sábado, 30 de abril de 2016

Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges Notas para la historia de una amistad

30/Abril/2016
El Cultural
Adolfo Castañon

Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges se conocieron personalmente en la casa de Pedro Henríquez Ureña en 1927. Pedro había llegado a Argentina años antes y muy pronto conoció a Borges. Fue el primero en reseñar un libro suyo, Inquisiciones, en una publicación de importancia como la Revista de Filología Española que publicaba en Madrid el Centro de Estudios Históricos. Previo a este encuentro, se había dado un intercambio de libros entre Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges, a través de Guillermo de Torre, cuñado de éste y a quien aquél conocía y con quien tuvo correspondencia. Este intercambio epistolar, al igual que el sostenido entre Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges, ha sido publicado por el investigador argentino Carlos García. Con el título de Discreta efusión. Jorge Luis Borges y Alfonso Reyes. Epistolario (1923-1959) y crónica de una amistad fue publicado en Madrid bajo el sello de Iberoamericana y en México por El Colegio de México y la Editorial Bonilla y Artigas (primera edición mexicana: octubre de 2010, 473 pp.). Las 32 cartas conservadas en ambas direcciones por Reyes y Borges se dieron entre 1921 y 1957.
Póstumamente se dan manifestaciones de Borges sobre Reyes entre 1960-1987 (hay cartas, por ejemplo, de Borges al profesor norteamericano J. W. Robb, especialista en Alfonso Reyes). En el libro de Carlos García se alternan sabiamente cartas de otros interlocutores, como por ejemplo el mencionado Guillermo de Torre o Juan Manuel Villarreal, que pueden tener que ver con el asunto. El primero en dar a conocer las cartas cruzadas entre Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges fue el poeta y ensayista mexicano José Emilio Pacheco en la Revista de la Universidad de México. Su nombre está asociado al de estos dos maestros.
Borges dijo en distintos textos que Alfonso Reyes, junto con Paul Groussac y Macedonio Fernández fueron sus maestros. A la muerte de Reyes, en 1959, Borges escribió un poema “In memoriam A. R.” e hizo posteriormente no pocas declaraciones o alusiones en las que encarecía su figura y su obra. A su vez, Reyes menciona a Borges en diversos puntos de su obra. Compartían el conocimiento y el gusto por diversos autores: Robert Browning y Manuel José Othón, Andrew Lang, G. K. Chesterton, Raymundo Lulio. Compartían una sensibilidad y un sentido religioso de la vocación poética. Los textos que ambos escribieron sobre algunas figuras están incluidos en una preciosa, ingeniosa y ahora inencontrable antología que armó Felipe Garrido con el titulo La máquina de pensar y otros diálogos literarios y que fue distribuida gratuitamente con motivo del día del libro en 1998.
Reyes y Borges se vieron al menos una vez a la semana, los domingos por la tarde, en la casa de don Alfonso entre 1927 y 1930, luego se volvieron a frecuentar entre julio de 1936 y diciembre de 1937, razón por la cual casi no hay textos fechados de esos momentos.
Reyes y Borges se hicieron amigos en cuanto se encontraron... A Borges lo fascinó la agilidad mental de Reyes. Por ejemplo, cuando éste le preguntó casi incrédulo si había conocido realmente al poeta Manuel José Othón, el regiomontano le contestó indirectamente citando un verso del poema de Robert Browning “Memorabilia”: Did you ever see Shelley plain...? (“¿Acaso vio a Shelley cara a cara?”, para arriesgar una traducción utilitaria.)
La simpatía entre ambos se tradujo no solamente en una correspondencia epistolar sino en una correspondencia inmaterial, simpática y aun telepática. Esa conexión profunda tenía que ver con el reconocimiento de que podía darse afuera, materializada en una persona, una cristalización de las fuerzas íntimas que los movían y conmovían a ambos. Esta conexión tiene que ver con una idea y una práctica de la letra en el mundo.
El encuentro entre Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges no sólo fue el encuentro entre dos grandes escritores. Lo fue también entre dos pléyades o constelaciones literarias y artísticas que deletreaban el mundo a través de los labios y de los parpadeos inteligentes de estos amigos que fatalmente se encontraron. En ese sentido no fue una amistad convencional. Fue una conexión entre dos sistemas, dos galaxias. La suma de las amistades y afinidades que compartieron es abismal y, en cierto modo, todavía nos deletrea.
El conocimiento de esta relación es necesario, como una guía para adentrarse no sólo en la obra de ambos escritores, sino en las fuentes mismas de la cultura moderna en Hispanoamérica. La amistad entre Reyes y Borges es un secreto a voces y, de hecho, ha merecido ser interrogada críticamente por el escritor y pensador mexicano Hugo Hiriart en su libro titulado El arte de perdurar (2010).
Se dio la circunstancia para mí muy afortunada de que haya visitado la Ciudad de México y la Capilla Alfonsina, animada por Alicia Reyes, el poeta y ensayista argentino Roberto Alífano, quien acompañó a Borges como amanuense durante diez años. Alífano ha escrito Borges, biografía verbal (1987), El humor de Borges (1996), Conversaciones con Borges (1984), Borges y la Divina Comedia (1983), Borges diálogos esenciales (1998). De hecho, en esos libros Alífano alude a la presencia de la persona y la obra de Alfonso Reyes en la obra y el imaginario de Jorge Luis Borges. Tengo noticias de que Alífano se encuentra preparando un nuevo libro donde evoca sus encuentros y reencuentros “con los Borges”. También firmó, con el autor de El Aleph, la traducción del libro de Fábulas de Robert Louis Stevenson y de la poesía de Herman Hesse. Desde 1988 dirige la revista Proa, fundada por Borges en 1922. Es descendiente por línea materna de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el autor de El gatopardo. Tuvo amistad con Pablo Neruda y es uno de los fieles que acompañó su entierro cuando falleció. Es también una circunstancia misteriosa, como una suerte de visitación. Leí a Borges antes que a Reyes, en cierto modo llegué a don Alfonso gracias a su amigo y maestro argentino. El último texto que escuchó mi padre antes de morir el 11 de julio de 1991 fue “El jardín de senderos que se bifurcan”. Al final de la larga lectura, tuvo la lucidez de decir: “Tiene razón Borges: ‘En un universo existimos; en otro no’”. Cierto: en un universo se publican estas páginas, en el suplemento de La Razón; en otros, no.

domingo, 24 de abril de 2016

Cervantes y don Quijote: entre monstruos, héroes y fantasmas

24/Abril/2016
Jornada Semanal
Ignacio Padilla

La fe de Cervantes
Don Quijote, se ha dicho, no era malo pero estaba malo. El sugerente retruécano sólo es posible en nuestra lengua, como lo es también preguntarnos si el hidalgo manchego está loco o se hace el loco. Afirmación y pregunta resumen a mi entender los mayores dilemas irresueltos de la gran novela cervantina pues atañen a las muy difusas líneas que separan lo moral de lo clínico y la responsabilidad de la enfermedad.
Aun cuando en ocasiones don Quijote ejecuta actos social o moralmente condenables, sus lectores propendemos a disculparlo con la atenuante de su locura. Y aunque a veces sospechemos que el hidalgo está consciente de sus infracciones a las leyes tanto de su antes como de su ahora, lo redimimos con los mismos argumentos que Foucault vampirizó a Beccaria: el loco no puede ser juzgado como si fuese un criminal ordinario por cuanto no es responsable de sus actos. Afortunado en su tiempo, el argumento ha devenido problemático en el nuestro: la persistente mutabilidad del concepto mismo de locura se traduce aquí y allá en un persistente cañoneo contra principios cada vez menos claros y menos sólidos. En esta era, donde el terror fanático mantiene un matrimonio insano y cruento con la ética indolora, se vale todo porque nada vale en un mundo que ha acudido a la retórica de la locura para librarse al fin de la maldita culpa del judeocristianismo. Con el elusivo argumento de la locura –a la que estamos expuestos todos si la buscamos por la ruta adecuada– se hizo posible y se ha hecho habitual evadir la responsabilidad en una hipérbole del vitalismo picaresco: en una sociedad malvada, el loco que la transgreda será bueno y puede que hasta cuerdo.
Por esta frontera estrecha y lábil han transitado algunos de los más lúcidos lectores del Quijote y más de un biógrafo de Cervantes. Muchos de ellos aventuraron respuestas categóricas y derrumbaron por eso en el callejón sin salida de la imposibilidad diagnóstica de la locura del hidalgo manchego lo mismo que de la melancolía barroca de Cervantes. Quienes mejor lo entendieron supieron dejar abiertas las preguntas insolubles que conlleva el dilema de responsabilidad e insania. Mientras Rosales proponía un esperanzador debate sobre la relación intermitente del hidalgo con la libertad, Unamuno terminó por cargar a Cervantes con la esclavización de su criatura. Mientras Julián Marías ponía sobre la mesa las preguntas necesarias sobre la posibilidad de que don Quijote fuese un simulador intermitente de su insania, Torrente Ballester declararía categóricamente que don Quijote sólo juega a estar loco. De cualquier modo, unos y otros asumieron que no es posible leer el Quijote ni comprender a su autor si no es desmontándole la psique. Una historia tan violenta como es la de don Quijote y una tan llena de fracasos y desilusiones como la de Cervantes obligan a reflexionar sobre ella desde los tormentos de la interioridad, no sólo los del hidalgo, su escudero o los demás habitantes de la ficción cervantina, sino los de su autor y la sociedad en la que nace. Neurótico uno y psicótico otro, ambos marcados por la cultura de la melancolía e imbricados en la marginalidad foucaultiana, tanto Miguel de Cervantes como don Quijote –por no hablar de otros personajes a los que la psicología consideraría sensiblemente deprimidos y paranoicos, seres con delirios persecutorios y cuadros autodestructivos en los que se deposita las responsabilidad del daño infligido o del arte creado o de la historia creada en enemigos, plagiarios, agresores, encantadores y perseguidores externos que en realidad sólo vienen de dentro. ¿Qué busca don Quijote para completarse o quién persigue con tal saña en su melancolía imitatoria que lo mueve a salir al mundo a defenderse y defenderlo? ¿Quiénes persiguieron a Cervantes en el corazón vacío del abismo barroco? Los encantadores y sus aliados los demonios acosan al hidalgo pero al mismo tiempo le sirven de excusa para instalar en otros o lo otro su propia destrucción, su constante y bien procurado fracaso por agredir a una realidad que de antemano iba a vencerlo.
Cervantes tiene que haber sufrido un proceso similar: su confianza en las instituciones y su esperanza de una justicia cierta que premiase el comportamiento heroico de sus mocedades se ha desmoronado gradualmente. Él mismo imitador frustrado de modelos melancólicos, él mismo marginado e incapaz de reconocer abiertamente su propia derrota para adaptarse a regañadientes al mundo que le tocó en desgracia vivir, inepto para rebelarse contra él, Cervantes se instala en la imitación de la melancolía para construir un personaje que actúa la melancolía. Su alcoholismo, su ludopatía, su misantropía, su ineptitud para el trato amable y la diplomacia, su bifrontismo religioso, su rencor, su estoica preferencia por los perros, en fin, sus trastornos obsesivos compulsivos, sus reincidencias en prisión, todo es mal y de malas remediado en la creación del monstruo don Quijote, que es idéntico y distinto de él. Su obra a fin de cuentas son sus demonios, y en ese sentido él es su criatura y al mismo tiempo es sus encantadores, es sus duques, sus clérigos, la sociedad que condena y maltrata a don Quijote y a Sancho, un mundo condenado en el Quijote y redimido más tarde en el Persiles.
Encantadores, judíos, moros, mutaciones en la institución, demonios de la monomanía depresiva o melancólica. Vuelvo a preguntar entonces: ¿Quién persigue a don Quijote y quién a Cervantes? ¿Quién es el monstruo y quién es el héroe del cuento cervantino? ¿Hasta qué punto nosotros mismos somos el melancólico héroe y el deprimente monstruo del milagro quijotesco? Ya sabemos que los monstruos en cualquier sentido se llamarán siempre Legión, porque son muchos, diferentes y ellos mismos sus pulsiones, sus deseos, sus dudas y su libertad para aceptarlas o huir de ellas.


