Septiembre/2013
Nexos
Javier Perucho
Un catálogo de escritores olvidados por la literatura mexicana
Concelebrar el natalicio de un escritor, festejar el centenario de una
vida, saludar el jubileo de una obra constituyen acciones afirmativas en
un sistema cultural que procuran absorber al patrimonio de una
comunidad los bienes simbólicos de sus integrantes. Aunque
superficiales, estas formas simbólicas de la canonización festiva suelen
ser frecuentes y habituales, digamos que hasta exigibles en el ámbito
de la cultura para su permanencia, pero no siempre se cumplen en cuanto
se trata de la heterodoxia artística. La tradición cultural ahí
encuentra un punto de quiebre. Al mismo tiempo, en este punto aparecen
las interrogantes: cuándo sí se santifica al artista; cuándo se
destierra al artista hereje. Cómo operan las formas de su inclusión, en
qué momento se realizan; cuándo se condena al ostracismo y en qué casos.
¿Tales procedimientos actúan como norma o excepción? La fijación o el
destierro de las obras son las caras del mismo espejo en que se
contemplan los escritores canónicos, las rosas blancas de la cultura; o
los heterodoxos, esas flores negras de la literatura y el arte. En la
república literaria el escritor canónico ocupa una silla vinculante; los
escritores raros yacen tirados sobre las banquetas.
Como especie endémica de la literatura, los escritores raros forman una estirpe en
extinción o en vías de desaparecer de los recipientes naturales
—diccionarios, antologías, historias— que deben dar cuenta de su
tránsito vital, tareas, aportes, ciclo artístico y naturaleza de su
invención. Aunque me corrijo de inmediato: en ninguno de estos
recipientes se da noticia de un raro, el desamparo informativo ha sido
su condición natural, por la misma razón tanto su herencia artística
como aportes literarios endémicamente no han recibido un diagnóstico,
pues carecen de una ponderación. El análisis que fielmente acompaña al
escritor canónico, en tratándose de esa extraña flor negra se abandona
en el ostracismo.
Un escritor raro se perfila por su naturaleza y se define por sus
ámbitos de competencia artística, circunstancia de recepción,
temperamento, así como por su biografía y predicado estético, aunque las
relaciones públicas alimentan las piezas del peón en la cuadrícula
moteada del ajedrez sociocultural.
Francisco Tario, esa
rara avis de la narrativa
mexicana del siglo pasado, para los propósitos de este escolio servirá
como caso ejemplificante para ilustrar cada una de las características
anunciadas en los parágrafos anteriores. Tario, un narrador que al
cumplirse en noviembre de 2011 su natalicio centenario, se vio
beneficiado con homenajes, tesis universitarias, publicación de
cuentalia completa, rescate de obra rezagada e iconografía. De este modo
su patrimonio literario acumuló los bienes de la recepción cultural. La
difusión de su obra y preliminar exégesis literaria pueden considerarse
como vías para su canonización, o al menos para asimilarlos a los
patrimonios simbólicos, fin último de todo rescate artístico emprendido
en una comunidad.
Hasta donde sabemos hoy, Francisco Peláez Vega, el nombre ciudadano oculto tras el seudónimo de
Tario,
no promulgó ideas contrarias al antiguo régimen, sus predicados
políticos no marcaron su tránsito vital ni influyeron en la aceptación
de su obra, aunque se infieren con exactitud en su narrativa, tampoco la
prohibición o el escándalo de sus libros señalaron el manifiesto de su
destino. Tal como fue el caso de algunos raros, ciertos extravagantes
que comulgaron con la excentricidad ideológica. La excepción y la regla
obligan a mencionarlos: por ejemplo, el de Ramón Martínez Ocaranza,
poeta michoacano cuya filiación comunista podría explicar las formas de
exclusión en que se encontraba relegado de las historias y antologías
literarias, así como de la difusión y absorción culturales a que obligan
el trabajo artístico, orfandad que abandonó hasta que su poesía
completa fue compilada por la Secretaría de Cultura del gobierno
estatal. También podría mencionar a José Revueltas, pero me resisto a
considerarlo un escritor raro, aunque la cárcel por su militancia
política, la proclamación de su ideario comunista, la heterodoxia de sus
arquitecturas narrativas, vida franciscana y condición de escritor
católico lo prefiguran como un inminente raro para las futuras o
presentes generaciones.
