sábado, 3 de marzo de 2012

Samuel Noyola: el hijo del vértigo

3/Marzo/2012
Laberinto
Marco Antonio Campos

Desde hace más de tres años los conocidos y amigos no saben nada de él. Si acaso vive, a Samuel Noyola le alegraría mucho ver su poesía reunida (El cuchillo y la luna, El Tucán de Virginia/ CONARTE) por Víctor Manuel Mendiola y Minerva Margarita Villarreal. Reúne los tres libros que publicó: Nadar sabe mi llama (1986), Tequila con calavera (1993) y Palomanegra productions (2003). No podía esperarse algo más o algo menos de Mendiola; lo vio desde sus inicios como el mejor poeta de su generación, y si alguien, sin buscar reciprocidad, se empeñó en divulgar su poesía, fue él. Más: lo apoyó hasta donde era humanamente dable y cuando Samuel cayó en la cárcel por un delito que no cometió, el propio Mendiola y un noble y solidario Juan Villoro consiguieron que el notable abogado Gonzalo Aguilar Zinser lo sacara a los pocos meses. Aguilar Zinser no cobró un centavo.

Me parece un acierto el título general del volumen. Está tomado parcialmente de un poema dedicado a Daniel Sada (“Fábula del cuchillo y la luna”). El cuchillo y la luna serían dos contrarios que en la persona y en la obra de Noyola debatieron, se confrontaron, se integraron: el filo cortante y la luz espléndida. Es curioso que una personalidad altanera y violenta como la de Samuel, en sus versos estuviera en ocasiones más cerca de las claridades de la luna que de la hoja del cuchillo.

En su primer libro, Nadar sabe la llama, Noyola aún está hechizado ante el mundo y su visión nos hechiza; en el segundo, Tequila con calavera, que es el mejor para Mendiola, ya empiezan a notarse en él las incisiones quemantes en el alma, la punta aguda del cuchillo haciendo cortes en el corazón y el cerebro, y, en esta dirección, si tiene una real familiaridad con un poeta mexicano, con un gran poeta mexicano, es con Francisco Hernández. Sin embargo, cuando en 2003 publica, a los 39 años, su último libro (Palomanegra productions), hay un buen número de poemas que parecen bosquejos y otros en los que se halla más preocupado por tintineos rítmicos o elaboraciones barrocas, que no iban muy bien con su sensibilidad, y que le ayudaron poco o nada en la escritura. Pero sobre todo en la segunda mitad de Palomanegra productions hay piezas líricas que son como navajazos al rostro y donde Samuel se pinta y figura tal cual es y despinta y desfigura lo que le parece o a quien le parece desdeñable: el ácido y caricaturesco “Brindis”; “Hotel Managua”, en el que rememora, cosa de veinte años atrás, su bohemia despreocupada en la Nicaragua postrevolucionaria, y “Otra vuelta al mundo”, que nació de una letra de rock y podría ser una letra de rock. Y en ese desorden, que a veces llega al delirio verbal, hallamos a veces ráfagas que arrasan árboles, llamas que prenden fuego, flechas envenenadas al corazón.

Lo he de haber conocido en Monclova, Coahuila, en un encuentro regional de escritores, por 1986. Se me acercó para decirme que había leído mi traducción de Una temporada en el infierno y me halagó diciéndome que la llevaba en los bolsillos cuando viajaba. Tenía 21 años. Acababa de publicar su primer libro (Nadar sabe la llama); al leerlo, me asombró —me alegró— encontrar a un poeta dotadísimo, y ahora, al releerlo, no dejo de entristecerme al pensar en el notable poeta que fue y lo grande que pudo ser. Por más que hago memoria no encuentro un poeta mexicano que haya publicado a esa edad un primer libro de tal altura. Tenía todas las virtudes como poeta y las ahogó en las aguas cenagosas de los túneles sombríos del underground. Leamos estos versos que sin exageración podrían leerse como un proverbio de William Blake: “Porque no soy más que un hijo del vértigo:/ bendición y transgresión, y exceso”. O estos dos que compendiarían también su paso por la tierra: “Bajé hasta el fondo de mí,/ al ser entregado al cero”.

