domingo, 30 de agosto de 2015

Hablar sobre Pedro Páramo

30/Agosto/2015
Jornada Semanal
Guillermo Samperio

Alguna ocasión, cuando Juan Rulfo visitaba la biblioteca de una universidad de Estados Unidos y el diligente rector lo introdujo en una sala especial, en cuya puerta pendía el letrero con el nombre del autor de El gallo de oro, Rulfo se quedó un momento observando los estantes repletos de ensayos, tesis y estudios sobre su obra. El rector lo miraba orgulloso y esperaba el comentario del escritor, quien no hizo esperar más a su interlocutor: “¿Y todos estos han vivido y se han alimentado de lo que yo he escrito?” Las palabras de Rulfo fueron de afilada incomodidad, pero de cualquier modo señalaban hacia él mismo: aunque era el narrador mayor del siglo XX latinoamericano, compartiendo rating con Kafka o Virginia Wolf a nivel universal, este Juan tuvo que seguir trabajando en oscuras oficinas burocráticas hasta su muerte. Sin embargo, el poder, el sistema, olvidó que “Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura”, como escribió, en su acostumbrado laconismo, Jorge Luis Borges.

Por otro lado, la voluminosidad de estudios sobre su literatura señalaba también que la obra de Rulfo había sido analizada desde múltiples ángulos, apreciaciones, metodologías y sistemas de pensamiento. El escritor mexicano-guatemalteco Augusto Monterroso comparaba este fenómeno de hiperanálisis al que, durante siglos, ha perseguido al Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, pues hay sobre el Quijote desde ensayos que demuestran secretos códigos judaicos de Cervantes, hasta la revisión de las costumbres populares descritas en la novela, pasando por diversos análisis estructuralistas y hasta semióticos, es decir la retórica en turno según la época.

En Pedro Páramo la totalidad no es nunca sistematizable más que a un nivel abstracto: la novela aparece como algo que deviene, como un proceso permanente: un ayer eterno. Es un juego, un cambio constante, un movimiento hacia un fin jamás alcanzado, una aspiración hacia una finalidad defraudada, o dicho en palabras actuales: una transformación. Esta mutación de la estructura hace que la novela se convierta en el propio discurso del tiempo y de ahí la sensación de que el relato es demasiado extenso aunque el texto de la novela sea más bien breve.

Al cambiar la relación “escritor-objeto a narrar”, tenderá a modificarse asimismo la relación “texto-lector”, acto en que se realiza el ciclo “percepción-creación-escritura-lectura”. El novelista ofrecerá, entonces, una novela donde los referentes se han enrarecido, donde los acontecimientos se vuelven simultáneos (pertenecen a la “esencia de una época”) y donde lo imaginario y la realidad comienzan a mezclarse. En este punto se encuentra Juan Rulfo antes de escribir Pedro Páramo.

Gombrowicz ha dicho que, en términos generales, una historia narrada lo es de un suceso que ya aconteció y donde la actualidad del narrador emprende la escritura con el fin de hacerla presente, mediante actos de la memoria del cuerpo, independientemente de que conozca la historia, el suceso, o no, antes de escribirla: narrará algo consumado. Esta relación es la primera que modifica Rulfo, invirtiendo el tiempo del recuerdo. Por lo general, son los vivos los que recuerdan a los muertos. En Pedro Páramo son los muertos los que recuerdan a los vivos. El acontecer se encuentra trastocado: la muerte anima la vida que no existe más que en la memoria de la muerte, de lo huidizo. El presente es muerte, sombra, fantasmagoría. El pasado es vida, luz, olor y sonido de las vivencias.

De esta forma, a través de trastocamientos, Juan Rulfo entra en el espíritu de la época. La primera edición de Pedro Páramo es de 1955: quiere decir que la empezó a escribir unos tres o cuatro años antes. Pero anteriormente ya había escrito El Llano en llamas, conjunto de cuentos que le sirvieron de base y de experiencia narrativa para redactar luego el texto mayor. En la niñez y la adolescencia de Rulfo están los recuerdos de los últimos estertores de la Revolución mexicana, pero en especial los de la Guerra cristera (de ahí que el padre Rentería se incorpore a las fuerzas de Cristo Rey). El símbolo trastocado de mayor importancia se encuentra en el señalamiento de esos acontecimientos violentos. La guerra la hizo el pueblo vivo que, en la visión de Rulfo, devino en pueblo muerto: la guerra se hizo para que viviera el pueblo, por la natividad de una nueva República. La escritura de Juan Rulfo es la visión del desencanto, del despertar desolado y sin esperanza. Es el México rural agotado por la Revolución y el levantamiento cristero; pueblos fantasmagóricos como Luvina y Comala están enraizados a un tiempo que no transcurre, lugar donde los muertos deambulan y los recuerdos son murmullos, en un ayer eterno o en un futuro prometido pero estafado. Rulfo vaticinó que el último reducto del poder arbitrario y terrible, para México, serían los caciques rurales y urbanos, como Pedro Páramo. Allí donde se ha generado la pobreza extrema, la marginación, el miedo y la sumisión, allí se encuentra uno de los Páramo.

Caminar con desilusión, con la burla o el castigo a cuestas, es como caminar doble, como caminar y andar al mismo tiempo sin que sean uno solo. Si intentamos crear un marco histórico, suponemos a estos cuatro caminantes como excristeros desmovilizados a fuerza. Es la época cardenista, en plena reforma agraria, y el gobierno les ha dado unas tierras inservibles, quizá para mantenerlos apartados de los centros de población, por escarnio, o como efecto de una reforma agraria burocrática y ciega que reparte tierras porque sí, para cumplir con un plan teórico. En Pedro Páramo la burla es mayor: el poder del cacique es absoluto.

Los caminos de Rulfo son páramos. Se camina incansablemente. Quienes lo hacen son campesinos pobres, sin caballos. La horizontalidad es el único camino, por interminable, por ancha. Quién diablos haría este llano tan grande, para qué sirve. Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra. Es raro encontrar verticalidades: árboles, sombras que se proyecten. Y por aquí vamos nosotros: la visión de los vencidos. La burla al ser: “no se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos”, dice una voz en la novela.

domingo, 16 de agosto de 2015

Taller de Lunas

16/Agosto/2015
Confabulario
José Homero 

Imagino a Rafael Solana afirmando ante un interlocutor imaginario lo que ya ha dicho en la mesa de conferencias o ante la grabadora del entrevistador. “Éramos unos jóvenes amantes de la poesía. En Taller Poético quise que colaboraran los poetas vivos de cualquier tendencia, hasta donde nos fuera posible abarcar, sin renuncia de la calidad que pretendíamos sostener, y sin incursiones hacia un tipo de poesía excesivamente popular, con cuya aceptación habríamos caído en la demagogia. No olvidé a la provincia: García Mercado, Palacios, Gutiérrez Hermosillo, Beltrán, Quintero… Y Clemente López Trujillo, nativo de Mérida, gran amigo de todos nosotros. Dirigía un periódico, Diario del Sureste. Ahí colaborábamos Efraín, Octavio y yo. Se nos pagaba cinco pesos por artículo. ¿Sabía usted que cuando Octavio se fue a Yucatán, después de casarse con Elena Garro, estuvo trabajando en el diario con Clemente? Fue durante su estancia en Mérida que escribió Entre la piedra y la flor, donde está ese poema sobre el dinero, tan parecido al ‘Contra la Usura’ de Pound. Pero entonces nadie de nosotros había leído a Pound. A Eliot, sí. Usigli tradujo ‘El canto de amor de Alfred J. Prufrock’ y los Contemporáneos lo leían. Leíamos a García Lorca, a Prados, a Larrea, un poco a Neruda, a Alberti, que acababa de convertirse al estalinismo. Éramos todos muy amigos, un poco idealistas; creíamos en la inminencia de la revolución con el fervor de los cristianos primitivos en la segunda venida de Cristo. Cada uno abandonó esas creencias y especialmente Octavio, quien se pasó al bando contrario, desde donde defiende independencia químicamente pura. Ya no nos hablamos. Él es un dios, está en su altar; es como una montaña y yo soy un valle, ni yo levanto la vista para verlo ni él se digna a condescender. Además, aunque quisiera, no podría: con todo el incienso que le queman los jóvenes que lo tratan como si fuera un santón no puede ver. ¿La revista? ¡Ah, sí! La revista… Como decía, tratábamos de representar a la poesía de todo el país, a toda la poesía”.

“Invitamos a todos, a los Contemporáneos, a don Enrique González Martínez. No quisimos rechazar a ningún maestro. Por contraste con todas las revistas anteriores, que habían sido agresivas, o por lo menos desdeñosas para los poetas maduros, la mía invitaba a todos los ilustres a dictarnos lección. No teníamos unidad de criterio; un poco de unidad de ideario político, sí, pero eso no lo dejábamos reflejarse en Taller Poético. Allí estaban por ejemplo, José Revueltas, que era amigo y estrictamente contemporáneo nuestro, y Pepe Alvarado. Pero no hacían trascender sus ideas más que en alguna nota o algo así de segunda importancia. Ninguno de los que ahí publicamos traía un mensaje nuevo.”

