Junio/2012
Nexos
Héctor Aguilar Camín
Creo que fue Gabriel García Márquez quien dijo que Carlos Fuentes se imaginaba el cielo como una reunión de escritores.
Y que si al llegar al cielo descubría que los escritores estaban en el
infierno, preferiría el infierno. Era una manera de decir que Fuentes
obtuvo un placer mayor de la lectura y la compañía de sus
contemporáneos. Y que la envidia, pasión profesional de todos los
oficios, no tocó el suyo. En la mirada de escritor de Fuentes se cumplía
con feliz indulgencia el dicho de uno de los Plinios, según el cual no
hay libro tan malo que no tenga algo bueno. Leyendo a sus contemporáneos
Fuentes descubrió, a principios de los años sesenta, la potente
sintonía de obras y autores que terminó siendo el boom.
Mi primera impresión personal de Carlos Fuentes viene del domingo del
año de 1964 en que dio en la Casa del Lago de la ciudad de México la
conferencia anticipatoria del boom. Alguien había dicho célebremente,
para la historia: América, novela sin novelistas. Quería decir que había
en este continente historias extraordinarias que nadie sabía o se
atrevía a contar. Alguien más, José Eustasio Rivera, al final de una
novela, había descrito el destino inevitable de los habitantes de su
historia: Se los tragó la selva.
Fuentes vino a decir aquella mañana de domingo a un grupo de escuchas
entusiastas, que América ya tenía novelistas y que a sus personajes,
como a los latinoamericanos todos, no se los había tragado la selva, la
naturaleza indescifrada de sus exóticos países, sino que estaban, como
nosotros, vivitos y coleando en las páginas escritas por un conjunto de
autores, hijos novísimos de la ciudad, no de la selva, que vivían en
París y Barcelona, habían leído a Faulkner y a Joyce, y eran el
principio de una nueva sensibilidad de las letras españolas, comparable
sólo a la que medio siglo antes había desatado el modernismo.
Fuentes esperaba a la entrada de la sala, conversando con Juan García
Ponce, los brazos cruzados sobre los papeles de su conferencia,
enfundado en un blazer azul marino que cubría una camisa azul siena, y
una corbata roja de nudo cómodo y ancho. Miraba pasar a la multitud de
ochenta personas y reía satisfecho bajo un elegante y alborotado bigote
juvenil. Alguien dijo, mi amigo José María Pérez Gay que me arrastraba a
la conferencia:
—Fuentes es el Cordobés de la literatura mexicana.
Se refería al torero de ese apodo que entonces arrebataba a la afición
de México y llenaba cada domingo la gigantesca plaza de la ciudad, la
Monumental Plaza México. Algo había de la espectacularidad del torero de
moda en este hombre guapo y risueño, de piel bronceada y primeras canas
en las sienes, que a la vez leía y actuaba su texto con ritmo y gestos
de director de orquesta, dando paso a su alegato con largas y elocuentes
citas de las novelas que venía a presentarnos, subrayando con sus
énfasis vocales la calidad física, musical, de aquellos pasajes,
sorprendentes y novísimos, de novísimos y sorprendentes autores de la
lengua llamados Carpentier, Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez
(García Márquez llegó a este discurso después, pero ahora sería una
mentira mítica decir que no estaba desde el principio).
Los acudientes a la buena nueva estábamos ya, incondicionalmente, bajo
la influencia de Fuentes y empezaba a estarlo en esos años la literatura
toda de lengua española, sacudida por originalidad de estas novelas y
estos novelistas que le ponían nombre por fin a la América inenarrable.
Fuentes era comandante y vocero, autor y lector de aquellas obras, a la
manera del guía y descubridor de un nuevo continente literario, radical y
moderno, venido de Lima y Buenos Aires, de Bogotá y La Habana y de la
ciudad de México, lugares todos posteriores a la selva, a la vez
cosmopolitas y autóctonos, equivalentes absolutos en la literatura a la
novedad absoluta de la política que era en esos días la Revolución
cubana.