Los fantasmas solitarios del Quijote

I

En la obra más conocida de Cervantes predominan los fantasmas plurales, lo cual nos obliga al estudio de visiones fantasmales colectivas. Dejo sin embargo tal estudio para otro espacio, pues hay en el Quijoteotro tipo de fantasmas que, aunque menos numerosos, también vale la pena tratar. Me refiero a espectros individuales o poco numerosos descritos indistintamente en la novela como almas en pena, fantasmas o demonios que lo mismo pueden pulular entre batanes, sendas manchegas, cimas, ventas encantadas y cementerios tobosinos.
Señalo en primer lugar que hay un prurito de soledad en la insania o en el apasionamiento que hace que en el Quijote la realidad se vuelva fantasmal y amenazante. En su carrera hacia la muerte y la derrota, don Quijote se va desencarnando, es decir: se convierte paulatinamente en un fantasma que ve fantasmas, y es de pronto él mismo quien provoca espanto y es espantado a un tiempo. Así, en el capítulo XXI de la primera parte, el barbero ve venir a don Quijote como quien ve un fantasma y huye horrorizado dejando atrás la bacía que su atacante cree que es el Yelmo de Mambrino. Semanas antes, en la aventura del cuerpo muerto, don Quijote ha luchado con lo que piensa que son demonios, pero queda reducido él mismo a una visión tan maltrecha y tan irrealmente melancólica en la noche, que su propio escudero lo ha bautizado con el nombre Caballero de la Triste Figura, epíteto que bien podría ser el de un fantasma shakespierano.
A medida que don Quijote se va disolviendo en una realidad a la que no admite porque no va acorde con su gesta imaginativa, la sombra de la duda comienza a corroerlo y su impotencia ante lo fugitivo se vuelve cada vez más poderosa. En el capítulo XXIX, dice Sancho Panza, aludiendo a Malambruno, quien supuestamente los aguarda en Trapisonda: “…y más si mi amo es tan venturoso que desfaga ese agravio y enderece ese tuerto, matando a ese hideputa dese gigante que vuestra merced dice, que sí matará si él le encuentra, si ya no fuese fantasma; que contra los fantasmas no tiene mi señor poder alguno.” La intuición sanchopancesca no podía ser menos profética. Bien entiende el escudero que el fantasma es un ser dominante e imbatible en el orbe de lo fronterizo, y que contra él puede poco quien no tiene miedo ni mucho menos respeto a la realidad. Si el gigante es de carne y hueso, seguramente será vencido, mas no lo será si se desplaza en el ámbito de la ilusión, donde don Quijote tiene cada vez menos imperio.
Esta última impotencia ante la propia fantasía queda clara en la pasividad testimonial del hidalgo dentro de la Cueva de Montesinos. En la gruta don Quijote ve y escucha, apenas participa. De pronto se tienta “la cabeza y los pechos, por certificarme si era yo mismo el que allí estaba, o alguna fantasma vana y contrahecha; pero el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que entre mí hacía, me certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora”. El hidalgo en este momento es desesperadamente cartesiano: puesto que se piensa y se siente, existe. Sin embargo, la amenaza de la inexistencia está presente cada instante en el ánimo del caballero, que debe pagar su culpa por haber optado libremente por aquello que los fantasmas nunca eligieron: su instalación en lo fronterizo, dominio por antonomasia del loco, el soñador, el agonizante y el solitario.

II

Quizá el epítome del fantasma individual en el Quijote sea la dueña Rodríguez. Ambigua en su sexualidad, su lucidez y su virtud; la triste segunda dueña es el fantasma ensabanado más notable en la galopante soledad de la locura quijotesca. Separado de Sancho, melancólico, atenazado por el deseo que en él va insuflando la malvada Altisidora, el hidalgo en el palacio de los Duques está más vulnerable y más insulado que nunca. En esta clara indefensión es visitado nada menos que por doña Rodríguez, tan macabra como sandia. Abre el hidalgo la puerta pensando que quien toca a su puerta es Altisidora –es decir, el deseo que más de una vez lo ha atribulado y castigado–, pero ve en cambio la encarnación misma de su propia decadencia. La dueña que lo visita a deshoras es la caricatura de su propia sexualidad. En ella don Quijote reconoce su reflejo porque él mismo es ya un ser fantasmal y grotesco cuando acude a abrir la puerta “envuelto de arriba abajo en una colcha de raso amarillo, una galocha en la cabeza, y el rostro y los bigotes vendados: el rostro, por los aruños; los bigotes, porque no se le desmayasen y cayesen; en el cual el traje parecía la más extraordinaria fantasma que se pudiera pensar.” De esta manera, convertido él mismo en fantasma que ve fantasmas, don Quijote accede a celebrar con patetismo una noche de bodas espectral entre un remedo de caballero y un remedo de doncella.
No cae lejos este encuentro disparejo de la noche en que Maritornes fue para el ingenioso hidalgo la doble grotesca de la hija de Juan Palomeque en la venta del Moro Encantado. Como en la venta, un fantasmoso y lastimoso don Quijote espera al objeto de su deseo y abre la puerta anhelando “ver entrar por ella a la rendida y lastimada Altisidora.” A trueco, empero, es nuevamente castigado, y enfrenta ya no golpes sino la visión de “una reverendísima dueña con unas tocas blancas repulgadas y luengas, tanto, que la cubrían y enmantaban de los pies a la cabeza”. Trae además la dueña una vela encendida en una mano mientras que con la otra se hace sombra sobre los ojos cubiertos de grandes anteojos: óptica difusa de un esperpento antaño sexual pero ya asexuado, metamorfoseado hacia lo bajo y subrepticio, pues venía “pisando quedito, y movía los pies blandamente”.
Mira pues don Quijote a esta fantasma y “cuando vio su adeliño y notó su silencio, pensó que alguna bruja o maga venía en aquel traje a hacer en él alguna mala fechuría, y comenzó a santiguarse con mucha priesa”. La visión que se aproxima es interpelada duramente por el caballero: “Conjúrote, fantasma, o lo que eres, que me digas quién eres y que me digas qué es lo que quieres. Si eres alma en pena, dímelo, que yo haré por ti todo cuanto mis fuerzas alcanzaren, porque soy católico cristiano y amigo de hacer el bien a todo el mundo; que para esto tomé la orden de la caballería andante que profeso, cuyo ejercicio aun hasta hacer bien a las ánimas del purgatorio se estiende.” Con esta invocación queda en evidencia que el fantasma es menos perverso que la bruja, y que el alma del Purgatorio puede ser inclusive virtuosa y hasta tener necesidad, como sucede a Dulcinea en la Cueva de Montesinos.
Al conjuro del hidalgo manchego responde la dueña, ella misma como espectro que duda si está viendo a su vez un espectro: “Señor don Quijote, si es acaso vuestra merced don Quijote, yo no soy fantasma, ni visión, ni alma de purgatorio, como vuestra merced debe de haber pensado, sino doña Rodríguez, la dueña de honor de mi señora la duquesa, que, con una necesidad de aquellas que vuestra merced suele remediar, a vuestra merced vengo.” El espanto de don Quijote aumenta cuando comprende que su visitante ni es Altisidora ni un fantasma, sino una dueña, oficio que para Cervantes fue el más deplorable y monstruoso de cuantos pueda haber. Accede no obstante a los ruegos de doña Rodríguez, y si bien mantienen ambos una prudente distancia, no podrán evitar que su epitalamio tenga un final tumultuoso similar al triquitraque de violencia física en la venta del Moro Encantado: ahora una legión de sombras, encabezadas quizás por la duquesa misma, molerán a golpes tanto al hidalgo como a la dueña: “Y no fue vano su temor, porque, en dejando molida a la dueña los callados verdugos (la cual no osaba quejarse), acudieron a don Quijote, y, desenvolviéndole de la sábana y de la colcha, le pellizcaron tan a menudo y tan reciamente, que no pudo dejar de defenderse a puñadas, y todo esto en silencio admirable. Duró la batalla casi media hora; saliéronse las fantasmas, recogió doña Rodríguez sus faldas, y, gimiendo su desgracia, se salió por la puerta afuera, sin decir palabra a don Quijote, el cual, doloroso y pellizcado, confuso y pensativo, se quedó solo, donde le dejaremos deseoso de saber quién había sido el perverso encantador que tal le había puesto.” Una vez más los fantasmas niegan su naturaleza encarnándose en la pura solidez de la violencia física sobre sus endebles, espectrales, casi inexistentes víctimas. Y así también los fantasmas individuales y solitarios quedan a merced de los fantasmas colectivos, que son en el Quijote aún más abundantes que los solitarios 

sábado, 23 de abril de 2016

Fernando del Paso: sexto mexicano en recibir el Premio Cervantes

23/Abril/2016
La Jornada
Elena Poniatowska

Allí va Fernando del Paso todo envuelto en una suntuosa cauda de palabras. Allí va cargado en una cultura enciclopédica que lo hace hablarnos de Bouvard y Pécuchet, Gargantúa y Pantagruel, El lazarillo de Tormes y Jonathan Swift, el barón de Charlus y Marcel Proust, Jean Genet y Gertrude Stein, Mallarmé y William Blake.

Allí va sobre los durmientes de los rieles que cubren el mundo entero enseñándonos a jugar al “¿Ahí va un tren cargado, cargado de…?” que él empaca con todos los diccionarios leídos, todos los sinónimos acumulados a lo largo del tiempo.

Allí va el sobrino nieto de Francisco del Paso y Troncoso ahora convertido en eje vial. Allí va el locutor y traductor de la BBC de Londres. Allí va el Premio Rómulo Gallegos 1982, allí va el ganador del Premio al Mejor Libro Extranjero en Francia en 1985; allí va el Premio Radio Nacional de España por el mejor programa cultural, por su Carta a Juan Rulfo, allí va el cónsul general de México en París, allí va el Premio Villaurrutia 1966, allí va el Premio Nacional de las Artes 1991, allí va el Premio Juan Rulfo 2007.

Allí va el piloto Palinuro, personaje de la Eneida, que en Virgilio cae al mar durante la tormenta; allí va el que sueña con los ojos abiertos, allí va el que se pone al servicio de sus personajes. Allí va el artesano que engarza las palabras como diamantes, allí va el escritor que ha contribuido a escribir la historia de nuestro país, allí va enfundado en sus trajes color pastel y en sus camisas de libertad, allí va libre y desenfadado, a muy buen paso, sus mejillas enrojecidas por el esfuerzo mantenido por su inexorable fidelidad a sí mismo, a su lenguaje barroco, auténtico, abigarrado, trabajoso, irritante, mágico y deslumbrador.

Lo conocí cuando Arnaldo Orfila Reynal decidió que su novela José Trigo iniciara la colección literaria de Siglo XXI Editores. Del Paso, quien comparte su segundo apellido, Morante, con Elsa Morante (la gran novelista italiana), nacido en 1935 en la Ciudad de México, artesano de sí mismo, ha producido una obra maestra que cambiaría la literatura, así como James Joyce la transformó con su Ulises.

“José Trigo se comenzó a imprimir antes de que yo lo terminara de escribir, me faltaba un capítulo: el del Puente de Nonoalco-Tlatelolco, el de en medio, y ya estábamos corrigiendo galeras…” –nos cuenta Del Paso.

“Fue algo fantástico, prácticamente me lo arrebató Orfila pero qué bueno, si no me quedo diez años más escribiéndolo (…) Me angustia muchísimo escribir pero, al mismo tiempo, lo disfruto y para mí lo importante no es tanto haber escrito sino escribir. Lo que me da sentido a mí como escritor es el momento en que estoy escribiendo.”

Fernando del Paso quiso ser médico, pero al igual que Palinuro, resultó incapaz de ver sangre y eligió la poesía, la publicidad, el dibujo, la pintura, la gastronomía. Volverse escritor, diplomático, poeta, dibujante, repartidor de palabras, publicista, esposo de Socorro, padre de cuatro hijos, gourmet y maniquí lo convirtió en un personaje singular y todas estas profesiones le confieren a la envoltura humana de Del Paso un color sonrosado que le da aspecto de manzana.

El escritor desparrama palabras. Las palabras lo tejen, lo amasan, lo hacen vivir y logran que su corazón de manzana enrojezca, madure y tome la pluma; las palabras lo obligan. Fernando es su súbdito y su amo a la vez, su verdugo y su víctima, su patria grande y su patria chica, su presa y su vertedero de demasías.

“Un día pasé por Nonoalco en camión, quise hacer un cuento porque vi a un hombre cargando sobre el hombro un pequeño ataúd y lo seguí. Escribo según la inspiración. Fíjate que el tercer capítulo de José Trigo nació prácticamente de esa visión, meramente plástica; pasé un día por Nonoalco-Tlatelolco en un camión y vi esos campamentos a lo lejos y me gustaron muchísimo y un día fui especialmente a caminar por allí; observé los vagones transformados en casas con las macetas de geranios colgando, las cortinitas que les ponen, los tendederos de ropa de uno a otro vagón y me gustó muchísimo ¡es tan plástico todo eso! y eché a andar a un ferrocarrilero con una cajita blanca en el hombro y atrás una mujer que cortaba esos enormes girasoles que crecen en los baldíos y de esta imagen nació José Trigo, mi primera novela. Después iba los sábados a tomar notas y apuntes y escribí un texto que se fue haciendo inmenso y abarcó 536 páginas escritas a lo largo de siete años.”

Así de sencillo es el arranque de una novela formidable: José Trigo, que asombró e irritó a la vez. Edmundo Valadés, autor de La muerte tiene permiso, lo saludó como el mayor acontecimiento literario de México y sostuvo siempre que si algún novelista merecía el Nobel en nuestro país, ése era Del Paso.

Juan Rulfo declaró: “José Trigo es la más formidable empresa que en el territorio idiomático se haya intentado en Hispanoamérica. Es una novela barroca, sí, pero como dice Carpentier: en América Latina si no somos barrocos no somos novelistas”.

Soberbio, Fernando pasó por encima de las críticas buenas y malas con la suprema fortaleza que lo caracteriza. Para él, en México la gente se junta en gremios: zapateros, plateros, barrenderos. Y los escritores se reúnen para no sentirse tan solos. “A las personas a quienes quería que les gustara José Trigo, les gustó. Y eso me basta” –me dijo en aquella ocasión–. “Sé que el libro es muy difícil y necesita la colaboración del lector, pero así me salió. No hice otro libro. Hice José Trigo”.

Cuando pienso en Fernando del Paso me invade un sentimiento de asombro; sus novelas están infinitamente documentadas, pulidas, trabajadas, cinceladas, re-escritas, intencionadas y a la vez libres, porque él no le hace una sola concesión al lector.