Si he de ser exacto diré que los porcentajes de novedad en Taller Poético fueron reducidísimos. Bastan no obstante para desmentir la afirmación de Solana. Es cierto que incluidos los entonces poetas más nuevos, como Beltrán, Toscano y Quintero Álvarez, la manera de asumir el poema fue con ese medio tono, apenas nostálgico, a veces dolorido, pero siempre cautivo del decoro, que ha hecho (in)justamente célebre a las poesía mexicana. Una rápida (h)ojeada a los cuatro números de Taller Poético nos muestra una preferencia casi absoluta por el poema lírico. El casi lo colocan los poemas de Jorge Cuesta y Enrique González Rojo, tan cercanos en asunto como distintos en voz. En el otro extremo todos los demás son sombras de la conciencia absoluta. Buscan aprehender una verdad inspirada por ráfagas, la más de las veces, no poéticas, tan solo emotivas”.
Domina en este lirismo el poema de amor, en especial, el del amor fracasado. Sólo Salvador Novo congela la emoción en una distante y decorosa melancolía. Su evocación del encuentro homosexual no acusa un tono triste sino melancólico: su voz del que sabe que todo es mudable. Y Octavio Paz, con su ya poderoso canto, es un habitante del mundo, pero del primer día del mundo, y a través del amor convoca al demonio de la analogía y mundo y mujer son ya un cuerpo de conjuntas formas.

Si en el asunto es el amoroso el causante de la efervescencia poética de escritores que andando el tiempo se casarían con la prosa, como un Solana, un Efraín Hernández e incluso un Miguel N. Lira, en la forma, la estructura preferida es el soneto. Claro, además de la versificación regular se escribe verso libre y blanco, pero sólo Huerta, Miguel Quintero Álvarez, Alfonso Gutiérrez Hermosillo, Emmanuel Palacios y –¡por supuesto!–, García Lorca, José Moreno Villa y Xavier Villaurrutia, pueden considerarse seguros de voz; los demás sólo muestran esnobismo y ausencia de aliento poético tan notorio como la ausencia de homogeneidad silábica. Sonetos, en cambio, hay para todos. Desde el barroco y lleno de figuras de pensamiento, como los de Ortiz de Montellano, hasta los menos barrocos pero sí más claros y sobre todo abrasivos versos de Paz, pasando por los discretos trabajos de Solana y la oscura música cuestiana.

Sorprende un poco que ya avanzados los treinta nuestra poesía fuera aún tan tibia. Sorprende más si recordamos que ya para entonces los Contemporáneos habían dado un puñado de obras capitales: los poemas adánicos del Pellicer panteísta, los poemas en prosa de Owen, los XX Poemas de Novo. Y la lección de José Juan Tablada permanecía como un símbolo ardiente. Pero si en el futuro no quedara otro testimonio de nuestra poesía en los treinta que esta revista, los exhumadores juzgarían que la forma fue el objetivo primordial de estos talleristas.

Todo está en la actitud
Se creía un poco que el énfasis debía de estar en la actitud. Entre más vital y a veces bárbaro se fuera, mejor. Es la bandera de un Huerta y menos impulsivo pero más intenso en su poesía, de Paz. Cambiar la vida, cambiar el poema. No, no era el surrealismo el que los impulsaba –aunque estuvieran impregnados de su atmósfera– sino la ola romántica. Se leía a Rimbaud y a Novalis, con devoción no (por anacrónica) menos arrebatadora. Miguel N. Lira y su tersa dicción en sextetas impecables, la blanca pureza del verso sin aristas de Elías Nandino, los sonetos religiosos de Pellicer, en nada alteran nuestra sangre.
Pero cómo no reconocer en los poemas de Alfonso Gutiérrez Hermosillo, Emmanuel Palacios y Alberto Quintero Álvarez, en los del propio Paz o Efraín, el aroma del romanticismo. Embriaguez y dolor. Siempre melancolía: fracaso de la experiencia y la conciencia del poema como testimonio de esa experiencia.
(Pero Huerta era ya surrealista) Palacios, Paz y Gutiérrez Hermosillo, sin nombrar a varios otros de escasa voz, ahondaban en la tradición romántica y en especial se distinguían por su descubrimiento de Nerval o de Novalis (pero Huerta se adentraba ya en el aprendizaje de la imagen superreal). Más allá de los fieles de la dicción clásica –Lira, Solana, Beltrán– y del arrebato romántico (o surreal), estaban Novo –ya irónico en su distancia, ya distante en su ironía–, Cuesta y González Rojo –ya hermanos en su fe en la poesía pura– y sobre todo, Villaurrutia.

(Porque) La reducidísima porción de novedad está, amén de en Huerta y Paz con su intensidad amorosa, en el “North Carolina Blues”, que Villaurrutia publicó aquí. La ambigüedad y la atmósfera onírica presente en los poemas de alcoba de Villaurrutia se vuelven una interrogación colectiva; la angustia metafísica, ironía social y la pregunta por la verdad del individuo, duda por el hombre. Y no hay que olvidar el hermoso poema de Luis Cardoza y Aragón. Con una prosa muy surrealista en sus asociaciones metonímicas, en su ausencia de las señales de vialidad de la sintaxis, este “Pino, niñez y muerte”, sólo admite parentesco con los poemas de Línea de Owen. E insisto, no olvidemos a Moreno Villa, a García Lorca. ¿Cómo continuar, entonces, afirmando que “ninguno de los que ahí publicamos traía un mensaje nuevo”? En el caso de Solana y en los demás coetáneos es rigurosamente cierto. Poemas de circunstancias y sólo notables por su dominio formal, que rumiaron la lección del posmodernismo pequeño simbolista de González Martínez, la elocuencia del romanticismo hispanoamericano o la retórica panfletaria de los poetas comprometidos. Es obvio que al propio Solana se le escapa el mosaico que conformaron las voces del taller. Pero hubo variedad en las escuelas y en los mensajes.

Lugar de encuentros, mesa de cordiales conversaciones y opíparos banquetes, tal fue Taller Poético. Un gesto de amistad. Iba Rafael a seleccionar papel, “poco, porque nuestras tiradas eran cortas” y después se encaminaba a General Anaya.

Durante el día continuaba asistiendo a San Ildefonso, por las tardes al café París en horas arrebatadas al aula (o claustro) escolar. Vendió varias suscripciones para su revista y no sólo eso, en compañía de Huerta se apostaba en los pasillos de sus facultades acechando compradores como si fuera un moderno mercader de droga.

“Un peso”, decía Huerta y sonreía para sí mismo, murmurando en tono lépero, “sólo un peso, sólo un peso ¿quién da más?”, mientras devolvía su cambio al abnegado comprador, casi siempre uno de sus maestros, un amigo, pocas veces un desconocido.

La edición no erogaba más de ciento veinte pesos. Las suscripciones y las ventas solventaban un poco la publicación. Los pesos faltantes los aportaban Rafael y Efraín de sus más bien magros bolsillos. Seguían siendo hijos de familia, pero ya eran periodistas. Cobraban –cinco pesos según Solana, quince a decir de Huerta– sus artículos en el Diario del Sureste. El director era amigo de todos e incluso publicó un poema –malo, por cierto– en el último número de la revista. “Nos llegaban nuestros giros postales cada semana y eso lo juntábamos para pagar la edición de nuestra revista.”

Taller Poético no se limitó únicamente a una revista. Publicó varios volúmenes de poesía y “con dibujos de Roberto Montenegro, un tomito dedicado a conmemorar el centenario de Garcilaso, y en el que colaboró con un hermoso ensayo don Jaime Torres Bodet, que ya entonces era un personaje importante de la Secretaría de Relaciones.” (Las revistas literarias de México, 1963: 195).

Ediciones sumamente cuidadas fueron también de selecto tiraje. Nuestra literatura necesita de una guía de forasteros que nos permita recorrer sin tropiezos las callejuelas y caminos de la época. Es importante señalar que los treinta conocieron un inusitado y heroico auge editorial, amén de un imperativo estático que no reparaba en limitaciones. Justino Fernández y los O’Gorman habían dado el la con sus ediciones de Alcancía iniciadas en 1932, hechas de modo casero, artesanalmente, aunque con una prensa nueva, a diferencia de Miguel N. Lira, quien los siguió de cerca aunque con una prensa de venerable edad. Pieza de museo, “La caprichosa”, antigualla sobreviviente de la Colonia, comprada a los evangelistas de Santo Domingo, fue hábilmente explotada por Lira, quien de sus achacosos fuelles supo extraer ritmos moderno y saludables, qué digo, radiantes ediciones.

Taller Poético fue un sello editorial que fundamentalmente dio a conocer las voces aún de trémulos timbres de la generación de Taller. Pero si dijéramos que fue una empresa regida por sus propios intereses, la precisión sería mayor, pues por intereses entendemos no sólo la divulgación de nuestras obras, también la de aquellos cuya lectura dejó en nosotros una resonancia más profunda que el latido de los grillos en la habitación vacía de las tres de la mañana. Así, además de publicar los dos primeros volúmenes de Enrique Guerrero Larrañaga, Cuadrante de la huida y Herido tránsito, el segundo volumen de Carmen Toscano, Inalcanzable y mío, el segundo también de Mauricio Gómez Mayorga, Palabra perdida, y de Efraín Huerta, Línea del alba; los ya mencionados Tres ensayos de amistad lírica para Garcilaso; aparecieron dos libros de autores de una generación distinta: El sonámbulo de Luis Cardoza y Aragón, quien a decir de Octavio Paz “fue el puente entre la vanguardia y los poetas de mi edad” (Paz, 1979: 32), y Ausencia y Canto de Enrique González Martínez, cuya publicación fue una auténtica declaración de principios. Si bien se anunció la publicación de Estudio de cristal de Enrique González Rojo, el volumen permaneció inédito hasta fechas recientes.