Repito aquí lo que he dicho en otra parte:
Como muchos otros mexicanos de mi generación, al menos los que nos
aglomeramos ese día en la sala de la Casa del Lago, yo había empezado a
leer a Fuentes a principios de los años sesenta con un fervor
adolescente, iniciático. Quizá no exagere si hablo en plural y digo que
nos deslumbraba de Fuentes no sólo la audacia pirotécnica de su prosa,
sino también el personaje imantado que emitía aquellas luces y gritaba a
los cuatro vientos: “Soy escritor y no hay nada mejor en la vida que
serlo”.
Antes que ningún otro en México, antes que Octavio Paz o Juan Rulfo,
Alfonso Reyes o José Revueltas, Carlos Fuentes fue la encarnación
creíble de un escritor profesional en el doble sentido del término: su
único trabajo era escribir y no requería sino de sus escritos y de su
condición de escritor para vivir. En realidad, para vivir sobrado: mejor
y más libremente que sus pares.
Los escritores mexicanos de entonces, como sus colegas latinoamericanos,
combinaban todo tipo de oficios subsidiarios para sostener su vocación
de escritores. Escribían textos alimenticios, artículos de primera
necesidad, como bautizó Luis Cardoza y Aragón a las cuartillas
apresuradas que se mandan a periódicos y revistas para comer más que
para honrar la vocación. Se enganchaban a la ilusión de holganza del
oficio diplomático, escribían discursos en altas y bajas esferas
políticas o despintaban el escritorio de sucesivos empleos burocráticos o
escolares. Eran todos náufragos de un medio cultural raquítico, donde
había tantos autores como lectores y donde agotar ediciones de dos mil
ejemplares en cuatro años podía celebrarse como una hazaña de ventas y
aceptación del público.
Durante la década de los sesenta, de
La muerte de Artemio Cruz a
Cambio de piel, pasando por
Cantar de ciegos,
Cumpleaños, la crónica del mayo francés y
La nueva novela hispanoamericana,
Carlos Fuentes fue para mí el escritor por excelencia, el ejemplo, como
el boom todo después, de una vocación asumida cuyo ejercicio
indeclinable había sido premiado con el éxito. Algo más, y más preciado
también: Fuentes era en esos años uno de los pocos escritores mexicanos
en verdad independiente de las sujeciones económicas y mentales de su
medio. Desafiaba nuestro provincianismo con una solvencia cosmopolita y
una flagrancia sardónica que irritaban tanto como atraían, porque daban
rienda suelta a uno de los artistas menos reconocidos de los muchos que
confluyen en Fuentes: el dipsómano del kitsch y el esperpento.
Fuentes estaba en el mundo como un prestidigitador que mezclaba con
libertad eléctrica la ficción y el ensayo, la pasión por el cine y por
la fama, la libertad de costumbres y el brillo de la celebridad, la
elegancia cosmopolita y el slang del barrio, la vulgaridad y el
refinamiento, la alta y la baja cultura, mezclado todo en un lenguaje
incandescente y desafiante, libre de toda contención, vecino del exceso y
la desmesura, capaz de la exactitud naturalista y el impulso lírico, y
de alcanzar una visión.
Éste es el Fuentes que busqué y hallé siempre, en distintas medidas, en
el resto de sus libros, en el contexto de una obra torrencial, cuya
cúspide inabarcable es
Terra nostra, pero cuya
geografía restante es tan plural, antojadiza, visionaria y ambiciosa
como la primera gran salida al público que tuvo el autor con
La región más transparente, summa de estereotipos y escenarios de una ciudad que antes que en la realidad existió en ese libro.
En la geografía de la ficción de Fuentes están las grandes alturas de
La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz, Cambio de piel,
Cristóbal nonato, Los años con Laura Díaz, La voluntad y la fortuna.
Están luego los valles intermedios, menos imponentes pero más que
hospitalarios, suficientes para consagrar a cualquier otro escritor:
Las buenas conciencias, Una familia lejana, Diana o la cazadora solitaria y la colección extraordinaria de
Constancia y otras novelas para vírgenes. Sigue la variedad de parajes y escenarios rurales, míticos o citadinos de sus cuentos,
Cantar de ciegos,
Agua quemada o
La frontera de cristal. Las estaciones históricas, de
Gringo viejo, El naranjo o
La campaña, y la tentación fantasmal sembrada en todo lo alto desde el arranque de su obra en
Aura.
