domingo, 10 de abril de 2016

Autopsia del Crack

10/Abril/2016
Confabulario
Christopher Dominguez Michael

Una vez que acepté la encomienda de evaluar lo ocurrido con los escritores que firmaron hace veinte años el manifiesto del Crack y reuní la voluminosa bibliografía a leer y a releer sobre la mesa de mi comedor, sentí el hastío que produce, como bien nos previno Alfonso Reyes, el pasado inmediato. El Crack me parecía tan remoto como Gloria Trevi o el subcomandante Marcos, un tema en que invertimos más tiempo mental del que merecía en el pasado fin de siglo y el cual, como es común en los asuntos sublunares, el tiempo redujo a su justa medida. En el caso de la obra de Jorge Volpi (1968), Eloy Urroz (1967), Ignacio Padilla (1968), Ricardo Chávez Castañeda (1961) y Pedro Ángel Palou (1966), es más bien pequeña la medida.

Descarto de mi disección al veterano Chávez Castañeda, cuya pertenencia al grupo siempre me pareció forzada, tan es así que se dedicó a la hagiografía de sus jóvenes amigos pronosticando que enterrarían viva a la literatura mexicana y a quien perdí de vista sabiéndolo actor de dos actividades en apariencia contradictorias: competir como novelista con nuestra pornógrafa Ana Clavel y escribir cuentos infantiles al alimón con su pequeña hija. Y en cuanto a Vicente F. Herrasti (1967), quien no firmó el manifiesto y una de las mejores plumas del grupo, si es que perteneció a éste, no he tenido noticia de que haya vuelto a publicar desde La muerte del filósofo (2004), estupenda novela, por cierto.
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Inmodestamente, recuerdo que se cumplen doce años de “La patología de la recepción”, ensayo publicado en Letras Libres, donde desmentí la supuesta originalidad, vendida a la prensa española, del exotismo invertido del grupo: “¡mexicanos que no escribían sobre México!”. Pese a las agresiones que sufrieron por ese supuesto pecado de lesa nacionalidad en manos de los nacionalistas, no eran los primeros en cometer semejante osadía. Reviso mi vieja lista y la encuentro excesiva en nombres y en celo. Me hubiera bastado con decir que Farabeuf, o la crónica de un instante (1965), de Salvador Elizondo, nada tiene que ver con México pero el autor de una de nuestras grandes novelas, un verdadero moderno, no se preocupaba por esas tarugadas. Sin el taparrabo del exotismo invertido, el Crack quedó al desnudo como cualquier otro grupo de novelistas ligados a su tiempo, dedicados a lo particular y a lo universal, a la nación y al mundo, al yo y al otro, al individuo y a la pareja, como debe de ser y ha sido siempre.
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A la intemperie, la obra más anodina es la de Palou, a la vez una de las mentes más rápidas y brillantes que he conocido pero quien sufrió, acaso, del hoy todavía popular déficit de atención. Tras su primera novela, una evocación de Xavier Villaurrutia empática con la que hiciese Volpi de Jorge Cuesta, Palou lo ha intentado todo y en casi todo ha fracasado. Sin detenerme en su prehistoria, como no lo haré con los libros anteriores al manifiesto de 1996, intentó una novela boxística de la que se hubiera avergonzado un Ricardo Garibay, con La muerte en los puños (2002) que para colmo, ganó el Premio Xavier Villaurrutia de 2003 junto a Coral Bracho, delicada y etérea, si las hay, entre nuestros poetas. Ya se sabe que un premio dividido indica un mal jurado pero el mexicanísimo periplo fallido del boxeador de Palou profetizó el destino completo del Crack.
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Más tarde Palou publicó una novela bien lograda sobre la Puebla de los años setenta, afirmando que lo suyo era la rusticatio, pues a diferencia de Quien dice sombra (2005), cualquiera otra de las novelas de Palou carecen lo mismo de libertad y que de rigor, ideas van, ideas vienen, del milenarismo exotérico al popularismo ramplón, pero nada permanece, como en Paraíso clausurado (2000), pese a todo lo más serio. La catástrofe vino con el doble centenario de 2010 donde se convirtió en autor de biografías noveladas de úsese y tírese sobre los héroes patrios (Zapata, Morelos, Cuauhtémoc, Díaz) y acabó compitiendo con doña Taylor Caldwell. Si ella desentraña los misterios de Judas, Palou hace lo propio con los del apóstol San Pablo, caído del caballo, el poblano, en el espejismo comercial. Como Volpi, además, Palou se metió en política y le fue mal. Tras ser secretario de cultura de su Estado, fue nombrado rector de la Universidad de las Américas y salió de ella en medio de un escándalo. Desde allí el Crack pretendió parodiar Vuelta y hacer una revista titulada Revuelta. La idea ni siquiera era nueva y como suele ocurrir con todo aquello surgido de la mala fe, el engendro fracasó.