Lo que uno da es igual a lo que recibe
Más de un año habría de transcurrir para que apareciera el cuarto y último número de Taller Poético. La cuarta entrega es voluminosa: casi el triple de páginas que los anteriores. Otra sorpresa: ya no es Lira sino Ángel Chápero el impresor, donde también se maquilaba Poesía, la revista de Neftalí Beltrán, surgida entre ese tercer y cuarto número de Taller Poético.
Según Solana la revista no murió por falta de dinero o por falta de entusiasmo sino por la escasez de colaboraciones de calidad. Además, a sugerencia de Quintero Álvarez, Solana decidió crear un nuevo taller, uno donde además de la poesía cupiera la prosa, “en forma de ficción o de ensayo, y hasta la pintura.” El resto es una historia mejor conocida.

sábado, 15 de agosto de 2015

Poeta de la tierra

15/Agosto/2015
Laberinto
Evodio Escalante

Para muchos, Sergio Mondragón es el más “beat” de los poetas mexicanos, y puede ser que tengan razón. Si elprincipio es fin, como declara Eliot en susCuatro cuartetos, la poesía de Mondragón tiene para siempre el sello de la revista El corno emplumado, que coeditó aquí en la Ciudad de México con Margaret Randalldesde 1962 a 1969. Esta revista bilingüe de vanguardia, que publicaba a poetas mexicanos, latinoamericanos y a muchos de los norteamericanos de la Beat Generation, entre los que hay que mencionar a Philip Lamantia y Allen Ginsberg, es acaso la más representativa de la década. Surge bajo la influencia trastornadora que ejercía la Revolución Cubana que acababa de declararse “marxista–leninista” y termina debido a la represión que imperó en el país a partir de la matanza de Tlatelolco y que se prolongó durante los años setenta con el apogeo de la “guerra sucia” que ordenó el gobierno en contra de los disidentes. Sobre el suelo de la actualidad mexicana, con la que nunca ha dejado de interactuar, la poesía de Mondragón (Cuernavaca, Morelos, 1935) pareciera estar signada por un poliedro pentafónico en el que pueden distinguirse: 1) Un vértice anti–capitalista, propio de los aires de la época; 2) Un vértice orientalista, del hinduismo al budismo zen; 3) Un vértice jazzístico, carnal e improvisatorio; 4) Un vértice de libertad y plenitud sexual; y, por último, 5) El vértice de la iluminación y los estados alterados de conciencia.

Situando el asunto en el nivel intelectual que le corresponde, Octavio Paz sugirió alguna vez que lo que caracterizaba a Mondragón era la búsqueda “de la palabra de poder”. Regresarle su magia a la poesía, sus poderes espirituales, al grado de hacerla capaz de cambiar al hombre y a su conciencia, éste es, me parece, el trasfondo de su incesante trabajo con el lenguaje. Sobre un trasfondo tribal y acaso utópico, pero no menos persistente, el poeta sabe que el único modo de salvarse es salvando el poema que le ha tocado escribir. Mondragón no ha dejado de hacerlo desde los años sesenta.

Su más reciente libro, Hojarasca (2005), es una muestra de ello. Varios de los poemas que contiene este libro me parecen magistrales. Mi favorito es un poema breve y delgado que tiene qué ver justamente con esta búsqueda primordial de poeta. El mundo importa, por supuesto, pero antes que salvar al mundo lo que le interesa al escritor es salvar el poema, que es su razón de ser en esta tierra. En ello le va la vida. Puesto que toda paráfrasis es engañosa, prefiero transcribir el texto de Mondragón:

                                   POEMA SALVADO
                       
En pleno vuelo
                        Te rescato de la tormenta
                        Que empapa tus alas;

                        En la orilla de un prado
                        Te recojo del suelo
                        Para besar tu pico maltratado
                        Por las mentiras del habla
                        Que no sabe lo que dice.

                        Hemos llegado juntos a la costa
                        Con las manos metafísicas tomadas;
                        Con mi suerte de náufrago
                        Que se aferra a la tabla
                        Que otro náufrago ofrece:
                        Tú,
                        Poema salvado
                        Por mis manos de escriba.

No deja de ser interesante que aquí Mondragón se describa a sí mismo no tanto como poeta sino como “escriba”, alguien depuesto de poderes creadores y que se limita a transcribir sobre el papel lo que alguien más, sea la inspiración o el deseo, le dicta. Esta “humildad” del poeta, por llamarla de algún modo, tiene qué ver con los impresionantes monólogos en prosa con los que corona su Hojarasca. Me refiero a “Tres poemas mexicanos en prosa”, inusitados textos en los que convive la crítica social con la poesía más alta y más respetable. No en balde se han escuchado siempre en Mondragón resonancias de ese poema admirable de Paz que se llama “El cántaro roto”, y que el poeta, me lo ha dicho alguna vez, prefiere a los celebrados endecasílabos de Piedra de sol. Lo interesante aquí es que para tramar este tríptico Mondragón ha recurrido a una voz acaso todavía más entrañable: la de Juan Rulfo. Cuando menciono a Rulfo no lo hago para referirme al novelista, según ordena el lugar común, sino al poeta de la tierra del que no podríamos prescindir. Mondragón no solo no prescinde de él, sino que lo inserta dentro de su escritura para articular con esta textura y esta voz una crítica implacable en contra del abandono y la indiferencia del Estado mexicano ante los campesinos. Un monólogo campesino, un monólogo ancestral, no ajeno a las voces de los antiguos dioses, es lo que se deja escuchar aquí. Una suerte de maldición que musita entre dientes un emigrado desde tierras lejanas, acaso lleno de rencor: “Primero nos despojaron de la tierra y decidieron que nos muriéramos de hambre. Luego nos arrinconaron en las encrucijadas de la sierra o nos empujaron hacia los cerros pelones donde las piedras se revientan con el sol. Allí de milagro hemos podido resistir: pero de nuestros altares y nuestros prodigios, apenas si queda rastro.”


Además de rescatar en otro monólogo a Lucas Lucatero, otro personaje de Rulfo, Mondragón se permite todavía la audacia de tramar un monólogo desde la voz de una deidad indígena: Itzpapálotl, madre y maestra, vagina de la que pueden surgir lo mismo Tezcatlipoca que Huitzilopochtli, y a la vez generoso pecho que nutre a la manada de los mestizos. Niña y prostituta. Alegría de vivir y alma perpetuamente en pena, como la Llorona: el dramatismo no podía ser mayor.  Desde su primer libro, Yo soy el otro (1965), Sergio Mondragón demostró que se podía mover como muy pocos en las agua complicadas del poema en prosa, al que de pronto no sabemos en qué terreno ubicar. Fiel al espíritu contestatario que lo vio nacer como poeta, y aguijoneado acaso por estos tiempos de derrumbe y zozobra generalizada que a muchos nos tienen al borde de la parálisis, Mondragón regresa con maestría consumada a esta forma literaria para pedir que escuchemos no tanto su voz sino las voces que se anudan en su discurso breve, ceñido y siempre convincente, seguro como está de que: “No basta/ Mirar/ Es necesario poner en movimiento.”

El nómada de paisajes lusitanos

15/Agosto/2015
Laberinto
Jorge Bustamante García

Para Armando Salgado, Premio Francisco Cervantes 2013

De los escribidores de carne y hueso, pero ya muertos, conocí algunos verdaderamente raros. No cabe duda que Francisco Cervantes era uno de ellos. De eterna barba breve, bebedor y blasfemo, su conversación era tan extraña como su personalidad. Cervantes era uno de esos seres contradictorios, de trato difícil y hosco, que con facilidad podía ser irascible y colérico, injusto y sordo. Si se encontraba de pronto un libro de alguien que no fuera santo de su devoción, podía echarlo a una alcantarilla o a la caneca de la basura sin el menor miramiento. Era un solitario en la gran ciudad, vivía recluido en un cuartito en el Eje Lázaro Cárdenas, en el Hotel Cosmos, a cincuenta pasos de la Torre Latinoamericana. Era duro en sus juicios sobre la poesía de los demás, reconocía a muy pocos, tenía una legión de enemigos. Muchos —amigos y enemigos— lo llamaban el Vampiro por su apariencia; algunos de sus adversarios lo ninguneaban, pero su obra poética constituida por libros singulares como Cantado para nadieHeridas que se alternan y Los huesos peregrinos, entre otros, y su intenso y riguroso trabajo de traducción de autores portugueses y brasileños los dejaba literalmente desarmados.


Lo traté a ratos, a intervalos, me irritaba a veces su trato altanero, aunque guardaba lealtad y aprecio por ciertos autores vivos en esos momentos: Paz, Mutis, Cardoza y Aragón, Charry Lara y otros poetas colombianos y lusitanos. Siempre me pareció que Cervantes era un traductor en busca de su propia voz, que en la traducción descubría resonancias y motivos que lo enriquecían en el asunto de nombrar y recrear las cosas de la vida y el mundo. Por eso desde su primer libro, Los varones señalados, deja transcurrir naturalmente el aliento de Luiz de Camões, Jorge de Lima y Fernando Pessoa y logra penetrar el sueño del juglar que lo conduce a una geografía de caballeros del medioevo que viven a sus anchas sus vidas singulares.

