lanzaba a llamar “soporífero” a Jünger, como en efecto podía y solía serlo. Nunca se lo agradeceremos lo suficiente. Pasa que el Garibay ensayístico es casi tan paradigmático
como el memorialista o el cronista en eso, en su ir de frente, en su incorrección política, en su falta de pudores y agendas, en su franqueza, siempre contrapunteada por el humor autoinfligido o infligido a los otros. Eso le ganó lectores, muchos, pero lo puso para siempre en la nómina de los pecadores literarios, caminito al infierno de la indiferencia. Claro que ya dijo algún torero que él, al infierno; que el cielo es para los niños y para los tontos

Entrevista: Josefina Estrada

22/Febrero/2014
Laberinto
Héctor González

Crónica, cuento, memoria y retrato confluyen en la antología que circula actualmente en librerías, volumen que muestra a un escritor de cuerpo entero, un prosista que capturó los múltiples matices de la Ciudad de México y sus habitantes. A continuación, una charla con la compiladora y una acuciosa lectura de la obra

El objetivo es claro: “dar a conocer a los nuevos lectores a Ricardo Garibay”. Así lo escribe Josefina Estrada en la primera línea del prólogo de Ricardo Garibay. Antología, volumen con que el sello Cal y Arena inicia su colección Esenciales del XX.

Complejo donde los haya, el escritor y periodista hidalguense construyó una obra tan versátil como personal. Murió en 1999, a los 76 años. Su legado abarca alrededor de cincuenta títulos. Con soltura y sin empacho brincó del cuento a la crónica; de la novela al guión cinematográfico. La selección de Estrada presenta un amplio mosaico de un autor prolífico y siempre cercano a la polémica.

¿Cómo conoció a Ricardo Garibay?
Como autor lo conocí en 1977, leí El gobierno del cuerpo en la Facultad de Ciencias Políticas
a petición de Gustavo Sáinz, nuestro profesor. A partir de entonces me puse a buscar sus textos. En 1978 presenté Las glorias del Gran Púas, en Bellas Artes, ese fue mi primer acercamiento directo. No lo volví a ver hasta que invitó a mi esposo Sandro Cohen para que colaborara en su programa Caleidoscopio. Cuando lo corrió lo dejamos de tratar. Tiempo después me lo reencontré en Planeta y le di mi libro de crónicas Para morir iguales. A los pocos minutos me llamó para decirme: “¡Quiero que presente mi libro! ¡Ya le darán los datos!” Nos hicimos amigos y de 1990 a 1999 mantuvimos una comunicación muy estrecha.

¿Qué tan complicado era en el trato?

Cuando le tenía afecto a una persona no era en absoluto complicado, sino amable y cautivador. En nuestro caso no había mayor atracción que la amistad. Durante los últimos quince años de su vida tuvo fascinación por la mentalidad femenina al grado que en sus talleres no aceptaba hombres. Sostenía que el cerebro masculino no era tan interesante. Su hija María dice que probablemente yo fui su única amiga porque el resto eran sus amantes. Cuando en 1996 publiqué Virgen de medianoche, se la dediqué a él.

En el prólogo destaca la necesidad de acercar a Garibay a las nuevas generaciones.
¿Es un autor olvidado?
Sí, y mis alumnos de séptimo semestre en la Facultad de Ciencias Políticas me lo confirman. Siempre dejo alguno de sus textos y me confiesan que ningún maestro se los enseña. Una vez que lo descubren se enganchan de inmediato. En lo personal lo sigo leyendo y no se me cae de las manos, tengo claridad sobre dónde es excesivo y dónde se pudo haber editado.

Por ejemplo…
Acapulco es un libro soberbio y extraordinario
pero justamente hay unas apariciones suyas innecesarias. Yo sí creo en el cronista en primera persona, a veces es necesario hablar desde la primera persona. Incluso en ese libro tan periodístico hay un cuento, “El rubio Elkan”, de haber podido hubiera hablado con él para decirle que eso no se podía hacer.

Es curioso que esté olvidado ahora que la crónica latinoamericana vive un buen momento.
Claro, fue un cultivador del periodismo literario. Retomó la estafeta de Gabriel García Márquez cuando en 1957 publicó Relato de un náufrago. A Garibay le encantaba describir la realidad y también describirse a sí mismo.

En algún momento, Octavio Paz le dijo: “Tanto tiempo haciendo teatro para terminar escribiendo cine”. ¿Su cercanía al cine o su relación con los presidentes Díaz Ordaz y Luis Echeverría, le juegan en contra a la hora de juzgar su trabajo?
Garibay fue majadero, despectivo y agresivo con sus contemporáneos. Su peor enemigo fue él mismo. Incluso reconocía que él mismo no se caía bien. Se sabía neurótico, por parte de su padre cinco tíos se suicidaron; durante años fue a terapia. Yo creo que lo salva la literatura. Sobre la cercanía con el poder, recordemos que había sido compañero de banca de Echeverría. Aguirre Palancares lo llevó y acercó con Díaz Ordaz para salvarle la vida, pues sabía que tenían órdenes de matarlo debido a sus artículos políticos. Gracias a ello le dieron la beca. Garibay no se sentía avergonzado porque nunca fue un hombre del sistema. Muchos pierden de vista que entonces no había FONCA y que no podía ser profesor universitario porque no era académico. Se casó muy joven y tuvo seis hijos, para mantenerlos se metió al cine, lo que retrasó su carrera literaria. Su primera novela, Beber un cáliz, la publica a los 40 años, es extraordinaria aunque muchos la ningunean porque es más bien un testimonio.