Por toda esa geografía cruza y deja su huella un pintor de paisajes
proclive a la metáfora extrema, el esperpento y la caricatura, y un
contador de historias sacrílego y desmandado cuyo lenguaje sólo sabe
correr riesgos mayores aun si el precio es una caída mayor. No hay
control flaubertiano en esta prosa que se dispara en todas direcciones.
Hay electricidad, abundancia, libertad y riesgo.
Conectado vitalmente, pero muy distinto del territorio torrencial de su
ficción, es el mundo ensayístico de Fuentes, tanto en el orden histórico
como en el literario. Incluye la visión anticipatoria de
La nueva novela hispanoamericana,
que organiza y crea a la vez su materia, la materia del boom, y sus
sucesivos acercamientos al Territorio de la Mancha, esa comarca del
idioma español que puede incluirlo todo, puesto que todo lo sembró en su
lengua Cervantes, como Shakespeare en la suya. Del ensayista histórico,
autor de
El espejo enterrado, no hay que decir sino que es el edificio racional y luminoso, correspondiente al mundo oscuro y metafórico de
Terra nostra. El espejo enterrado es quizá el ensayo más incluyente y enriquecedor de la tradición ibérica y su trasplante americano.
Finalmente hay el Fuentes político, el escritor metido en las
circunstancias de su tiempo, y de su tiempo mexicano, el hombre de
izquierda socialdemócrata, cuyo eje de certidumbres públicas y lealtades
históricas cifran un puñado de personajes: Lázaro Cárdenas y Franklin
D. Roosevelt, Felipe González y François Mitterand, William Clinton,
Ricardo Lagos y Barack Obama.
Escribo esto al día siguiente de la muerte de Fuentes, una muerte
sorpresiva, que lo tomó en unas horas, sin aviso previo. Una
imprevisible hemorragia abdominal le quitó en unas horas, primero el
conocimiento, y después la vida. Fuentes era una presencia tan cierta y
necesaria, tan continua y familiar en el espacio público mexicano, y tan
activa y lúcida, que parecía inamovible. Estaba en plenitud de sus
facultades, con la única prisa de bendecir y aprovechar el día. Al final
de una cena reciente en su casa, con un grupo de puertorriqueños
harvardianos que lo habían acompañado a Xalapa, Ángeles Mastretta le
dijo:
—Carlos, nos vas a durar cien años.
Y él respondió:
—Conque dure mañana. Le doy la bienvenida a cada día.
En estas horas posteriores a su muerte inesperada han ido cayendo en mí,
poco a poco, imágenes del Fuentes que traté en estos años, del que vi
recibiendo premios en España y Holanda o dando conferencias en Río de
Janeiro y Nueva York. Del Fuentes aterido y estoico, vuelto un solo
dolor contenido con Silvia Lemus en distintos momentos de enfermedad y
agonía de sus hijos Carlos y Natasha, el Fuentes que escuchó en vida
elogios que la vida suele otorgar sólo a los muertos. De todo lo que
pasa por mi cabeza en estas horas de sorpresa y luto, lo que se acaba
imponiendo es una imagen trivial, de hace unos años, en el aeropuerto de
Houston. Fuentes entra al aeropuerto delante de nosotros jalando una
maletita para tomar un avión. Es el principio de uno de sus agotadores
tours de conferencias por distintas ciudades de Estados Unidos. Venimos
juntos al aeropuerto pero él va a un lugar y nosotros a otro. Lo vemos
seguir rumbo a su puerta de embarque, solitario y con prisa juvenil,
imantado y dispuesto al viaje, con la prestancia de un muchacho de
setenta y cinco años, los que tiene entonces. Esa imagen trivial de
repente cifra para mí la verdad profunda de la vida de Fuentes, un
escritor que viajó como pocos por su imaginación y la de otros, por
ciudades y países, por otras lenguas y otras literaturas, siempre
imantado y dispuesto a moverse, a explorar, a probar lo distinto, leer
lo nuevo, fecundarse de lo inesperado.
No va a descansar en paz.