Aunque en Palinuro de México no buscó el juego lingüístico, resultó otra obra monumental a la manera de Joyce.

En Palinuro de México se sumerge en la medicina, pero su Palinuro no es sólo un estudiante de medicina que acaba muriéndose en 1968, sino un hombre fascinante que abarca todos los temas de la ciencia, el amor y la cultura. Cualquiera puede escribir una novela sobre un estudiante muerto en 1968, cualquiera también puede documentar la vida de un ferrocarrilero y hacer una historia de los ferrocarriles, consultar libros técnicos sobre cómo se instalan los durmientes y los rieles, cómo se alinean las vías, cualquiera puede investigar y leer obsesivamente acerca de una huelga, pero nadie puede –como Del Paso– escribir una obra maestra en la que el tracatraca del ferrocarril punteé la tragedia ferrocarrilera, la tragedia de los sindicatos blancos, la tragedia de nuestra corrupción y la tragedia individual de un líder.

Noticias del Imperio fue una fiesta no sólo para Fernando, sino para sus múltiples lectores. Maximiliano y Carlota me llevaron de la mano del castillo de Miramar en Trieste al de Chapultepec, pasando por todos los castillos que Fernando dibuja con esmerada obsesión.

Probablemente seas una de las pocas personas que conozca el Castillo de Miramar en Trieste –me dijo Fernando–. Junto con otros visitantes pasé de la recámara nupcial de baldaquino de terciopelo rojo al pequeño salón fumador decorado a la oriental siguiendo la moda de la época: bambús, porcelanas, sedas bordadas a mano y biombos convertidos en encaje.

Durante el recorrido me acompañó Fernando del Paso en el pensamiento y descubrí que la biblioteca le rinde homenaje al liberalismo de Maximiliano, ya que los cuatro bustos de mármol que la presiden son de Dante, Shakespeare, Homero y Goethe. Pude comprobar que los libreros contienen obras de otros pensadores igualmente liberales.

Por eso, el enorme éxito en librería de Noticias del Imperio. Convertirse de la noche a la mañana en bestseller fue para él una sorpresa, como para quienes lo seguimos de cerca.

Fernando del Paso sabe de lo que habla al considerar que Maximiliano era un poco despreciable, un déspota ilustrado en el sentido de su liberalismo pero naif porque creía que Dios le había conferido el derecho divino a gobernar. Más que condenar su despiste, me conmueve la ingenua fragilidad de Miramar y sus ilusos habitantes.

La salita Novara, réplica de la popa de la fragata Novara en la que los futuros emperadores habrían de llegar a México, condensa sus ilusiones. Todas las ventanas de Miramar, absolutamente todas, tienen vista al mar, por eso, al llegar a México, las ventanas, las terrazas, los balcones de Chapultepec dan al oleaje verde del bosque, al valle de México, al mar de ahuehuetes, una infinita playa de verdor arbolado.

Con mucha razón Maximiliano quiso llamarlo Miravalle, según lo explica Del Paso. Vestido de charro el emperador bajaba frívolo y confiado hacia su valle y gustaba de estar entre la gente. Participó en muchos encuentros con el pueblo. Carlota, más realista, intuyó que por más que les sonrieran, no los amaban y sintió miedo.

“Mira, Elena –me dijo Del Paso– sobre Maximiliano y Carlota y la intervención francesa hay la más extensa bibliografía que pueda imaginarse, entre 90 y cien volúmenes. La mayoría están en alemán, aunque muchos se han traducido al español, al inglés y al francés.

“Acudí a los periódicos de la época, el Diario Oficial del Imperio, L’Estafette, La Orquesta y L’Ére Nouvelle, dos de ellos publicados en francés en México, y uno antes de la intervención francesa. Acudí también al Ceremonial de la Corte de Maximiliano que localicé en el Archivo General de la Nación y al libro del Conde Egon Corti, quien fue quizá el primero en hacer en los años 30 un trabajo serio sobre la tragedia de Maximiliano y Carlota.

“De ese enorme caudal de material, sólo utilicé 10 por ciento, a veces ni 10 por ciento. No soy historiador y me decidí por una especie de carrera entre la imaginación y la documentación y en el caso de Maximiliano y Carlota gana la imaginación. Partes de la novela son la narración de hechos básicos e históricos desde que se planeó el imperio hasta la intervención francesa, la llegada de Maximiliano, el derrumbe del imperio, el retiro de las tropas francesas y la locura de Carlota; pero otras muchas páginas son pura imaginación o creación como debe llamársele.

“No retrato sólo a Carlota, voy mucho más lejos. Noticias del Imperio es Carlota, es Maximiliano, es Juárez, es todo lo que provocó la intervención francesa. Podría haber escrito la historia de uno solo de los personajes, quizá de Carlota, pero me fui a lo grande.

Carlota enloqueció muy joven, a los 26 años, murió 60 años después, en 1927, el año en que Al Johnson hace la primera película hablada y Charles Lindbergh atraviesa el Atlántico.

¿Cuál es la función de las palabras de Del Paso además de embrujarnos? ¿Cuál es el poder de seducción de Del Paso al resucitar la huelga ferrocarrilera, la medicina, el amor, la derrota, la muerte, la locura?

Más que ningún otro escritor, Del Paso nos enseña a convertir la lectura en una iniciación hacia la vida interior que en México tanta falta hace a nuestros representantes políticos.

Ojalá la Cámara de Diputados y el Senado se agotaran leyendo José Trigo para que ya no tuvieran fuerzas para pedir aumentos más que inmerecidos.



domingo, 10 de abril de 2016

Autopsia del Crack

10/Abril/2016
Confabulario
Christopher Dominguez Michael

Una vez que acepté la encomienda de evaluar lo ocurrido con los escritores que firmaron hace veinte años el manifiesto del Crack y reuní la voluminosa bibliografía a leer y a releer sobre la mesa de mi comedor, sentí el hastío que produce, como bien nos previno Alfonso Reyes, el pasado inmediato. El Crack me parecía tan remoto como Gloria Trevi o el subcomandante Marcos, un tema en que invertimos más tiempo mental del que merecía en el pasado fin de siglo y el cual, como es común en los asuntos sublunares, el tiempo redujo a su justa medida. En el caso de la obra de Jorge Volpi (1968), Eloy Urroz (1967), Ignacio Padilla (1968), Ricardo Chávez Castañeda (1961) y Pedro Ángel Palou (1966), es más bien pequeña la medida.

Descarto de mi disección al veterano Chávez Castañeda, cuya pertenencia al grupo siempre me pareció forzada, tan es así que se dedicó a la hagiografía de sus jóvenes amigos pronosticando que enterrarían viva a la literatura mexicana y a quien perdí de vista sabiéndolo actor de dos actividades en apariencia contradictorias: competir como novelista con nuestra pornógrafa Ana Clavel y escribir cuentos infantiles al alimón con su pequeña hija. Y en cuanto a Vicente F. Herrasti (1967), quien no firmó el manifiesto y una de las mejores plumas del grupo, si es que perteneció a éste, no he tenido noticia de que haya vuelto a publicar desde La muerte del filósofo (2004), estupenda novela, por cierto.
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Inmodestamente, recuerdo que se cumplen doce años de “La patología de la recepción”, ensayo publicado en Letras Libres, donde desmentí la supuesta originalidad, vendida a la prensa española, del exotismo invertido del grupo: “¡mexicanos que no escribían sobre México!”. Pese a las agresiones que sufrieron por ese supuesto pecado de lesa nacionalidad en manos de los nacionalistas, no eran los primeros en cometer semejante osadía. Reviso mi vieja lista y la encuentro excesiva en nombres y en celo. Me hubiera bastado con decir que Farabeuf, o la crónica de un instante (1965), de Salvador Elizondo, nada tiene que ver con México pero el autor de una de nuestras grandes novelas, un verdadero moderno, no se preocupaba por esas tarugadas. Sin el taparrabo del exotismo invertido, el Crack quedó al desnudo como cualquier otro grupo de novelistas ligados a su tiempo, dedicados a lo particular y a lo universal, a la nación y al mundo, al yo y al otro, al individuo y a la pareja, como debe de ser y ha sido siempre.
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A la intemperie, la obra más anodina es la de Palou, a la vez una de las mentes más rápidas y brillantes que he conocido pero quien sufrió, acaso, del hoy todavía popular déficit de atención. Tras su primera novela, una evocación de Xavier Villaurrutia empática con la que hiciese Volpi de Jorge Cuesta, Palou lo ha intentado todo y en casi todo ha fracasado. Sin detenerme en su prehistoria, como no lo haré con los libros anteriores al manifiesto de 1996, intentó una novela boxística de la que se hubiera avergonzado un Ricardo Garibay, con La muerte en los puños (2002) que para colmo, ganó el Premio Xavier Villaurrutia de 2003 junto a Coral Bracho, delicada y etérea, si las hay, entre nuestros poetas. Ya se sabe que un premio dividido indica un mal jurado pero el mexicanísimo periplo fallido del boxeador de Palou profetizó el destino completo del Crack.
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Más tarde Palou publicó una novela bien lograda sobre la Puebla de los años setenta, afirmando que lo suyo era la rusticatio, pues a diferencia de Quien dice sombra (2005), cualquiera otra de las novelas de Palou carecen lo mismo de libertad y que de rigor, ideas van, ideas vienen, del milenarismo exotérico al popularismo ramplón, pero nada permanece, como en Paraíso clausurado (2000), pese a todo lo más serio. La catástrofe vino con el doble centenario de 2010 donde se convirtió en autor de biografías noveladas de úsese y tírese sobre los héroes patrios (Zapata, Morelos, Cuauhtémoc, Díaz) y acabó compitiendo con doña Taylor Caldwell. Si ella desentraña los misterios de Judas, Palou hace lo propio con los del apóstol San Pablo, caído del caballo, el poblano, en el espejismo comercial. Como Volpi, además, Palou se metió en política y le fue mal. Tras ser secretario de cultura de su Estado, fue nombrado rector de la Universidad de las Américas y salió de ella en medio de un escándalo. Desde allí el Crack pretendió parodiar Vuelta y hacer una revista titulada Revuelta. La idea ni siquiera era nueva y como suele ocurrir con todo aquello surgido de la mala fe, el engendro fracasó.

Eloy Urroz, a quien menos conocía antes de escribir esta recapitulación, resultó un escritor aun peor de lo que me temía. Amante del culebrón, escribió un mamotreto titulado Un siglo tras de mí (2004), una supuesta autobiografía multicultural, donde nos cuenta, con una gramática farragosa, todo, absolutamente todo, lo que hay que saber sobre el México del siglo XX. Por momentos algo de locura judía y neoyorkina (la de Roth, Henry, no Philip) asoma en las páginas de esa novela sin proporciones cuyo desenlace es el castigo judicial de una profesora que se liga a uno de sus alumnos, asunto vendido como “la transgresión de las transgresiones”, tropo que José Emilio Pacheco fijó en un puñado de páginas, dicho sea de paso, con Las batallas en el desierto, en 1981.

Después vino el libro más honesto de Urroz, una novela sobre Luis Cernuda (La familia interrumpida, 2011), poeta al cual está muy ligado el autor. Finalmente, no teniendo novela que escribir, Urroz reincidió en la autobiografía, ésta vez colectiva y generacional (la historia íntima del Crack para quien pueda interesar), librote apenas en clave donde nos enteramos de que el grupo acabó por desintegrarse cuando el pseudo Volpi quiso involucrarlos en el escándalo del premio de la FIL otorgado al plagiario Bryce Echenique, en 2012. Este monumento a la frustración se titula La mujer del novelista (2014) y en ella leemos correos electrónicos y monólogos donde el protagonista, muy lejos de la Ivy League a la que se cree merecedor, pueblea por la provincia universitaria de los Estados Unidos mientras sus ex–amigos viven en el país de Jauja, profesores o diplomáticos. La parte estrictamente literaria, de allí el título, la escribe la ficticia mujer del novelista, narrando, en contrapunto, la gloria y la caída de un matrimonio. Pero en ese club de escritores sin alma ni cuerpo, Urroz, al menos, grita.

Volpi, tras En busca de Klingsor (1999), obtuvo el éxito internacional más sonado de la literatura en español, entre el Boom y Roberto Bolaño. Lo que Volpi ofrecía era realismo histórico eficaz, un tanto comercial (a mí no me escandaliza del todo ese manoseo entre la novela y el comercio, patente desde Scott y Dumas, siempre y cuando sea sólo el envoltorio) que pasaba revista al misterio de la bomba atómica alemana, libro agradable al cual siguió su mejor novela, El fin de la locura (2004), donde Volpi introduce en el 68 francés a un desopilante (como dicen los españoles) intelectual mexicano, Aníbal Quevedo. Pero tras esa incursión, a ratos punzante, en la ironía, Volpi acabó por confundir a la novela con la sociología explicada del siglo XX y emprendió una historia novelada del comunismo (No será la tierra, 2004), su Terra nostra, que le valió una de las críticas más demoledoras que ha recibido escritor mexicano alguno fuera del país, la de Tom Bissell en The New York Times, en 2009.

Los días de vino y rosas se acababan. La reedición del Premio Biblioteca Breve ganado en 1999 nunca levantó mucho el vuelo, las traducciones de Volpi disminuyeron y sus sueños de verse en Hollywood, se esfumaron. La crisis española de 2008 puso las cosas en su lugar y los editores peninsulares dejaron de anunciar a la grande los “fichajes”, como si fueran futbolistas, de Volpi y Compañía. Y murió, en mayo de 2012, Carlos Fuentes, el protector del grupo.