Ni en Tario o Martínez Ocaranza el exilio fue una razón de trashumancia,
ninguno de ellos fue escritor perseguido por circunstancias sociales,
familiares o políticas, como sí lo fue en los casos de José Revueltas o
un epígono de la rareza, Pedro F. Miret, quien arribó con su familia,
expulsada por la guerra civil española, al puerto de Veracruz el 13 de
junio de 1939, donde desembarcaron del
Sinaia. En la patria adoptiva,
Pere se
educa, trabaja, publica sus libros y escribe guiones de cine, varios de
ellos atalaya de sendas películas. De él ni siquiera conocemos
fotografías que documenten su identidad, al contrario de Revueltas o
Tario, de quienes existe una variada iconografía, incluso fílmica, en el
caso del duranguense. Por lo demás las imágenes divulgadas de los
epígonos del fracaso son muy escasas, otro rasgo habitual de los raros, a
pesar de que están disponibles e inéditas ricas iconografías en acervos
públicos y archivos familiares. Creo que el primer paso para su
recuperación justamente se encuentra ahí, divulgando su identidad,
poniéndole rostro al escritor desconocido, a través de las imágenes
fotográficas que se conservan. Otros procesos mayores de reclutamiento
sería la publicación de su obra completa en volúmenes que acogieran su
novelística, periodismo, cuento, dramaturgia, inéditos, lírica y demás
trabajos que resulten en las labores de rescate y recuperación. La
inclusión y divulgación son deberes posteriores, como su estudio y
ponderación analítica. Expongo estas tareas con la claridad de que se
trata de un planteamiento idealista, meramente desiderativo, pero
también con la certeza de que el estudio de la literatura mexicana, y la
configuración de su historia, seguirá incompleta sin la presencia de
los escritores desterrados del canon, que forman una legión por cierto.
Como distinción de cada raro, ni de Miret ni de Tario o cualquier otro
afiliado a la nomenclatura de los extraños y ajenos a los circuitos
culturales habituales, nada sabemos sobre su vida. Su biografía es un
espantoso hoyo negro del que será difícil compensar la carencia. De
Tario apenas se disponían de algunas imágenes fotográficas, pero esta
incipiente y pobre iconografía sólo nos informa sobre su calidad de
paseante en la urbe o de su condición sedente en un espacio doméstico.
Tenemos noticia de algunas aficiones suyas: al futbol, el piano, la
astronomía, el cine, la vida empresarial, las literaturas fantástica y
de ciencia ficción. Sexteto temático presente en su narrativa y
aforística. Como se ha ejemplificado, la versatilidad es un rasgo
peculiar del escritor raro.
Por su parte, la prosa de Francisco Tario lo revela como habitual
paseante citadino, así lo constata el rescate reciente de su novela
Aquí abajo
(2011) y la exposición itinerante que promueve el INBA en los estados.
La caminata lo une con otro excéntrico en la república literaria, con el
autor de Tachas, quien a su vez practicaba el excursionismo al lado de
Juan Rulfo y de Marco Antonio Millán, quien confiesa: “Si con otros
amigos nos dejamos de ver, Efrén [Hernández], Juan [Rulfo] y yo
decidimos pasar los domingos juntos. Íbamos de paseo a Chapultepec, a
las fuentes brotantes de Tlalpan, al Desierto de los Leones, a La
Marquesa…” (Marco Antonio Millán,
La invención de sí mismo, p. 83).
Dicha afición los une con Gerardo Deniz, otro raro en nuestras letras,
feliz caminante en su época de compinche juvenil de Miret. La ejecución
del piano enlaza a Tario con Felisberto Hernández, ese raro argentino
que al igual que Peláez Vega, poco a poco salen del claustro en que el
olvido los había cobijado.
