Confabulario
Eduardo Antonio Parra
¿Qué se puede decir sobre alguien que goza del mayor reconocimiento literario de una lengua –como Fernando del Paso– o de un libro considerado una obra maestra que no hayan señalado escritores, críticos y académicos en ensayos, análisis, asedios y tesis? ¿Qué aspecto abordar que no haya sido repasado una y otra vez en aulas, tertulias y círculos de lectura? Estas preguntas rondaban mi cabeza mientras releía –con el fin de escribir un artículo para celebrar los 80 años del autor– las más de 600 páginas de Palinuro de México en la nueva edición del FCE. Pero no llegaron a ser angustiantes: en cierto momento la magia del lenguaje actuó como una suerte de antídoto contra la incertidumbre, el sentido del humor con que se impregna cada escena distendió mis músculos y el interés renovado que despertaba en mí la vida del personaje, la imaginación desbordada del narrador, su erudición, juegos de palabras e inclinación hacia el erotismo y hacia lo que tenga que ver con el cuerpo, hacia la cultura y la creación artística, había conseguido que la historia me ganara haciéndome olvidar lo que no fuera el placer de leer. Entonces supe que el tema sería mi experiencia como lector de la novela.
No fue esta la primera ocasión que recorrí los capítulos del relato. Incluso algunos los he abordado varias veces, como sucede con los libros cuya envergadura hace imposible la relectura completa pero que nos negamos a abandonar. No obstante, confieso que en mis inicios, cuando probé sumergirme en el desquiciado universo que Del Paso crea en su segunda novela, fracasé. A los dieciocho tenía una concepción convencional de lo que debía ser una novela, y tratar de seguir al personaje entre una abigarrada selva de imágenes, tropos, retruécanos, enumeraciones y visiones inverosímiles donde abundan términos y anécdotas del ámbito de la medicina –sin que haya una sucesión de escenas lógicas– me llevó a preguntarme si como lector estaba hecho para ese tipo de narración, o si esa narración estaba hecha para mí. Con la soberbia de la juventud decidí que las dos respuestas eran no, y abandoné a Palinuro y a su prima, tíos, abuelos y compañeros de parranda antes de la página 200 para ir a buscar relatos con trama definida y sin tanta exuberancia verbal.
De aquel acercamiento, sin embargo, me quedaron grabadas imágenes que con el tiempo me hicieron pensar que acaso lo que me había orillado a dejar la lectura inconclusa fue la inexperiencia: una incapacidad de comprender las intenciones del autor al emprender la obra, y también de disfrutarla. Las imágenes eran placenteras, interesantes. Recordaba, entre ellas, el asco de Estefanía ante ciertas palabras y su impasibilidad ante los hechos y objetos que esas mismas palabras designan, así como la conducta opuesta de Palinuro, que no se inmuta ante los términos más escabrosos pero se horroriza ante las realidades concretas que esos términos esconden. Tales actitudes con respecto a las palabras y las cosas intentaban decirme algo acerca del modo en que concebimos el lenguaje –lo intuía–, pero mi impaciencia juvenil me impidió prestar atención. Y qué decir de las imágenes eróticas, de lo sugestiva que me resultó la enumeración de los modos en que Palinuro hace el amor con su prima en todos los lugares posibles en el momento que lo acomete la pulsión sexual, así como las descripciones de los preparativos y las consecuencias de sus eyaculaciones en cada uno de los orificios de Estefanía, incluyendo poros de la piel y fosas nasales. A pesar de haber abandonado la novela, un puñado de escenas y descripciones, imágenes e ideas contenidas en ella se adhirieron a mi mente inquietándola en forma constante, provocándola, convirtiéndose en el acicate que me llevaría a reemprender otra lectura.