Gustaba decir de memoria poemas ajenos y propios y fue un ferviente lector de los poetas clásicos españoles. Por alguna vía, iba dando pistas de sus preferencias a lo largo de sus composiciones: el verso de hierba y aire de San Juan de la Cruz, los sonetos severos de Quevedo, las catedrales barrocas de Góngora y Sor Juana Inés de la Cruz, la alta música amorosa de Garcilaso y el caudal prodigioso de Lope de Vega, y después, ya en el modernismo, la lira sonora de Rubén Darío y las “palomas barrocas” de Ramón López Velarde.1 Entre los poetas del siglo XX de nuestra lengua, le atrajeron, sobre todo en la escritura de su primer libro, los descuadramientos verbales de Gonzalo Rojas, y de otras lenguas admiró a Eliot y Pound, y muy en especial a Rimbaud, al adolescente Rimbaud, quien fue incluso un modelo de vida. Pero quien fue su “verdadero dios”, quien se halla aquí y allá en su breve obra, es al que llamó —así lo puso en la dedicatoria de su último libro— “la constelación Octavio Paz”. Y más aún: al poeta de Mixcoac le escribió un poema donde es figura y tema (“Octavio”) y hay un buen número de piezas líricas o versos donde hallamos su profunda impronta. Asimismo, sus poemas más extensos, “Calzada Madero” y Arcano Cero”, no se explican sin la lectura de “Nocturno de San Ildefonso”. Desde luego, guardando las grandes proporciones entre la capacidad reflexiva entre uno y otro, del “Nocturno” Noyola toma dos ideas que él varía y lo retratan en su escepticismo radical. Donde Paz, al hablar del anhelo de su generación, escribe “El bien, quisimos el bien:/ enderezar la historia”, Noyola adapta: “El Bien: una quimera”; donde Paz sentencia: “La historia es el error”, Noyola, luego de su experiencia en Nicaragua en los primeros años de “la revolución tropical”, hablará de la “histeria de la historia”. No deja de resultarme curioso o paradójico que un marginal de lo marginal tuviera esa ilimitada admiración por Paz, quien a su vez le tuvo deferencias: le dio trabajo un tiempo como corrector en la revista Vuelta y le publicaba poemas.

Uno de los soles espléndidos de sus dos primeros libros es la mujer (Marcela, Angie, Joseta, Michela). Abeja sexual, la mujer representó para él ternura y alegría, desdicha y desesperación. Nada más encumbrado para el adolescente que alguna vez fue que el encuentro en el lecho de un hombre y una mujer: “La sábana/ es íntima luna que ilumina/ el afiebrado beso de dos cuerpos/ el más alto momento de la espuma”. De las tres naranjas que le regaló su madre, en una descubre de pronto virtudes maravillosas: “La naranja pequeña estalla/ y germina una muchacha”. Un sencillísimo terceto suyo, en el que la joven es envidiada por la naturaleza, es un sortilegio rítmico en su repetición: “Marcela: la mar/ está celosa de ti./ Marcela, la mar”.

En el último libro los poemas de amor —salvo destellos aquí y allá— prácticamente desaparecen. “Clava saca otro clavo, pero cuatro clavos hacen una cruz”, escribiría Pavese en una de las últimas reflexiones de su diario, las cuales se leen como si se tuviera una cuchilla en el vientre (Il mestiere di vivere). Como lo leería Noyola.

Noyola estuvo dividido entre la ciudad y el desierto del norte mexicano y aun escribió que tenía un pie en una y un pie en el otro. La ciudad era la condenación y el desierto la redención, pero acabó hundiéndose en el triángulo de grandes urbes mexicanas: Saltillo, Monterrey y la Ciudad de México. Sentía horror por las grandes urbes, pero no tuvo la pequeña ciudad idílica de infancia que recordar o donde refugiarse y a la cual realzar. Como López Velarde, vino a ser alguien en la capital y la capital lo devoró. “Sombra dantesca en la ciudad”, aun en algún poema comparó a la Ciudad de México con el infierno, y la Ciudad de México lo acabó hundiendo en el infierno. En otro poema, en una visión helada, encontraba en la gran ciudad sólo avenidas frías, vidrieras sin alma, palabras de ceniza, calles donde los hombres desaparecen. Sabía que su otro yo, su conciencia moral, como a William Wilson, lo perseguía feroz e incesantemente. No sabía a veces si vivía entre personas o entre máscaras delirantes.