Volpi, hombre con una admirable capacidad de investigación, insisto, propia del sociólogo o del historiador, pero no del novelista, trató de torcer su destino. La información, en una novela, sólo importa si la respalda un amor apasionado por el lenguaje. No basta con levantarse al alba, como Thomas Mann o Vargas Llosa. Para ser novelista se necesitan pesadillas. No dudo que Volpi las tenga. Pero al escribir las olvida. Insistió en el ya caricaturizado “nazismo mágico” con Oscuro bosque oscuro (2009), un poema en prosa (si es que un poema consiste en escanciar la tipografía en verso) donde los nazis, villanos ni mandados a hacer para un mal escritor, obligan al humilde vecindario a salir a matar judíos, con todas las implicaciones filosóficas y fantásticas que en un Tournier son gran literatura y en Volpi, gusto dudoso.

Luego, más modesto, escribió una novela pasable (La tejedora de sombras, 2012) donde una pareja va en busca de la sanación con el doctor Jung. Pero siempre que uno compara a Volpi con sus modelos, quizá el Christopher Hampton de The Talking Cure, la distancia entre sus deseos y la realidad resultan estratosféricos, como lo son en su último vademécum, Memorial del engaño (2014), donde imitando nada menos que a Urroz (a su vez no sólo su amigo sino su exegeta), hace firmar su libro a un otro yo, un tal J. Volpi, un pícaro de los que hundieron la economía, desde Wall Street, en 2008. Aunque hay buenos fragmentos (como el retrato del gordinflón comunista y anticomunista Whitaker Chambers) la novela es mala, otra supuesta autobiografía, pretende ser una doble historia, del macartismo y de la élite financiera, con el afán pedagógico, ya incurable, de informar al lector de lo que verdaderamente ocurre, ésta vez, en las entrañas del capitalismo salvaje. Si usted es un neófito en la materia, como yo, lea el panfleto de Georg von Wallwitz y no a Volpi: se informará sin necesidad de los embelecos de la metaficción y del manuscrito hallado en la bandeja de su correo electrónico. El libro, aunque cuenta con fotografías, es aburridísimo, con una prosa que da tristeza como debería darla que el Mal siempre triunfe.

Al gran escritor que no fue, lo acompaña, a Volpi, el extravío intelectual. Funcionario competente, como diplomático en París, como director del Canal 22 o del Festival Cervantino, Volpi resultó ser no el esperado sucesor de Fuentes, sino un Jaime Torres Bodet, con la diferencia de que a su edad, el poeta suicida ya había sido hasta director de la UNESCO. A Volpi lo devoró el viejo Aníbal Quevedo de El fin de la locura, padeciendo la duplicidad congénita del intelectual mexicano, ser a la vez, porque con ello el sistema se legitima, institucional y crítico. A principios de 2011, Volpi, crítico como todos los intelectuales de izquierda de la guerra contra el narco emprendida por el presidente Calderón y entonces en su apogeo, aceptó ser consejero cultural de México en Italia. Poco después, en abril, pronunció una conferencia en la Universidad de Castilla–La Mancha donde condenaba esa política y aunque el texto era, como casi todo lo que escribe, fofo, bastó para que la SRE hiciera lo que cualquier otro gobierno: despedirlo. Que los diplomáticos sean representantes del Estado como abstracción y no de sus gobiernos temporales, es una ficción poética a la que pueden acogerse los diplomáticos de carrera de ciertos países, no quienes reciben nombramientos políticos en México. Luego, medrosa, la SRE inventó un problema de embalaje o ajuste presupuestal para no decir la verdad pero Volpi, como si fuera Paz en 1968 o Fuentes en 1977, quiso colgarse la medalla, ante la indiferencia general, del valeroso disidente reprimido en su libertad de expresión.

Finalmente, en 2012, Volpi fue de los jurados que le dieron el Premio FIL de Literatura al peruano Alfredo Bryce Echenique, condenado por plagio de artículos periodísticos. Ésta vez si llamó la atención. Ese jurado, donde era figura prominente Julio Ortega, quien en franco conflicto de intereses había sido experto defensor de su amigo en Lima, tuvo en Volpi al más acérrimo defensor de una afrenta que otorgaba a un delincuente convicto 100 mil dólares provenientes, en su mayoría, del erario. Contra ese fallo se escribieron artículos memorables (recuerdo los de Alberto Ruy Sánchez, Juan Villoro y Sergio González Rodríguez, un antivolpista profesional) pero Volpi se refugió en Numancia. Nunca le perdonaré a Volpi haber dicho que los plagios de Bryce eran cosa menuda pues se trataba de artículos y no de novelas. Para quienes hacemos crítica y aspiramos a que cada página nuestra se acerque a la dignidad prosística de Reyes, Borges o Paz, es una ofensa mayor.

Tras este tiradero político y literario, leer a Ignacio Padilla es agua de mayo. El autor más premiado en la historia de México, es el único entre ellos cuyo español, sin brillar, al menos, satisface. Tras el empalagoso idioma usado en La gruta del Toscano (2006) ha entendido que lo suyo es el cuento, no la novela y en colecciones como El androide y las quimeras (2008) o Los reflejos y la escarcha (2012) hay buenos relatos, aunque la mayoría sean derivativos: Stevenson, Poe, Borges, Lovecraft, Arthur C. Clarke… En el extremo contrario de Urroz, para quien su existencia es una odisea multicultural e hipersexual, Padilla se precia de no mezclar al Yo con sus creaciones, a menudo tan infantiles: dinosaurios, autómatas, una tercera versión de la Alicia de Lewis Carroll, la educación del hijo de un verdugo, Castor y Pólux reconsiderados. Literatura de abogado en pantuflas, la de Padilla, quien ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua por la puerta trasera, tiene el mérito de ser la única, en lo que fue el Crack, dotada de cierta curiosidad intelectual, como se muestra en La vida íntima de los encendedores (2009) y Arte y olvido del terremoto(2010): le interesa la arqueología de los objetos o averiguar por qué el terremoto de 1985 no dejó un arte a la altura de la tragedia.

Vuelvo a ese cadáver exquisito que fue el manifiesto del Crack en 1996 y no encuentro más que lugares comunes representativos de una tardía angustia: el destino internacional de la literatura latinoamericana una vez convertidos en estatuas parlantes los grandes del Boom. Hacerse esa pregunta y experimentar con muchos escrúpulos fue el mérito del Crack. Lo demás, antes del fugaz éxito mediático, fue repetir los consejos de Calvino para el próximo milenio. Todo lo que se propusieron o ya lo habían hecho generaciones anteriores o ellos lo incumplieron. El realismo comercial del Crack y su delirio autobiográfico fue un retroceso en la narrativa mexicana y tan es así que no están actualmente en ninguna lista de autores mexicanos interesantes.

Para fortuna de nuestra lengua había un escritor en la orilla de Barcelona que se estaba haciendo la misma pregunta, la de qué hacer después del Boom y combinar los feminicidios de Ciudad Juárez con el frente ruso en la Segunda Guerra y lo hizo con genio: Bolaño. Por ello no sólo el Crack, sino muchos otros (me incluyo) respiramos aliviados al saber que alguien estaba soñando y escribiendo por nosotros. Cuando leí Nocturno de Chile renuncié a escribir una novela siempre pospuesta sobre un crítico literario en una mala época. Recuerdo que una sola vez, cuando estaban en la cúspide de su fama y fortuna, me senté a la mesa, en la feria de Guadalajara, con casi todo el Crack (siempre falta un beatle). Recuerdo el ambiente festivo, casi infantil. Sólo faltaban los sombreros de cucurucho y las serpentinas. Pensé: “goodfellas. Malos escritores”.

Postmanifiesto del Crack (1996-2016)

10/Abril/2016
Confabulario
POR RICARDO CHÁVEZ, IGNACIO PADILLA, PEDRO ÁNGEL PALOU, ELOY URROZ Y JORGE VOLPI

(Texto leído por primera vez en el Congreso de la Modern Language Association, en Austin, Texas, el 7 de enero de 2016).

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I. QUE VEINTE AÑOS NO ES NADA

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1. 22 años atrás, 5 aspirantes a escritores se reúnen en casa de uno de ellos y le dan

nombre a un grupo literario. ¿Qué buscan? ¿Fama, trascendencia? ¿Imitar a sus

héroes? ¿O algo en apariencia más prosaico: publicar sus manuscritos en pos de

esos espectros, los lectores?

/

2. Es en el invierno de 1994 y el PRI ha vuelto a ganar las elecciones. Acaba un año de

asombros y catástrofes: el alzamiento zapatista y el asesinato del candidato a la

presidencia. Si los 5 tiemblan no se debe al frío de diciembre, sino a la debacle

política y económica de un país adocenado por las crisis.

.(

3. 2 años después, los 5 anuncian el nombre de su grupo, presentan sus novelas y leen

su manifiesto. (Entretanto, en Chile, otros jóvenes emprenden una aventura

paralela.) Los miro a la distancia: ¿qué pretenden? Si azuzar a sus coetáneos, lo

consiguen. ¿Un juego, una provocación, una estrategia publicitaria? Lo inverosímil

es que aún se escuchan ecos de esa tarde.

v

4. Como casi todos los jóvenes, los 5 no se acomodan a su tiempo. Abjuran de su

época. Y se aburren. Estamos en 1996 y el futuro no existe.

Ñ

5. La globalización y su doble siniestro, el neoliberalismo, inician su conquista del

planeta. México es todavía una isla.

K

1 * Texto leído por primera vez en el Congreso de la Modern Language Association, en Austin, Texas, el 7 de enero de 2016.

K

6. Los 5 han leído a Borges, a Rulfo, a Paz y a los maratonistas del Boom igual que

Alonso Quijano leía novelas de caballería: sus páginas son la realidad. Una realidad

mejor que la suya.

L

7. Afuera triunfan los saltimbanquis que se disfrazan de García Márquez. Los 5 se

encabritan: adoran el original, desdeñan las copias. Y nadie los escucha.

L

8. Entre 1996 y 1999, los 5 pasan de moda. Y luego, entre 1999 y 2003, el mundito

literario español —con su aspiración monárquica— los unge y redescubre.

L

9. En los 20 años transcurridos desde entonces, la literatura se convierte en mercado

literario. Una esfera pegajosa, sin salida. Incluso quienes se rebelan —¡cómo adoran

los mercados a los rebeldes!— se pliegan a las reglas de la oferta y la demanda.

L

10. La discreta apoteosis en España es un malentendido. Ellos, que vivían en las

entrañas del Boom, son presentados como sus liquidadores. Y ellos, que no podían

ser más mexicanos, son vendidos como antimexicanos.

L

11. Muy pronto sus rivales los acusan de ser productos del mercado. Sorprendidos, los 5

se resisten. En vano: son productos del mercado. Igual que sus críticos.

L

12. Y, sin embargo, escriben.

L

13. Mientras tanto, América Latina deja de ser la América Latina inventada por el

Boom. Ya nadie sabe lo que significan esas dos palabras que los merolicos repiten

en foros y congresos. Y si no existe América Latina, la literatura latinoamericana

mucho menos.

L

14. En su primer resplandor desde Felipe II, los virreyes peninsulares ordenan y

clasifican la literatura en español. En su imperio se concentran editores, agentes,

promotores, suplementos, académicos, críticos, escritores. Y los latinoamericanos

caen en la trampa.

L

15. Los 5, a los que se han sumado otros 2, se toman de la mano con sus enemigos y

rivales y juntos peregrinan a Madrid y Barcelona. Buscan premios, reconocimientos

y adelantos.

L

16. 20 años atrás, jamás pensaron que podrían vivir de sus libros. Menos enriquecerse a

su costa. Durante un breve lapso —las vacas gordas españolas— se adhieren al

espejismo.

L

17. México y casi todos los países de América Latina derivan, de nombre, en

democracias. Los intelectuales no tienen opción más que jubilarse. Ser escritor ya

no implica desgañitarse en la plaza pública. Los nuevos jóvenes respiran aliviados y

se concentran en dominar el punto de cruz.

L

18. Otra muerte ocurrida en estas décadas, que por cierto nadie llora: la de los críticos.

Si antes eran odiados y temidos, hoy buscan empleo de ascensoristas y

deshollinadores.

L

19. Veinte años atrás, los 5 contribuyeron a dinamitar las reglas para ascender en el

escalafón literario diseñadas por sus mayores. ¿Quién alza hoy la voz para romper

los nuevos códigos?

L

20. Triunfó el mainstream y, con él, el predominio absoluto de la literatura en inglés. La

literatura en español es un silbido en un concierto de rock.

L

21. Si el mercado es el Dragón, ¿quién podría hoy apuñalarlo? Solo no propongan los

nombres de Aira o Vila-Matas, por favor.

L

22. En estos 20 años, Letras Libres y Nexos, los dos sindicatos más poderosos del país,

también son desmantelados. Sin darse cuenta, sus miembros siguen asistiendo a sus

asambleas.

L

23. Muere Paz. Muere Fuentes. Muere García Márquez. Mueren Monsiváis y Pacheco.

Nadie ocupa sus altares.

L

24. Los nuevos escritores dicen aborrecer las mafias mientras en secreto las imitan.

Solo que no les ponen nombre.