Solía proyectar experiencias personales en su trabajo de ficción y como ya dijo, en sus crónicas era un personaje más. ¿Él se asumía como parte de su proyecto literario?
Sí, le gustaba reconocerse como personaje. Todos los seres humanos somos extraordinarios,
la dificultad está en mostrarla por escrito.

La oralidad es uno de sus puntos más fuertes, ¿en qué momento la explota con mayor fuerza?
La empieza trabajar en los años setenta. En sus primeros libros mantiene una escritura muy correcta, pero después reproduce el habla de los acapulqueños o de las mujeres ricas. Creo que esa es de las cosas que enganchan porque todos sabemos que México tiene una gran riqueza verbal. Hoy es normal leer a autores especializados en el lenguaje del narcotráfico pero antes no era tan común. En Los lancheros, por ejemplo, logra captar el absurdo de muchas conversaciones. A Garibay y a Bonifaz Nuño los escuché decir: se escribe para los oídos no para los ojos.

¿Qué criterios usó para la selección de los textos?
No incluí novela y teatro porque había que escoger un pasaje y dar contexto. Los descarté por cuestión de espacio. Seleccioné cuento porque es el género con el que empezó a publicar; su primer relato lo escribió a los 23 años. Memoria y crónica son apartados obligados, es un privilegio que esté completa Las glorias del Gran Púas que, si bien es un gran texto, a mi parecer está un poco sobrevalorado (tiene piezas mejores) pero reúne todas sus grandes cualidades como cronista. Me parece que la crónica es un buen abanico para conocer los temas que trabajaba. Incluí semblanza porque es un maestro del retrato, hay varias de su libro 35 mujeres.

¿En verdad minimizaba a Rulfo?
Totalmente, lo veía como un escritor estreñido, con un par de libros folclóricos. Cuando se ganó la beca se sentó al lado de Rulfo, Arreola y Luisa Josefina Hernández. No obstante hubo un momento donde reconoció, debido a que trabajaron algo juntos, su inmensa capacidad para escribir sobre el mundo rural. Creo que había un poco de envidia con respecto a la forma magistral en que Rulfo escribía sobre la provincia.

¿Son comparables Ibargüengoitia y Garibay?
Ambos son geniales a la hora de captar el alma mexicana a través de la ironía y con un sentimiento de amor–odio. Los dos fueron grandes cronistas. Te puedo jurar que Garibay nunca imaginó que sería recordado
por sus crónicas. Iba al Excélsior, ahí escribía su nota y la entregaba.

¿Se conocieron?
No que yo sepa, tal vez, pero no tengo referencia por escrito. No he encontrado menciones de uno hacia el otro. Yo digo que hay tres pilares en el periodismo mexicano de los cincuenta para acá: Ibargüengoitia, Garibay y Leñero, incluso ya podríamos incluir a Villoro.

domingo, 16 de febrero de 2014

Sándor Márai: el rescate del apátrida

16/Fberero/2014
Confabulario
Héctor Orestes Aguilar

El escritor argentino Juan Forn es quien mejor ha dado pistas de la anécdota; las doy por buenas y añado o preciso detalles: a principios de 1990, durante una aburrida reunión editorial en París, el escritor italiano Roberto Calasso, presidente y director literario de la prestigiosa editorial Adelphi, se distraía consultando antiguos catálogos de editoriales francesas. Al hojear uno de aquellos históricos repertorios, un dato llamó poderosamente su atención: en 1931 Gallimard había publicado cuatro ediciones de un libro escrito por alguien completamente ignorado por su erudición, Alexandre Maraï. Traducida por L.[ászló] Gara y M.[arcel] Largeaud, se trataba de la novela de 329 páginas Les revoltés (Los rebeldes). Poseído por la curiosidad, abandonó la reunión, como pudo consiguió un ejemplar de la obra, obtuvo más datos de su autor y terminó topándose con un húngaro de quien, tan solo entre 1945 y 1950, se habían traducido siete novelas al alemán.

Calasso leyó todo lo asequible de ese desconocido y tomó una decisión irrevocable. Durante la siguiente Feria del Libro de Frankfurt reunió a media docena de colegas, directivos de otras tantas editoriales, para convencerlos de una empresa inusitada: rehabilitar lo mejor posible la obra del escritor secreto, un extraordinario prosista del siglo XX. Albin Michel, de Francia;  Salamandra, por entonces filial de Emecé en Cataluña, y Piper, en Alemania, se sumaron al proyecto; amén de Penguin en Gran Bretaña y Alfred A. Knopf en Estados Unidos, que apostaron con cautela por un rescate más puntual y aplazaron su participación hasta comprobar la rentabilidad de la aventura. De manera insólita, durante el decenio 1992-2002 aquella firma enigmática para Calasso se convertiría en uno de los más grandes hallazgos literarios del cambio de siglo, pues tan solo en francés llegó a vender un millón de ejemplares del puñado de novelas y libros de memorias aparecidas con su original patronímico magiar en la portada: Sándor Márai.

