martes, 30 de septiembre de 2014

José Revueltas: el redentor escéptico

29/Septiembre/2014
Crítica
Enrique Serna

En mate­ria de con­vic­ciones políti­cas, José Revueltas se dis­tingue de otras grandes fig­uras lit­er­arias mex­i­canas del siglo XX porque man­tuvo toda la vida una oposi­ción frontal con­tra el rég­i­men pos­rev­olu­cionario. La con­gru­en­cia entre la vida y la obra, entre los prin­ci­p­ios y la con­ducta pública, eran y siguen siendo vir­tudes raras en un medio int­elec­tual corte­sano, envile­cido por el trá­fico de favores, en donde muchos escritores medioc­res, pero tam­bién algunos de nue­stros may­ores tal­en­tos, aca­ban someti­dos par­cial o total­mente a la maquinaria de cooptación, después de haberla com­bat­ido en la juven­tud. En buena medida, la rebeldía crónica de Revueltas le granjeó la cele­bri­dad que goza desde 1968, cuando adquirió una aure­ola de líder moral por su estrecha vin­cu­lación con el movimiento estu­di­antil, y sobre todo, por la con­dena que purgó junto con los líderes del Con­sejo Nacional de Huelga. Si en la trage­dia del 68, el pres­i­dente Díaz Ordaz fue Sat­urno devo­rando a sus hijos, a Revueltas le tocó desem­peñar el papel de Sócrates. A par­tir de entonces, la juven­tud insur­recta des­cubrió su tal­ento nar­ra­tivo. Ese vuelco de la suerte fue una justa rec­om­pensa para un escritor mar­ginal, ninguneado en los cenácu­los int­elec­tuales, que había sufrido penas carce­lar­ias, penurias económi­cas, una mezquina acogida por parte de la crítica y la repulsa del polit­buró mex­i­cano.
Pero eti­que­tar a Revueltas como escritor mil­i­tante lo dis­min­uye a los ojos del público y falsea su enfoque de la exis­ten­cia, porque si bien creyó durante mucho tiempo que la lit­er­atura sólo cumple una fun­ción social cuando se adhiere a un proyecto político, de pref­er­en­cia en el seno de un par­tido, nunca se sujetó a los rígi­dos esque­mas del real­ismo social­ista. Desde la ado­les­cen­cia hizo grandes sac­ri­fi­cios por la causa del social­ismo, pero al mismo tiempo escu­d­riñó el alma de sus cama­radas y sus propias con­tradic­ciones con una lucidez insoborn­able. Como Ole­gario Chávez, el pro­tag­o­nista de Los errores, Revueltas ante­puso “el poder de la ver­dad a la ver­dad del poder”, una mis­ión sui­cida en una época donde los escritores com­pro­meti­dos tenían pro­hibido ejercer la duda. Su búsqueda filosó­fica y lit­er­aria enfurecía a los jer­ar­cas del par­tido comu­nista (nom­bra­dos por dedazo desde Moscú) y descon­certaba a muchos cama­radas hon­estos pero obtu­sos, a los que él definía como “máquinas de creer”.
A menudo, el celo par­tidista de la izquierda crea una con­fusión entre el mérito cívico y el mérito lit­er­ario que ha ben­e­fi­ci­ado a muchos escritores de segunda fila, inca­paces, ellos sí, de arries­garse a blas­fe­mar con­tra los pon­tí­fices de su igle­sia (Fidel Cas­tro, Hugo Chávez, Mar­cos, AMLO) por el temor de “darle armas al ene­migo”, o sim­ple­mente por miedo a perder lec­tores. Ya nadie lee a Benedetti con el fer­vor que des­pertaba en los años setenta, y cuando las ban­deras que han enar­bo­lado la Poni­a­towska o Galeano caigan en el olvido o en el descrédito, prob­a­ble­mente cor­rerán la misma suerte. Pero la vigen­cia de Revueltas no depende tanto de la fidel­i­dad a una causa: su obra tiene un valor inde­pen­di­ente de la cir­cun­stan­cia histórico-social que le tocó vivir y puede cau­ti­var incluso a lec­tores con una ide­ología opuesta a la suya. Revueltas no fue un gran escritor por la firmeza de sus con­vic­ciones, ni por haber pur­gado con­de­nas en las maz­mor­ras de la dic­tadura per­fecta: merece per­du­rar porque extrajo de esas expe­ri­en­cias una visión orig­i­nal, con­move­dora y alu­ci­nada de la exis­ten­cia.