En la misma situación se encuentra otro extravagante: Efrén Hernández,
de quien gota a gota se han ido conociendo parcelas de su biografía, ya
por la generosidad de Martín Hernández, su hijo primogénito, ya por los
afanes de sus comentaristas o la revelación de detalles biográficos por
alguno de sus contemporáneos, mencionemos por ejemplo, el de Marco
Antonio Millán, La invención de sí mismo, donde se conserva una selecta
iconografía y una memorabilia no exenta de mala sangre contra Hernández.
El perfil que dibuja Millán sobre Efrén Hernández permite trazar el
temperamento y condición de vida de un raro, bocetaje que admite
extenderlo a los demás: “Él, un estudiante pobre que llega a la capital,
vive siempre con angustia por obtener sustento aunque en el fondo no le
importa demasiado conseguirlo […] Efrén hacía gala de pobreza; no le
quedaba otro remedio. Alguna vez se le quebró uno de los cristales de
sus anteojos junto con la parte inferior del armazón; remendó la avería
con trozos de cinta de aislar: en el lente las grietas dibujaban una
cruz. A la pregunta de ‘¿Cómo puedes ver con eso?’, respondía: ‘Hago de
cuenta que estoy en la cárcel’ ” (Marco Antonio Millán, La invención de
sí mismo, pp. 70-71).
En cualquier caso, la pobreza mendicante fue el sino de los escritores
distinguidos con la cruz de la raridad. Y su profesión de fe —la
escritura—, ejercida en el periodismo, la literatura, el cine, la
traducción, la publicidad y demás oficios de conservación de la palabra.
Ellos sí vivieron para contar ese credo de la escritura. Aunque
profesionales de su oficio, la angustia por la conquista del pan y las
viandas sobre la mesa fue un ingrediente más de sus pesadillas
cotidianas. Las memorias de Revueltas y la autobiografía de Martínez
Ocaranza atestiguan esa pobreza inexplicable. Austeridad republicana,
edición autofinanciada. Vivir en la miseria, arropado por el ostracismo y
morir en la periferia de la rotonda de los literatos ilustres. Su
legado perdido o en ruta del naufragio. Como cada raro, nada o casi nada
sabemos de sus vidas, menos aún de sus obras o aportaciones, y apenas
la crítica pone atención en sus acervos para clarificarse el valor
estético y cultural del patrimonio literario de los no canonizados.
Otro elemento singular que distingue el ejercicio literario de esta
tribu descalza fue el recurrente método de financiar sus publicaciones.
Sus ingresos, cotidianamente depauperados, fueron el soporte económico
que facilitó la publicación de sus libros. La edición de autor se
convirtió en la forma usual de presentarse ante la sociedad de los
poetas vivos, aunque tal empresa personal no se compensó en la república
literaria con los debidos reconocimientos sociales o culturales. La
autoedición entonces y ahora no garantizan al autor asiento entre sus
pares.
Aunque se dispone de más de un caso memorable, recordemos que Miret
financió sus publicaciones, sobre todo el volumen que inauguró su
cuentística,
Esta noche… vienen rojos y azules (edición
de autor, México, 1964), en cuyo colofón quedó asentado el domicilio de
sus padres. Con la misma estrategia editorial se amparó Tario. Entre
sus seguidores es sabido que invirtió recursos personales en la edición
de muchos de sus libros, por ejemplo en la impresión de los aforismos de
Equinoccio (edición de autor, México, 1946) en cuya
portada o página legal no aparece consignada ninguna casa editorial.
Algunos amigos de Miret participaron en la confección de
Esta noche… —el fotógrafo…—; nada sabemos de los procesos tipográficos de la
plaquette
aforística de Tario. Sí, en cambio, estamos enterados de sus procesos
de escritura, revelados por Julio Farell, el hijo menor: “No era muy
productivo en sus libros porque era minucioso, corregía y volvía a
corregir. Después nos lo daba a leer: cuando éramos adolescentes, a
nosotros; cuando éramos chicos, a mi mamá. Quería sentir cómo sonaba el
texto. A veces con un libro tardaba mucho tiempo. Con la novela [
Jardín secreto]
ocurrió eso; de pronto trabajaba en ella dos años y luego, como los
vinos, la dejaba reposar […] Era muy exigente en su escritura”
(Alejandro Toledo, “Recuerdo de Francisco Tario [Entrevista con Julio
Farell]”,
Casa del Tiempo, núm. 26, marzo, 2001, p. 53).