Olvidado para la crítica literaria de Occidente durante casi un cuarto de siglo, excluido de los manuales de historia literaria universal, desatendido por los académicos y por completo fuera del radar para el gran público, la reaparición en librerías de Márai fue un fenómeno deslumbrante. Con la sola excepción de Leo Perutz, el dotadísimo narrador praguense en lengua alemana, ninguno de los creadores centroeuropeos de entreguerras publicado por Adelphi desde mediados de los años ochenta se convertiría en un éxito de mercado, y mucho menos en uno de las dimensiones alcanzadas por el húngaro, tan rápidamente. Heredero o, mejor dicho, deudor de la malicia del dictaminador triestino Roberto Bazlen, sagaz formador del gusto literario moderno en su país, Calasso quizá calculó una difusión simultánea de la obra de Márai en varias lenguas para tener un efecto multiplicador insoslayable e inmediato.

Armar una campaña de ese nivel era imprescindible, además, para resarcir los años de ostracismo resistidos por ese corpus literario, para inyectarle garra a una obra escrita en una lengua sin expansión y mitigar o compensar, en lo posible, una trágica coyuntura: el 21 febrero de 1989, nueve meses antes de la caída del Muro de Berlín, Sándor Márai se había vaciado un balazo en el paladar, aparentemente presa de una depresión crónica por la sucesiva muerte de su esposa y su hijo adoptivo en el curso de los tres años previos.

Mucho antes de la marejada expansiva impulsada por Calasso, la obra de Márai tuvo una recepción constante, aunque silenciosa, en Europa occidental. Entre 1931 y 1978, cuando se truncó de forma abrupta el interés por conocerlos, sus libros se editaron 61 ocasiones en muy diversas lenguas. En español, asombrosamente, en ocho, comenzando por la muy temprana versión de Los rebeldes en 1931, en la editorial Zeus de Madrid, retraducción de la versión francesa de Gallimard debida a Luis Portela. La primera versión de Divorcio en Buda aparece en plena Segunda Guerra, en 1944, en la editorial Mediterráneo, y consiguió un segundo tiro en el sello Distribuciones Ánfora al año siguiente.

Después, la obra de Márai se beneficiará por la entrada en escena de un personaje singular: el psicólogo húngaro Ferenc Olivér Brachfeld (1908-1967), discípulo y seguidor de Alfred Adler, quien, con el paso del tiempo, se convirtió en uno de los más constantes y empeñosos traductores al español de la obra de varios clásicos de la literatura moderna húngara, como Lajos Zilahy, Frygyes Karinthy y, por supuesto, el propio Márai. F. Olivér Brachfeld, como firmaba sus traducciones, era además un catalanófilo, experto catalanista y colaborador de una de las publicaciones literarias centroeuropeas más importantes, Nyugat (Occidente), revista insignia de los modernistas magiares, donde publicó notas sobre Josep Maria de Segarra, Eugeni d’Ors y Josep Maria López-Picó. Afincado en Barcelona por segunda vez a partir de 1931, Brachfeld estableció muchos vínculos con la escena bibliógrafa local, y ofició también más tarde como agente editorial e incluso editor. En 1946, la editorial Destino publicó su traducción de la novela de Márai conocida hoy en nuestra lengua como El último encuentro, publicada por entonces con un título más cercano al original, A la luz de los candelabros, que conoció una segunda edición en 1951, esta vez en la muy añorada serie Áncora y Delfín.

A Brachfeld se debe también una primera versión de la primera parte de La mujer justa, publicada en Náusica en 1945 con el título La verdadera; la traducción de una de las obras más importantes de Márai que no ha vuelto a publicarse en español, Los celosos (José Janés, 1949) y, finalmente, de otro título exclusivo para coleccionistas en nuestros días, Música en Florencia (Destino, 1951). Vale decir: durante veinte años la obra del novelista húngaro había gozado de una cierta visibilidad en España, difuminada después por tres razones principales.

La primera, indirecta, fue el notable éxito de las novelas de Lajos Zilahy, con numerosos tirajes en diversos países de lengua española, un novelista con la fortuna de ser canonizado en español, al ver publicadas en vida sus obras completas en la elegante serie Clásicos del Siglo XX de la editorial Plaza & Janés a principios de los sesenta. De esa serie, la mayor parte, si no la totalidad, fue traducida o cotraducida por Brachfeld, quien se vio forzado a privilegiar la traducción del autor “elegido” por el mercado en esa época. La segunda razón fue la partida de Barcelona de Brachfeld: durante siete años (1950-1957) se distanció de la capital catalana para desarrollar una intensa actividad académica en la Universidad de Mérida, en Venezuela, y ocuparse de la traducción o representación de otros autores, como Thomas Mann y André Maurois. El tercer motivo  para la desaparición de los libros de Márai del ámbito hispánico fue sencillo y brutal: pertenecer a una cultura literaria que, para efectos prácticos, casi había sido borrada del mapa y, bien vistas las cosas, subsistía solo en la diáspora.