Eloy Urroz, a quien menos conocía antes de escribir esta recapitulación, resultó un escritor aun peor de lo que me temía. Amante del culebrón, escribió un mamotreto titulado Un siglo tras de mí (2004), una supuesta autobiografía multicultural, donde nos cuenta, con una gramática farragosa, todo, absolutamente todo, lo que hay que saber sobre el México del siglo XX. Por momentos algo de locura judía y neoyorkina (la de Roth, Henry, no Philip) asoma en las páginas de esa novela sin proporciones cuyo desenlace es el castigo judicial de una profesora que se liga a uno de sus alumnos, asunto vendido como “la transgresión de las transgresiones”, tropo que José Emilio Pacheco fijó en un puñado de páginas, dicho sea de paso, con Las batallas en el desierto, en 1981.

Después vino el libro más honesto de Urroz, una novela sobre Luis Cernuda (La familia interrumpida, 2011), poeta al cual está muy ligado el autor. Finalmente, no teniendo novela que escribir, Urroz reincidió en la autobiografía, ésta vez colectiva y generacional (la historia íntima del Crack para quien pueda interesar), librote apenas en clave donde nos enteramos de que el grupo acabó por desintegrarse cuando el pseudo Volpi quiso involucrarlos en el escándalo del premio de la FIL otorgado al plagiario Bryce Echenique, en 2012. Este monumento a la frustración se titula La mujer del novelista (2014) y en ella leemos correos electrónicos y monólogos donde el protagonista, muy lejos de la Ivy League a la que se cree merecedor, pueblea por la provincia universitaria de los Estados Unidos mientras sus ex–amigos viven en el país de Jauja, profesores o diplomáticos. La parte estrictamente literaria, de allí el título, la escribe la ficticia mujer del novelista, narrando, en contrapunto, la gloria y la caída de un matrimonio. Pero en ese club de escritores sin alma ni cuerpo, Urroz, al menos, grita.

Volpi, tras En busca de Klingsor (1999), obtuvo el éxito internacional más sonado de la literatura en español, entre el Boom y Roberto Bolaño. Lo que Volpi ofrecía era realismo histórico eficaz, un tanto comercial (a mí no me escandaliza del todo ese manoseo entre la novela y el comercio, patente desde Scott y Dumas, siempre y cuando sea sólo el envoltorio) que pasaba revista al misterio de la bomba atómica alemana, libro agradable al cual siguió su mejor novela, El fin de la locura (2004), donde Volpi introduce en el 68 francés a un desopilante (como dicen los españoles) intelectual mexicano, Aníbal Quevedo. Pero tras esa incursión, a ratos punzante, en la ironía, Volpi acabó por confundir a la novela con la sociología explicada del siglo XX y emprendió una historia novelada del comunismo (No será la tierra, 2004), su Terra nostra, que le valió una de las críticas más demoledoras que ha recibido escritor mexicano alguno fuera del país, la de Tom Bissell en The New York Times, en 2009.