Años más tarde, cuando ya era un aspirante a escritor, al examinar los títulos de un estante en busca de algo estimulante, me quedé viendo el ancho lomo de Palinuro de México en la edición de Joaquín Mortiz. ¿Por qué no? Transcurrido un tiempo desde el intento fallido, tenía mayor bagaje de lecturas, mi convivio con el lenguaje se había vuelto más intenso y, sobre todo, mis ideas acerca de lo que debía considerarse una novela eran distintas. Extraje el volumen del librero y lo llevé al escritorio. En cuanto repasé la advertencia inicial donde el autor –con ironía solemne– incluye a todos los lectores como personajes de su libro al mismo tiempo que los excluye, supe que esta vez realizaría el recorrido completo.
La experiencia no puede ser descrita sino como una fiesta. Palinuro era una fiesta. Un carnaval del lenguaje, pero también de las ideas. Del conocimiento histórico y de la erudición artística. Como en todo mitote, a lo largo de sus páginas el lector entra y sale de la realidad, vive sus sueños como si fueran ciertos y de pronto despierta para advertir que la vigilia es tan engañosa como cualquier viaje onírico. Una explosión de algarabía donde se bromea en serio y se discute por medio de guasas, donde la risa se mezcla con la tristeza que al final termina por también provocar carcajadas porque el drama está narrado en clave de comedia. Una borrachera lingüística que por momentos parece que nos va a hacer perder el sentido, pero de la que nos recuperamos para seguir disfrutando de la embriaguez. Una serie de juegos donde la inteligencia se extravía y se reencuentra como si se internara en un laberinto y de pronto reconociera la ruta tan sólo para volver a perderse y reencontrarse hasta quedar exhausta. Porque Palinuro de México se burla de los límites para exaltar la libertad. Porque reafirma –como lo sabe cualquier sibarita– que el verdadero placer sólo puede encontrarse en los excesos. Y como toda buena fiesta, la novela está cargada de sexo y erotismo –que celebran la vida–, y por ello en sus páginas parece no tener cabida la muerte aunque pugne por hacerse presente… Y cuando se acabó, porque toda fiesta tiene que llegar a término, en vez de la cruda y el cansancio habituales, lo que quedó en mí, lo que seguro permanece en todos sus lectores, son las resonancias y vibraciones del bullicio de las ideas, del escándalo de las imágenes y visiones, de las eternas enumeraciones, de las conversaciones enciclopédicas, de los estímulos sensoriales, del placer de la auténtica literatura. Y si después de la primera lectura inconclusa hubo muchos elementos de la novela que se fijaron en la memoria, en este segundo acercamiento completo hubo ideas, concepciones, escenas y cuestionamientos que enraizaron para siempre en mi placer de lector y en mi conciencia de escritor.
Primero la concepción del lenguaje. Porque el protagonista de la novela no es Palinuro y tampoco México. El verdadero primer actor es el lenguaje. No lo digo en seguimiento de la sentencia común de que el lenguaje es el personaje principal de toda gran novela, sino porque en las páginas de este relato Del Paso lleva a cabo una profunda exploración acerca del poder de la lengua española. Una investigación que no sólo tiene que ver con la lingüística y la estética, sino también con la ética, la ontología, la metafísica. Anoté que desde mi primer intento se quedó grabada en mi cerebro la actitud paradójica que presentan tanto Estefanía como Palinuro ante ciertos términos lingüísticos y los hechos y cosas que designan. Esto demuestra que algunos humanos –entre ellos los lectores verdaderos y ciertos escritores– se inclinan más a experimentar el embrujo del lenguaje que otros, quienes seguro necesitan de experiencias concretas para ser sacudidos emocional y sensorialmente. Quizás a través de estas ideas el autor quería hacer ver que Estefanía es una lectora más sensible que Palinuro, a pesar de que él siempre aparente ser más culto. Es decir, que la erudición no siempre estimula la sensibilidad, al menos no como es capaz de hacerlo el goce de la poesía. Al entenderlo, me di cuenta de que si aquella primera vez abandoné la lectura del libro, no fue porque me faltara conocimiento, sino porque aún no estaba sensibilizado a los alcances del lenguaje literario.