La Hungría donde había nacido Márai en 1900 fue mutilada, ocupada y repartida varias veces al momento en que el novelista decidió exiliarse de forma definitiva, con el pretexto de una invitación para asistir en Ginebra al III Rencontre Internationale de escritores, serie de ocho conferencias realizada durante los primeros días de septiembre de 1948. En aquel encuentro, cuyo tema principal era el debate sobre el arte contemporáneo, Márai debe de haber entrado en un estado de conciencia a un tiempo perturbador y de extrema claridad.

Al escuchar las exposiciones de intelectuales como el crítico de arte Jean Cassou, el director de orquesta Ernest Ansermet y el novelista Elio Vittorini sobre el arte contemporáneo, la experiencia musical en el mundo de posguerra y el compromiso del escritor, respectivamente, confirmó la sensación de estar dejando atrás un mundo y una época irrecuperables, que acaso solo habían cobrado cierto sentido aparente para él durante los tres decenios de su vida adulta, y de entrar a un orden de cosas lejano a sus experiencias y preocupaciones estéticas. Estaba ante un viraje que terminaría por catapultarlo a una existencia asincrónica, a través de la cual, sin importar dónde viviera y dónde escribiera, iba a sentirse siempre desplazado, fuera de lugar, incomprendido. Supo que se convertiría en un nómada y un apátrida.

En su intervención en las conclusiones del encuentro, Márai mencionó, con un acento pesimista, la creencia general en que el socialismo se convertiría en la religión inmanente de las masas, cuya energía creadora terminaría por traducirse en una obra de arte. Lo cual era, según él, muy lejano aún, pues podía comprobarse la falta de relación orgánica entre el arte y las masas. A Márai ni siquiera pudo haberlo consolado el encontrarse en el ciclo de Ginebra con el filósofo católico francés Gabriel Marcel, quien quince años antes había reseñado con entusiasmo Los rebeldes para la Nouvelle Revue Française, y quien tenía pleno conocimiento de lo que implicaba para los occidentales el derrumbe del imperio austrohúngaro y la fragmentación y realineación política de sus Estados sucesores, pues en la Rue de Tournon de París había sido vecino y cercano amigo de Joseph Roth, otro gran cantor de la desaparición de la vieja Centroeuropa, a quien acompañó hasta su entierro.

Sandor Márai es el mejor narrador del cataclismo padecido por los ciudadanos de una parte de Europa central en el siglo XX, esa “otra” Europa cuyo sentido de pertenencia compartida con Occidente les fue extirpado de manera atroz durante los peores años del socialismo real. En las páginas de Márai, lúcidas y de un vigor extraordinario en nuestros días, los contemporáneos encontraremos un muy alto ejemplo de que la inteligencia y la convicción moral inquebrantable siguen siendo dos asideros fundamentales para sobrevivir, victoriosamente, a las complejas y con mucha frecuencia desgarradoras transiciones de época.

sábado, 15 de febrero de 2014

Amor es civilización

15/Febrero/2014
Laberinto
Armando González Torres

Pocos autores han sido tan fieles a sus pulsiones y emociones de juventud como Octavio Paz. El joven Paz es un exaltado creyente en la religión del amor, lo aprecia y lo padece, lo vive en sus romances adolescentes, lo asimila en sus lecturas y, sobre todo, lo incorpora en su temprana cosmovisión intelectual. Paz inserta al amor en su poesía, en su poética, en su pensamiento literario e, incluso, en su política, pues el pensador agudo y realista que llegó a ser nunca abandona al atrevido utopista que sueña con infundir la emoción y la razón amorosa en la vida pública. La concepción amorosa de Paz nunca se queda estática: el joven escritor abreva primariamente del romanticismo y de D.H. Lawrence; luego descubre en el surrealismo una auténtica revelación, pues implica un experimento radical de hacer del amor loco una guía vital; encuentra más tarde en Sade o Fourier dos modelos distintos de república amorosa y erótica, y simpatiza con las rebeliones juveniles de los años sesenta en parte por su reivindicación del sentimiento amoroso y el placer. La subversión transformadora del amor está presente en toda su obra y es uno de los secretos de la sorprendente lozanía de su escritura.  
 
Esta larga querencia, sin embargo, demora en culminar en libro y, casi a sus ochenta años, Paz publica su homenaje literario al amor, La llama doble. En este libro, traza las distinciones entre sexo erotismo y amor. Para Paz, mientras el sexo es una fuerza de vida, una expresión básica del instinto animal de conservación, el erotismo extrae al sexo del objetivo meramente biológico y suele ser invención de los sentidos y del intelecto, pero el amor es todavía más: es fascinación por el alma, elección de una persona única y apuesta por la libertad de ambas. El amor, según Paz, expresa lo paradójico de lo humano, pues mezcla la atracción involuntaria con la libertad de elegir, la fatalidad del enamoramiento con la voluntad de enamorarse. El amor resulta una forma del deseo, el juicio y la inteligencia que eleva la libertad de elección por encima de los condicionamientos sociales. No obstante, para Paz, en la época contemporánea, el erotismo y el amor entran en declive: la ideología y el mercado hacen de ellos una divisa política, un engranaje de la economía o un fetiche comercial, lo que legitima la libertad corporal pero empobrece la dimensión espiritual. Paz llama a recuperar el amor como un instrumento de emancipación individual y colectiva, como una forma de restituir a la persona por encima de los imperativos anónimos del mercado o de la razón de Estado y hace de la reivindicación del amor una reivindicación de la cultura y del humanismo. La llama doble es un libro conmovedor por sus argumentos y, también, por la imagen de su hechura: el octogenario escritor que, mediante la evocación intelectual, recupera la juventud y restaura ese sentimiento adolescente que muere por atisbar  otra mirada definitiva, accidental, elegida.