DEL CATECISMO ROJO AL REALISMO CRÍTICO
Aunque las par­ran­das le robaron mucho tiempo, casi tanto como la mil­i­tan­cia, las obras com­ple­tas de Revueltas abar­can vein­tiséis tomos. No todo lo que relum­bra es oro en ese océano ver­bal ni las brúju­las para nave­g­arlo son entera­mente con­fi­ables, pues a veces la crítica, por motivos ide­ológi­cos, ha prestado más aten­ción a sus esbo­zos fal­li­dos que a sus obras maes­tras. El cen­te­nario que cel­e­bramos es una buena opor­tu­nidad para empren­der la revisión de una obra dis­pareja, en la que se advierte un pau­latino pero ascen­dente pro­ceso de apren­dizaje. Por haber hecho su novi­ci­ado político en los años treinta, la época de mayor intol­er­an­cia en las filas del comu­nismo inter­na­cional, Revueltas no siem­pre sorteó con for­tuna el peli­gro de que las ideas o los sím­bo­los asfix­i­aran a los per­son­ajes. La intro­misión de la tesis explícita es par­tic­u­lar­mente noto­ria en sus dos primeras nov­e­las: Los muros de agua y El luto humano. No alcanzó la madurez estilís­tica, el pleno dominio del arte nar­ra­tivo, hasta que se inde­pen­dizó int­elec­tual­mente de la castradora doc­t­rina que le querían imponer los cuadros diri­gentes de su par­tido.
Proclama lib­er­taria con­tra la policía del pen­samiento, Los días ter­re­nales es una con­vin­cente y apa­sion­ada nov­ela sobre la deshu­man­ización que provoca el dog­ma­tismo ide­ológico en el micro­cos­mos de la mil­i­tan­cia clan­des­tina. Dolido por la erosión de los lazos fra­ter­nales con sus cama­radas, en esta nov­ela Revueltas desnudó las ambi­ciones egoís­tas que adop­tan el dis­fraz de la orto­doxia política, los cotos de poder for­ma­dos por los “curas rojos” y los embri­ones de con­trol total­i­tario que se iban ges­tando en las sucur­sales lati­noamer­i­canas del Kom­intern cuando los líderes de la Unión Soviética todavía no rev­e­la­ban los crímenes de Stalin. Su amargo y trágico enfoque de la exis­ten­cia, la mez­cla de com­pasión y cru­el­dad con la que observa a los per­son­ajes, reivin­di­can aquí la autonomía de la nov­ela como medio de conocimiento ajeno a las supues­tas leyes de la his­to­ria. No debe extrañarnos que Revueltas adop­tara como lema la frase de Goethe (“Gris es toda teoría, verde es el árbol de oro de la vida”), pues alcanzó la eman­ci­pación como escritor al pon­erla en prác­tica. Revueltas empezó a calar hondo en los móviles de la con­ducta cuando se dejó guiar por sus intu­iciones en vez de enca­jonarlas en un marco teórico.