La autoedición no se convierte automáticamente en rasgo distintivo de
los escritores raros, aunque fue un mecanismo de difusión muy usual en
el siglo pasado y se mantiene en el transcurso de la década presente, la
cual permite al creador adelantar la publicación de su obra para
promocionarla entre los editores, la burocracia cultural o
universitaria, los amigos y la tertulia, aparte de convertirse en
estímulo máximo de la autoestima del creador.
Sin embargo, recuerden el tiraje de los 666 ejemplares con que salió de las prensas el volumen
Las vocales malditas (1988),
cuya primera edición fue financiada por Óscar de la Borbolla, su autor,
en la que intervinieron también sus amigos —el pintor José Luis Cuevas,
por ejemplo, autor de los dibujos de la portada y las ilustraciones de
los interiores—. Con esta afirmación no pretendo sostener que De la
Borbolla sea o pertenezca a la casta de los raros y malditos; no, al
contrario, él es un escritor satírico que ya disfruta de un asentamiento
en las antologías cuentísticas, la historia de la literatura mexicana y
en los censos que han levantado los críticos adelantados. Las tesis
universitarias, los congresos académicos y de mexicanistas, ya dieron
cuenta de su invención prosística singular, además de que críticos y
analistas literarios cumplieron su tarea de canonización. De hecho, una
editorial mexicana promueve sus obras completas desde la metrópoli. En
este caso, su proceso de canonización arrancó desde hace tiempo con esas
encomiendas culturales, educativas y de difusión. Ningún raro ha
recibido nunca atenciones tan corteses.
Tanto de Miret como de Tario sus primeras obras aparecieron en modestas
ediciones de autor, hoy harto difíciles de rastrear en bibliotecas
públicas, remate de saldos o librerías de viejo. Incluso los ejemplares
de sus libros impresos con sellos comerciales también se convirtieron en
verdaderos rebeldes de localizar, auténticas joyas bibliográficas entre
sus fanáticos numerarios.
Por la edición de autor, conjeturo en mi ilusión, la estirpe de los
raros ha sobrevivido. Y a mantenerlos vivos, pretendo decir en
circulación, han colaborado sus
fans, pues los
conservan en el circuito de lectura, pepenando en las librerías de
segunda para encontrar las polvosas ediciones de sus libros. Dada la
escasez de dichos envejecidos libros, también sus admiradores, de
fotocopia en fotocopia o en el mejor de los casos trasegando sus
ejemplares, han logrado su permanencia no en el canon —tarea de
beatificación que les es ajena—, pero sí en el gusto selecto y refinado
de ciertos lectores. A ellos debemos que esa especie endémica de la
literatura no haya fenecido. La permanencia o desaparición de la especie
de los raros nos compete.
Por otra parte, la biografía, el temperamento y la estética del fracaso
tienden, a su vez, los rieles por los cuales transcurre la vida de un
escritor raro. Esta tríada de elementos administra también su inserción o
rechazo culturales. Ahora paso a explicar en qué consiste cada vía,
previamente aclaro que, para cierta teoría literaria, el trayecto
biográfico del individuo no importa, destaca solamente su obra. Sin
embargo, en el caso de los escritores no canonizados, vida y literatura
amarran un binomio indisoluble. Con ellos la estética enlaza un trinomio
que no admite divorcios.
Para exponer esta conjetura sobre los raros es necesario conocer
previamente el trayecto vital de un escritor, su carácter y temperamento
artístico, rasgos que colaboran para permitirnos un acercamiento a lo
que he denominado aquí
estética del fracaso, porque en
otros lares y con otros acercamientos la designan con la figura
sinonímica de “poética del fracaso”. La trayectoria vital y la
conjunción de rasgos psicológicos pespuntan no sólo la intención de una
vida, sino también la expresión simbólica y una voluntad de
trascendencia.