domingo, 9 de febrero de 2014

Bonifaz, el poeta

9/Febrero/2014
Confabulario
Bulmaro Reyes Coria

Está bien: Rubén Bonifaz Nuño es el autor. Pero también fue el amigo. El autor de versos. El autor de introducciones. El autor de versiones rítmicas y notas a textos latinos y griegos. El autor de estudios acerca de cultura mesoamericana y para la descolonización de México. El sabio del siglo XX que discutía con los más eruditos tanto acerca del mundo antiguo como de la más reciente actualidad. En síntesis: el poeta, el filólogo, pero también el universitario plenamente institucional y, por lo que a mí respecta, el amigo. Aquí, en su honor, recordaré solamente algunos rasgos del poeta.

El poeta, es inobjetable. Acaso inobjetable como todos los poetas. Los estudios que de él conozco, en su mayoría tesis de licenciatura y doctorado, se erigen unos como los fuertes de su grandeza; otros como las declaraciones de sus obviedades; otros y otros y otros como los iconoclastas de las figuras que aquél juró no haber construido.

En este lugar, acaso la consideración de mayor peso sería aquella que calificara o descalificara la calidad del poeta. Él se llamaba a sí mismo máquina de hacer versos. Y era, en verdad, una máquina de hacer versos, y lo fue hasta su muerte, como aquí contaré. Solamente falta que descubra con qué calidad componía versos, aunque lo único que quiero decir es que no era cortador de líneas; era, en latín, versor, el que da vuelta, el que da vuelta al renglón no en cualquier lugar para parecer poeta, sino bajo normas establecidas: hacedor de vueltas sonoras, o como él las llamaba, “masas de sonidos”.

Hoy por hoy, del mismo modo que escucho infinidad de géneros musicales, así leo infinidad de géneros poéticos sujetables a semejante modo de apreciación: aquellos que son alabados por éstos son desdeñados por los de más allá, sea que se hayan regido por las normas, sea que por derecho propio se hayan liberado de ellas; los amados por unos son detestados por otros, y viceversa. Rubén, juzgo, escogió el camino difícil, y lo remarcó de tanto andarlo para que otros pudiéramos seguirlo; es decir, creó bajo normas, igual que Dante. Sin duda, ambos obedecieron a cierto régimen de la retórica grecolatina, dado que al escribir sonetos, los dividían en dos o máximo cuatro partes, atendiendo a la argumentación: en la primera —escojo un ejemplo al azar— establecían el tema; en la segunda exponían lo adverso; en la tercera conciliaban la contienda, y en la cuarta regresaban a triunfar por la primera. Así, para ilustración del caso, en Rubén (1) puede sentirse el afanoso pecho femenino, (2) cuyos lazos perdidos, (3) habrán de reconquistarse (4) mediante el poder de la palabra (“Estudios”, V), el cual se percibe soberbiamente soberano desde el primer verso hasta el último: hermosa tú eres, nostálgicos lechos, tórtola blanda, mansa mi voz, sólo por lanzar en su nombre algunos dardos que van directos al corazón de la mujer, de una mujer que no los huye, sino que obviamente los espera desde antes del canto.

Y como él es absolutamente respetuoso de las normas gramaticales —lo digo en presente porque su escritura no ha muerto—, cuando siento que mis alumnos de latín en la carrera de lengua y literaturas hispánicas andan flacos en ortografía, les llevo algunos versos o algún párrafo de Bonifaz.

Tengo duda. Veo cómo escribe él. Lo copio. ¿Quieren aprender a usar el punto? Apréndanse de memoria la puntuación de tales palabras, como estas que por primera vez presento: Estás sola y recuerdas. Pasan lentos los segundos. El alma se oscurece. Y a tu memoria vuelve tu belleza. Las cuales, en el conjunto de que forman parte, han de leerse de otro modo, algo así como Estás sola y recuerdas … pasan lentos // los segundos … el alma se oscurece // y a tu memoria vuelve tu belleza, pero sólo en su conjunto (Tres poemas de antes, “Cuando caigan los años”, 1).

Éste es ejemplo menor de los numerosísimos que al azar pueden aducirse como prueba de que en realidad a él le era fácil dejar fluir las palabras por los cauces de la mejor escritura. Para mí, déjenme repetir la frase hoy por hoy, es él la autoridad en el manejo de la lengua española que bien puede erigirse en modelo para la enseñanza, que tanta falta nos hace, del español en México, dados, por una parte, su sencillez sintáctica, el uso de vocabulario al alcance de todos, la imitación de los factores de la vida cotidiana, y, por otra, la sencillez gramatical, de modo que la gran mayoría de sus versos pueden presentarse en prosa; por ejemplo, estos:
Cuando caigan los años, y agonice
 sobre el reloj más viejo la insegura
paz de tu corazón, con ansia dura
 te acordarás de la canción que hice
                                                                                                                                                           (Tres poemas de antes, “Cuando caigan los años”, 1).

