sábado, 7 de septiembre de 2013

La reparación de la poesía*

7/Septiembre/2013
Laberinto
Seamus Heaney

Los catedráticos de poesía, los apologistas y los propios poetas, desde Sir Philip Sidney hasta Wallace Stevens, tarde o temprano se sienten tentados de demostrar que la existencia de la poesía como manifestación artística guarda relación con nuestra existencia como ciudadanos en sociedad; de probar que la poesía posee “una utilidad actual”. Detrás de todas estas defensas y justificaciones, más lejos o más cerca, se encuentra Platón, empeñado en poner en duda las prerrogativas y la utilidad que la poesía pretende reivindicar para sí dentro de la polis. Sin embargo, el mundo platónico de las formas ideales es a la vez el tribunal de apelación al que recurre la imaginación poética para intentar reparar todos los defectos de la situación actual. Es más, las respuestas “útiles” o “prácticas” a esa situación también provienen de valores imaginados: tanto los gobiernos como los revolucionarios se justifican por medio de ficciones poéticas, de sueños de mundos alternativos. La diferencia es que los gobiernos y los revolucionarios querrían obligar a la sociedad a adoptar la forma de sus fantasías, mientras que la mayoría de los poetas están más interesados en intentar averiguar qué es aquello que tanto ellos mismos como sus lectores consideran posible, deseable o incluso imaginable. La nobleza de la poesía, según Wallace Stevens, “es una violencia interior que nos protege de una violencia exterior”.[1] Es la imaginación que obliga a retroceder a la opresiva realidad.
Al final del ensayo “El jinete noble y el sonido de las palabras”, Stevens insiste en que sus propias palabras son algo más que sonidos, y esta insistencia resulta comprensible. Es como si respondiera mentalmente a las quejas de uno de esos oyentes molestos que siempre interrumpen al orador en una conferencia y que Tony Harrison define como “ruibárbaros”; a las objeciones de un individuo que despotrica contra la mistificación del arte y su apropiación por parte de los aristócratas de la estética. “En nuestro tiempo”, lamenta este hipotético interlocutor, haciéndose eco de palabras que ha escuchado en otro lugar, “el destino del hombre muestra su significación en términos políticos”.[2] Y a su entender, y al de la mayoría de la gente que se niega a atribuir a la poesía una fuerza metafísica, esos términos provienen de la política de la subversión, de la reparación, de la afirmación de aquello que no se puede expresar. Nuestro molesto oyente, en otras palabras, quiere que la poesía sea algo más que una respuesta imaginada a la situación del mundo; insiste en preguntar por qué no debería ser un arte práctico al servicio de los movimientos que intentan aliviar esa situación mediante la acción directa.
Este oyente, por tanto, no mostrará demasiada simpatía hacia Wallace Stevens, que sostiene que el poeta es una figura poderosa, porque “crea el mundo al que constantemente volvemos, sin saberlo, y [...] da vida a las ficciones supremas sin las cuales somos incapaces de concebir este mundo”,[3] es decir que, si consideramos que nuestra experiencia del mundo es un laberinto, su naturaleza infranqueable puede sin embargo contrarrestarse si el poeta imagina un equivalente a este laberinto y se regala y nos regala una experiencia intensa de ese sustituto. Un acto semejante solo interviene en la realidad ofreciendo a la conciencia una oportunidad de reconocer el propio sufrimiento, de prever sus capacidades y de ensayar sus réplicas en todo tipo de situaciones arriesgadas, y es un acontecimiento beneficioso tanto para el poeta como para los lectores. Ofrece una respuesta a la realidad que ejerce un efecto liberador y verificador sobre el espíritu individual, y sin embargo, entiendo perfectamente que para un activista político esta función no sea suficiente. Para el activista, carece de sentido concebir un orden que comprende acontecimientos pero no crea por sí solo otros nuevos. Las partes comprometidas no van a mostrarse agradecidas por una mera imagen —por creativa u original que sea— del campo de fuerzas en el que se encuentran inscritas. Siempre querrán que la reparación de la poesía beneficie su punto de vista; exigirán que todo el peso se incline del lado de la balanza en el que ellos se encuentran.