Los días de vino y rosas se acababan. La reedición del Premio Biblioteca Breve ganado en 1999 nunca levantó mucho el vuelo, las traducciones de Volpi disminuyeron y sus sueños de verse en Hollywood, se esfumaron. La crisis española de 2008 puso las cosas en su lugar y los editores peninsulares dejaron de anunciar a la grande los “fichajes”, como si fueran futbolistas, de Volpi y Compañía. Y murió, en mayo de 2012, Carlos Fuentes, el protector del grupo.

Volpi, hombre con una admirable capacidad de investigación, insisto, propia del sociólogo o del historiador, pero no del novelista, trató de torcer su destino. La información, en una novela, sólo importa si la respalda un amor apasionado por el lenguaje. No basta con levantarse al alba, como Thomas Mann o Vargas Llosa. Para ser novelista se necesitan pesadillas. No dudo que Volpi las tenga. Pero al escribir las olvida. Insistió en el ya caricaturizado “nazismo mágico” con Oscuro bosque oscuro (2009), un poema en prosa (si es que un poema consiste en escanciar la tipografía en verso) donde los nazis, villanos ni mandados a hacer para un mal escritor, obligan al humilde vecindario a salir a matar judíos, con todas las implicaciones filosóficas y fantásticas que en un Tournier son gran literatura y en Volpi, gusto dudoso.

Luego, más modesto, escribió una novela pasable (La tejedora de sombras, 2012) donde una pareja va en busca de la sanación con el doctor Jung. Pero siempre que uno compara a Volpi con sus modelos, quizá el Christopher Hampton de The Talking Cure, la distancia entre sus deseos y la realidad resultan estratosféricos, como lo son en su último vademécum, Memorial del engaño (2014), donde imitando nada menos que a Urroz (a su vez no sólo su amigo sino su exegeta), hace firmar su libro a un otro yo, un tal J. Volpi, un pícaro de los que hundieron la economía, desde Wall Street, en 2008. Aunque hay buenos fragmentos (como el retrato del gordinflón comunista y anticomunista Whitaker Chambers) la novela es mala, otra supuesta autobiografía, pretende ser una doble historia, del macartismo y de la élite financiera, con el afán pedagógico, ya incurable, de informar al lector de lo que verdaderamente ocurre, ésta vez, en las entrañas del capitalismo salvaje. Si usted es un neófito en la materia, como yo, lea el panfleto de Georg von Wallwitz y no a Volpi: se informará sin necesidad de los embelecos de la metaficción y del manuscrito hallado en la bandeja de su correo electrónico. El libro, aunque cuenta con fotografías, es aburridísimo, con una prosa que da tristeza como debería darla que el Mal siempre triunfe.

Al gran escritor que no fue, lo acompaña, a Volpi, el extravío intelectual. Funcionario competente, como diplomático en París, como director del Canal 22 o del Festival Cervantino, Volpi resultó ser no el esperado sucesor de Fuentes, sino un Jaime Torres Bodet, con la diferencia de que a su edad, el poeta suicida ya había sido hasta director de la UNESCO. A Volpi lo devoró el viejo Aníbal Quevedo de El fin de la locura, padeciendo la duplicidad congénita del intelectual mexicano, ser a la vez, porque con ello el sistema se legitima, institucional y crítico. A principios de 2011, Volpi, crítico como todos los intelectuales de izquierda de la guerra contra el narco emprendida por el presidente Calderón y entonces en su apogeo, aceptó ser consejero cultural de México en Italia. Poco después, en abril, pronunció una conferencia en la Universidad de Castilla–La Mancha donde condenaba esa política y aunque el texto era, como casi todo lo que escribe, fofo, bastó para que la SRE hiciera lo que cualquier otro gobierno: despedirlo. Que los diplomáticos sean representantes del Estado como abstracción y no de sus gobiernos temporales, es una ficción poética a la que pueden acogerse los diplomáticos de carrera de ciertos países, no quienes reciben nombramientos políticos en México. Luego, medrosa, la SRE inventó un problema de embalaje o ajuste presupuestal para no decir la verdad pero Volpi, como si fuera Paz en 1968 o Fuentes en 1977, quiso colgarse la medalla, ante la indiferencia general, del valeroso disidente reprimido en su libertad de expresión.