Así leídos, haciendo los cortes, se escuchan las masas de sonido a que me refería, en cuatro perfectos endecasílabos con rima -ice -ura -ura -ice. Pero leyendo de corrido, respetándose, naturalmente, la puntuación, los profesores podrán descubrir aquí, en camino abierto, una lección insuperable de prosa, sin que se escuche la rima, que en tal género es ridícula: Cuando caigan los años, y agonice sobre el reloj más viejo la insegura paz de tu corazón, con ansia dura te acordarás de la canción que hice. Leída como prosa, perdónenme el adjetivo, esta hermosa oración como ni en Cervantes he percibido, a nadie le extrañará nada si nadie dice nada, porque es clara y correcta: ahí está el sujeto, ahí está el verbo, ahí todo en su lugar, dando cumplimiento a la definición que de sintaxis me dio a mí Rubén: “cada chango a su mecate”.

Semejante maestría de Rubén no es lo que me asombra. Me acostumbré a su ritmo. Me acostumbré a que miente. Me arroban, masoquistamente, el desdén —para expresarlo mejor—, el desprecio, la burla, la humillación incluso con que creaba en segundos lo que a mí me ha sido imposible en días de esforzado riesgo. Me molestaba, más aún, que de voz viva Rubén me dijera: “Maestro, es muy fácil: usted sabe cosas, tiene palabras: déjelas fluir”.

Quería, más bien me mandó —ignoro las razones— que compusiera cincuenta sonetos. Comencé. Lo intenté. Me esforcé. Escribí unos diez. Tal deseo-mandato me llegó muy tarde y cuando sin misericordia a él lo arruinaba la fuerza de sus debilidades. Ojalá para muchos otros sea oportuno: intentar sonetos, que ejemplos sobran.