L

25. La revolución digital no trastoca la literatura. Se lee en un sinfín de formatos. Se lee

de otra manera. Pero los escritores apenas se dan por aludidos.

L

26. Las redes sociales agitan la sociedad del espectáculo. La celebridad dura hoy dos

horas. Los escritores abandonan sus plumas y sus computadoras y hacen stand-up

comedy.

L

27. Novelas profundas, polifónicas: el clamor principal del manifiesto. Contra la

banalidad del nacionalismo y de las etiquetas. Al menos en este punto la lucha no ha

variado.

L

28. Del grupo queda un puñado de obras perdurables. A algunos les parecerá muy poco.

No se dan cuenta de que lo que hoy dura más de tres meses aspira a convertirse en

clásico.

L

29. 20 años atrás, México era un avispero de corrupción y autoritarismo. Hoy es un

cementerio. ¿Cómo escribir sentados sobre fosas repletas de cadáveres?

L

30. Todo grupo literario es una tensión entre fuerzas centrípetas —la amistad, la

ambición compartida— y centrífugas —la envidia, los celos, el miedo—: el

equilibrio es siempre precario. Nadie puede exigir que dure 20 años.

L

31. Como en Dumas, 20 años después los mosqueteros están más viejos. Tienen menos

ilusiones. Algunos se ignoran, otros simplemente no se miran a los ojos. Todo los

separa. Pero no pueden dejar de ser los que fueron.

L

32. Intento mirar de nuevo a esos jóvenes. Y compararlos con sus trasuntos arrugados,

gordos, calvos de hoy. ¿Qué se conserva? Su voluntad de escribir grandes novelas.

Novelas que le cambien la vida a un lector.

L

33. El grupo fue, por supuesto, una ficción. No podía dejar de serlo. Un puñado de

voluntades y poéticas enfrentadas contra el tiempo. Una hermosa, valiente ficción.

L

POR JORGE VOLPI

S

III. 20 INSTANTÁNEAS A 20 AÑOS

S

1. La novela aspira a la imperfección: desde Rabelais, la novela quiere ser amorfa. En

esa contradicción radica su forma. El cuento aspira a la perfección. Borges, Chéjov,

Arredondo estuvieron obsesionados con ella: escribieron cuentos perfectos.

S

2. El cuento es absoluto. La novela es todo lo que no es el cuento, pero puede incluir

cuentos, lo mismo que puede incluir al mundo.

D

3. Cada novela es un ensayo del mundo y por eso, también, un nuevo

―monumental― fracaso. Cada derrota es, para la novela, su mayor victoria. Para

escribir Casa desolada, Dickens ensayó muchas veces, se ejercitó con varias

grandes novelas antes de escribir su obra maestra, y sin embargo, Casa desolada es

imperfecta y amorfa, lo mismo que Don Quijote, Los bandidos de Río Frío, Moby

Dick, En busca del tiempo perdido, Hijos de la medianoche, Palinuro de México o

La vida exagerada de Martín Romaña.

S

4. Los grandes novelistas ―justo lo que Rulfo no era, pero Fuentes sí fue― se

ejercitan, luchan, bregan, igual que un atleta contiende con las pesas (todos los días,

toda su vida). Los grandes novelistas lo intentan una y otra vez y en el solo intento

estriba su grandeza.

S

5. La solución última al problema de la novela está en escribirla.

S

6. El Crack empezó como un delirio llamado voluntad: voluntad de un grupo de

jóvenes por escribir grandes novelas, novelas polifónicas, novelas distintas a las que

se publicaban entonces, relatos empeñados en crear algo nuevo aunque no exista lo

nuevo, relatos empeñados con romper porque romper es la única forma de continuar

escribiendo.

S

7. Usurpar historias, discernir materiales, poner a prueba ideas, desechar, filtrar…

Reescribir palabras, frases, eliminar párrafos y con la greda y argamasa que queda

concebir una nueva realidad, una tan verdadera o ilusoria como la nuestra.

S

8. Añadirle una mentira a una novela, jamás es mentir. Acaso sea la única forma de

desvelar una verdad oculta o callada.



9. Cada punto y coma implica una elección; implica no haber elegido otra cosa. Lo

mismo cada acción o cada evento de la historia: otro hubiera sido el derrotero de tal

o cual personaje si otro hubiese sido el estilo, el punto de vista, el tiempo elegido o

el narrador. Las disyuntivas que genera la novela son también las disyuntivas

morales del autor.

/

10. No sé si se acabaron los tiempos de la novela como género. Es más probable que

primero se acaben los lectores de novelas a que algún día se terminen las novelas. Y

esto es así porque el género, dúctil como ninguno, se ha logrado desdoblar: hay

series de televisión, hay telenovelas, hay juegos virtuales, trasuntos que no hacen

sino repetir, por otros medios, lo que ha hecho el arte de la ficción desde Homero:

remedar el mundo, convencernos de esa otra realidad tan parecida ―y ajena― a la

nuestra.

d

11. Las mejores novelas desafían nuestros valores, atentan contra nuestros

presupuestos, cuestionan nuestra forma de pensar y de vivir.

d

12. Las mejores novelas no solo “entretienen” como quería Cervantes. También irritan,

incomodan y en el mejor de los casos, subvierten.

d

13. La novela desemboza ―y despereza del letargo― a Eros y a Tánatos, quienes

suelen hacer mucho más daño adormecidos que despiertos.

d

14. La novela es una forma vicaria de la condición humana: nos permite vivir o

atestiguar otros posibles dilemas de nuestra propia existencia.

d

15. La novela debe decir lo que nada ni nadie se atreve a decir. Pero esto no importa si

no se dice bien, si el autor no infiere la forma desde adentro.

d

16. Cuando Brodsky recibió el Premio Nobel dijo que era menos probable que alguien

que hubiese leído a Dickens disparara contra otro ser humano, a que alguien que no

lo hubiese leído lo hiciera. (Lo mismo pasaría, pienso, si en lugar de Dickens, el

asesino hubiese leído a Sade o a Sábato.) Tal vez para eso sigan sirviendo los libros,

esos inutensilios. Y los llamo así ―como el poeta portugués llamaba a los

poemas― pues a pesar de sus incalculables beneficios, el arte de la novela no debe

buscar, a pesar de todo, otro fin que el de su propio arte. Como decía Lawrence: la

moral, la metafísica del escritor, debe supeditarse a la obra de arte, debe supeditarse

a su forma, y nunca al revés a riesgo de terminar escribiendo un panfleto con rostro

de novela. Dejemos que solo sea ella misma la que conlleve, solitaria y autártica, su

propio, desmesurado, fracaso… Al cabo en su caída se afinca su victoria.

s

17. Si con la ciencia ocurre que cada nueva teoría verifica o refuta a la anterior, la

novela verifica y refuta a la anterior.

s

18. Hace 30 años me obcequé con una idea: armar un grupo literario. La idea vino, por

supuesto, de los Beatles, pero también de la llamada “Generación de la Amistad” o

“Generación del 27” a quien admiraba y admiro. Pensaba que un grupo era siempre

más fuerte que un autor; un grupo podía tener más solidez literaria e histórica que

un escritor en solitario, aunque, pasados los años, algunos de estos mismos

escritores terminaran por aborrecerse. La Generación del 98, Contemporáneos, la

llamada Generación del 50 en España, el Boom, el grupo de Bloomsbury, The Lost

Generation y sobre todo la Generación de Medio Siglo en México me lo

demostraba. A muchos de estos autores los leí gracias a que formaban parte de un

grupo más amplio, un escritor me llevaba a otro. Mi instinto me decía que así debía

funcionar el grupo con el que yo soñaba a los 18 años. Eso no quería decir que no

admirase a los grandes solitarios: Stendhal, Kafka, Lowry u Onetti. Lo que

significaba era que, si algún día podía tener la pretensión de ser leído y no archivado

era más probable que lo consiguiera si me unía con un grupo de jóvenes a los que

yo admirase. Y los encontré. (Los encontré y a algunos de ellos los perdí).

s

19. Algo más ocurrió, algo con lo que entonces no contaba: la sana rivalidad, la

competencia entre iguales… Ambas me hicieron escribir mis mejores libros. Esa

rivalidad, esa envidia, me impulsó, azuzó mi vanidad o atizó mi pereza. Acaso sin

sus libros no hubiese escrito ninguno o acaso hubieran sido muy malos. Por fin

comprendí que no habría Beatles si no hubiese habido reñida competencia. No

existiría La realidad y el deseo si Lorca no hubiese literalmente envidiado a

Cernuda, su entrañable amigo, y si éste, a su vez, no se hubiese sabido admirado por

quien él más envidiaba y quería.

s

20. El Crack es como una novela: tiene su principio, su clímax y su desenlace

inesperado y no siempre feliz, pero esto, la verdad, no importa demasiado, lo mismo

que no importa que Don Quijote haya muerto en 1615 o 1616… La duración, el

gozo, la lectura infinita es lo único que, al final, importa.

s

POR ELOY URROZ

S

III. El CRACK, UNA POÉTICA

SS

1. Hace 20 años los agoreros de la muerte de la novela no eran menos legión que

ahora. Hoy está vivita y coleando. El Crack nació como defensa de la novela total.

Es una mercancía internacional en la que cabe todo, es cierto, pero también una

forma de arte, acaso la más flexible y el género literario más extendido en el mundo.

La novela siempre se cuestiona a sí misma. Rabelais, Cervantes, Sterne son un trío

de locos que se consagran a un género que apenas se inventa pero en el que, creen,

se cifra el mundo. La novela en pleno estertor se busca preguntándose. Por escrito o

en la pantalla. Lo mismo en Coetzee que en The Wire.

S

2. La novela es un género internacional, las influencias no tienen que ver con los

países. Pensar en una novela latinoamericana—o, arequipeña o norteña— es como

pensar en equitación protestante. Si a la novela se la adjetiva se la banaliza. El

Crack apostó por esa globalidad de la novela desde las tradiciones locales. No buscó

destruir al Boom, como se dijo, sino continuarlo. Hizo Crack, una fisura en la

tradición que aún hoy suena como cuando se pisan las ramas y las hojas en un

bosque.

S

3. No existe la novela con adjetivos. No hay novela histórica, novela erótica, novela

policiaca. La verdadera novela es un organismo fagocítico. Todo lo engulle y lo

devuelve trastocado. Por eso mismo El Quijote no es una novela de caballería o

Alicia en el país de las maravillas no es una novela fantástica. En 1907, Mahler le

dice a Sibelius sobre la sinfonía —esa novela de la música— que debe ser como el

mundo, en ella debe comprenderse todo. Todo cabe en la novela, que es como el

mundo pero no es el mundo. La novela resiste la domesticación de lo literario que el

mercado intenta operar siempre y cuando intente demoler la retórica literaria que la

convierte en mercancía, ese señalado realismo lírico que nada aporta a la crítica de

la realidad. Y vivimos, veinte años después, en la triste domesticación de lo

literario.

X

4. La gran novela reescribe hacia atrás toda la tradición novelística. El Crack, un

grupo de novelas con un manifiesto, entró a las bibliotecas como un viento helado.

X

5. Nada más pernicioso que el nacionalismo —un adjetivo europeo, por cierto— para

la novela. El nacionalismo es una mentira y la novela odia, aborrece la mentira. La

novela entraña una búsqueda de la verdad literaria. Dentro de sus páginas, todo lo

que ocurre es absolutamente verdadero. El Crack es una novela sin adjetivos y sin

nación.

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6. Cesare Pavese lo supo bien al hablar de su querido Stendhal: la novela crea

situaciones estilizadas y las repite fingiendo lo que llamamos estilo. Una buena

novela resiste una mala traducción porque lo que la novela ha demostrado es que el

estilo es, ante todo, una visión.

X

7. Los estilos novelescos son sistemas de operación dentro del lenguaje cuyos efectos

buscan ser extralingüísticos. Son máquinas estilísticas portables. Como los celulares

o los coches, pueden importarse y llevarse a donde sea.

X

8. La novela presenta, no explica. “Europiccola”, llamaba Joyce a Trieste. Sabía una

cosa: el escritor es siempre un exiliado, es el exiliado por excelencia: un desplazado.

El cosmopolita es alguien que ya dejó de tener patria. Supo también que el

provinciano es alguien vacío, carente de contenido. El provinciano se ancla en la

nostalgia porque no tiene nada. El cosmopolita exiliado, habiéndolo perdido, lo

tiene todo. Es nuestro, dice Borges —ese novelista de pequeños cuentos/ensayo,

como “El Aleph”, acaso la mejor novela argentina—, solo aquello que hemos

perdido. Miguel Torga dixit: lo universal es lo local sin los muros. Alabado sea.

Pero también Unamuno: el mundo es un Bilbao más grande.

X

9. El Crack sabe ahora, a pesar del mercado y su banalización, que la gran novela es

una burla velada de la realidad y de las lecturas erróneas que hacemos de ella. Es

una mirada despiadada contra la ciudad del lugar común.

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10. La novela que el Crack aspira a escribir veinte años después es un manual para

descreídos, un tratado de apostasía. Es un alegato contra la banalidad y contra el

mercado —que en nuestros países es un engaño, como dice Piglia. Es una máquina

de demolición contra lo literario como cliché. Es un arma de destrucción masiva

contra la estupidez desde la ironía, esa suprema forma del conocimiento. La vida

real es repetitiva, como la novela. A la vida real no puede entendérsela. No es por

ello papel de la novela el conocimiento, sino la experiencia. Y solo se experimenta,

en literatura, el desastre.. Las novelas del Crack, veinte años después, aún creen que

la literatura no está muerta ni enterrada.