De modo que si eres un poeta inglés que lucha en el frente durante la Primera Guerra Mundial, se te presionará para que contribuyas al esfuerzo bélico, si es posible deshumanizando el rostro del enemigo. Si eres un poeta irlandés que escribe poco después de las ejecuciones de 1916, se te presionará para que critiques la tiranía del poder ejecutor. Si eres un poeta estadunidense en plena guerra de Vietnam, todo el mundo esperará que agites retóricamente la bandera. En tales casos, considerar que el soldado alemán es un amigo y compañero de desgracias, que el gobierno británico es un Estado capaz de cumplir su palabra, que la campaña del sudeste asiático es una traición imperial, es complicar las cosas cuando todo el mundo desea simplificarlas.
Estos gestos compensatorios frustran las expectativas colectivas de solidaridad, pero tienen fuerza política. Su propia capacidad de exacerbación garantiza en cierta medida su eficacia. Se trata de instancias particulares de una ley que Simone Weil anunció con radicalidad y concisión características en su libro La gravedad y la gracia:
Si sabemos de qué lado está desequilibrada la sociedad, hay que hacer lo posible por poner más peso en el platillo más liviano de la balanza [...] Hace falta haber concebido el equilibrio y estar siempre dispuesto a cambiar de lado como la justicia, «esa fugitiva del bando de los vencedores».[4]
Como es evidente, esta visión se corresponde con estructuras mentales y emocionales profundas derivadas de siglos de enseñanza cristiana y de la paradójica identificación de Cristo con el sufrimiento de los desdichados. En la medida en que la poesía es una extensión y un refinamiento de las apreciaciones mentales más extremas, y de las más inesperadas intuiciones de la lengua, también expresa el mecanismo de la ley de Weil.
“Obedecer a la ley de la gravedad. El mayor pecado”, afirma Simone Weil en La gravedad y la gracia.[5] De hecho, el libro se articula en su totalidad en torno a la idea del contrapeso, del equilibrio de fuerzas, de la reparación: de hacer que la balanza de la realidad se incline del lado del equilibrio trascendente. Y también en la actividad poética existe una tendencia a situar en la balanza una “antirrealidad”, una realidad que tal vez solo sea imaginada pero que sin embargo tiene peso porque se ha imaginado dentro del campo gravitacional de lo real y, por tanto, puede resistir el peso y mantener un equilibrio con la situación histórica. Este efecto reparador de la poesía se debe a su carácter de alternativa vislumbrada, de revelación de un potencial que las circunstancias niegan o amenazan constantemente. Y a veces, por supuesto, sucede que esta revelación, una vez consagrada en el poema, se convierte en un valor para el poeta, de manera que queda sometido a la presión de tener que trasladar a su propia vida el plano de conciencia que ha establecido en el poema.
En este siglo, sobre todo, han sido muchos los poetas, desde Wilfred Owen a Irina Ratushínskaya, que por convicción, en soledad y sin garantía alguna de éxito, se han sentido arrastrados por la lógica de su obra a desobedecer la fuerza de la gravedad. Estas figuras se han convertido en instancias de esa acción que se vuelve más valiosa en proporción directa a su ineficacia práctica a corto plazo. En el caso de estos poetas, el compromiso con lo que los críticos solían llamar “visión” o “compromiso moral” creció de un modo desorbitado y les hizo abandonar el círculo encantado del espacio artístico para adoptar, más allá de la privacidad doméstica, la conformidad social y la mínima expectativa ética, el papel solitario del testigo. Por lo común, las figuras que poseen esta fortaleza espiritual se sienten inclinadas a restar importancia al aspecto heroico de sus hazañas e insisten en el carácter estrictamente artístico de su vocación. Sin embargo, lo cierto es que para los escritores que he mencionado, y para otros como Osip Mandelstam o Czesław Miłosz, por ejemplo, la reparación de la poesía vino a ser algo así como un ejercicio de la virtud de la esperanza, tal y como la define Václav Havel. De hecho, lo que dice Havel de la esperanza se puede aplicar perfectamente a la poesía. La esperanza es