Un día quise entrevistarlo para un semanario de Bucaramanga, capital de Santander, en Colombia. Le llamé, se lo propuse y aceptó. No sabía en lo que me metía. Me puso cita en la tarde en una cantina a dos cuadras de su hotel, ahí estuvimos unas dos horas hablando desordenadamente de todo lo que se le ocurría y bebiendo tragos de whisky que le encantaba. Me habló de libros, de poetas brasileños, de Bogotá, una ciudad que quería, de Mutis a quien conocía hacía años. Saltaba de una cosa a otra y pedía otro whisky. Muchas veces mis preguntas concretas quedaban sin respuesta porque él se ponía a hablar de lo que le daba la gana. Yo grababa lo que podía con una pequeña grabadora de micro casetes. De pronto se levantó y dijo que nos fuéramos a otro lado. Estuvimos como en tres cantinas más y en cada lugar yo intentaba preguntarle por sus propios libros de poesía, pero me seguía hablando de sus traducciones, o de los escritores que detestaba o quería. Me pareció un hombre de grandes querencias y repulsiones.
En la noche resultamos en un bar espacioso, con varios salones, que él parecía conocer bien. Pasaban a su lado mujeres y algunas lo saludaban “poeta, hacía tiempo no venía por aquí”. Cuando nos sentamos a una mesa que vimos desocupada una de las mujeres se acercó, lo saludó y se sentó a su lado. Cervantes, ya subido de tragos, le convidó una cerveza a lo que ella correspondió con más plática, conversaba y conversaba más que él. Le comenté que intentaba desde hace horas hacerle una entrevista formal pero que hasta el momento había sido imposible, le mostré la pequeña grabadora, la encendí. La mujer me dijo “pregunte, pregunte”; le lancé entonces al poeta un comentario concreto “muchos de sus versos sufren de una sintaxis y una prosodia que se salen de toda clasificación, se saltan toda regla, constituyen una poesía rara…”. Arrastrando con esfuerzo las palabras, Cervantes me contestó: “¡Pueees claaaro, toda poeeesía buenaaa es rara!” y se calló, refunfuñó todavía algo y tomó otro trago. Lo más sorprendente es que la mujer a su lado se puso a hablarme de las bondades de su poesía, había leído recientemente Cantado para nadie que el propio poeta le había regalado, decía que la había tocado en lo más profundo, que le gustaría leer los otros libros de su poeta extravagante y remató con tres versos dichos de memoria: “La ira, el improperio,/ los bajos sentimientos/ te dieron este canto”. Cervantes la miró con cierta incredulidad y ya no dijo nada. Ese momento quedó grabado en el micro casete, pero la entrevista resultó imposible de editar, no tenía pies ni cabeza.
Después lo vi varias veces, fui leyendo poco a poco su poesía. Me atraía su trabajo de traductor. Por ese tiempo yo seguía intentando traducir a poetas rusos que me gustaban: Ajmátova, Blok, Mandelstam… Cervantes se interesaba cuando le hablaba de ellos, quería conocerlos, discutíamos si era posible traducir poesía, ambos creíamos que no, pero seguíamos tercos en ese empeño infructuoso. Años después vino a Morelia a dar una charla sobre traducción literaria. A uno de los organizadores le pareció fácil para que hubiera público acarrear a un grupo de muchachos de secundaria. El salón se llenó de jovencitos, solo habíamos unos cuantos adultos. Cervantes comenzó a hablar como si todos esos jovencitos fueran versados en el tema y se fue hundiendo cada vez más en su mundo fascinante, pero lleno de excentricidades que debía sonar ininteligible a los jovenzuelos. Poco a poco, en silencio, casi de puntillas, comenzaron a salirse hasta que los últimos huyeron. El salón quedó semivacío, solo ocho adultos seguimos escuchando con todo interés. Cervantes pareció no advertir la huida de los muchachos, ni se inmuto. Pero al rato comentó: “Qué bueno que se fueron, hacían ruido, ahora sí podemos comentar de lo que significa traducir poesía” —hizo una pausa y continuó ya encarrilado. Al terminar lo llevamos a un bar de la ciudad donde una amiga actriz haría un performance. No aguantó ni la mitad, había tomado varias cervezas y quería irse. Lo llevé al hotel en el mismo vocho en el que en alguna otra ocasión José Emilio Pacheco parecía salirse por las minúsculas ventanas.

En vida muchos le regatearon reconocimiento, no aguantaban su rareza poética ni su personalidad arisca, a veces altanera. Siempre me ha gustado su poesía, vuelvo a ella con frecuencia. Me parece escrita en un idioma que sabe a delicioso y transparente anacronismo, el uso de formas consideradas hoy abolidas otorga a su poesía un cariz muy especial. Es el lenguaje el que hace de la poesía cervantina una incursión a los límites, en un claro transitar por los bordes mismos de la identidad. En este preciso instante me dan vueltas algunas preguntas. ¿Quién era ese nómada de paisajes lusitanos, ese empecinado lector de Pessoa y amigo de poetas de otros lares que le hacían más llevadero el viaje incierto? Quién era ese lisboeta que desde el territorio de la poesía respondía a sus enemigos que lo hostigaban amparados en razones de verdugos, que lo señalaban por su “altanería con los necios” (como lo indicó alguna vez Álvaro Mutis) y a quienes lanzaba sus dardos de caballero medieval: “¿Os molesta/ que encuentre en otras tierras/ lo que de mis tierras me debéis?/ Todas las tierras son las tierras/ ninguna son las otras”.

Lo vi poco en sus últimos años, me llegaban noticias fragmentarias. Una de ellas fue para mí una total sorpresa. Publicó en un suplemento literario nacional su lectura muy personal de mi libro El caos de las cosas perfectas, en el que desentraña la significación de la forma en poesía: “Su afán de precisión y la sujeción estricta a lo que desea decir, dan a su poesía esa línea recta que no necesita de un verso deslumbrante y otro opaco de fondo. Indivisible lo que dice de la forma en que lo dice, rinde tributo a aquellos poetas que lo formaron e integran su imaginario antecedente”. Todo el artículo, que tituló “El alba entre las manos”, está escrito con ese espíritu de anomalía y extrañeza que lo caracterizaba. Tiempo después leí que alguien había coincidido con él en un avión y que lo había visto físicamente muy disminuido, su salud se desmoronaba. Regresó a Querétaro, su ciudad natal, impartió talleres e influyó en algunos nuevos escritores en su rededor. Murió hace diez años, en 2005. Son pocos los que todavía valoran su obra, pero su poesía es singular y sus traducciones ejemplares. Dicen que habrá una calle Francisco Cervantes en el centro histórico de Querétaro, a muchos les producirá colitis. Pero qué hacer, hay poetas así.

domingo, 9 de agosto de 2015

Pedro Páramo: voces del más allá

9]/Agosto/2015
Confabulario
Leopoldo  Lezama 

“No tengo la fecha exacta, si fue a comienzos de 1944 o principios de 1945 cuando Arreola me dijo: Mira, vamos a que conozcas a un cuate que te va a caer bien. La oficina donde trabajaba Rulfo estaba a cien metros de la redacción del periódico El Occidental, periódico muy reaccionario, muy católico, donde trabajaba Juan José Arreola. A Rulfo lo habían mandado a una oficina gubernamental de migración, y ahí lo conocí”. La voz de Antonio Alatorre se escuchaba amable, confiada. Unos minutos antes me había disuadido de hacer pleitesías cuando le agradecí el haber tomado la llamada: “Déjate de exordios. No soy el sumo pontífice”. Una semana después, en la puerta de su casa, me entregó un texto titulado “Dos apostillas rulfeanas”, con lo que quedaba concluida una larga investigación en torno al origen de la novela del escritor jaliscience.

Era diciembre del año 2006, se acercaba el 90 aniversario de Juan Rulfo y había pasado más de un año recopilando testimonios de amigos, alumnos del Centro Mexicano de Escritores, editores y críticos del narrador (Huberto Batis, Samuel Gordon, Beatriz Espejo, entre otros). Al ver el resultado en su conjunto, me di cuenta de lo más importante: había tenido la oportunidad de reunir a los tres hombres aún vivos que conocieron el proceso de elaboración de la novela, que abarcó de septiembre de 1953 (fecha en que a Rulfo le renuevan la beca Rockefeller del CME) a octubre de 1954, cuando el texto fue entregado a las oficinas del Fondo de Cultura Económica con el título definitivo de Pedro Páramo. Este hecho desentrañó una de las grandes leyendas de la Literatura mexicana: la supuesta ayuda que Juan Rulfo recibió para editar y corregir su obra cumbre. Está demás decir que los tres testimonios que hoy entregamos a los lectores no tienen un carácter secundario, pues tanto Antonio Alatorre como Emmanuel Carballo y Alí Chumacero, son piezas centrales de la Literatura mexicana moderna, y descubridores, editores y primeros críticos de Juan Rulfo. Basta recordar que dos de los tres primeros cuentos, “Nos han dado la tierra” y “Macario”, se publicaron en los números de Julio y Noviembre de 1945 en la revista Pan dirigida por Juan José Arreola y Antonio Alatorre. Por su parte, Emmanuel Carballo escribió en 1954 el ensayo “Arreola y Rulfo cuentistas”, donde se apreciaba por vez primera la grandeza del escritor nacido en la hacienda de Apulco, y fue además compañero becario en el CME, cuando Rulfo escribió la obra que le dio renombre mundial.