X

POR PEDRO ÁNGEL PALOU

S

IV. NUEVO SEPTENARIO DE BOLSILLO

S

1. El Crack no fue ni pretendió ser nunca una generación ni un movimiento, no

digamos una estética. Se trató más bien de una invitación y, si acaso, de una actitud.

O de la invitación a recuperar cierta actitud hacia la escritura y la lectura. Si bien

interpelaba a editores, autores y crítica, su manifiesto estuvo dirigido sobre todo a

los lectores.

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2. El Crack fue desde el principio un juego, una broma que por fortuna algunos se

tomaron muy en serio; nada tuvo de estrategia (no somos tan listos) ni mucho

menos aspiró a una defenestración de nuestros maestros (no somos tan tontos).

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3. El manifiesto del Crack nació a posta fragmentario y contradictorio. De allí que sus

interpretaciones hayan sido tantas y tan encontradas. Hay muchos Crack, y quizá el

menos conocido a estas alturas sea el grupo de novelas expuesto en 1996.

S

4. Muchos equívocos reconformaron o de plano reconstruyeron a modo algunos

postulados del manifiesto del Crack, lo bastante lábiles como para permitirlo. Entre

estos equívocos, acaso los más prósperos y notables sean, primero, el mito de una

negación de los escenarios mexicanos y, segundo, el de una confrontación con los

grandes autores de la literatura latinoamericana. La mayor parte de las novelas

escritas por los firmantes de aquel manifiesto transcurren en México, si bien en

todas ellas y para todas ellas hemos reivindicado nuestro derecho a situar nuestras

historias en el lugar del mundo o del inframundo donde mejor podamos expresar ese

relato concreto, siempre, eso sí, en esa patria nuestra que desde siempre ha sido la

lengua española.

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5. Las del Crack fueron propuestas en esencia novelísticas, triunfo rotundo de la

impureza y la imperfección. En su raíz, no obstante, se encuentra el heroico fracaso

del cuento como aspirante a la imposible perfección. El cuento es a la utopía lo que

la novela es a la distopía. La novela seguirá triunfando mientras asuma y encarne la

imperfección distópica de lo real. El cuento solo triunfará si se asume como

quijotesco fracaso y cuanto de sublime hay en ello.

S

6. El Crack fue una amistad literaria, un archipiélago de soledades e individualidades

que acaso permitió recordarnos que la literatura, solitaria como es, puede también

vivirse como una experiencia colectiva. Algunos aportaron, otros se disolvieron.

Interesados más que nada en la creación –y acaso en la docencia- los miembros del

Crack nunca tuvieron la malicia suficiente ni buscaron detentar ni ejercer poder

bastante como para constituirse en una de esas capillas literarias que tanto daño han

hecho a la cultura en nuestro país. Tampoco excluyó ni crucificó por consigna, ni

siquiera a sus críticos más enconados. Como quiera que sea, al final solo quedaran

dos o tres obras que es lo que viene más al caso. Lo único que importa.

S

7. El Crack no fue el único, aunque sí uno de los primeros catalizadores de un proceso

de recomposición y redignificación de la literatura en español que de cualquier

modo habría ocurrido. Algunos de los entonces firmantes seguimos convencidos de

que es posible la ruptura con continuidad. Renegamos todavía del facilismo,

deificamos aún la novela total, la literatura difícil, la lengua y sus posibilidades,

creemos más en la recuperación que en la pura innovación, reivindicamos nuestro

derecho a la dislocación, y estamos desde luego conscientes de que otros más

diestros y más lúcidos que nosotros se encargarán de crear y proponer las

alternativas sobre los cadáveres que quedan en el campo de batalla en el que nos

tocó participar.

S

POR IGNACIO PADILLA

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V. CRACK PARA NIÑOS

S

1. Los seres humanos se unen para hacer sus vestidos, para levantar sus casas, para

extraer sus alimentos de la naturaleza. Es lo normal, pensamos, hacerlo juntos,

pues de otro modo nunca lo conseguiríamos. Sin embargo esta necesidad de

grupo se torna sospechosa cuando surge en el arte. ¿Por qué? Primer hecho:

hace veinte años nos tornamos sospechosos.

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2. ¿Puede de verdad el arte hacerse en solitario como la masturbación o el

suicidio? ¿No es verdad que para insertarse en la tradición y adquirir oficio son

necesarios nuestros mayores vivos y nuestros mayores muertos? Segundo

hecho: quizá lo desconfiable es la unión horizontal y no la vertical.

S

3. Los pueblos se autoproclaman, las congregaciones se autobautizan, las

amistades se dejan ver, las familias se apellidan y se registran. Tercer hecho:

autoproclamarse, autobautizarse, dejarse ver, permitir registro, es legítimo.

“Somos el Crack”. Y sobrevino el mutismo, la espalda, el ninguneo. Tercer

hecho: la autoproclamación, el autobautizo, el dejarse ver, el apellidarse y

registrarse no se perdonan si sucede en ciertos ámbitos que entonces se

presupondrían asociales.

}

4. El ser humano es gregario. No vive sino convive; no se desarrolla

apartadamente sino en común unión. Nos necesitamos. Sin embargo en toda

sociedad surge una raza extraña que vive entre el “nosotros” y el “ustedes”. En

todas las fronteras y en todos los márgenes habitan “ellos”: los solitarios. Cuarto

hecho: la gente dedicada al arte forma parte de esta subespecie humana

maldecida por la soledad o destinada a la soledad.

S

5. Los artistas viven una soledad fatal y cultivada: a la maldición de descubrirte

hecho isla se añaden los procesos y yacimientos para convertir ese hecho en

tragedia. Quinto hecho: lo imperdonable es pretender que pueden ser agrupadas

la soledad y la tragedia.

S

6. El arte está fuera del mundo, es un fin en sí mismo, su realidad es otra. Sexto

hecho: es sospechoso todo lo que del arte está en este mundo.

S

7. Un fin en sí mismo no acepta otros fines. Séptimo hecho: al Crack no le ha

bastado el arte.

S

8. Las promesas y el futuro. Todo artista encarna una propuesta, una promesa, un

proyecto que solo el tiempo medirá. Octavo hecho: no es necesario pregonar la

poética personal pues debe quedar expresada en la obra.

A

9. La soberbia y la vanidad personal son los daños colaterales del ser artista.

Noveno hecho: se perdona siempre y cuando sea individual y no colectiva.

A

10. Todo puede ser conmemorado, unir nuestras memorias para recordar: hace

veinte años ciertos escritores mexicanos decidieron publicar cinco novelas de las

que nadie se interesaba a pesar de haber sido premiadas, las llamadas “novelas

del Crack”. Si antes habían sido rechazadas editorialmente de una en una,

sufrieron la misma suerte en grupo. Dos años después, tres de las cinco novelas

fueron publicadas. Los escritores decidieron hacer un manifiesto y hacerlo

público durante la presentación. El medio literario mexicano les aplicó la ley de

la defenestración y posteriormente la ley de la indiferencia. Décimo hecho: eso

conmemoramos.

A

11. Todo recuerdo es un verbo: “recordar”. Es necesaria la voluntad. Se recuerda

entonces lo que está cayendo en el olvido. Onceavo hecho: habría que

preguntarnos qué se recuerda, quién lo recuerda, por qué, para qué, contra qué y

contra quiénes en este vigésimo aniversario.

A

12. El ser humano es una manifestación extraña de la vida. La vida tiene tres

movimientos: la atracción, la huida y un equilibrio entre ambas fuerzas,

generador de la inmovilidad. El ser humano al parecer posee un cuarto

movimiento que no es acercamiento, ni alejamiento, ni quietud, sino distracción.

Doceavo hecho: toda distracción supone quitarle la atracción a algo; retiramos la

atención de aquí para ponerla allá. Si “allá” es el vigésimo aniversario del

Crack, ¿cuál es el “aquí” al que le retiramos la atracción y la atención?

A

13. La facultad de las aves es el vuelo, la facultad de los peces es el nado, la

facultad humana es la comprensión. Treceavo hecho: ya que nos vamos a

distraer, habría que comprender algo, sacar en claro algo.

A

14. La literatura se mide con libros y los libros se miden por su calidad, la cual es

una síntesis de verdad, belleza y trascendencia. Catorceavo hecho: habría que

hacerse la única pregunta pertinente: ¿qué dicen los libros del Crack sobre el

Crack?

A

15. No nos importa cómo se levantó la casa, se cultivó el suelo o se tejió la ropa: los

recién llegados reconocen su trascendencia si les ofrece techo, alimento o

cobijo. Quinceavo hecho: habría que enfrentar el único cuestionamiento

pertinente: ¿qué ofrecen los libros del Crack más allá de nuestras palabras y


nuestras conmemoraciones a quienes han venido después de nosotros?

Manifiesto del Crack (1996)

10/Abril/2016
Confabulario

POR PEDRO ÁNGEL PALOU
 I. La feria del Crack (una guía)
Las palabras más certeras sobre los retos que se le plantean a las novelas del Crack las iba a pronunciar, creo, Italo Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio. En esas páginas, Calvino proponía una reflexión necesaria hoy, cuando la literatura y sobre todo la narrativa ven desplazado a su lector potencial por las tecnologías del entretenimiento: los juegos de vídeo, los medios masivos y, recientemente, para quien pueda solventarlos, los juegos de realidad virtual en los cuales oh, paradojas el desarrollo un individuo provisto de un modernísimo casco y un anatómico guante puede ver, oír e incluso palpar las aventuras que un disco compacto le proporcione.
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¿Cómo podrá competir, entonces, el narrador con sus escasos medios para granjearse a los lectores perdidos en ese vasto mundo de pocas tinieblas? Calvino, adelantándose, supo la respuesta: usando las más añejas armas del oficio digan lo que digan sobre la prostitución más viejo del mundo:
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La levedad. Calvino ponderaba esta virtud de la literatura, pensando que obras como
Romeo y Julieta, el Decamerón o el propio Quijote construían su poderosa maquinaria
narrativa en función de una extraña ligereza. O mejor: de una aparente sencillez. Era más
fácil manejar un terrible mensaje moral mediante este recurso. La aguda mirada, la ácida
crítica socia, se encuentran supeditadas a un ligero y fresco humor no exento también del más terrible de los sarcasmos. Decía Chesterton que el humor en literatura debe producir hilaridad, pero congelando la sonrisa en una mueca reflexiva que detenga el tiempo y desentierre el espejo.
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Primer territorio de la feria del Crack que con ustedes hemos visitado: El Palacio
de la Risa.
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La rapidez. Los teóricos de la comunicación saben desde hace tiempo que a la implosión de los información va aparejada la deflación del sentido. La guerra del Pérsico, la primera vía satélite, nos ilustró sobre esto; en realidad no supimos nada, aunque creíamos verlo y conocerlo todo. Sin embargo, no podemos negar que lo primero que asombra es la frialdad aterradora. Si poco después de principios de siglo el mundo se cimbró, y el verbo es gráfico, con el hundimiento del Titánic, hoy las tragedias de la guerra de Sarajevo ni impactan ni conmueven: informan.