[…] un estado mental, no un estado del mundo. O tenemos esperanza en nuestro interior o no la tenemos; es una dimensión del alma, y no depende esencialmente de una observación determinada del mundo o de una valoración de la situación […] Es una orientación del espíritu, una orientación del corazón; trasciende el mundo que se experimenta de manera directa y se encuentra anclada en algún lugar más allá del horizonte del mundo. No creo que se pueda afirmar que se trata de un mero derivado de algo que hay aquí, de algún movimiento o de algún signo favorable del mundo. Siento que sus raíces más profundas se encuentran en lo trascendental, al igual que las raíces de la responsabilidad humana […] No es la convicción de que las cosas saldrán bien, sino la certidumbre de que algo tiene sentido, sin importar el resultado final.[6]
Desde luego, cuando un poeta contemporáneo toma el bolígrafo o se asoma a la nubosidad inexpresiva del procesador de textos, este tipo de consideraciones se hallan relegadas a un segundo plano. Cuando Douglas Dunn se sienta a su escritorio con la mirada fija en el estuario del Tay, o cuando Anne Stevenson ve brillar en el ojo de su mente alguno de sus paisajes predilectos, ninguno de los dos se siente asediado por grandes cuestiones de poética. Todas estas presiones y problemas acumulados se viven como una inquietud permanente, pero no se incorporan como principios rectores al proceso mismo de escritura. Se empieza por el placer y se llega a la sabiduría, no a la inversa. El acierto de una cadencia, la reacción en cadena de una rima, la satisfacción de una etimología… son cosas que surgen con alegría y de manera autista, como si dijéramos, en un área de operaciones mentales acordonada por y fuera del sentido crítico. De hecho, si recordamos la famosa trinidad de facultades poéticas que ensalzaba W. H. Auden —creación, valoración y conocimiento—, la facultad creadora parece tener una especie de salvoconducto que le permite atravesar la jurisdicción de las otras dos.
Y está bien que sea así. La poesía no puede permitirse renunciar a su capacidad esencial de invención, a la dicha de ser un proceso verbal así como de representar las cosas del mundo. Como diría W. B. Yeats, la voluntad no debe usurpar el trabajo de la imaginación. Y aunque lo que acabo de decir pueda parecer una obviedad, merece la pena repetirlo una vez más en esta época de temas políticamente correctos, de reacciones poscoloniales y de escritura con voluntad de “romper el silencio”. En tales circunstancias, es natural que se exija a la poesía que preste su voz para expresar un sinfín de cuestiones étnicas, sociales y políticas que hasta ahora no han podido manifestarse, lo cual significa que se apela constantemente a su capacidad reparadora en la primera acepción que hemos atribuido a esta expresión: como vehículo capaz de denunciar y corregir injusticias. Pero al desempeñar esta función los poetas corren el riesgo de despreciar otro imperativo, a saber, el de reparar la poesía en cuanto poesía, el de concebirla como una categoría en sí misma, una eminencia reconocida y una presión que se ejerce con medios específicamente lingüísticos.
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*Del libro de próxima publicación: Seamus Heaney, La reparación de la poesía. Traducido por Jaime Blasco para Vaso Roto Ediciones. Madrid/ México, 2013.



[1] Wallace Stevens, The Necessary Angel, Londres, Faber and Faber, 1984, p. 36. [Trad. cast.: El ángel necesario, Madrid, Visor, 1994.]
[2] Epígrafe (de Thomas Mann) al poema de W. B. Yeats, “Politics”, en Collected Poems of W. B. Yeats, Londres, Macmillan, 1961, p. 392. [Trad. cast.: “Política”, en Antología bilingüe, Madrid, Alianza, 1990.]
[3] Stevens, op. cit., p. 31.
[4] Simone Weil, Gravity and Grace, Londres, Routledge, 1963, p. 151. [Trad. cast.: La gravedad y la gracia, Madrid, Trotta, 2007].
[5] Ibíd., pp. 2-3.
[6] Václav Havel, Disturbing the Peace, Londres, Faber and Faber, 1990, p. 181.

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