Jornada Semanal
Homero Aridjis
Yves Bonnefoy es
considerado como el poeta francés de mayor importancia e influencia
desde el fin de la segunda guerra mundial hasta nuestros días, además
de ser reconocido como un gran crítico, ensayista y traductor. Su rico
pensamiento, su meditación sobre el arte y la literatura, evidencian una
vasta erudición que no abruma ni ahuyenta al lector; por el contrario,
lo animan a seguirlo con certidumbre por el laberinto del
conocimiento. Sus poemas hablan íntimamente a cada lector. En su poesía
se entretejen ideas sobre el arte, el ser y el acto de creación. Él ha
dicho que el “poema no es una actividad didáctica, no tiene que
explicar la experiencia del mundo que busca profundizar”. Y ha escrito:
“Amo la tierra, y lo que veo me deleita, llegando a veces a creer que
la línea continua de las cimas, la majestad de los árboles, la
vivacidad del agua avanzando por el fondo de una barranca, la fachada
elegante de una iglesia –porque en algunos lugares y a ciertas horas
son tan intensas– deben haber sido creados para nuestro beneficio.”
Conocí a Yves Bonnefoy en Londres en el invierno de
1968. Todavía recuerdo la crítica que hizo durante su conferencia a la
poesía francesa, afirmando que a veces ésta es demasiado abstracta y
debía ser más concreta, y a la poesía estadunidense, que era demasiado
concreta y necesita ser más abstracta. A sus cuarenta y cuatro años ya
se había dado a conocer como poeta con Del movimiento y de la inmovilidad de Douve, libro recibido con aclamación en 1953, y con Ayer desierto reinante y Piedra escrita. Por entonces ya había publicado su primer estudio sobre el arte, Pinturas murales de la Francia gótica, y sus traducciones de William Shakespeare: Hamlet, Julio César, El cuento de invierno, Enrique IV y El rey Lear, y los poemas “Venus y Adonis” y “El rapto de Lucrecia”. Una de sus traducciones tempranas fue Un camisón de franela,
pieza teatral escrita en inglés por Leonora Carrington a los veintiocho
años, la misma edad que tenia Bonnefoy cuando la tradujo. El año
anterior a nuestro encuentro, en 1967, junto con sus amigos André du
Bouchet, Jacques Dupin, Gaetan Picon y Louis-René des Forets había
fundado L’Ephemere, una revista dedicada al arte y la
literatura, la cual, fiel a su nombre, sólo duraría hasta 1972. En
1968, casado con la pintora estadunidense Lucy Vines, viajó a India
(donde se encontró con Octavio y Mari-Jo), a Japón, Camboya e Irán. En
1977 nos visitaron en Berna con su hija Mathilde, ahora cineasta y
amiga de mis hijas Chloe y Eva.
Yves Bonnefoy nació en Tours, en el centro de
Francia, un 24 de junio hace noventa años. Su padre trabajaba en los
talleres ferroviarios; su madre, enfermera, luego fue maestra de
primaria. Su abuelo materno, Auguste Maury, fue un maestro que poseía
una modesta biblioteca con autores clásicos como Homero y Racine, y
escribía pequeños libros que él mismo encuadernaba. Bonnefoy ha
reconocido que el abuelo fue un ejemplo para él.
De niño, Bonnefoy pasaba las vacaciones en casa de
este abuelo, en el pueblo de Toirac (Lot). Dice que cuando llegaba a la
huerta de la casa, casi lloraba por la sensación de pertenencia. Su
abuelo murió en 1932; su padre, cuatro años después. Bonnefoy escribe
que a los trece años, “el segundo funeral significó el fin de mi
infancia.”
Bonnefoy ha escrito: “La poesía es la memoria de
esos instantes de presencia, de plenitud experimentada durante los años
infantiles, seguida por la aprehensión del no-ser que yace debajo de
esos instantes y que se traduce en duda, y luego por esa indecisión que
constituye la vida; pero que también ella es una reafirmación,
representa nuestra voluntad de que debe de existir un sentido en el
momento en que el sentido desaparece.” Por eso, quizás, Bonnefoy sueña
con “vivir en la intensidad de un lugar particular, de un momento
preciso”.
Después de estudiar Matemáticas y Filosofía en
Tours y en la Universidad de Poitiers, a los veinte años Bonnefoy quiso
irse a París y dedicarse a la poesía. En la capital siguió estudiando
esas disciplinas, más Historia de la Ciencia en la Sorbona. Entre sus
maestros estaba Gaston Bachelard, director del Instituto de Historia de
las Ciencias y de las Técnicas. Bonnefoy ha dicho que el Psicoanálisis del fuego
fue de los primeros libros que compró, en 1940, todavía viviendo en la
provincia. Bachelard consagró gran parte de su obra a indagar en la
naturaleza de la imaginación, a examinar los lazos entre la literatura y
la ciencia (entre lo imaginario y la realidad, se puede decir). Los
cursos de Bachelard que más interesaron a Bonnefoy fueron sobre
Filosofía de la Ciencia, Física y Metodología Científica. Otro maestro
que influyó en él fue Jean Wahl, por sus estudios sobre las filosofías
de la experiencia (inauguradas por Kierkegaard). Bajo la influencia de
Wahl escribió una tesis sobre Baudelaire y Kierkegaard.