Segundo territorio visitado: La Montaña Rusa.
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La multiplicidad. El Quijote es quizá la obra múltiple por excelencia en la historia de la literatura. Gargantúa le pisa los talones y el Tristam Shandy le lleva la maleta. Hoy, es ocioso apuntarlo, la propia realidad se nos arroja múltiple, se nos revela multifacética, eterna. Se necesitan libros en los cuales un mundo total se abra ante el lector, y lo atrape en nuestros anterior apartado usábamos este mismo verbo, pero aquí la estrategia es distinta. No es de vértigo, sino de superposición de mundos de lo ue se trata. Usar todo el potencial metafórico del texto literario para decirnos nuevamente: “Aquí están ustedes, encuéntrense”.
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Tercer territorio recorrido en la feria del Crack: La Casa de los Espejos.
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La visibilidad. Virtud última de la prosa, su textura cristalina. El propio Flaubert lo veía así: “Qué perro asunto es la prosa! Nunca acaba uno de corregir. Un buen fragmento de prosa debe de ser igualmente rítmico y sonoro que un buen verso”. No ocioso formalismo, sino búsqueda de la intensidad de la forma, uso a fondo de las virtudes magníficas del idioma castellano y de sus múltiples sentidos.
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Cuarto puesto de la feria: La Bola de Cristal.
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La exactitud. Calvino nos prevenía sutilmente que aisláramos los valores de los que hemos estado hablando. Y es con este último apartado que podemos ilustrar cómo no hay exactitud sin precisión, cómo no existe velocidad sin precisión y exactitud, y cómo es imposible la levedad sin el vértigo, la transparencia y la rapidez. Exacto es todo buen texto de prosa. Más aún, equilibrado. La añeja preocupación del fondo y la forma es gratuita cuando una obra literaria busca con devoción la exactitud. Lo sabía Conan doyle, para quien el efecto lo era todo. Para lograrlo, hay que recurrir a todo lo demás. Pero quizá la mayor enseñanza de esta propuesta de Calvino sea la de hacernos comprender que no es posible la exactitud de la obra literaria si ésta no se da naturalmente, conseguida sin esfuerzo. Picasso dixit: “La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando”. ¿Qué queremos decir? Agilidad, poder de descripción (y describir es observar con la intención de hacer las cosas interesantes, como quería Flaubert, pero también seleccionar esas pequeñas grandes cosas, que no sólo forman parte de la vida, sino que son la vida) y ese ingrediente que permite al lector continuar sin descanso la lectura y aumentar su curiosidad. Ahí se revela la importancia que debe conceder el narrador de fin de siglo a la exactitud que implica poner la palabra precisa en el momento adecuado.
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Y con esto damos término al penúltimo lugar visitado: El Tiro al Blanco.
B
La consistencia. Italo Calvino planeaba escribir este apartado basándose sólo en el análisis de uno de los textos más hermosos de Melville, Bartelby, el escribiente. Este extraño personaje, empleado de una notaría, se niega poco a poco a participar de la existencia, repitiendo la frase “prefería no hacerlo”. Al final del relato, Bartelby es encerrado y muere repitiendo la sentencia, negándose incluso a comer. Consistente con su proyecto de vida y con su futuro, la novela del Crack se antoja como renovación desde el tradicional último espacio a visitar: recorrer nuevamente, y con la misma voluntad de naufragio, la feria del Crack, mostrada en el siguiente tetrálogo.
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1. Las novelas del Crack no son textos pequeños, comestibles. Son, más bien, el churrasco de las carnes: que otros escriban los bistecs y las albóndigas. A la ligereza de lo desechable y de lo efímero, las novelas del Crack oponen la multiplicidad de las voces y la creación de mundos autónomos, empresa nada pacata. Primer mandamiento: “Amarás a Proust sobre todos los otros”.
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2. Las novelas del Crack no nacen de la certeza, madre de todos los aniquilamientos creativos, sino de la duda, hermana mayor del conocimiento. No hay, por ende, un tipo de novela del Crack, sino muchos; no hay un profeta, sino muchos. Cada novelista descubre su propio pedigrí y lo muestra con orgullo. De padres y abuelos campeones, las novelas del Crack apuestan por todos los riesgos. Su arte es, más que el de lo completo, el de lo incumplido. Segundo mandamiento: “No desearás la novela de tu prójimo”.
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3. Las novelas del Crack no tienen edad. No son novelas de formación, y rehúyen la frase de Pellicer: “Tengo años y creo que el mundo nació conmigo”. No son, por ende, las primeras novelas de sus autores doce las tentaciones de la autobiografía, del primer amor y del ajuste de cuentas familiar pesan por sobre todas las cosas. Si la posesión más preciada del novelista es la libertad de imaginar, estas novelas exacerban el hecho buscando el continuo desdoblamiento de sus narradores. Nada más fácil para un escritor que escribir sobre sí mismo; nada más aburrido que la vida de un escritor. Tercer mandamiento: “Honrarás la esquizofrenia y escucharás otras voces; déjalas hablar en tus páginas.”
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4. Las novelas del Crack no son novelas optimistas, rosas, amables; saben, con Joseph Conrad, que ser esperanzado en sentido artístico no implica necesariamente creer en la bondad del mundo. O buscan un mundo mejor, aunque sepan que tal vez, en algún lugar que no conoceremos, tal ficción pueda ocurrir. Las novelas del Crack no están escritas en ese nuevo esperanto que es el idioma estandarizado por la televisión. Fiesta del lenguaje y, por qué no, de un nuevo barroquismo: ya de la sintaxis, ya del léxico, ya del juego morfológico. Cuarto mandamiento: “No participarás en un grupo en que te acepten a ti como miembro”.

II. Genealogía del Crack
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POR ELOY URROZ
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En su conocido ensayo México en su novela, el crítico norteamericano John S. Brushwood insistía en que Yáñez había establecido la tradición de la “novela profunda” en 1947 con la publicación de Al filo del agua. Posteriormente, en 1955 y dentro de la misma tradición, aparece Pedro Páramo, de quien el mismo Brushwood dice: “Es natural que algunos lectores pongan reparos a la dificultad de acceso a la novela y que algunos prefieran rechazarla en vez de esforzarse por entender lo que ella cuenta. Resulta comprensible la renuencia a una participación tan activa, pero a mi entender los resultados al final merecen el esfuerzo”. Lo que en ambos casos no deja de llamar la atención es, primero, el atinado adjetivo “profundo” para referirse a una tradición o pía cadena de novelas y de novelistas que, en su momento, sí entendieron “profundamente” el trabajo creativo como la más genuina expresión de un artista comprometido con su obra.
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Cuando Brushwood habla, por ejemplo, de “la dificultad de acceso” a ciertos libros, los autores del Crack piensan de inmediato en la novela “con exigencias” y “sin concesiones”; “exigencias” cuyos resultados, al final, “merecen el esfuerzo” y “concesiones” que no sirven a la larga sino para enflaquecer aún más el panorama de nuestra narrativa y para desanimar a los lectores honestos. El dilema, pues, con este grupo de novelas Crack es el de que, heroicamente, pretenden la hazaña de encontrar lo que Julio Cortázar denominó “participación activa” en sus lectores justo cuando una abominable “renuencia” es lo que vende y lo que a su vez consumen sus lectores. Así, la genealogía del Crack se va perfilando. El Crack deslinda y desbroza los libros de los que se siente deudor y también los libros de los que se siente anatematizador o inquisidor, pues son muchas las novelas que se irían a la hoguera sin reparo y sin perdón.
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Al lado de esta tradición que tiene su esplendor con Yáñez y Rulfo, como ya dijimos, los novelistas del Crack guardan reverencia por esas contadas obras llamadas Farabeuf, Los días terrenales, La obediencia nocturna, José Trigo, La muerte de Artemio Cruz y unas cuantas más. Pero, y desde entonces, ¿qué pasa? ¿Cuáles son esas otras obras ejemplares de nuestra literatura o, por lo menos, ¿cuáles son esos relatos en que nosotros, autores nacidos en los años sesenta, podemos hoy día abrevar o siquiera encontrar un modelo digno como para pretender quitarle la vida y, acto seguido, usurparle un trono? No los hay; han ido muriéndose de anemia y autocomplacencia. Los riesgos y el deseo de renovación han languidecido. Una laguna de varios lustros empantana de ausentismo el entorno de las letras, ya sea con novelistas que no escriben o, peor aun: con escritores que no pueden llamarse novelistas. Son pocas, siendo francos, las excepciones y sus novelas no pasan de ser buenas, repito: educadamente buenas, sin ningún terror que contravenga el insulso contrato social, la insulsa norma literaria.  La pía cadena de novelas legítimamente “profundas”, pues, sufre un descalabro cuando las editoriales grandes comienzan a titubear hace algunos años y prefieren venderle al público títulos apócrifamente “profundos”, apócrifamente literarios, dándoles así a los lectores cantidad inenarrable de “gatos por liebres” y desactivando de paso la avidez de exigencia que textos como Rayuela, La vida breve o Cien años de soledad redituaban. El fenómeno se vuelve hoy día tan portentoso y evidente que no queda sino decir que es un asunto lamentable. Sin embargo, los novelistas del Crack sueñan que en alguna parte de nuestra República Iletrada existe un grupo de lectores hartos, cansados,  ahítos de tantas concesiones y tantas complacencias. Ellos, ustedes, ya no pueden ser engañados. Las concesiones, repito, los desconcierta y no los lleva sino a pensar que su propia capacidad está siendo menoscabada. A ese grupo de individuos, ustedes, unos cuantos miles desgraciadamente, desean llegar las novelas del Crack, persiguiendo, repito, esa genealogía que desde los Contemporáneos (o quizás poco antes) ha forjado la cultura nacional cuando ha querido correr verdaderos riesgos formales y estéticos. No hay, pues, ruptura, sino continuidad. Y si hubiese alguna forma de ruptura, ésa sería sólo con la broza, el perjudicial Gérber actual, la literatura de papilla—embauca—ingenuos, la novela cínicamente superficial y deshonesta. De cualquier modo, lo cierto es que no importa todo lo que aquí yo diga o diga cualquiera de mis compañeros: las novelas del Crack al final hablarán por su cuenta.
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Allí están. Se llaman: El temperamento melancólico, Memoria de los días, Si volviesen sus majestades, La conspiración idiota y Las Rémoras. Si hay en ellas un común denominador, creo que es el riesgo estético, el riesgo formal, el riesgo que implica siempre el deseo de renovar un género (en ese caso el de la novela) y el riesgo que significa continuar con lo más profundo y arduo que tenemos, eliminando sin preámbulos lo superficial, lo deshonesto. Basta de subestimarlos a ustedes. Pero como dice el poeta Gerardo Deniz y en mi caso se ha vuelto una consigna: “El tiempo no cura. El tiempo verifica”. Esperemos a que el tiempo otorgue su última palabra al Crack.
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III. Septenario de bolsillo
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POR IGNACIO PADILLA
1. Cansancio y deshaucio