Quizá no hubiera dado ese salto cual­i­ta­tivo sin haber desar­rol­lado a la vez una téc­nica nar­ra­tiva más avan­zada, que le per­mi­tió superar la nov­ela ensayís­tica en estado bruto, donde las reflex­iones del autor inter­rumpen el relato, a la usanza de los nov­el­is­tas dec­i­monóni­cos ante­ri­ores a Flaubert. En otras pal­abras, el salto cual­i­ta­tivo de Revueltas con­sis­tió en adquirir una destreza ver­bal y una inde­pen­den­cia de cri­te­rio que le per­mi­tieron con­ju­gar el real­ismo obje­tivo con el real­ismo crítico. Nunca abolió del todo la dis­tan­cia entre el nar­rador y los per­son­ajes, porque tenía una pro­clivi­dad innata a la dis­ertación, pero a par­tir de esa nov­ela intro­dujo alter egos que le per­mitían deslizar su punto de vista con mayor nat­u­ral­i­dad. El pro­pio Revueltas iden­ti­ficó en una entre­vista a los per­son­ajes que fungieron como voceros de su pen­samiento: “Gre­go­rio, por ejem­plo, en Los días ter­re­nales, Ela­dio Pin­tos, Jacobo Ponce y Ole­gario Chávez en Los errores, son lo que lla­maríamos per­son­ajes históri­cos que señalan una direc­ción per­sonal, una coin­ci­den­cia con el autor porque son el autor mismo en varias situa­ciones inven­tadas y recreadas.” (1)
Cuando escribió El luto humano aún no creía nece­sario escon­derse detrás de uno o de var­ios por­tav­o­ces, y quizá por ello esta nov­ela, sobreval­u­ada en su época, no ha resis­tido el paso del tiempo. Con ella ganó el Pre­mio Nacional de Lit­er­atura en 1943 y el galardón a la mejor obra extran­jera en un con­curso inter­na­cional con­vo­cado por la edi­to­r­ial neoy­orquina Far­rar & Rein­hart, cir­cun­stan­cia que segu­ra­mente influyó en el ánimo de la crítica para incluirla en el canon de nue­stros clási­cos mod­er­nos. Sospe­cho que El luto humano ha sido objeto de innu­mer­ables artícu­los y tesis en Méx­ico y el extran­jero porque, a difer­en­cia de Los días ter­re­nales y Los errores, no coloca en apri­etos ide­ológi­cos a los his­panistas de izquierda. Recono­cer que en las filas del comu­nismo ha medrado infinidad de canal­las, o peor aún, que sus fun­da­men­tos teóri­cos son incom­pat­i­bles con la condi­ción humana, era y sigue siendo un trago amargo para muchos académi­cos biem­pen­santes, que no creen, como Revueltas, que “la ver­dad siem­pre es rev­olu­cionara, no importa dónde ni cómo surja”. Sobre todo durante la Guerra Fría, cuando la pro­pa­ganda anti­so­viética sataniz­aba el comu­nismo en todos los medios de difusión, acep­tar un hecho tan doloroso sig­nifi­caba con­spirar en favor del cap­i­tal­ismo. El comu­nista orto­doxo Enrique Ramírez y Ramírez, que más tarde intentó “hacer la rev­olu­ción desde aden­tro” como mil­i­tante el PRI, exco­mulgó a Revueltas por las velei­dades exis­ten­cial­is­tas de Los días ter­re­nales, pero en cam­bio definió El luto humano como una “épica de la mis­e­ria” que refle­jaba “la hon­dura y la grandeza del pueblo mexicano”.(2) Su aprobación rev­ela que hasta ese momento Revueltas no había defrau­dado a sus com­pañeros de lucha, tal vez porque todavía era un dócil repeti­dor de consignas.
