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sábado, 3 de octubre de 2015

Estar aquí y estar de viaje

3/Octubre/2015
Laberinto
José Javier Villarreal

Tuve la enorme suerte de conocer a Hugo y a Lucinda, de comer con ellos, de caminar, conversar y entregarme a un estado de contemplación en que el cariño de ella y la magia sapiencial de él hacían que me encontrara cómodo en cualquier sitio u hora que compartiera con ellos. La penúltima vez Hugo habló sobre Wilde, y Lucinda, pasado un buen rato, me lo encargó y se retiró a descansar. Lucinda era la presencia que nos construía el paisaje propicio, la zona afectuosa, donde el milagro era cosa de tiempo. Hugo me contó todo sobre Wilde y, a la menor provocación, desplegó un mapa sobre la poesía griega, polaca, rumana, y yo no hice más que asombrarme y asombrarme. La última vez que los vi mi amor y respeto por ellos ya era total y gozoso. Hugo y Lucinda se convertían en mi familia cuyo afecto e inteligencia me vulneraban. Hugo ahora ya no está, pero su poesía y Lucinda nos guían como la prueba de vida que son, que me son tan necesarios. A finales de 2013 tuve la suerte de leer y presentar Los pasos revividos (Vaso Roto Ediciones, Madrid, 2013, 112 pp.), libro que me acompaña y protege. Ahora, en este septiembre que finaliza de 2015, lo releo como la veta de luz y vida que es. Nuestra deuda con Hugo es inmensa, como su sabiduría y cordialidad. Me quedo con esos poemas suyos que ahora, desde hace tiempo, son nuestros.

***
He leído con atención, que es decir, con mucho detenimiento, Los pasos revividos, de Hugo Gutiérrez Vega. Las lecturas se han repetido bajo el pretexto de una mejor compresión; pero estas reiteradas lecturas —pluma en mano— han estado condicionadas por el deseo, un placer de ir recorriendo y haciendo mía la isla cantada. La isla se me ha vuelto conocida, y bajo esa proximidad me alude. Es y no es, pero es una geografía tan íntima que me produce vértigo, una sensación de inseguridad, un estado de desasosiego próximo a todo paraíso perdido. Pero no podemos seguir avanzando, si es que lo estamos haciendo, sin aferrarnos a la única tabla que flota sobre la superficie del océano, la voz del poeta, la expresión que domina con su presencia:

            Hoy he sentido un amor terrible, un poco deshabitado, tenuemente
desesperanzado… un amor como esos días de lluvia sobre el mar, con los perfiles
desdibujados y la niebla apoderada del horizonte gris. Pero es un amor y por eso
importa. Las palmeras se inclinan al paso del viento, apenas hay jirones de azul y
por obra y gracia de ese amor sin forma sigo escribiendo mientras la noche
encuentra su camino.

Ahora sé que lo que me ata y llama es la poderosa fuerza del amor. Es el Mediterráneo, pero es un espacio plomizo que se funde, que me hace suyo. La línea del horizonte está muy cerca, tanto que la podemos tocar con la punta de los dedos. Todo se acerca, los rostros, las voces, los cuerpos, los gestos y sus silencios; pero lo que más se carga es la ausencia que se remansa en estos cantos, en estas islas que conforman la presencia incuestionable de una isla que es el escenario sentimental donde transcurre mi aventura. Estoy ante presencias, sujetos que me rodean. La diáfana luz que creí percibir en un principio se me ha vuelto gris; los paisajes —tanto interiores como exteriores— obedecen a una luz opaca que difumina y evidencia como en esas tomas lluviosas, otoñales e invernales que veo en las películas de Angelopoulos, que me rodean en los monólogos de Ritsos, en ciertos poemas de Seferis o en algunos umbrales de Cavafis. No cito a Elytis por parecerme obsesivo en su resolana. No creo estar divagando, al contrario, me estoy arropando en un espacio que Hugo Gutiérrez Vega me presentifica, me impone, despliega al transitar esta estación de Amorgós, primer apartado de la arquitectura de este libro. Pero no olvidemos, yo no puedo hacerlo, que es el amor lo que nos mueve; entonces, el yo poético, que somos quienes leemos, dice: “me dejó, adolorido y deslumbrado, a merced del misterio”. El tono va subiendo, lo invisible se manifiesta y nos trastoca, lo implícito se adueña de un discurso que rebasa la anécdota y los personajes nos delatan, nos integran. Ya estamos a merced de todos nuestros fantasmas.

Soy rico y poderoso, señor extranjero,
el más rico y el más poderoso
de esta casa en donde vivo solo.

Murilo Mendes, en un memorable y sabio aforismo, sentencia: “Todos tienen una misión, pero no todos tienen una misión excepcional”.
Hay una edad, un momento en el camino de la vida, en que nos encontramos pasos adelante de ese justo medio, de esa promesa que se nos va quedando atrás. Es el otoño, la ruta que nos lleva bajo “Los soles griegos”, segundo apartado en el que las concesiones brillan por su ausencia. La ausencia se nos ha vuelto vida, memoria que nos sostiene. La vida de todos los días se nos muestra ya que

            Las sinrazones nos permiten vivir todos los días como si fueran los únicos. Son
intransferibles, pero no siempre sabemos identificar lo irrepetible de sus rostros.