Si Pessoa pudo crear él solo toda una generación en una Lisboa dictatorial y yerma de literatura, fue, ideas aparte, por cansancio. Una mañana, después de un sueño intranquilo, Álvaro de Campos despertó para escribir: “Porque oigo, veo. Confieso: es cansancio.” Y en sus insomnios nació la gran poesía. De manera similar, creo ue vienen todas las rupturas, desde los más cotidianos desvaríos hasta las más cruentas y radicales revoluciones; no por ideologías, sino por fatiga. Por eso aquí también está de más buscar definiciones contundentes, teorías. Acaso sólo aparecerán algunos “ismos” extraños que tienen más de juego que de manifiesto. Ahí hay más bien una mera reación contra el agotamiento; cansancio de que la gran literatura latinoamericana y el dudoso realismo mágico se hayan convertido, para nuestras letras, en magiquismo trágico; cansancio de los discursos patrioteros que por tanto tiempo nos han hecho creer que Rivapalacio escribía mejor que su contemporáneo Poe, como si proximidad y calidad fuesen una y la misma cosa; cansancio de escribir mal para que se lea más, que no mejor; cansancio de lo engagé; cansancio de las letras que vuelan en círculos como moscas sobre sus propios cadáveres. De ese agotamiento viene un acta de defunción generalizada, no sólo literaria, sino aun de la circunstancia. No hablo de pesimismos o existencialismos impostados o trasnochados. Acaso siempre tenemos la ventaja de que el espíritu de la comedia, la risa y la caricatura, se volverán alternativas.
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2. Sobre la contienda ausente y otras definiciones en pensamiento negativo
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No es tan gratuito, como opinan algunos, el término siciliano de “generación sin contienda”. Esta allí la ironía para quienes hayan leído a Ortega y Gasset, y sepan que entre las características que él apuntaba para constituir una generación se contaba la contienda. Pues bien, la ausencia de contienda es uno de los pocos elementos que nos unifica, querámoslo o no. Y si algo está ocurriendo con las novelas del Crack, no es un movimiento literario, sino simple y llanamente una actitud. No hay más propuesta que la falta de propuesta. Dejaremos a otros más piadosos elaborarla en su momento, que sin duda lo harán. No es ésta la única definición en discurso negativo, no sólo es la falta de contienda: cual si fuésemos escolásticos definiendo a Dios o al infierno, sólo podría decirse que, más que “ser algo”, las novelas del Crack “no son muchas cosas”, son todo y nada, esa expresión con que Borges definió acertadamente a Shakespeare. A veces, las definiciones matan al misterio, y una literatura sin misterio no merece la pena ser escrita.
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3. Creacionismo para la escatología
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No nos engañemos: no hay en las novelas del Crack, ciertamente apocalípticas, originalidad escatológica. Sería injusto otorgarles esta línea, injusto con una larguísima tradición que, por cierto, no es precisamente mexicana. Por si esto no bastase, ya el fin de las ideologías y la caída del muro de Berlín se adelantaron mucho a la escritura; hace tiempo que nos dejaron por herencia un mundo formado de sufijos, sólo de sufijos que agregamos, a veces en serio y casi siempre en desesperada broma, a lo que ya existió, a lo que ya fue. Ya Beckett predijo una situación del género hace mucho tiempo, no con Godot, sino con su Final de partida. Como Hamm y Cov, no escribimos desde el apocalipsis, que es viejo, sino desde un mundo situado más allá del final. Si al parecer hay en estas novelas un afán creacionista, no en el sentido literal tipo Huidobro, sino en el amplio de Faulkner, Onetti, Rulfo y tantos otros, es porque se juzga necesario construir ese cosmos grotesco para tener mayor y más verosímil derecho a destruirlo. Y una vez destruido, sólo entonces, comienzan las novelas del Crack a aparecer dentro del imperio del caos.
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4. El cronotopo cero, o hacia una estética de la dislocación
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Este mundo más allá del mundo no aspira a profetizar ni a simbolizar nada. Acaso hay a veces trampas para un efecto de extrañeza en homenaje a Brecht y a Kafka, algo para lo grotesco, algo para la paráfrasis caricaturesca; en realidad, lo que buscan las novelas del Crack es lograr historias cuyo cronotopo, en términos bajtinianos, sea cero: el no lugar y el no tiempo, todos los tiempos y lugares y ninguno. Del comic hemos tomado lo que accidentalmente hicieran, hace más de medio milenio y en forma accidental, los refundidores del Amadís de Gaula y lo que, sólo hace cinco años, ha hecho el austríaco Ransmayr al situar a su Públio Ovidio Nasón frente a un ramillete de micrófonos. La dislocación en estas novelas del Crack no será a fin de cuentas sino remedo de una realidad alocada y dislocada, producto de un mundo cuya massmediatización lo lleva a un fin de siglo trunco en tiempos y lugares, roto por exceso de ligamentos.
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5. El nimbo y la palabra
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A la novela del Crack, pues, le queda renovar el idioma dentro de sí mismo, esto es, alimentándolo de sus cenizas más antiguas. Quede para otros, los que sí tienen fe, tratar el idioma con el argot de las bandas o con el discurso rockero, que ya sabe a viejo. Hay más libros aún por hacer. Por cortar hay tela en la peremiología, en la oralidad del rapsoda, en los arcaísmos y la lengua atávica, en la oralidad y el folclor, en la retórica juglaresco—clerical. Estos recursos, al menos, han mostrado una mayor resistencia al tiempo, y aunque parezca más difícil esta alquimia, sus resultados son más ricos.
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6. Elogio de los monstruos
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Ya nadie escribe novelas, o bien: ya nadie escribe novelas totales. Pero, me pregunto, ¿novelas para quién?, ¿totales para quién? ¿Se escriben acaso? Mejor será hablar de novelas supremas y de nombres como Cervantes, Sterne, Rabelais y Dante, con todos los que los han seguido abiertamente. Se trata de organismos, que no por gigantescos debieran asustarnos, que no por monstruosos debiéramos privarnos de ellos. Más soberbio me parecerá el autor que se aleje de esos gigantes aduciendo una incapacidad dudosa, que aquellos nosotros— que los asuman abiertamente, que se revuelquen con ellos. La literatura que reniega de su tradición no puede ni debe crecerse en ella. Ningún monstruo niega sus sombras. Novela o anti—novela, espejo contra espejo, sólo así es posible la ruptura en digna continuidad.
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7. Ruptura y continuidad
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No vale la pena agitar el frasco de las garrapatas. Esto es un juego, como todo lo que vale en la literatura. La palabra es una y la misma; la novela, digan lo que digan, viene de siempre y continúa. Rompiéndola, prevalece. En efecto, si no hay nada nuevo bajo el sol, es porque lo viejo vale para la novedad.
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IV. Los riesgos de la forma. La estructura de las novelas del Crack
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POR RICARDO CHÁVEZ CASTAÑEDA
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Lugares comunes como “las páginas nos hablan” o “el libro se defiende solo” se tornan pertinentes a la hora de evaluar una propuesta estética. Si un manifiesto es, en el mejor de los casos, un mapa para contornear lo que resulta obvio a una mirada medianamente atenta a los comunes denominadores, las obras representan los verdaderos reinos del compromiso con una postura y una proclama. Las cinco novelas Crack son precisamente el sitio donde ha de buscarse cuanto de pacto, de alma prometida y de ambición; cuanto de apuesta por una literatura, llamémosle, “profunda”, hay en el momento actual de estos escritores. Lo extraordinario ha sido la coincidencia. Las novelas fueron elaboradas sin consigna colectiva. Si posteriormente se agruparon hubo, por un lado, menos voluntad que destino compartido en el siempre voluble medio de las editoriales, y, por otro lado, lo más importante, una correspondencia de postulados, promesas y quizá, por qué no, incumplimientos. Exposiciones como ésta no hacen sino compartir nuestro asombro: desembocar en los accidentes episódicos de la época había sido, hasta ahora, el único punto de reunión en nosotros, autores nacidos a partir de los sesenta. Palabras más, palabras menos, lo que nos ha unido hoy es una misma condena, si se entiende que las novelas son ya, para bien o para mal, una demarcación y un voto de proceso. De aquí en adelante se trata sólo de recorrer y exprimir hasta sus últimas consecuencias la elección hecha. ¿Cuáles han sido los términos del convenio? ¿Cuál ha sido el juramento? Los libros son el único sitio donde han de buscarse las respuestas; sin embargo, es posible adelantar el mapa que toda declaración de principios desdibuja para facilitar las adhesiones y los agravios. Las novelas del Crack comparten esencialmente el riesgo, la exigencia, la rigurosidad y esa voluntad totalizadora que tantos equívocos ha generado. Si volviesen sus majestades, Memoria de los días, La conspiración idiota, Las Rémoras y El temperamento melancólico rehúsan cualquier fórmula masiva o probada. Corren el riesgo de ensayar. Podrá reclamárseles incumplimiento mas no insuficiencia en la ambición: explorar al máximo el género novelístico con temáticas sustanciales y complejas, sus correspondientes proposiciones sintácticas, léxicas, estilísticas; con una polifonía, un barroquismo y una experimentación necesarias; con una rigurosidad libre de complacencias y pretextos.
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De este modo, mientras una secta completa se encarga de narrar el fin del mundo en Memoria de los días, son las voces de los actores que irrumpen en la película que se filma en El temperamento melancólico, quienes nos dan cuenta de la soberbia infinita de un director que se asume como dios. O, en otro extremo, Si volviesen sus majestades involucra en el aparente orden de su historia principal un caos de historias engarzadas, lo mismo que las tres breves novelas que, al modo cervantino, interrumpen el viaje principal de Ricardo hacia Las Rémoras. Y en un último tour de force, La conspiración idiota apuesta por deletrear el secreto lenguaje de los niños con un léxico tan original como el que balbucea nuestro bufón en Si volviesen sus majestades. En las novelas del Crack ustedes encontrarán, pues, los alcances del proyecto pero también sus límites; las conquistas pero también sus desvaríos. Nada se soslaya, nada se modera, porque las apuestas que valen sólo contienen extremos, tan arriba y tan abajo se desee la escalada o la caída. Un libro así obligadamente es profundo y severo con sus lectores. La novela del Crack demanda pero ofrece. Se jacta de ser recíproca: cuanto más se busque, más se recibirá, con la certeza de que preexiste el iceberg para saldar cualquier deuda. Aquí se exige una precisión. Contra esas novelas mundo, voraces, que todo lo aspiran y todo lo exhiben; libros que se quieren científicos, filosóficos, de enigma, etcétera, a un tiempo, y que, como la vida misma, desecha tanto como ciñe sin transformarse, así las novelas totalizadoras del Crack generan su propio universo, mayor o menor según sea el caso, pero íntegro, cerrado y preciso. Los libros del Crack crearon su propio código, y lo han llevado hasta sus últimas consecuencias. Son cosmos egocéntricos, casi matemáticos, en su construcción y en su fundamento, absolutos en su urgencia de comprender las realidades seleccionadas desde todas las perspectivas, que en la literatura se traducen como multiplicación de registros e interpretaciones; no hay un vértice que no sea nude o no se cerque, como una red que es una combinación de lazos y agujeros.
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En fin, no se hace nada nuevo. Cuando más, desbrozar una estética olvidada en la literatura de México. Hemos elegido ascendencia y uno sólo de los mil caminos posibles. La proposición, pues, está hecha, escrita, y ahora publicada, porque cualquier diálogo en términos de propuesta literaria se realiza con libros: “las páginas nos hablan”, “los libros se defienden solos”. El Crack está listo para hacerlo.
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V. ¿Dónde quedó el fin del mundo?
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POR JORGE VOLPI
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Enfebrecidos, los bizarros miembros de la Iglesia de la Paz del Señor que aparecen en Memoria de los días, peregrinan hacia Los Ángeles, en busca de adeptos y aunque no lo sepan— hacia la destrucción de su mundo. La variada corte de personajes, a cual más excéntrico —el escribano, el sacerdote luchador, la reencarnación de la Virgen, las variantes de una perversa lotería narrativa—, recorre el mundo tratando de explicar a los incrédulos que el universo está a punto de desaparecer, tal como hace Carl Gustav Gruber, el aclamado director de cine de El temperamento melancólico. Algunos los escuchan, pocos los siguen, los más se burlan o los condenan. Habrá de ser un norteamericano loco, trasunto de David Koresh, quien desencadene una masacre entre los sectarios. Los científicos, como los críticos, creen tener la última palabra: el Juicio Final ha sido un engaño; objetivamente, nada ha cambiado. Lo que desconocen, lo que son incapaces de comprender, es que la inmolación ocurrida en Los Ángeles ha sido en realidad, la hecatombe tantas veces anunciada. Porque no tienen la entereza ni el valor suficientes para darse cuenta de que, parafraseando a Nietzsche, el fin de los tiempos no ocurre fuera del mundo, sino dentro del corazón. Más que una superstición decimal o una necesidad del mercado, el fin del mundo supone un particular estado del espíritu, lo que menos importa es la destrucción externa, comparada con el derrumbamiento interior, con ese estado de zozobra que precede a nuestro íntimo Juicio Final. Del mismo modo, sólo una casualidad milenarista ha hecho que otros peregrinos se dirijan también a esas tierras: Ricardo y Elías, absurdos siameses que se han inventado mutuamente sin saberlo, avanzan por la carretera que va de La paz hacia la frontera californiana, rumbo a esa misma Babel de inmigrantes, y de ahí quizás hasta Alaska. En un mundo múltiple, en el cual abundan las historias dentro de las historias, como en Si volviesen sus majestades, la estética de Escher o Borges parece llegar a sus últimas consecuencias en Las Rémoras, la novela y el pueblo de pescadores donde se celebra este ritual de reunificación. Somos seres divididos, o múltiples, quién lo duda: lo extremo aquí es que sólo la escritura es capaz de reintegrarnos con nuestros fantasmas, ello hace posible que los amigos imaginarios de la adolescencia aparezcan como creaciones reales, o, aun peor, como los autores de nuestros días. Escondido, el fin del mundo es aquí el inicio de la Utopía, el inicio de un mundo nuevo: al fin unidos, Elías y Ricardo, creador y creatura simultáneos, se detienen a mitad del desierto y, mientras orinan a la vera del camino, contemplan el espacio inabarcable el fin, el principio del universo— que aún tienen por delante. No es otra cosa lo que ocurre con la pandilla de viejos adolescentes que emprende La conspiración idiota. Varios adultos se dedican a recordar sus aventuras de niños, en especial el destino de Paliuca, el más extraño de todos, quien de pronto, muchos años atrás, decidió que tenía que ser bueno. Se reúnen entonces en vagas tertulias tratando de desentrañar el pequeño misterio que los une a Paliuca. Sin embargo, la aparente obviedad de la trama esconde un secreto: la verdad no existe, lo único que importa es la experiencia interior de los personajes, quienes apenas consiguen explicarnos quiénes son. El estilo y la textura sintáctica de las frases tal como acontece con el lenguaje desfasado del Senescal de Si volviesen sus majestades—, son los que trastocan las convenciones para revelarnos, una vez más, que el fin del mundo ocurrió hace mucho, en esa zona innominada y abstrusa que separa la inocencia de la crueldad, la infancia de la madurez. Uno tampoco podría creer que es coincidencia que ese fiel Senescal del reino traslúcido abandonado por sus Majestades, sueñe permanentemente con viajar a las tierras de Kalifornia con K, puesto que en este mundo las letras han terminado por sustituir a la sociedad— para consagrarse, al fin, a su pasión cinematográfica. Pero así es: Kalifornia aparece como topos recurrente de la pasión finisecular, espacio de masacre o de fuga. Pero, a  diferencia de sus congéneres de Memoria de los días o Las Rémoras, el Senescal no llegará nunca a rozar su sueño. Porque, oh dolor, el fin del mundo es él mismo. En su túrbida figura, su exquisito sadomasoquismo con el bufón, y su lingua franca que recuerda o más bien trastoca el español del “infame Avellaneda”, cabe el universo entero con todo y sus Majestades idas— y por tanto, también, horror de horrores, su feraz destrucción. El fin del mundo es también esquizofrenia, fantasía, big crunch hipocondríaco. La conclusión no puede extrañar a nadie: el Senescal no ha hecho otra cosa que buscar, a lo largo de las frases y el delirio, como un Rumpelstiltskin oligofrénico, su identidad, la misma que podrían tener casi todos los personajes Crack: de aquí en adelante su nombre será Caos.
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Por su lado, Carl Gustav Gruber, el famoso e inexistente director de cine alemán, comparte con Elías, el escribidor de Las Rémoras, y con Amado Nervo, el Pluma de Oro de Memoria de los Días, tan privilegiada característica: artista por fuerza, todo lo que tocan sus manos se convierte en cadáver. ¿No es la infertilidad, sin ir más lejos, el verdadero fin del mundo? ¿La mediocridad, el olvido? Gruber filma, obsesion ado, su última película: tiene cáncer y, lo que es peor aún, es capaz de contagiarlo a sus actores a través de sus palabras, de su atroz temperamento melancólico. Contrata, con esta misma obsesión por lo perfecto, su séquito de últimos hombres otra cofradía, otra hermandad como en La conspiración idiota—, pero que se distingue, en este caso, por su maleabilidad exacerbada. Todos se sienten, o son, artistas, como Gruber. Todos están dispuestos a vender su alma por tan noble causa. Y todos pagarán por ello. El fin del mundo puede creerse y predicarse, como en Memoria de los días; puedetratar de alcanzarse en automóvil o ferry, como en Las Rémoras; puede rememorarse y reconstruirse en la infancia y el pasado, como en La conspiración idiota; puede  provocarse en uno mismo, hasta la locura, como en Si volviesen sus majestades; y puede, también, otorgarse como una infame Caja de Pandora a los demás, como en El temperamento melancólico. Sea como fuere, en cualquiera de los casos, nadie escapa a esta última enfermedad, a este quinto jinete, a esta plaga y este divertimento: a este postrer estado del corazón.
Ciudad de México, julio de 1996