Noyola solía aliar, con mirada irónica, referencias del mito y la poesía, de la historia y la religión, con la realidad pedestre que circunda al hombre moderno. Por ejemplo, hacía convivir, en una fiesta nocturna, a San Juan de la Cruz y a los Rolling Stones; no ignoraba que en nuestro tiempo “las ninfas se casan con los ingenieros”; con el ojo de Goya podía mirar su noche bocabajo luego de acostarse con una prostituta, o podía encontrar a Cristo “con zapatos de oficina”. Sobre todo, en la última parte de su obra se preocupó mucho por el lenguaje y las fiestas del México urbano y se sintió íntimamente ligado al orbe del rock psicodélico y el heavy rock. Tenía destrozada la figura paterna —lo escribe en una confesión dolorosa—; la materna era de ternura y luz.

Su lenguaje puede ser en ocasiones rabioso y duro pero muy raramente procaz. Su humor despreciativo se encuentra muy bien logrado en poemas como “Todólogos”, donde se burla sangrientamente de los marxistas de cantina y café (“gloricuelas locales”), o “Domus”, en el que dibuja la muerte simbólica de los amigos de infancia que viven “instalados frente al televisor” y “sentados en la mujer”, o el ya citado “Brindis”, sátira de nuestro mundillo cultural y artístico donde se codean en los salones Doña Cultura y Don Pedante y se ven “las plumas del fuckcionario engalanado”.

Una palabra ilustraría en gran medida lo que de él noté desde las primeras veces que lo traté: destino. Era visible en él —como en Rimbaud o en Trakl— la marca, o como diría Baudelaire sobre Poe, “tenía escrito en caracteres misteriosos en los pliegues sinuosos de su frente la palabra guignon”. Entre la salvación y la condenación, uno sabía, no sin resignación y tristeza, que terminaría condenado y su final sería, entre el horror y el dolor, el naufragio sin luz entre bares, cantinas, ínfimos rincones citadinos, la pepena, el círculo del delirio de la droga y el alcohol, el callejón sin salida que daba a la ventana de niebla de la muerte.

Hay una breve elegía, angustiosa e impresionante, en la que Noyola relata una suerte de batalla boxística figurada: “Soñé con un amigo que está muerto./ No sé si por furia o alegría/ nos empezamos a golpear./ Ya no sé si le pegaba a la muerte/ o al amigo”. Ahora sabemos con cuál de los dos peleaba. O con los dos. William Wilson cazando —alcanzando— a William Wilson.

Pero más allá de una posible desaparición o una posible muerte, gracias a su poesía, la cual escribió con las manos en el fuego, él sabía que iba a perdurar, y aun transcribió dos líneas de una letra del grupo de rock Greatful Dead: “We will get back./ We will survive” (“Regresaremos./ Sobreviviremos”). O si se me permite singularizarlo: Regresará. Sobrevivirá.

Con la publicación de este libro empieza un mito urbano.

1 Curiosamente, a López Velarde se le ha visto de varias maneras: Neruda lo vio como el último arcángel del modernismo; para Octavio Paz, fue el puente entre el modernismo y la poesía moderna, o, dicho de otra manera, el primer poeta mexicano verdaderamente moderno; a Noyola le parecía, no sé por qué, un poeta barroco.


Poemas inéditos

Pregón

Olvida los relojes descarados
Devuelve al mar el pez contorsionista
Retoza en un colchón de hojas rejegas
Aspira con la mente en cero índigo
Deposita el silencio en un ánfora
Congrega un círculo de agua bendita
Pisotea las uvas de tu vino

Acostúmbrate a volar con muletas
A capear el temporal de sus ojos
A descender el tiro de una mina

Haz amistad con la pantera en celo
Despierta brujo el fin de la semana
Fabrica una alcancía para el sueño
Dona tus dedos al fuego doméstico
Ayúntate al idioma en pleno ayuno
Bailotea descalzo en la tiniebla
Deletrea en voz alta tus pecados.