Cada día tiene impenetrable originalidad que su misterio rebasa las precisiones del
calendario, va más allá de las predicciones, oráculos y horóscopos.

No hay nada más misterioso que el día de mañana.

Por eso lo esperamos, sabiendo que nuestros ojos, si lo logran, inauguran, con el
primer sol, un mundo siempre desconocido.

Debemos llegar sin miedo a ese acontecimiento,
pues los días son totalmente nuevos,
pero también absolutamente inocentes.

Y ante esta claridad el poeta canta la vida de todos, de esa inmensa mayoría que no sabe del poeta ni del poema, pero que un día, en esta o en otra vida, con conciencia o sin ella, se leerán en la épica íntima del discurso lírico, de ese testimonio sentimental que nos aglutina, aquello que al decir de Quevedo “permanece y dura”; esa memoria emocionada que puebla el mundo del sujeto, ese cruce de miradas donde la epifanía se hace presente. El milagro, el milagro de la vida cotidiana, aquella que transcurre y sostiene y da sentido al mundo; ya que ahora sabemos que

Una columna trunca, rota, sola
basta para sentir una ciudad.

La intensidad del lenguaje ha hecho que las frases, los golpes de voz, las metáforas e imágenes, nos sean intraducibles. El lenguaje poético ha optado por el verso, sin desdeñar la prosa, por la agudeza y la síntesis. Los poemas ya no hablan, presentan todo aquello que nos rodea y constituye, una sentimentalidad desde dónde habitar el mundo. La belleza es tal que nos duele, se nos descubre como la huella viva de lo terrible, pero el poema, desde su composición, da forma, presentifica un rostro que nos ve y, a veces, vemos. La materia, que es la lengua, produce aquello que no estaba antes, pero que ahora, al haber leído el poema, nos acompaña, es nuestro. Más realidad a nuestra realidad.

            Supongo que a veces
            te duele esta belleza
            y lloras ante el espejo fascinado.
            Ten compasión de ti misma
            y de todos los heridos por tu vista.
            Agradece al cielo esta belleza
            y entrégala a los ojos del mundo
            con la terrible sencillez
            de las orquídeas que se abren
            en la noche de la selva,
            rodeadas de serpientes.

Estamos viendo porque asistimos al cuadro, porque vemos el poema y el jardín está ahí con su fuerza constante.
Hablamos de una isla, luego de una épica íntima, particular; ahora estamos, tal parece, ante el caudal de lo social, de lo que involucra a toda una comunidad. Pienso en ciertos poemas de Seferis en que la tradición se remansa, en Cernuda con sus alter egos que pronuncian el soliloquio que a todos nos atañe, en los personajes históricos que se mueven en los monólogos de Álvaro Mutis. Sin embargo, en “Cantos del despotado de Morea”, tercera y última sección del libro, la paradoja nos hace presa de su peso y sabiduría. De pronto me da por pensar en Tamerlán el grande, de Cristopher Marlowe; en ese dolor tan hondo que no le cabe al protagonista y tiene que compartirlo con el pueblo todo por medio del horror y la barbarie. Aquí se trata de una negación, de una derrota que no se puede asumir y se confunde con una pesadilla que se ha de disipar con la llegada del alba. Ahora me da por pensar en el Cantar de Roldán, del abad Turoldo; otro poema a partir de una derrota poblado por héroes históricos y literarios que nos cantan desde el dolor. Pero la pesadilla es la historia sentimental de una voz que va recogiendo todo a su paso, un río emocional que se involucra con todos los sedimentos, con los materiales que el río arrastra. Volvemos a lo íntimo, a ese rostro que nos ve y vemos en el reflejo del poema. Las grandes aventuras, que no fueron —ciertamente— tan grandes, pero sí hondas en sus consecuencias, han pasado y son nuestra historia. Estamos más allá de la mitad del camino de nuestra vida y las cicatrices nos otorgan una corporeidad emocional desde la cual es posible pronunciar versos tan densos, fuertes y necesarios, como los siguientes, líneas medulares que nos obligan al silencio, al eco de todo lo vivido y con lo cual habremos de continuar:

            pero pensar en los demás,
            en los arrebatados por la muerte,
            es pensar en nosotros.
            Somos el mismo río que va pasando,
            lo dicen los poetas,
            el río es inmenso y en su seno oscuro
            habitan las tinieblas,
            sin embargo, debe haber una luz imperceptible
            al fondo del fracaso,
            una luz que encendieron los amores,
            una luz que vacila y permanece.

No me queda la menor duda de que esta “luz que encendieron los amores”, “que vacila y permanece”, es la que alumbra y canta lo nombrado y celebrado en este libro de Hugo Gutiérrez Vega. Las historias que se han decidido y conforman la arquitectura de Los pasos revividos hablan de un viaje, de un estar y de una exposición; también creo que el viaje es un pretexto afortunado, que el estar es una circunstancia y la exposición una forma de vida; considero que este libro va mucho más allá de estos accidentes, ahonda en un vacío donde el gesto entre el lector y el autor se nos vuelve impostergable, y es así como lo vamos llenando, primero, con nuestra voz, después, con una historia sentimental que solo a cada uno de sus lectores compete.
Me congratulo de ser un lector más de este libro, de haber conocido a su autor, de estar bajo su tutela y guía. Me congratulo de ser contemporáneo y cómplice de esa pasión que sin duda es y seguirá siendo Hugo Gutiérrez Vega.