Otra enseñanza de Palinuro de México es que, conociéndolo bien y sabiéndolo utilizar, el lenguaje puede ser infinito, a pesar de que algunos poetas afirmen que resulta insuficiente para expresar lo que desean. ¿Si es insuficiente para unos cómo puede ser infinito para otros? No sabría explicarlo; pero basta ver lo que hace Fernando del Paso para convencerse. Cuando Palinuro busca trabajo en una agencia de publicidad y durante la entrevista realiza un recorrido por islas fantásticas, el autor nos hace habitar junto con el protagonista varios universos imposibles regidos con una clara lógica interna en un viaje donde la imaginación verbal es esencial para poder sentir que “estuvimos allí”. Es quizás en ese capítulo donde el autor rebasa con mayor fortuna los límites del lenguaje y fuerza su capacidad para volver creíble lo increíble, en busca de la totalidad. ¿Y cómo podría intentarse la totalidad si no es a través del lenguaje mismo? En la novela esa búsqueda se halla en cada página, en cada tópico, en cada escena, donde Del Paso denota el pánico barroco de dejar algún hueco, alguna posibilidad sin mención, un resquicio por donde pudiera colarse la maldición del vacío. Por ello también persigue siempre la unión de los contrarios: si enumera los elementos de la vida debe ponerlos frente a los de la muerte, no sólo para mostrar que es imposible que exista una sin la otra, sino también para extraer de ese tipo de conjugaciones las síntesis que encierran sus relaciones dialécticas.
Aquí siempre encontraremos, expresada con paradojas poéticas, la unión de contrarios al grado de que distinguirlos se vuelve una empresa difícil: sueños y realidad, lo imaginario y lo concreto, lo imposible y lo que puede realizarse. Así, para narrar la muerte de Palinuro en la escalera de su edificio a causa de una agresión de los militares –antes de revivirlo en el capítulo final–, el autor recurre tanto a la estructura como a los personajes clásicos de comedia para crear situaciones jocosas que disminuyen la tragedia y al mismo tiempo la vuelven más impactante. Por ello, cuando nos habla del libro que está escribiendo Estefanía –que es quizás el que leemos–, no se limita a expresar de qué va; cuenta las peripecias de la gestación, la escritura, la reescritura y, por último, incluye su propia crítica como lo hizo Cervantes con el Quijote. Por ello –también–, nunca queda claro quién narra, pues al principio creemos que es Palinuro, luego descubrimos que se trata de un narrador desdoblado del mismo protagonista –es él pero no–, y al final nos entra la sospecha de que es la propia Estefanía quien se ha dedicado a escribir cientos de páginas sobre su propia belleza y el amor y el deseo que su primo siente por ella.
Muchos años después del primer intento abortado y de la lectura completa, hubo una relectura reciente donde, además de experimentar de nuevo las emociones y sensaciones de la fiesta verbal, además de reafirmarse en las ideas de que el lenguaje es el verdadero protagonista de la historia al romper límites para superarse a sí mismo, además de contagiarse con las obsesiones del relato, este lector –ahora maduro– se quedó pensando en la discusión entre Palinuro y su primo Walter, en la cual este último se pregunta dónde inicia la vida del humano y dónde termina, dejando de lado la fecundación del óvulo y el último suspiro al dejar de latir el corazón. ¿Dónde comienza y dónde termina mi vida, la de cualquiera de nosotros? ¿En qué momento sentimos que en verdad comenzamos a vivir, y en cuál advertimos que lo que considerábamos nuestra existencia ha dejado de pertenecernos? Una idea para darle tantas o más vueltas como las que le dio Walter… Este tipo de cuestionamientos es algo más que le agradezco a la lectura de una obra tan inmensa, tan desorbitada, tan excesiva, tan maestra como Palinuro de México, y a un autor tan cervantino, tan rabelesiano, tan carnavalesco, tan barroco, tan erudito y tan Del Paso como Fernando del Paso.