El rehilete de Sami

Mi perro es medio loco, como yo.

Resulta que de buenas a primeras,
sin importarle a él, menos a nadie,
se persigue a sí mismo por la cola.

Y girando centrífugo, inclemente,
del mareo humorístico que entraña,
enloquece la brújula y el tiempo.

Pide que sea el centro de la casa,
el punto de partida y de llegada,
la cerveza más fría del desierto,
el peludo astronauta de su género,
el dueño de la regla y el compás.

Es como yo, mi perro loco y medio.

Samuel Noyola


¿Sabes quién soy?

Alicia Quiñones

Conocí a Samuel Noyola en septiembre de 2005, en la Casa Refugio Citlaltépetl, a donde llegué para solicitar un espacio para la presentación de mi primer poemario. Esperaba que me recibieran cuando se me acercó el poeta. Con olor a alcohol, voz grave y tono norteño, me dijo:

—Soy Samuel Noyola, ¿sabes quién soy?

—No —respondí un poco asustada.

—Presento mi libro en dos semanas, ¿vienes? —preguntó extendiéndome la invitación donde destacaba el título Tequila con calavera, reeditado por Conaculta.

La impresión que me dejó fue de miedo. El editor y escritor Édgar Krauss, dueño de la librería de la Casa Refugio, me explicó quién era Noyola, me habló de su poesía y me pidió —inusitadamente— que lo acompañara en la mesa de la presentación de su libro. Llegué ese día con mi texto. Éramos alrededor de veinte personas y Samuel leyó sus poemas con fuerza y devoción.

No pasó ni una semana cuando recibí una llamada suya en Contacto, una revista de negocios donde yo trabajaba.

• • •

Las charlas con él fueron pocas pero sustanciales. Desaparecía con frecuencia, como lo saben sus amigos y conocidos. Un día me llamó de casa de su hermana, desde el Ajusco. Me dijo que había dejado de tomar definitivamente y que su mejor compañía era Sami, el perrito que vivía con ellos.

“Tengo nuevos poemas, quiero terminar un libro”, dijo entusiasmado.

Quedamos de vernos en el Starbucks de Coyoacán, un viernes de julio de 2006, a las cinco de la tarde. Llegó con un aspecto muy diferente al habitual: su ropa era nueva y pidió un té negro.

Samuel hablaba fuerte, por lo que de las mesas vecinas volteaban con insistencia. Me contó de la publicación de uno de sus primeros libros de poesía en Monterrey, de cómo fue sacado alguna vez de la mesa de redacción de la revista Vuelta e incluso de la ocasión cuando, en Madrid, despertó a Octavio Paz de madrugada para pedirle un poco de dinero.

Al terminar la breve charla, en un fólder azul me entregó cinco poemas que acababa de terminar. Me llamó al día siguiente para saber qué pensaba del texto dedicado a Sami. No me dio tiempo de contestarle: enseguida comenzó a hablar del perro y de la felicidad que le provocaba verlo al entrar a su casa.

• • •

La última vez que vi a Samuel fue en una inesperada visita que hizo a las oficinas de Contacto. Una mañana llegó preguntando por el editor, Luis López, a quien conocía. Era muy temprano y no había llegado ni la recepcionista, pero sí el director general, un señor alto y robusto. Él le abrió la puerta.

—Usted debe ser el mero-mero aquí, ¿no? —le dijo Samuel al observar su aspecto.

—Sí —respondió el director.

—Estoy buscando a Luis.

—No está.

—Lo espero... ¿Sabía que ésta es la nueva moda en Londres? Mañana vuelo para allá.

El poeta señalaba una corbata que traía de cinturón. Llegué antes que Luis. Al verme me pidió cien pesos, me habló de su viaje a Londres, donde se hospedaría con una amiga. Me dijo que deseaba que tradujeran su poesía, y que tal vez nunca volvería.


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