Babelia
En la era del narco parecería evidente que el éxito de novelas como El poder del perro, de Don Winslow; La reina del Sur, de Arturo Pérez-Reverte, o Balas de plata, de Elmer Mendoza, se debe a que describen con solvencia no solo la realidad sino también el momento que atraviesan las letras mexicanas. La ficción confirmaría los prejuicios del lector de prensa y las editoriales extranjeras atenderían esa demanda. Así se ve desde el exterior: en México se escribe narcoliteratura. Un género protagonizado por traficantes, prostitutas, travestis, cadáveres decapitados y muertos por sobredosis, habitantes de un mundo sórdido, violento y corrupto. Como todos los tópicos tiene parte de verdad —aún se escribe mucha narcoliteratura en este país—, pero no toda. Al menos no entre buena parte de los nuevos narradores mexicanos nacidos en los años setenta.
“Hay dos narcoliteraturas: la policiaca y la literaria”, explica Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978), autor del libro de relatos Arrastrar esa sombra y de la novela Morirse de memoria (los dos en la editorial Sexto Piso). “La segunda aborda el fenómeno no como personaje sino como escenario, como un espacio en el que tienen cabida tanto las historias de amor como la emigración y los parricidios. El aumento de la violencia social va siempre acompañado del aumento de violencias más íntimas”.
Dejando aparte a Bernardo Fernández, Alberto Chimal e Iris García Cuevas, que escriben thrillers con vocación social llenos de sexo explícito y violencia inteligente, en el segundo ámbito definido por Monge estarían algunas de las estrellas más interesantes y sugerentes del firmamento literario mexicano actual. Yuri Herrera (Actopan, 1970), Carlos Velázquez (Coahuila, 1978), César Silva Márquez (Ciudad Juárez, 1974) y Nadia Villafuerte (Tuxtla Gutiérrez, 1978), cuya novela Por el lado salvaje (Ediciones B) empieza con estas frases: “El sexo es cuanto me une a la vida. Lo supe desde la infancia. Y no tuve infancia”.
Yuri Herrera sitúa sus historias en la frontera con Estados Unidos y en su escritura emplea el lenguaje oral del Norte, con una expresión austera y concisa, donde los silencios pesan como monedas de plata. En Trabajos del reino, su primera novela y su primer éxito, huye de los clichés y trasciende el escenario del narcotráfico para ir más allá y plantear una historia sobre el artista y el poder —un cantante de narcocorridos en la corte del capo de un cartel—. En la segunda, Señales que precederán al fin del mundo, también en Periférica y también de poco más de cien páginas, su protagonista Makina cruza al Norte en busca de su hermano para lo que tendrá que superar varias pruebas. “Miró el país que proliferaba tras el cristal. Ella sabía lo que había ahí, sus colores, la penuria y la opulencia, los recuerdos vagos de un tiempo menos cínico, los pueblos vacíos de hombres” (página 35). La realidad miserable, la atmósfera mítica, la angustia de siglos: “Nosotros los oscuros, los chaparros, los grasientos, los mustios, los obesos, los anémicos. Nosotros, los bárbaros” (página 110).
Carlos Velázquez es el gran destroyer de la literatura mexicana actual. Su libro de relatos La biblia vaquera. (Un triunfo del corrido sobre la lógica) (Sexto Piso) sacudió la escena literaria por su personal visión del mundo del Norte, su ritmo verbal, la originalidad de personajes, escenarios y argumentos. La Biblia vaquera es un artefacto inclasificable donde lo deforme se une a lo absurdo en una realidad fuera de control. “De su imaginación nacen dj’s, luchadores, domadoras, bebedores olímpicos, cantantes de rancheras, diablillos y narquillos que habitan una hipotética zona, PopStock!, la suma de todos los posibles norte de México”, ha escrito el crítico y editor Roberto Pliego en la revista Nexos. “El principal orgullo de la condición norteña es su cualidad violenta, sexista y sin sentido, casi casi hip-hop”, escribe Velázquez (página 92).
Antonio Ortuño (Guadalajara, 1976) defiende que “la literatura debe ocuparse de personas normales y abandonar a los hombres extraordinarios”. “Me interesa la gente común que crea universos extraordinarios y discursos potentes. En la literatura mexicana actual hay más hordas de locos que de trabajadores”, dice el autor de la novela Recursos humanos (Anagrama) y la más reciente Ánima (Mondadori). Dos libros en los que Ortuño aborda respectivamente la rutina de una oficina de pesadilla y la explotación de unos aprendices en el mundillo del cine para crear con fuertes dosis de ironía un hábitat mezquino y vacío, espacio común del desengaño de tantos mexicanos.