Pedro Páramo, la memoria del génesis

En su oficina ubicada entonces en el penthouse del Fondo de Cultura Económica, sentado en un gran sillón de piel, Alí Chumacero recordó el año exacto en que conoció a Juan Rulfo: “Yo conocí a Juan Rulfo apenas y muy ligeramente en Guadalajara. En 1929 sería imposible porque yo nací en 1918 y yo tenía once años entonces, y él tenía doce. Yo nunca lo vi en Guadalajara sino hasta el cuarenta y dos. Después lo encontré en México e hicimos una gran amistad, sobre todo con la gente de Jalisco, con Carballo, con José Luis Martínez, con Arreola. Como yo me formé en Guadalajara, y ellos eran todos de por allí, pues hicimos una gran amistad. Yo trabajé junto con Juan en el Instituto Indigenista, en el departamento de ediciones. Estuve yo ahí con él durante un año y llevamos una buena amistad. Cuando me vine a trabajar al Fondo de Cultura, él hizo los libros, y luego me los dio para entregarlos al director. Fueron aprobados en seguida, e hicimos la edición en la colección Letras Mexicanas. Allí aparecieron los dos libros, el libro de cuentos y la novela célebre”. Chumacero fue becario del Centro Mexicano de Escritores cuando Rulfo trabajaba en la composición de “El llano en llamas”; de ese periodo, Chumacero recuerda la renuencia de su compañero a recibir comentarios respecto a su escritura: “Estuvimos juntos en la beca en 51-52. Él presentó los cuentos y yo le hice alguna crítica. Él la acogió con mucho cariño, y le dije: Mira esto, y parece que esto otro está desmedido, y es necesario que lo veas con más cuidado. Y él me dijo que sí, que tenía yo razón. Cuando lo publicó no le había cambiado ni una coma, ja, ja, ja. Él estaba convencido de su capacidad, de su calidad, de su forma expresiva, que no tenía que ver nada con la mía. Entonces a mí me dio mucha risa y lo felicité, le dije: Hiciste bien, porque un escritor en lo posible, si está muy convencido, debe respetarse a sí mismo y no respetar a los demás. En cuanto a la famosa leyenda que durante décadas subsistió al respecto de la supuesta ayuda que Rulfo recibió de sus contemporáneos jaliscienses, Chumacero precisó: “Ésa es una de las grandes mentiras que se inventan siempre en torno de una obra maestra. Arreola se juntó con él, y me lo contó aquí en el Fondo de Cultura, y me dijo que habían visto la novela, la habían manejado entre los dos, para armarla debidamente, para hacer que funcionara y que caminara. Porque como estaba hecha en corrientes, en estratos diferentes, había que ver cómo intercalarlos a fin de que fuera efectiva. Yo creo que lo lograron muy bien, y digo lo lograron, en plural, exagerando un poco. Pero no, no tuvo absolutamente nada que ver Arreola en la producción de la novela. También se ha dicho que yo le corregí la novela. Eso es simplemente una graciosa estupidez. Yo no le corregí ni una coma a lo escrito por Juan Rulfo, absolutamente nada. Yo hice la edición como tipógrafo, yo soy, más que un escritor, un tipógrafo, un hombre de libros, que hace libros, que sabe o que supo hacer libros, pues ya se me está olvidando. Pero no soy una persona que corrija a nadie, y menos a Juan Rulfo”. Esta afirmación contradice a lo manifestado por Juan José Arreola unas semanas después de la muerte de Rulfo, cuando le confesó a Vicente Leñero: “Estábamos en Nazas, a cuadra y media del Fondo de Cultura. De lunes a sábado salió Pedro Páramo por fin, porque no iba a salir nunca (Pausa). Lo que yo me atribuyo, no me lo atribuyo: es la historia verdadera: cuando logré decidir a Juan que Pedro Páramose publicara como era: fragmentariamente. Y sobre una mesa enorme, entre los dos nos pusimos a acomodar los montones de cuartillas… Dios existe. Yo creo en Dios. ¡Esa tarde existió!”[1] Y si Chumacero admitió que Arreola y Rulfo llegaron juntos a su oficina a entregar el mecanuscrito, y que “la habían manejado entre los dos”, niega que el primero haya tenido algo que ver en su resultado final.

Chumacero no perdió oportunidad de hacer un homenaje a la novela de ese hombre a su juicio “muy callado y muy tranquilo”: “Entonces pasó a ser la gran novela del siglo XX y yo creo que de cierta manera lo es. Es una novela en que la imaginación se confunde con lo que es propiamente la literatura, en que la imaginación es poesía, en que la imaginación alcanza los más altos momentos de un hombre solitario, callado, discreto, decente, limpio, bueno, que tenía una soledad muy viva. Era un verdadero incendio por dentro y lo supo emitir, transformar en palabras, y hacer esa novela que para mí es una novela cumbre; un texto que no sólo revela la imagen de un pueblo, la imagen de un rincón, el rincón de su tierra, sino que revela una de las imaginaciones más violentas, más hermosas, más vivas de la literatura mexicana. Juan Rulfo, es, pues, una de las figuras que quedarán entre los muy grandes escritores que llevan la batuta, el mando en nuestra literatura. Él quedará al lado de los mayores; más aún, su escasa obra, su pequeñísima obra, es mayor a la de muchos escritores que han hecho veinte o treinta libros. Juan Rulfo no sólo tenía mi cariño, sino mi respeto. No era un escritor pulido en el sentido exagerado de la palabra. Era un escritor imaginativo, un escritor que se proyectaba con genio más que con técnica, que sabía que la belleza es una forma inexplicable”.

Al final de la entrevista, el poeta nos confesó un dato curioso: en un fólder de piel oscura donde guardaba manuscritos de sus amigos (poemas inéditos de Villaurrutia, Gorostiza, Owen), tenía un cuento inédito de Juan Rulfo que transcurre en el mar, y cuyo personaje está inspirado en José Revueltas. Con mucho humor, añadió: “Ese sí lo saqué porque era muy malo”.


Emmanuel Carballo, luces y sombras
No fue sencillo entrevistar a Emanuel Carballo y menos tratándose de Juan Rulfo. En la biblioteca de su casa de Contadero, cerca del Convento del Desierto de los Leones, el autor de Protagonistas de la Literatura mexicana estaba más preocupado en mostrarme su ejemplar de Paradiso autografiado por su autor, José Lezama Lima, que por comenzar la charla. Finalmente, tomó asiento, puso un gesto de cierta molestia y comenzó: “Yo conocí a Rulfo en 1950 ó 1951 en Guadalajara. A Guadalajara recalaban de cuando en vez jalisciences o heredojalisciencies como dice Alí Chumacero, que iban a pasar allá sus vacaciones, a olvidarse de la Ciudad de México y ver a sus viejos amigos”. Después hizo un inédito y desconcertante retrato de su paisano: “Rulfo nunca miraba de frente, era una mirada que se avergonzaba de mirar de frente. Al mismo tiempo estaba listo para darte una puñalada. Rulfo era un hombre malo. Como ser humano era un hombre muy acomplejado. Quería ser el mejor, y no podía en la vida diaria, cuando en la literatura llegó a ser uno de los mejores, y no de la literatura mexicana, sino de la literatura universal. Ya había sucedido lo de El llano en llamas, ya empezaba a conocer las mieles de la literatura y no las hieles, que no las conoció. De no tener nada, llegó a tenerlo todo. Su mujer, Clara Aparicio, era una mujer, no golpeada por Rulfo, pero sí una mujer muy mal tratada, mal-tratada, no maltratada. No entendía con quién estaba casada. Rulfo tenía un pariente, Pérez Vizcaíno, que hacía radionovelas en la XEW. Hizo una muy famosa que se llamaba Anita de Montemar, que fue una de las más grandes radionovelas que se oían en la XEW en toda América latina. Le decía Clara a Juan: ¡Ay Juan! Deja de escribir esas cosas que nadie entiende, tan feas, tan sucias, tan cochinas, y las cosas que hacen los personajes. Debías de escribir como tu primo, él sí hace literatura fina, dulce, que le ayuda a la gente a ser mejor. Y ahora, Clara Aparicio es la viuda que hace marca industrial en nombre de su marido”. Conforme transcurría la charla, Carballo dibujó un hombre muy distinto a ese amigo “decente y limpio” que recordaba Alí Chumacero: “Es muy lamentable, los hijos de Rulfo nunca salían de las habitaciones cuando estaba Rulfo presente. Yo me acuerdo que cuando escribió Pedro Páramo vivíamos en el mismo edificio. Estábamos recién llegados de Guadalajara; subió a vernos. Pensaba que traíamos tiliches inservibles y que éramos unos huarachudos, no tenía idea de que era una familia importante la nuestra en Guadalajara. Y había una cosa: que toda la gente tenía refrigerador, estufas Acros que vendía Juan José Arreola. Entonces rápidamente compró un refrigerador para Clarita. Siempre estaba en competencia con los demás y quería tener las mejores cosas. Después descubrió un departamento en un edificio que estaba en la calle de Nazas, junto al IFAL y le dije Juan: Acompáñame a ver este departamento, a mí me gusta mucho, me gustaría cambiarme. Había una librería de Cristal abajo y el IFAL estaba a dos puertas. Y me dijo: No, hombre, no te conviene. El hombre es muy, muy difícil, el vecindario muy desagradable. No te conviene. Y uno recién llegado cree que le están diciendo la verdad y que no está haciendo una de las suyas. Yo seguí viviendo en Tigris, y Rulfo a los quince días se cambió a ese departamento. Cosas así de gente mal nacida, que no respetaba. En lugar de ayudar a un paisano suyo que llegaba, que había escrito sobre él, que teníamos una buena amistad”. Luego, como la noche se desprende de su bruma para dar pie al amanecer, Carballo pasó de la persona a la obra: “Yo trabajaba en el Fondo de Cultura, por fuera, ayudándole a corregir galeras a Alí Chumacero. Vi en primeras pruebas de página los cuentos, y pues se requiere estar ciego para no ver que Rulfo es un gran cuentista. Cuando leí “Luvina” quedé verdaderamente obnubilado. Pocos textos tan hermosos se han hecho en México y en lengua española como “Luvina”. Cuando leí “Anacleto Morones”, un cuento desde el punto de vista sociológico y religioso, contra los habladores, los simuladores, los que sacan el dinero a la gente hablando de milagros y de vírgenes y de santos. Es un cuento para mí maravilloso, excelente. Como cuentista me dejó maravillado, y empezó a hacer la novela, y ahí hay muchas incógnitas que no se han revelado. Yo no puedo hablar mucho porque no participé en eso; pero Arreola y Chumacero… Él tenía una serie de fragmentos y le faltaba unirlos. Entonces le aconsejaron que pusiera los fragmentos más o menos en orden y pensara en las elipsis: han pasado una serie de cosas que me callo, y tú lector tienes que adivinar cuáles son. Y con esa técnica hizo Pedro Páramo, y Arreola con esa técnica hizo La feria. Hay puntos de contacto estructurales entre La feria y Pedro Páramo”, es el dato más importante que el crítico literario aporta a la incógnita de la elaboración de Pedro Páramo. En aquellos meses Carballo y Rulfo eran vecinos en Tigris 84; Rulfo vivía en el departamento 1 y Carballo en el 5:

E.C. Estábamos en el Centro Mexicano de Escritores. Él era una especie de supervisor y al mismo tiempo becario. Era una gente muy querida por Margaret Shedd que era la directora, y [Margaret] quería mucho a Rulfo con sobrada razón, como escritor. Difícilmente había un par que se le pudiera poner enfrente. Estaba haciendo Pedro Páramo. Yo corregía pruebas para alcanzar a redondear mi presupuesto en el Fondo de Cultura Económica. Y me tocó corregir las páginas de Anderson Imbert, la Historia de la literatura hispanoamericana, y corrigiendo me encontré una escritora chilena, María Luisa Bombal, de 1920. Y el señor Anderson Imbert no te analiza los libros, te cuenta las historias que cuenta cada libro, y gracias a eso vi que lo que estaba haciendo Rulfo era lo que hizo María Luisa Bombal. El personaje era Susana San Juan, era muy importante. No era un plagio y puedo asegurarlo, no era plagio, Rulfo no conocía la novela. Pasamos un día entero en la librería Robredo, donde está el centro…

L.L. De los Porrúa…

E.C. Sí, de los Robredo, eran Porrúa, Jerónimo y Rafael Porrúa; ahí estaba la librería, en Guatemala y Argentina. Por fin lo encontramos. Rulfo se metió a su casa, lo leyó, no siguió adelante con el plan que tenía. Enloquece a Susana San Juan y surge, poco a poco, poco a poco, Pedro Páramo, hasta que es el personaje central de la obra. Y la otra es una loca, perdió la razón, la adora Pedro Páramo pero no puede desposarla siendo una loca. Cambia totalmente. Esa fue una aportación. Yo de ninguna manera diría que Rulfo era plagiario, que estaba plagiando a la Bombal. No, era una coincidencia. Después de Homero todos somos plagiarios”.

Carballo añadió que Rulfo aprovechó la Semana Santa de 1954 para transformar por completo el argumento, hasta sobreponer a Pedro Páramo como el protagonista de la novela. Si atendemos el propio informe que Juan Rulfo entregó al Centro Mexicano de Escritores en Noviembre de 1953, sabemos que, en efecto, el centro de la novela era Susana San Juan y no Pedro Páramo: “El nombre de la protagonista ha sido cambiado al de Susana San Juan, y el del personaje principal al de Pedro Páramo”. Esta especificación se debe a que originalmente se llamaban Susana Foster y Maurilio Gutiérrez. ¿Fue el parecido con La amortajada de María Luisa Bombal la causa de este viraje tan radical? Carballo habló también de la contribución de Arreola y Chumacero:

L.L. ¿Piensa que Arreola le pudo haber ayudado a Juan Rulfo en la organización de la novela?

E.C. Sí, por supuesto. En la mesa de la cocina o del comedor de Arreola. Arreola hizo la primera [versión], de acuerdo con él, de cómo ordenar los fragmentos de Rulfo. Rulfo se indigna y le parece que no es cierto. Alí Chumacero le ayuda mucho, le ayuda a ordenar las cosas: la ortografía, todas las cosas que le fallaban, la sintaxis, las comas, y dejan un libro bien hecho. Y Alí comete un error verdaderamente tan grande como la Torre Latinoamericana, cuando hace la crítica de Pedro Páramo en el suplemento de Novedades, en el que dice que es una novela realista, una novela más bien hecha en la tradición de, la novela rural revolucionaria, cuando no tenía que ver con la Revolución. Era, no contrarrevolucionaria, pero hablaba de todos los errores de la Revolución mexicana.

L.L. No le auguró un buen destino…

E.C. Vio que era una novela común y corriente, cuando él había ayudado a ordenar la novela. Cuando veía que una coma, alguna cosa no funcionaba, metía la mano.

Al final, Carballo reconoció la responsabilidad absoluta del autor: “Ahora, el mérito total es de Rulfo. Tú ayudas, tú has tenido ayuda, yo he tenido ayuda, todos hemos tenido ayuda. Todos llevamos, sobre todo cuando somos jóvenes, nuestros textos a gentes mayores a que te ayuden a ver las cosas”.

Antonio Alatorre, el deslinde
Acorde con su seriedad, Alatorre decidió entregar por escrito su testimonio sobre su posible responsabilidad en la edición de la novela. El reputado filólogo había sido amigo y editor de Rulfo desde 1945, y había trabajado en la casa editorial que publicó Pedro Páramo en abril de 1955. Su participación era probable, pero en su texto de 2006 su respuesta fue contundente:

I. La leyenda de mi intervención

Hace ya tiempo, tal vez unos dos años, vino Roberto García Bonilla a mi casa a traerme copia del borrador de un libro suyo intitulado Un tiempo suspendido: Cronología de la vida y la obra de Juan Rulfo, y a pedirme que le echara aunque fuera una mirada, por si algo no estaba bien. Le eché la mirada y vi que es un trabajo concienzudo (debe de haberle llevado bastante tiempo), pero marqué unas cuantas erratas o inexactitudes, y sobre todo algunos pasajes que urgentemente pedían aclaración, pues, tal como estaban, podrían mal informar a los lectores. Y allí acabó la cosa. Ni sé si el libro se ha publicado ya, ni he vuelto a ver a García Bonilla, cosa que me fastidia, porque varios de esos pasajes me atañen a mí.

Tengo aquí la copia, que consta de 220 hojas más 30 de “bibliohemerografía”. Allí leo (hoja 174): “Sobre la terminación de la novela de Rulfo se cierne una leyenda: la ayuda que recibió su autor, particularmente la corrección final de Alí Chumacero y Antonio Alatorre”. Y leo también (hoja 175) algo que yo digo en la nota última de mi artículo “La persona de Juan Rulfo” (Literatura Mexicana, vol. X, pag. 245): la “leyenda” de que hice correcciones en Pedro Páramo es “¡falsa, falsísima!”

Pero el libro de García Bonilla no sólo me hace saber que la leyenda sigue viviendo, sino que me revela algo que yo ignoraba. Allí se lee (hoja 138) que en 1979 “Rulfo pidió a José Luis Martínez, director del Fondo de Cultura Económica, la revisión de El llano en llamas y de Pedro Páramo” porque no estaba “plenamente satisfecho [con] los cambios que se habían hecho por sugerencia de los editores Antonio Alatorre y Alí Chumacero”; y en seguida estas palabras de Felipe Garrido, que en 1979 era gerente de producción del Fondo: “Un par de días por semana iba a sentarme con Rulfo…, y durante unas tres horas leíamos juntos los textos y él iba haciendo cambios. Al comparar la edición corregida -publicada en 1980- con las anteriores, se advierten fácilmente las diferencias. Por ejemplo, Rulfo volvió a poner hidrante donde Alatorre había puesto vertedera”; y, siempre según Garrido, al tachar la palabra dijo Rulfo: “No se por qué me deje convencer por Antonio; en su pueblo dirán vertedera, en el mío decimos hidrante”.