Finalmente, en 2012, Volpi fue de los jurados que le dieron el Premio FIL de Literatura al peruano Alfredo Bryce Echenique, condenado por plagio de artículos periodísticos. Ésta vez si llamó la atención. Ese jurado, donde era figura prominente Julio Ortega, quien en franco conflicto de intereses había sido experto defensor de su amigo en Lima, tuvo en Volpi al más acérrimo defensor de una afrenta que otorgaba a un delincuente convicto 100 mil dólares provenientes, en su mayoría, del erario. Contra ese fallo se escribieron artículos memorables (recuerdo los de Alberto Ruy Sánchez, Juan Villoro y Sergio González Rodríguez, un antivolpista profesional) pero Volpi se refugió en Numancia. Nunca le perdonaré a Volpi haber dicho que los plagios de Bryce eran cosa menuda pues se trataba de artículos y no de novelas. Para quienes hacemos crítica y aspiramos a que cada página nuestra se acerque a la dignidad prosística de Reyes, Borges o Paz, es una ofensa mayor.

Tras este tiradero político y literario, leer a Ignacio Padilla es agua de mayo. El autor más premiado en la historia de México, es el único entre ellos cuyo español, sin brillar, al menos, satisface. Tras el empalagoso idioma usado en La gruta del Toscano (2006) ha entendido que lo suyo es el cuento, no la novela y en colecciones como El androide y las quimeras (2008) o Los reflejos y la escarcha (2012) hay buenos relatos, aunque la mayoría sean derivativos: Stevenson, Poe, Borges, Lovecraft, Arthur C. Clarke… En el extremo contrario de Urroz, para quien su existencia es una odisea multicultural e hipersexual, Padilla se precia de no mezclar al Yo con sus creaciones, a menudo tan infantiles: dinosaurios, autómatas, una tercera versión de la Alicia de Lewis Carroll, la educación del hijo de un verdugo, Castor y Pólux reconsiderados. Literatura de abogado en pantuflas, la de Padilla, quien ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua por la puerta trasera, tiene el mérito de ser la única, en lo que fue el Crack, dotada de cierta curiosidad intelectual, como se muestra en La vida íntima de los encendedores (2009) y Arte y olvido del terremoto(2010): le interesa la arqueología de los objetos o averiguar por qué el terremoto de 1985 no dejó un arte a la altura de la tragedia.

Vuelvo a ese cadáver exquisito que fue el manifiesto del Crack en 1996 y no encuentro más que lugares comunes representativos de una tardía angustia: el destino internacional de la literatura latinoamericana una vez convertidos en estatuas parlantes los grandes del Boom. Hacerse esa pregunta y experimentar con muchos escrúpulos fue el mérito del Crack. Lo demás, antes del fugaz éxito mediático, fue repetir los consejos de Calvino para el próximo milenio. Todo lo que se propusieron o ya lo habían hecho generaciones anteriores o ellos lo incumplieron. El realismo comercial del Crack y su delirio autobiográfico fue un retroceso en la narrativa mexicana y tan es así que no están actualmente en ninguna lista de autores mexicanos interesantes.

Para fortuna de nuestra lengua había un escritor en la orilla de Barcelona que se estaba haciendo la misma pregunta, la de qué hacer después del Boom y combinar los feminicidios de Ciudad Juárez con el frente ruso en la Segunda Guerra y lo hizo con genio: Bolaño. Por ello no sólo el Crack, sino muchos otros (me incluyo) respiramos aliviados al saber que alguien estaba soñando y escribiendo por nosotros. Cuando leí Nocturno de Chile renuncié a escribir una novela siempre pospuesta sobre un crítico literario en una mala época. Recuerdo que una sola vez, cuando estaban en la cúspide de su fama y fortuna, me senté a la mesa, en la feria de Guadalajara, con casi todo el Crack (siempre falta un beatle). Recuerdo el ambiente festivo, casi infantil. Sólo faltaban los sombreros de cucurucho y las serpentinas. Pensé: “goodfellas. Malos escritores”.

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