Durante la guerra, Bonnefoy trabajó preparando
estudiantes para pasar el bachillerato en Matemáticas y Ciencias
Naturales, siempre temiendo ser reclutado por el ejército. Él ha dicho
que en el caso de haber sido llamado a tomar las armas, se hubiera
escondido en una granja. Aunque orientado hacia la poesía de la
presencia, en sus años parisinos frecuentó a los surrealistas, tanto a
los artistas como a los escritores, y conoció a André Breton cuando
éste regresó a Francia en mayo de 1946 después de pasar la guerra en
Nueva York. Bonnefoy, sin embargo, rompió relaciones con él en 1947,
cuando se negó a firmar un manifiesto llamado “Ruptura inaugural”. En
una entrevista en Le Monde, en 2010, afirmó que Breton era el único que contaba en ese grupo.
Sobre la primera vez que visitó Italia, en 1950,
gracias a una beca para pasar dos meses estudiando la obra de Piero
della Francesca, cincuenta años después escribiría: “He experimentado
esta sensación eufórica de elevación y salvación en muchos lugares
desde que esa noche de un verano lejano cuando, al bajar del tren, pisé
por primera vez el suelo de Italia, y vi alzarse detrás de las casas,
hacia el cielo teñido de vagos esplendores, el campanario de Santa
María Novella.” Precisa que Italia se convirtió en parte del arriere-pays, el territorio interior, el lugar donde más se abandonó a los sueños.
Allí se refiere Bonnefoy a un libro publicado en 1972 que es clave para entender su proceso creativo y su espíritu poético, L’Arriere-Pays,
que se podría traducir como la tierra adentro o el territorio interior
(y que justamente acaba de publicar con ese nombre la editorial Sexto
Piso). La primera frase del libro nos introduce en ese territorio:
“Siempre un cruce de caminos me ha provocado una sensación de
ansiedad. En tales momentos me parece que aquí, o cerca, unos pasos más sobre el camino que no escogí y que ya está retrocediendo –que justamente allá
una especie de campo más elevado se revelaría, donde hubiese podido
irme a vivir, y que ya he perdido.” ¿Será este el lugar original donde
existe el absoluto, y el ser auténtico que busca el poeta, el punto
donde se cruzan lo real y lo irreal? Y sigue: “Me obsesiona todo lo que
da crédito a la existencia de este lugar.” ¿Será esta obsesión con la
posible existencia de algo justo más allá, que el poeta está
casi a punto de percibir, de alcanzar, lo que impulsa su fuerza
creativa? Todavía el anhelo de este territorio interior está presente
en uno de sus últimos libros de poesía, Raturer outre (Tachar siempre más allá),
para llegar al sentido más profundo del texto y encontrar en la
experiencia del poema una abertura hacia algún lugar aún desconocido de
sí mismo.
En 1961, Bonnefoy publica el primero de tres libros
sobre Rimbaud, quien es, junto con Baudelaire, uno de sus poetas
predilectos. Tres años después, en Rimbaud por sí mismo escribe: “La verdadera poesía, la que es recomienzo, la que reanima, nace cercana a la muerte. Lo que llamamos una ‘vocación poética’
no es más que un reflejo de lucha, vuelta inútil a menudo por el mal
sueño de la existencia banal, ese sueño que va a la muerte.” Para
Bonnefoy, Las flores de mal, de Baudelaire, es el libro maestro de la poesía francesa.
Casi cincuenta años más tarde afirmará, en Nuestra necesidad de Rimbaud:
“Lo necesitamos para ser fieles a nosotros mismos”, y dice: “Porque el
genio es, precisamente, al menos en materia poética, un ser fiel a la
libertad.” Menciona que hubiera podido llamar este libro: esperanza y
lucidez, vinculando la esperanza a la intuición poética que estaría
amenazada por una lucidez mal fundada que lleva a la renuncia de la
esperanza.
La publicación de Del movimiento y de la inmovilidad de Douve
en Mercure de France fue por invitación de Adrienne Monnier,
propietaria de una librería en la rue de l’Odeon, primera editora en
francés del Ulises, de James Joyce, y hacia el final de su vida
encargada de una colección de poesía en esta editorial, donde todos
los libros de poesía (casi treinta) de Bonnefoy han aparecido. Entre
ellos se encuentran Ayer desierto reinante, Piedra escrita, En el
señuelo del umbral, Lo que hubo sin luz, Principio y fin de la nieve, La
vida errante, Las tablas curvas, La larga cadena del ancla y La hora presente.