No hay machos alfa ni tráfico de drogas ni fascinación con la violencia en su literatura como tampoco los hay en las obras de Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983), a caballo entre Nueva York y el DF; de Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973), que pasó buena parte de su adolescencia en Francia, o de Tryno Maldonado (Zacatecas, 1977), tres autores característicos de la globalización mexicana. Luiselli teje en Los Ingrávidos (Sexto Piso) una telaraña de vidas fantasmales en el Nueva York de finales de los años veinte plagada de referencias culturales. Nettel elabora en El cuerpo en el que nací (Anagrama), en parte autobiográfica, la educación sentimental de una niña crecida en una familia de exiliados del Cono Sur y Maldonado narra en Temporada de caza para el león negro (Anagrama) la vida efímera y excesiva de un joven genio de la pintura a golpes de pasión.
Son ejemplos de literatura ciudadana que describen una realidad episódica y fragmentada como hace Emiliano Monge, con un estilo muy personal en Arrastrar esa sombra, donde construye un paisaje urbano de planos superpuestos —“La ciudad se expande como gota de mercurio sobre el valle” (pagina 91)—, un laberinto donde todo sucede ahora y a la vez.
La nueva narrativa mexicana vive una tensión entre identidad y cosmopolitismo —“es un tema muy viejo en nuestra literatura”, precisa Luiselli; “los dos se complementan”, opina Ortuño— y no es ajena al signo de los tiempos, la globalización. Un proceso que en este país tuvo su pistoletazo de salida con la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos en 1993, cuando se abrió al exterior y desembarcaron las editoriales extranjeras.
“Los narradores más recientes, en su mayoría, ya no se plantean la dicotomía local-global como un problema que haya que superar. Escribimos desde un espacio plenamente global. Yo creo que México es Manhattan y es Berlín aunque los gringos y los alemanes no lo sepan todavía. Y por supuesto, no es una barbaridad decir que somos hijos del TLC”, dice Luiselli.
Antonio Ortuño coincide en que con el TLC “México entra en la posmodernidad”, pero advierte contra “el esnobismo y la mirada de turista” en las letras mexicanas: “Personalmente me interesan mucho más las vidas de los mexicanos que cruzan a nado la frontera con Estados Unidos que las de los que van allí a sacarse su quinto doctorado”.
“Cada quien es hijo de su tiempo y nuestro tiempo innegablemente es el del TLC y el del alzamiento zapatista”, afirma por su parte Monge. “Pero también somos hijos de la desolación que dejaron a su paso nuestros padres, quienes vendieron su esperpéntica derrota de 1968 como una gran victoria. Es decir, somos hijos de una democracia de papel que no funciona en la práctica. Somos hijos del desengaño y el egoísmo y nietos de la injusticia, el desorden y una cierta solidaridad ya agotada”, añade.
Esta percepción de un México a la deriva es un rasgo común de estos jóvenes escritores tanto como lo es la enorme influencia de los autores de Estados Unidos desde Stephen King a John Fante pasando por los beatniks y Jonathan Franzen. Una influencia que, dada la proximidad geográfica, viene de antiguo pero que se corresponde, como dice Monge, con la actual presencia norteamericana “en la televisión, la radio, la vestimenta y hasta la comida mexicana de ahora”. “Solo falta que la música country se imponga a la música de banda”.
A esta tendencia se une la voluntad de muchos escritores jóvenes de romper con los grandes nombres de la literatura mexicana (Paz, Rulfo, Fuentes), autores que van perdiendo señal para las nuevas generaciones, y recuperar a figuras como José Emilio Pacheco, Jorge Ibargüengoitia y Sergio Pitol. “Pero por más que se ponga de moda matar al padre y matar a los caudillos literarios, los buenos libros van a seguir ejerciendo su influencia”, coinciden Luiselli y Ortuño.
Los escritores mexicanos del siglo XXI no forman una generación ni una facción ni un movimiento. Son un grupo de voces individuales, del que este reportaje solo recoge algunas, enfrentadas a una realidad mucho más amplia que la del narco en el que las cosas están dejando de ser lo que eran. Como dice Monge: “Lo único común entre los escritores mexicanos contemporáneos es que todos somos cazadores y que son tantas las bestias y es tan grande el paraje que no tenemos que encontrarnos ni compartir presas ni armas”.