Yves Bonnefoy y el territorio interior

9/Febrero/2014
Jornada Semanal
Homero Aridjis

Yves Bonnefoy es considerado como el poeta francés de mayor importancia e influencia desde el fin de la segunda guerra mundial hasta nuestros días, además de ser reconocido como un gran crítico, ensayista y traductor. Su rico pensamiento, su meditación sobre el arte y la literatura, evidencian una vasta erudición que no abruma ni ahuyenta al lector; por el contrario, lo animan a seguirlo con certidumbre por el laberinto del conocimiento. Sus poemas hablan íntimamente a cada lector. En su poesía se entretejen ideas sobre el arte, el ser y el acto de creación. Él ha dicho que el “poema no es una actividad didáctica, no tiene que explicar la experiencia del mundo que busca profundizar”. Y ha escrito: “Amo la tierra, y lo que veo me deleita, llegando a veces a creer que la línea continua de las cimas, la majestad de los árboles, la vivacidad del agua avanzando por el fondo de una barranca, la fachada elegante de una iglesia –porque en algunos lugares y a ciertas horas son tan intensas– deben haber sido creados para nuestro beneficio.”
Conocí a Yves Bonnefoy en Londres en el invierno de 1968. Todavía recuerdo la crítica que hizo durante su conferencia a la poesía francesa, afirmando que a veces ésta es demasiado abstracta y debía ser más concreta, y a la poesía estadunidense, que era demasiado concreta y necesita ser más abstracta. A sus cuarenta y cuatro años ya se había dado a conocer como poeta con Del movimiento y de la inmovilidad de Douve, libro recibido con aclamación en 1953, y con Ayer desierto reinante y Piedra escrita. Por entonces ya había publicado su primer estudio sobre el arte, Pinturas murales de la Francia gótica, y sus traducciones de William Shakespeare: Hamlet, Julio César, El cuento de invierno, Enrique IV y El rey Lear, y los poemas “Venus y Adonis” y “El rapto de Lucrecia”. Una de sus traducciones tempranas fue Un camisón de franela, pieza teatral escrita en inglés por Leonora Carrington a los veintiocho años, la misma edad que tenia Bonnefoy cuando la tradujo. El año anterior a nuestro encuentro, en 1967, junto con sus amigos André du Bouchet, Jacques Dupin, Gaetan Picon y Louis-René des Forets había fundado L’Ephemere, una revista dedicada al arte y la literatura, la cual, fiel a su nombre, sólo duraría hasta 1972. En 1968, casado con la pintora estadunidense Lucy Vines, viajó a India (donde se encontró con Octavio y Mari-Jo), a Japón, Camboya e Irán. En 1977 nos visitaron en Berna con su hija Mathilde, ahora cineasta y amiga de mis hijas Chloe y Eva.
Yves Bonnefoy nació en Tours, en el centro de Francia, un 24 de junio hace noventa años. Su padre trabajaba en los talleres ferroviarios; su madre, enfermera, luego fue maestra de primaria. Su abuelo materno, Auguste Maury, fue un maestro que poseía una modesta biblioteca con autores clásicos como Homero y Racine, y escribía pequeños libros que él mismo encuadernaba. Bonnefoy ha reconocido que el abuelo fue un ejemplo para él.
De niño, Bonnefoy pasaba las vacaciones en casa de este abuelo, en el pueblo de Toirac (Lot). Dice que cuando llegaba a la huerta de la casa, casi lloraba por la sensación de pertenencia. Su abuelo murió en 1932; su padre, cuatro años después. Bonnefoy escribe que a los trece años, “el segundo funeral significó el fin de mi infancia.”
Bonnefoy ha escrito: “La poesía es la memoria de esos instantes de presencia, de plenitud experimentada durante los años infantiles, seguida por la aprehensión del no-ser que yace debajo de esos instantes y que se traduce en duda, y luego por esa indecisión que constituye la vida; pero que también ella es una reafirmación, representa nuestra voluntad de que debe de existir un sentido en el momento en que el sentido desaparece.” Por eso, quizás, Bonnefoy sueña con “vivir en la intensidad de un lugar particular, de un momento preciso”.
Después de estudiar Matemáticas y Filosofía en Tours y en la Universidad de Poitiers, a los veinte años Bonnefoy quiso irse a París y dedicarse a la poesía. En la capital siguió estudiando esas disciplinas, más Historia de la Ciencia en la Sorbona. Entre sus maestros estaba Gaston Bachelard, director del Instituto de Historia de las Ciencias y de las Técnicas. Bonnefoy ha dicho que el Psicoanálisis del fuego fue de los primeros libros que compró, en 1940, todavía viviendo en la provincia. Bachelard consagró gran parte de su obra a indagar en la naturaleza de la imaginación, a examinar los lazos entre la literatura y la ciencia (entre lo imaginario y la realidad, se puede decir). Los cursos de Bachelard que más interesaron a Bonnefoy fueron sobre Filosofía de la Ciencia, Física y Metodología Científica. Otro maestro que influyó en él fue Jean Wahl, por sus estudios sobre las filosofías de la experiencia (inauguradas por Kierkegaard). Bajo la influencia de Wahl escribió una tesis sobre Baudelaire y Kierkegaard.
Durante la guerra, Bonnefoy trabajó preparando estudiantes para pasar el bachillerato en Matemáticas y Ciencias Naturales, siempre temiendo ser reclutado por el ejército. Él ha dicho que en el caso de haber sido llamado a tomar las armas, se hubiera escondido en una granja. Aunque orientado hacia la poesía de la presencia, en sus años parisinos frecuentó a los surrealistas, tanto a los artistas como a los escritores, y conoció a André Breton cuando éste regresó a Francia en mayo de 1946 después de pasar la guerra en Nueva York. Bonnefoy, sin embargo, rompió relaciones con él en 1947, cuando se negó a firmar un manifiesto llamado “Ruptura inaugural”. En una entrevista en Le Monde, en 2010, afirmó que Breton era el único que contaba en ese grupo.
Sobre la primera vez que visitó Italia, en 1950, gracias a una beca para pasar dos meses estudiando la obra de Piero della Francesca, cincuenta años después escribiría: “He experimentado esta sensación eufórica de elevación y salvación en muchos lugares desde que esa noche de un verano lejano cuando, al bajar del tren, pisé por primera vez el suelo de Italia, y vi alzarse detrás de las casas, hacia el cielo teñido de vagos esplendores, el campanario de Santa María Novella.” Precisa que Italia se convirtió en parte del arriere-pays, el territorio interior, el lugar donde más se abandonó a los sueños.