Por sus características literarias y
psicotípicas,
aquéllos bien cabrían en los censos que Rubén Darío o Pere Gimferrer
levantaron para ejemplificar la literatura del fracaso propugnada por la
“oscura turba”, de la que se deriva una estética de lo extravagante.
Una literatura, la de los raros, teñida con un indeleble aire de
romanticismo, es verdad, impulsada con ese vitalismo pesimista que
distinguió a los poetas del crepúsculo. Y asumido ese padecer, este
comentarista se pregunta si aquel que es hoy no fue en su ayer un
desaforado romántico.
Aquí abajo es el testimonio
fehaciente de esa inclinación por los valores del romanticismo y la
sujeción narrativa al imperio del realismo. Sin embargo, dice Alberto
Manguel que “En los cuentos fantásticos de Tario lo imposible convive
con lo rutinario, lo trágico se vuelve agriamente cómico, lo absurdo
irremediablemente lógico. Sus protagonistas son objetos, animales, cosas
indefinidas: un féretro enamorado de una jovencita en duelo, un barco
que recuerda el ebrio de Rimbaud, una gallina vengadora, un perro fiel
hasta la muerte, un traje gris con veleidades metafísicas, un
antropófago convincente, un incestuoso y erudito soñador, un niño
inocente y aterrador, una caterva de seres monstruosos o
fantasmagóricos” (Alberto Manguel, “El unicornio es tímido”, en
Babelia, núm. 1060, 17 de marzo, 2012, p. 8). En
Aquí abajo sucede
justamente lo contrario, lo posible convive con lo rutinario, pues
trata de las cuitas domésticas, conyugales y laborales de un periodista
ebrio.
Antes de abordar aquella estética, me pregunto, ¿por qué si Tario
convivió tan estrechamente con Octavio Paz sigue siendo un escritor de
los confines? Entonces vivir a la sombra del caudillo cultural
garantizaba presencia en los medios, asiento en la república literaria y
micrófono abierto. Dadas sus aficiones musicales, ¿por qué no se
encuentran registros públicos de sus interpretaciones? Y considerando
sus aficiones deportivas, ¿por qué ni en la historia del futbol mexicano
se localizan rastros de su sagaz portería, siendo él uno de los
guardametas que instauró la moda de los uniformes coloridos? Ninguna
información podemos pedir sobre su inclinación a la astronomía, aunque
sus aforismos registran ese método de escudriñar el Universo: “Hay en mí
constantemente una curiosidad incurable por aquella Tierra silenciosa,
nocturna, llena de pisadas celestes; aquella Tierra sin hombres, color
violeta, de hace setecientos billones de años” (
Equinoccio, 11).
Ya en el ejercicio estricto de su labor literaria, siendo Tario un
cultivador esmerado del relato, ¿por qué su cuentalia sigue fuera del
mercado?, igual sucede con su novelística y dramaturgia, no sólo
imposible de conseguir, sino descatalogadas y sin registro en los
espacios ideales de la historiografía literaria. Con sus aforismos
sucede lo mismo y si no se realiza una edición facsimilar o una
impresión contemporánea de
Equinoccio, seguramente este libro se perderá entre las cenizas, el polvo y los gusanos.
Ninguna de tales interrogantes será contestada por la literatura, la
historia o la psicología, tal vez apenas logremos vislumbrar una triste
respuesta con el testimonio de sus contemporáneos —¿pero quiénes son?—,
con el rescate de sus memorias —de atesorarse en algún cajón doméstico—,
o con la inédita novela familiar que rindan sus hijos y herederos. La
vida de Francisco Tario y su estética se mantienen como incógnitas por
despejar. En su caso no se trató de un icono generacional ni de un
fenómeno masivo, menos aún de un éxito comercial, hechos que explicarían
en su conjunto el origen de los raros, pues navegan a contracorriente
tanto de la cultura masificada como del mercado. E incluso contra la
Historia, como sostiene José de la Colina.
Ese mismo fenómeno se repite en el caso de Miret y demás escritores de
su misma estirpe, al igual que en la mayoría de los escritores raros
cuya maldición compurgan justamente ahí, en los recintos del olvido, la
ignorancia, el ninguneo y nuestro fracaso.