Para mi gusto, los desati­nos de El luto humano empiezan desde su título, un pleonasmo difí­cil de jus­ti­ficar. ¿Existe acaso un luto bor­reguil o canino? El viacru­cis de los campesinos guare­ci­dos de una inun­dación en el techo de una choza, con los buitres volando por encima de sus cabezas, hubiera bas­tado para insin­uar un tras­fondo sim­bólico, sin que el autor lo hiciera demasi­ado evi­dente. Pero Revueltas se esmeró tanto por sobre­car­gar la nov­ela con inter­preta­ciones sobre el fra­caso de la Rev­olu­ción, la orfan­dad reli­giosa del mex­i­cano, su der­ro­tismo crónico y la necesi­dad de reem­plazar la tutela de la vieja igle­sia por el lid­er­azgo del par­tido comu­nista, que los per­son­ajes tienen serias difi­cul­tades para res­pi­rar. Son con­cep­tos vivientes, no seres humanos. Inter­po­lar tan­tas instruc­ciones de lec­tura denota poco respeto a la inteligen­cia del público. En una de las múlti­ples intro­mi­siones del nar­rador, una especie de médium que observa el drama de los campesinos desde un palco intem­po­ral y ubicuo, Revueltas pre­cisa cuál es o debe ser el papel del escritor frente a la masa oprimida:
La mul­ti­tud es el coro, el des­tino, el canto terco. Puede pre­gun­tarse dónde ter­mina, pero no tiene fin. Como pre­gun­tar yo mismo dónde comien­zan mis pro­pios límites, dis­tin­guién­dome del coro, y en qué sitio se encuen­tra la fron­tera entre mi san­gre y la otra inmensa de los hom­bres, que me for­man. Soy el con­tra­punto, el tema anál­ogo y con­trario, la mul­ti­tud me rodea en mi soledad, en mis rin­cones, la mul­ti­tud pura.(3)
Como el pár­rafo ter­mina con una exal­tada salutación a la mul­ti­tud soviética pas­tore­ada por Stalin, se puede inferir que Revueltas quiso con­ver­tir el pro­grama político de su par­tido en una poética de com­bate. Para dotar al pueblo de con­cien­cia política, el nar­rador ten­dría la fun­ción de encar­nar a la van­guardia del pro­le­tari­ado en la arena del texto, aunque esa tarea implicara un cierto menos­pre­cio a la masa oprim­ida. Veinte años después, tras haber sido expul­sado del par­tido comu­nista por segunda vez, Revueltas pub­licó un Ensayo del pro­le­tari­ado sin cabeza, donde sostenía que el pueblo no debía rendir culto a la per­son­al­i­dad de sus líderes, ni los nece­sitaba demasi­ado para enten­der su papel histórico, pero a prin­ci­p­ios de los cuarenta, cuando pub­licó El luto humano, aún creía que sin ese nece­sario con­tra­punto, la lit­er­atura no podía cumplir su fun­ción social.
Evo­dio Escalante ha escrito que esta nov­ela es un “antecedente en cier­tos aspec­tos, de la obra maes­tra de Rulfo, Pedro Páramo”.(4) En efecto, El luto humano pre­figura el uni­verso rul­fi­ano, sobre todo en un pasaje donde el nar­rador declara: “éste era un país de muer­tos cam­i­nando, hondo país en busca del ancla, del sostén secreto”. Pero es indud­able que no fue Revueltas sino Rulfo, un escritor rel­a­ti­va­mente apolítico pero más con­sus­tan­ci­ado con sus per­son­ajes, quien escribió la gran ¨épica de la mis­e­ria mex­i­cana” en algunos frag­men­tos de Pedro Páramo y en cuen­tos como “Luvina” o “Nos han dado la tierra”. Rulfo no aspiraba a ser el con­tra­punto letrado del pueblo: sólo quiso fun­gir como arreglista musi­cal o direc­tor de un coro, creyendo, como los román­ti­cos ale­manes, que todo hom­bre es un poeta en poten­cia. Revueltas no sabía pre­cisar dónde estaba “la fron­tera entre su san­gre y la san­gre de la mul­ti­tud”, pero sí tenía muy clara la fron­tera entre su lenguaje y el lenguaje campesino, mien­tras que Rulfo la desvaneció con una for­mi­da­ble téc­nica de ocul­tamiento. Revueltas prac­ti­caba una especie de pater­nal­ismo lingüís­tico pues intentaba dig­nificar al pueblo prestán­dole sus pal­abras. Víc­tima de una extraña sor­dera, negó al pueblo el mejor hom­e­naje que podía rendirle. La poesía del habla es la gran ausente de El luto humano.