Allí se refiere Bonnefoy a un libro publicado en 1972 que es clave para entender su proceso creativo y su espíritu poético, L’Arriere-Pays, que se podría traducir como la tierra adentro o el territorio interior (y que justamente acaba de publicar con ese nombre la editorial Sexto Piso). La primera frase del libro nos introduce en ese territorio: “Siempre un cruce de caminos me ha provocado una sensación de ansiedad. En tales momentos me parece que aquí, o cerca, unos pasos más sobre el camino que no escogí y que ya está retrocediendo –que justamente allá una especie de campo más elevado se revelaría, donde hubiese podido irme a vivir, y que ya he perdido.” ¿Será este el lugar original donde existe el absoluto, y el ser auténtico que busca el poeta, el punto donde se cruzan lo real y lo irreal? Y sigue: “Me obsesiona todo lo que da crédito a la existencia de este lugar.” ¿Será esta obsesión con la posible existencia de algo justo más allá, que el poeta está casi a punto de percibir, de alcanzar, lo que impulsa su fuerza creativa? Todavía el anhelo de este territorio interior está presente en uno de sus últimos libros de poesía, Raturer outre (Tachar siempre más allá), para llegar al sentido más profundo del texto y encontrar en la experiencia del poema una abertura hacia algún lugar aún desconocido de sí mismo.
En 1961, Bonnefoy publica el primero de tres libros sobre Rimbaud, quien es, junto con Baudelaire, uno de sus poetas predilectos. Tres años después, en Rimbaud por sí mismo escribe: “La verdadera poesía, la que es recomienzo, la que reanima, nace cercana a la muerte. Lo que llamamos una vocación poética no es más que un reflejo de lucha, vuelta inútil a menudo por el mal sueño de la existencia banal, ese sueño que va a la muerte.” Para Bonnefoy, Las flores de mal, de Baudelaire, es el libro maestro de la poesía francesa.
Casi cincuenta años más tarde afirmará, en Nuestra necesidad de Rimbaud: “Lo necesitamos para ser fieles a nosotros mismos”, y dice: “Porque el genio es, precisamente, al menos en materia poética, un ser fiel a la libertad.” Menciona que hubiera podido llamar este libro: esperanza y lucidez, vinculando la esperanza a la intuición poética que estaría amenazada por una lucidez mal fundada que lleva a la renuncia de la esperanza.
La publicación de Del movimiento y de la inmovilidad de Douve en Mercure de France fue por invitación de Adrienne Monnier, propietaria de una librería en la rue de l’Odeon, primera editora en francés del Ulises, de James Joyce, y hacia el final de su vida encargada de una colección de poesía en esta editorial, donde todos los libros de poesía (casi treinta) de Bonnefoy han aparecido. Entre ellos se encuentran Ayer desierto reinante, Piedra escrita, En el señuelo del umbral, Lo que hubo sin luz, Principio y fin de la nieve, La vida errante, Las tablas curvas, La larga cadena del ancla y La hora presente.
Para la elaboración del monumental Dictionnaire des mythologies et des Religions des Sociétés Traditionnelles et du Monde Antique, 1981, publicado en español en 2002 como Diccionario de mitologías, Bonnefoy dirigió a un equipo de noventa y cinco colaboradores expertos en sus respectivos campos a través de 395 artículos, ofreciendo una guía única a las mitologías del mundo. El enfoque es el entorno social de las creencias, para descubrir cómo funcionan los mitos dentro de las estructuras de las sociedades y cómo el ser humano crea, emplea y se guía por los sistemas de mitos.
Brillante y apasionado historiador de arte, en libros como Lo improbable, Un sueño tenido en Mantua, Roma 1630: el horizonte del primer barroco, Goya: las pinturas negras, La nube roja, o Giacometti: biografía de una obra, Bonnefoy nos ha enseñado a ver con ojos de otro mirar los mosaicos bizantinos en Ravenna, los pintores italianos del quattrocento, Piero della Francesca, Masaccio, Uccello, y Fra Angelico, la arquitectura barroca, lo espantoso y lo humano en las pinturas del Goya de la Quinta del Sordo, y a pintores tan variados como Giovanni Bellini, Andrea Mantegna, De Chirico, Piet Mondrian y Edward Hopper, y al escultor Alberto Giacometti, amigo suyo. Ha dicho que el libro que más quisiera escribir sería el relato de los museos del mundo.
Desde temprano en su vida Bonnefoy ha hecho libros en colaboración –y en conversación– con artistas como Leonor Fini, Raoul Ubac, Joan Miró, Pierre Alechinsky, Raymond Mason, Bram Van Velde, Antoni Tápies, Eduardo Chillida, Henri Cartier-Bresson y Zao Wou-Ki.
Su formación temprana en las matemáticas se vislumbra en sus ensayos sobre el arte, al hablar de la justa proporción en la arquitectura o de la perspectiva en la pintura de Uccello, considerando la perspectiva como una manera de “emerger de la noche oscura a la luz del día.” Y vuelve a la perspectiva y al punto de la fuga, al lugar imaginario donde se unen las líneas en el infinito, y escribe: “La perspectiva es sin duda peligrosa, porque es capaz de crear en la mente la idea de un otro lugar que sólo puede ser una trampa”, pero la perspectiva “puede permitirnos construir en el otro lugar del deseo nuestros castillos metafísicos imaginarios”. Más del territorio interior.
Elegido en el Colegio de Francia en 1981 para ocupar la cátedra de Estudios Comparados de la Función Poética, ha sido también profesor en universidades de Estados Unidos, como Brandeis, Johns Hopkins, Princeton, Yale y New York University, y en Nice, Aix-en-Provence y Ginebra. Ha ganado los premios más importantes de poesía en Francia, como el Prix des Critiques, el Grand Prix de Poesie de l’Academie Française, el Grand Prix de Litterature de la Societé des Gens de Lettres, y el Premio Goncourt de Poesía y, en otros países, el Premio Mundial Cino del Duca, el Premio Balzan, el Premio Franz Kafka y el Premio Griffin por el conjunto de su obra, entre otros. Es doctor honoris causa de muchas universidades en Europa y Estados Unidos; su obra ha sido objeto de numerosos coloquios y en 1992 la Biblioteca Nacional de Francia montó la exposición Yves Bonnefoy: libros y documentos.
Pero, a diferencia de escritores como Philip Roth y Alice Munro, que han declarado que a los ochenta años se jubilaron de la literatura, Yves Bonnefoy, a pesar de su obra impresionante (de cerca de noventa títulos traducidos a más de treinta idiomas, aunque sólo existen en español trece de ellos) ha demostrado a sus prodigiosos noventa años una extraordinaria disciplina cotidiana y vitalidad literaria que lo convierten en un ejemplo para los jóvenes poetas y escritores, mostrando en su legendario estudio de rue Lepic, en Montmartre, que hasta su último aliento será un poeta dedicado a la creación y al sueño de una obra.
Bonnefoy ha dicho que lo que más lo estimula es la luz, la luz del día, la luz del cielo. Para decirlo en palabras suyas, aludiendo quizás a la infancia que dura toda una vida: la poesía es “como la luz en esas mañanas del verano cuando el mundo parece ofrecerse en su totalidad”. Que siga, pues, Yves Bonnefoy iluminándonos con su poesía.