Para la elaboración del monumental Dictionnaire des mythologies et des Religions des Sociétés Traditionnelles et du Monde Antique, 1981, publicado en español en 2002 como Diccionario de mitologías,
Bonnefoy dirigió a un equipo de noventa y cinco colaboradores expertos
en sus respectivos campos a través de 395 artículos, ofreciendo una
guía única a las mitologías del mundo. El enfoque es el entorno social
de las creencias, para descubrir cómo funcionan los mitos dentro de las
estructuras de las sociedades y cómo el ser humano crea, emplea y se
guía por los sistemas de mitos.
Brillante y apasionado historiador de arte, en libros como Lo improbable, Un sueño tenido en Mantua, Roma 1630: el horizonte del primer barroco, Goya: las pinturas negras, La nube roja, o Giacometti: biografía de una obra, Bonnefoy nos ha enseñado a ver con ojos de otro mirar los mosaicos bizantinos en Ravenna, los pintores italianos del quattrocento,
Piero della Francesca, Masaccio, Uccello, y Fra Angelico, la
arquitectura barroca, lo espantoso y lo humano en las pinturas del Goya
de la Quinta del Sordo, y a pintores tan variados como Giovanni
Bellini, Andrea Mantegna, De Chirico, Piet Mondrian y Edward Hopper, y
al escultor Alberto Giacometti, amigo suyo. Ha dicho que el libro que
más quisiera escribir sería el relato de los museos del mundo.
Desde temprano en su vida Bonnefoy ha hecho libros
en colaboración –y en conversación– con artistas como Leonor Fini, Raoul
Ubac, Joan Miró, Pierre Alechinsky, Raymond Mason, Bram Van Velde,
Antoni Tápies, Eduardo Chillida, Henri Cartier-Bresson y Zao Wou-Ki.
Su formación temprana en las matemáticas se
vislumbra en sus ensayos sobre el arte, al hablar de la justa proporción
en la arquitectura o de la perspectiva en la pintura de Uccello,
considerando la perspectiva como una manera de “emerger de la noche
oscura a la luz del día.” Y vuelve a la perspectiva y al punto de la
fuga, al lugar imaginario donde se unen las líneas en el infinito, y
escribe: “La perspectiva es sin duda peligrosa, porque es capaz de crear
en la mente la idea de un otro lugar que sólo puede ser una trampa”, pero la perspectiva “puede permitirnos construir en el otro lugar del deseo nuestros castillos metafísicos imaginarios”. Más del territorio interior.
Elegido en el Colegio de Francia en 1981 para
ocupar la cátedra de Estudios Comparados de la Función Poética, ha sido
también profesor en universidades de Estados Unidos, como Brandeis,
Johns Hopkins, Princeton, Yale y New York University, y en Nice,
Aix-en-Provence y Ginebra. Ha ganado los premios más importantes de
poesía en Francia, como el Prix des Critiques, el Grand Prix de Poesie
de l’Academie Française, el Grand Prix de Litterature de la Societé des
Gens de Lettres, y el Premio Goncourt de Poesía y, en otros países, el
Premio Mundial Cino del Duca, el Premio Balzan, el Premio Franz Kafka y
el Premio Griffin por el conjunto de su obra, entre otros. Es doctor honoris causa
de muchas universidades en Europa y Estados Unidos; su obra ha sido
objeto de numerosos coloquios y en 1992 la Biblioteca Nacional de
Francia montó la exposición Yves Bonnefoy: libros y documentos.
Pero, a diferencia de escritores como Philip Roth y
Alice Munro, que han declarado que a los ochenta años se jubilaron de
la literatura, Yves Bonnefoy, a pesar de su obra impresionante (de
cerca de noventa títulos traducidos a más de treinta idiomas, aunque
sólo existen en español trece de ellos) ha demostrado a sus prodigiosos
noventa años una extraordinaria disciplina cotidiana y vitalidad
literaria que lo convierten en un ejemplo para los jóvenes poetas y
escritores, mostrando en su legendario estudio de rue Lepic, en
Montmartre, que hasta su último aliento será un poeta dedicado a la
creación y al sueño de una obra.
Bonnefoy ha dicho que lo que más lo estimula es la
luz, la luz del día, la luz del cielo. Para decirlo en palabras suyas,
aludiendo quizás a la infancia que dura toda una vida: la poesía es
“como la luz en esas mañanas del verano cuando el mundo parece
ofrecerse en su totalidad”. Que siga, pues, Yves Bonnefoy iluminándonos
con su poesía.
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