Esto es puro cuento. Lo que sucedió es muy otra cosa.   Hay un fragmento de Pedro Páramo que bellamente comienza así: “En el hidrante las gotas caen una tras otra. Uno oye, salida de la piedra el agua clara caer sobre el cántaro”. Y poco después: “Se oyen las gotas de agua que caen del hidrante sobre el cántaro raso”. Pues bien, una vez (nos veíamos muy de cuando en cuando desde que él se vino a México) le dije a Rulfo, palabra más, palabra menos: “Es curioso que llames hidrante a eso. En Autlán lo llamamos filtro, y los hidrantes son esas tomas de agua que hay aquí y allá, a donde va la gente humilde a llenar sus cántaros”. Eso fue todo. En 1955, cuando se imprimió Pedro Páramo -y, según el colofón, “cuidaron la edición José C. Vásquez y Alí Chumacero”-, todo mi tiempo era para El Colegio de México: dirigía mal que bien el Centro de Estudios Filológicos y me ocupaba sobre todo de la exigentísima Nueva Revista de Filología Hispánica. El enorme absurdo de convertirme en “editor” de la novela de Juan sirve de sostén para un absurdo aún más enorme: el de hacerme meter esa palabreja. ¿Qué diablos es vertedera? Tengo que acudir al Diccionario, y veo que es una “especie de orejera que sirve para voltear y extender la tierra levantada por el arado”. Me pregunto qué especie de marciano habrá hecho que de una vertedera caigan gotas de agua clara.

Felipe Garrido aparece citado otras veces: dice que el original que se mandó a la imprenta tiene “cambios, aunque todos son meros retoques, unos de Alí Chumacero, otros de Alatorre” (hoja 158); dice que “muchos de los retoques que hicieron Alí y Alatorre los aceptó Rulfo, y son los cambios que tiene cualquier original” (hoja 149); y dice, finalmente: “En cuanto a Alatorre, pues ahí está su caligrafía; los cambios que hizo son pocos; la mayoría son de Alí” (hoja 175).

Felipe Garrido es hombre serio, y amigo mío además. Por eso me molestan esas mentiras que él, obviamente, cree verdades. Se me ocurre presentar documentos bien certificados y autenticados y sellados que atestigüen que yo dejé de trabajar en el Fondo de Cultura Económica en 1947. Se me ocurre emplazar a Felipe para que ante un tribunal demuestre que en el original que se mandó a la imprenta hay “caligrafía” de Alatorre. Se me ocurre… Pero en seguida me sereno. ¡Bah! Ciertamente la gente que lea los anteriores pasajes va a pensar muy mal de mí. ¿Y? ¡Qué más da!

(Alatorre había escrito en “La persona de Juan Rulfo”, que después de su estadía en Guadalajara, su trato con Rulfo en la Ciudad de México fue “esporádico, aunque siempre afectuoso”. Luego de tomar distancia con la leyenda de la edición de Pedro Páramo, Alatorre escribe de un tema que hasta entonces había sido inaccesible: la relación que Juan Rulfo tuvo con el poder político. Por eso sorprende la segunda parte de su testimonio:)

II. La última vez que hablé con Rulfo

Cuando el señor Miguel de la Madrid comenzaba a recorrer el país “promoviendo” su candidatura a la presidencia, me llegó un día, por teléfono, una voz femenina para notificarme que el candidato deseaba ardientemente reunirse en Guadalajara con los más destacados intelectuales y artistas jalisciences, residentes en Jalisco y también en el D.F., con objeto de tener un “coloquio” sobre temas y problemas culturales. Y agregó la voz telefónica que yo estaba cordialmente invitado a ser uno de los asistentes; un avión del PRI nos llevaría a Guadalajara, tendríamos el “coloquio” por la noche, y al día siguiente nos traería el avión a México.

A punto estaba de contestar que yo no me metía en esas payasadas, cuando me vinieron a la cabeza, como relámpago, unas palabras de Luis González. Yo le había contado que varias veces me habían invitado a los “desayunos de los lunes” en que el presidente Echeverría se hacía acompañar de intelectuales, y que siempre había contestado “No, muchas gracias”, y entonces me dijo Luis: “Pues has sido un tonto. Yo sí he aceptado, y puedo asegurarte que te pierdes de un folklore bastante divertido”. Por eso ahora, en vez de decir “No, muchas gracias”, acepté la invitación, y con regocijo: se me estaba ofreciendo en bandeja la oportunidad de presenciar algo de ese folklore; además, les haría a mi madre y a mis hermanas una visita sorpresa, pagada -¿quién lo hubiera dicho?- por el PRI. (Otro invitado, Moisés González, de El Colegio de México, aficionadísimo al futbol, me dijo que había aceptado porque el día siguiente, domingo, iba a haber un gran encuentro entre el Guadalajara y el América.)

Me imaginaba que iríamos muchos, pero sólo fuimos cuatro. Nos instalaron a los cuatro en el Camino Real, y a media tarde nos convocaron a todos a una reunión previa en el lobby del hotel. Allí un individuo calvo y chaparro, con facha de politiquillo, nos espetó una breve alocución cuya esencia era la siguiente: “Exprésenle ustedes al señor licenciado sus deseos de que a la cultura del país se le aplique una dosis extrafuerte de nacionalismo”. Yo, la verdad, me sentí ofendido. ¿Qué idea tenía de los intelectuales ese calvito que creía que se nos podía “adoctrinar” como a niños de kínder? Tuve que decirle que ésos no me parecían buenos modos, y que cada quien podía decir lo que se le antojara, pero él capoteó la embestida como buen diestro, y yo me callé la boca. Sólo pensé: Ya estamos metidos en el folklore. ¡Buen comienzo!

Al “coloquio”, celebrado en una casa particular, precedió una cena de gala. El candidato llegó con más de dos horas de retraso (en la mañana había estado en Colima, y la cosa había durado más de lo previsto). Venía con una numerosa comitiva, y en ella, entre guaruras y achichincles, ¡a quién veo, sino a Juan Rulfo! Sentí una punzada en el diafragma. ¡Y qué cara la de Juan! Cara de mucho sufrimiento, de enorme cansancio.

Inmediatamente los mozos dejaron de servir jaiboles y nos sentamos todos a la mesa, Rulfo a la derecha del candidato. La cena fue rápida; aún no acababa de servirse el café y el coñac, cuando -¡tilín, tilín!- empezó el “coloquio”. Habló primero un pintor, que hizo exactamente lo que había pedido el “adoctrinador” (cuyo nombre, por cierto, supe más tarde: Carlos Salinas de Gortari). El arte, dijo ese pintor, andaba de capa caída en México porque estaba desnacionalizándose a una velocidad alarmante. En seguida otro pintor, denodadamente, puso como ejemplo concreto a José Luis Cuevas, cuyas obras debieran quedar censuradas y proscritas (¿o quemadas?). El tercero fue un literato, cronista oficial de la ciudad de Guadalajara, que le dijo al candidato más o menos esto: “Si llega usted a la presidencia, como todos esperamos, ojalá atienda también al terreno de la literatura, donde está ocurriendo la misma tragedia. Aquí en Guadalajara, las librerías están llenas de traducciones de novelas extranjeras. De eso se nutren los jóvenes, y, lógicamente, se desmexicanizan y se echan a perder”. Al oír tamaña monstruosidad, no pude aguantarme. Abandoné la cómoda postura de espectador, pedí la palabra y dije más o menos esto: “Aquí hay algo que rechina. Yo, que conocí a Juan Rulfo aquí en Guadalajara en 1944 o 45, puedo afirmar (y él no me dejará mentir) que lo que él leía eran puras traducciones de novelas gringas, ¿y acaso hay, en todo el mundo, alguien que no lo sienta mexicano o lo vea echado a perder?”

Se me olvida qué sucedió después. Lo que recuerdo es que, en vista de lo avanzado de la hora, el famoso “coloquio” terminó muy pronto, sin pena ni gloria (o mejor, con bastante pena y nada de gloria).

Al final estuve platicando unos momentos con Juan. “¿Qué te pasa? ¿No te sientes bien?”, le dije; y me contestó: “¡Ay, Antonio! ¡Si supieras qué cansado estoy, qué desesperado…!”, y algo me habló de sus cuitas. Le dije: “¿Y por qué soportas esto? Aprende a Arreola, que vive aquí, y fue invitado, pero no vino”. Y me contestó: “Yo no puedo hacer como Arreola. Estoy atrapado, Antonio. ¿Cómo quieres que me zafe?”

Fue la última vez que hablé con él. (Hacía mucho que no nos veíamos sino muy de cuando en cuando.) Sentí mucha tristeza, mucha lástima. ¡El autor de esa joya que es Pedro Páramo arrastrado así, para adornar o ennoblecer con su presencia el abyecto circo priísta! ¡Qué doloroso! (Hasta aquí el escrito de Alatorre).

Huellas, interpreaciones, evidencias

La manera en que se concibió y escribió Pedro Páramo, es quizás el mito que ha causado mayor polémica en la historia de la Literatura mexicana. La facilidad de Rulfo para inventar pistas, lugares y hechos falsos, han vuelto difícil el trabajo para los estudiosos que han querido buscar los orígenes de Pedro Páramo; “quería dar la impresión de que se hizo solo, de que parió sin comadrona”, bromea Carballo al respecto. La nula disponibilidad de los actuales poseedores del archivo Rulfo también dificulta un estudio profundo. Por eso es esencial el estudio que hizo Samuel Gordon, quien hacia el año 2000 tuvo a la mano las copias de lo dos mecanuscritos salidos de la misma máquina de escribir Remington Rand de escritorio, con que Rulfo pasó en limpio los apuntes que había hecho en un cuaderno escolar y que rompió posteriormente. Gordon, después de un análisis textual detallado del mecanuscrito llamado Los murmullos y del titulado Pedro Páramo, concluye:

El mecanuscrito resultante, depositado en el Centro Mexicano de Escritores para amparar la beca concedida, llevaba –lleva– por título Los murmullos. El entregado al Fondo de Cultura Económica está titulado Pedro Páramo y, además del marcaje tipográfico anotado a mano en la portadilla, agrega: “Letras Mexicanas” y en el siguiente renglón, “19”.

[…] No cabe duda de que, cuartilla a cuartilla, ambos coinciden y ello nos permite inferir que los dos ejemplares salieron del carro y rodillo de la misma máquina a un tiempo, pero, al no poder contar con los originales, me resulta imposible establecer cual de los dos juegos es copia al carbón del primero y, sobre todo, asignarles las mayúsculas A y B según lo establecen la tradición filológica y el orden del caso, lo que simplificaría nomenclaturas, evitando verborrea y confusiones.

[…] En el mecanuscrito entregado al Fondo existen numerosas marcas tipográficas de separar y crear espacios precisamente para distinguir las secuencias así como, a veces, para unir pasajes. ¿Pertenecen a Rulfo o a manos ajenas? La letra es más fácilmente reconocible que una marca que sólo implica una línea recta y dos curvas.

Las primeras ochenta y cinco cuartillas se hallan paginadas, mediante máquina de escribir, al centro del margen superior.   De la 86 a la 111, la paginación se marca del lado superior izquierdo por el mismo medio. A partir de la 112, en ambos mecanuscritos, aparece otra numeración: sobre el margen superior izquierdo, a máquina, se inicia con el uno, sin marcar, y termina hasta el número 7, que coincide con la página 118 de la secuencia del mecanuscrito, existe además otro foliado por sello automático con numeración coincidente a la general acumulativa, seguramente debido al Fondo de Cultura Económica, por lo que se está duplicando la paginación y triplicando la foliación entre las hojas 112 y 118. Por otro lado, a partir de la 119, se agregan 9 cuartillas, también bajo un doble sistema de paginación que superpone dos series, una numerada a mano sobre el margen superior derecho del 1 al 9 y otra que, después de tachar el 119 a máquina en el centro, continúa desde la 120 para un total de 127 cuartillas mecanografiadas a doble espacio en el ejemplar entregado al Fondo para su procesamiento editorial, las mismas que, sin tantos avatares, exhibe el mecanuscrito del Centro Mexicano de Escritores.

Podemos inferir, por lo tanto, que existieron, en el mecanuscrito del Fondo entre tres y cinco intentos de reorganización macroestructural, seguramente no debidos a Rulfo, según la lección que arroja el homólogo del Centro Mexicano de Escritores.[2]

La pregunta, seis décadas después, sigue siendo la misma: ¿a quién se deben esos varios intentos de reorganización macroestructural de la novela? ¿Fue idea del propio Rulfo? ¿Fue iniciativa de sus editores?

En 2006 entrevisté también al promotor cultural Huberto Batis, quien no es ajeno a esta historia, pues en el corto periodo en que fue gerente del Fondo de Cultura Económica, consiguió un tiraje de 50 mil ejemplares de Pedro Páramo que la casa editorial vendió a la SEP como libro de texto. Batis, quien cada semana tomaba café con Rulfo en la antigua librería El Juglar, añade una anécdota importante:

Incluso se dice que Pedro Páramo era así de alto y lo dejaron a la mitad. Yo le pregunté eso a Rulfo y me dijo: ¡Me chingaron, hicieron lo que quisieron, cortaron, pegaron con engrudo las páginas como quisieron! ¡Ni yo entiendo lo que han hecho! Y le dije: ¿Quién hizo eso? Entonces me dijo: Los cabrones de Carballo, otro jalisciense aunque es de Michoacán, pero educado en Guadalajara, Arreola, Alatorre y Chumacero. Todos de su tierra, todos de su edad, todos amigos suyos. Y dijeron: Bueno, pero qué hacemos con esto; hay que publicarlo. Pero el editor dijo: Eso es muy grande, hay que reducirlo. Un alumno mío hizo una tesis de fragmentos de Pedro Páramo no publicados, fragmentos que no están en la novela. Y qué bueno que los quitaron. Hay una metáfora que me quedó en la memoria, que habla de una hormiguita que va caminando y hay mucho sol, y va buscando la sombra que hace el zacate trenzado, y dice que hace como un petatito de sombra. Y ahí va la hormiguita. ¡Pues eso es de Cri-Cri!, ¿no? No es dePedro Páramo. Qué bueno que dijeron: ¡Qué está haciendo esta pinche hormiga aquí! Pues la sacaron. Y todo mundo daría cualquier cosa por dar con el original primero, pero no está. Rulfo se encargó de desaparecerlo.

Han pasado casi 30 años de la muerte de Juan Rulfo, pero su leyenda había comenzado muchos años antes. El antiguo vendedor de neumáticos de la Goodrich Euzkadi, el recaudador de rentas, fue un maestro de la narrativa, pero también del suspenso. Para dispersar el asedio de editores y periodistas inventó fabulosas evasivas, desde la supuesta elaboración de una novela inexistente llamada La Cordillera, hasta achacar su aridez productiva a la muerte de su tío Celerino, quien “le contaba todo”. Su renuencia a aparecer públicamente contribuyó también a la construcción de una personalidad oscura. Sea por la presión de una muchedumbre ávida de una nueva obra maestra, o porque el tamaño del reto de igualar Pedro Páramo era mayúsculo, Juan Rulfo no volvió a publicar (salvo El gallo de oro en 1980). En un par de obras lo dijo todo y supo callar a tiempo.

Un tanto triste, como inconforme, Alí Chumacero reflexionó sobre el mutismo de Rulfo:


L.L. ¿Él nunca le comentó por qué no quiso publicar más?

A.CH. No, nunca, eso es muy difícil saberlo. Eso es un fenómeno psicológico que se puede dar en escritores que han tenido éxito desde un principio; no hay que olvidar que su libro de cuentos es un libro magnífico. Su Pedro Páramo vino a sofocar el libro de cuentos, que es un libro muy bueno, con algunos cuentos excepcionales que algún día se van a recoger con más ánimo. No digo que no hayan sido valorados. Digo que no se les ha dado el reconocimiento que se merecen, pues porque están a la sombra de ese monstruo tenebroso que es Pedro Páramo, que acalla todo lo que pueda sobresalir de lo normal.

De la involuntaria fama, que al parecer hizo al prosista mexicano mayor daño que beneficio, Carballo mencionó:

Rulfo no se dedicaba a promoverse. Rulfo le tenía miedo a la fama. Al final le daba gusto, pero él no ayudó a hacer su fama, más bien se escondía de la fama y eso le cayó muy bien a la gente. El huir de la promoción fue lo que le cayó bien a la gente: el escritor humilde y talentoso. Era tan hábil, y con eso hizo más propaganda sin hacer propaganda. Muchas gentes, como Fuentes, como Paz, hacían mucha publicidad y no tuvieron la ventaja que tuvo Rulfo. El escritor sencillo, huraño, que escribió un libro. Arreola decía que escribió como el burro: por casualidad. Ya no volvió a publicar un libro, la cosa de la flauta por casualidad. Ahora, Rulfo se hubiera repetido, y al final no se repitió. Dejó exactamente lo que quería dejar.

Juan Rulfo fue un hombre que vivió y murió solo. El peso de dos obras maestras acrecentaron la soledad de un hombre que quedó huérfano a los diez años, que pasó su infancia en un orfanato y que jamás se sintió identificado con nada que no fuera su propio hermetismo. “La vida no es muy seria en sus cosas”, reza el título de uno de sus cuentos, quizás por eso no le costó trabajo dejar que el tiempo lo carcomiera como a sus personajes de Comala. Sin embargo, muy a su pesar, Juan Rulfo será uno de los muy pocos autores mexicanos que se leerán en los siglos venideros.

Chumacero guardó su elegante fólder negro, se levantó, enorme, de su sillón de piel. Guardó sus tesoros en un cajón sepulcral, guardó también su ejemplar de la primera edición de Pedro Páramo en cuyo colofón aparece él como el responsable de la edición. Muchas dudas ya han sido aclaradas; las otras el lector las intuye. Se hizo un largo silencio, la grabadora seguía rodando:

La muerte de Juan, aparte de lamentable, fue para los amigos muy dolorosa y muy molesta. Para la literatura fue nefasta; y yo pienso que desde el punto de vista puramente literario, lo que hizo es suficiente para perdurar, para estar dentro de la gran literatura mexicana. Era un autor muy elogiado, muy reconocido en todo el mundo… Entonces para nosotros fue una pérdida muy notable; fue la pérdida que nos hizo pensar que algo faltaría en la Literatura mexicana. Faltaba nada menos que Juan Rulfo.



[1] Leñero, Vicente, ¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola? Entrevista en un acto, México, Universidad de Guadalajara-Proceso, 80 pp.

[2] Gordon, Samuel, “Lecturas, génesis, creación y textología en el primer medio siglo de Pedro Páramo”. Texto entregado por Gordon para la presente investigación en noviembre de 2006.