En Los días ter­re­nales, Revueltas ya no creía nece­sario ser “el tema anál­ogo y con­trario” de los per­son­ajes, tal vez porque ahora escribía sobre sus iguales: los mil­i­tantes comu­nistas, pero tam­bién porque había trascur­rido casi una década entre ambas nov­e­las y ya no aspiraba a fun­gir como un direc­tor de con­cien­cias, ni a con­ver­tir los precp­tos del marxismo-leninismo en téc­nica nar­ra­tiva. Un pasaje de la nov­ela es útil para ejem­pli­ficar ese cam­bio. Al con­tem­plar al Tuerto Ven­tura, el cacique de Acayu­can, Gre­go­rio reflex­iona: “La fisionomía del hom­bre es un con­junto de cifras con­ven­cionales, un con­junto de sim­u­la­ciones a través de las cuales es muy difí­cil, cuando no imposi­ble, des­cubrir la ver­dad interna de cada indi­viduo, pues el ros­tro no es el ‘espejo del alma’ sino el instru­mento del cual el hom­bre se vale para negar su alma, para dis­frazarla –se dijo con furia: esos pen­samien­tos le parecían demasi­ado razon­adores e int­elec­tuales.”
Aquí se advierte un brote de autocrítica (la furia que siente el per­son­aje es la de Revueltas por haberse entrometido en la nar­ración) en donde el autor regaña a su alter ego por inter­po­lar un cuerpo extraño en el tejido vivo y pal­pi­tante de la nov­ela. Gre­go­rio es un int­elec­tual con estu­dios en Europa, cono­ce­dor de pin­tura y de lit­er­atura, de modo que en este caso el apunte analítico no está metido con calzador, como sucede con las par­rafadas de El luto humano. Sin embargo, Revueltas siente que le está qui­tando oxígeno a su per­son­aje y lo regaña por filoso­far a destiempo. Como en esta nov­ela las dis­erta­ciones embo­nan con la trama orgáni­ca­mente (no se les puede suprimir sin des­fig­u­rarla), y el nivel educa­tivo de los per­son­ajes las jus­ti­fica, creo que un lec­tor con­tem­porá­neo puede acep­tar­las de buen grado. En Los días ter­re­nales, las ideas extraí­das de la expe­ri­en­cia se con­trapo­nen con maestría a los man­damien­tos del cate­cismo estal­in­ista. Revueltas rein­cide en la nov­ela de tesis, sólo que ahora uti­liza la obser­vación directa del hom­bre para con­tra­pun­tear la falsa con­cien­cia de los per­son­ajes, com­puesta por un con­junto de dog­mas que mata en agraz cualquier idea propia y hasta los impul­sos más nobles del corazón. El con­flicto que enfrenta a Fidel con Gre­go­rio es cru­cial para enten­der el espíritu de una época, de modo que esta nov­ela no ha cad­u­cado ni le concierne sólo al público mex­i­cano. De hecho, en la actu­al­i­dad puede leerse como el vision­ario réquiem de un gran sueño de frater­nidad y jus­ti­cia.
La trama de Los días ter­re­nales alcanza el clí­max cuando Fidel, el comu­nista dis­ci­plinado hasta la igno­minia que per­sigue con saña a los revi­sion­istas bur­gue­ses o trot­skistas del par­tido, se quiebra delante de Ole­gario y le ruega que inter­ceda por él para recu­perar a la mujer que lo aban­donó por haber man­tenido una indifer­en­cia glacial durante la agonía de Ban­dera, su hija de bra­zos. Anu­ladas las jer­ar­quías políti­cas, der­retido el caparazón del robot estal­in­ista, Gre­go­rio puede por fin ver al hom­bre de carne y hueso escon­dido bajo la más­cara de hierro que le ha impuesto la dis­ci­plina par­tidaria. Al com­pro­m­e­terse con la única ver­dad a su alcance, la ver­dad sub­je­tiva de la nov­ela, Revueltas dio un gran salto ade­lante, porque a par­tir de entonces explotó con lib­er­tad su mayor vir­tud lit­er­aria: el don de aus­cul­tar el corazón de los hom­bres. El pred­i­cador de ideas aje­nas se había con­ver­tido en un agudo obser­vador de la impre­vis­i­ble flaqueza humana, que uti­liz­aba el lenguaje como un bis­turí de alta pre­cisión.
SUSTITUCIÓN DE CREDOS
A los nueve años, recién fal­l­e­cido su padre, José Revueltas seguía por las calles de la colo­nia Roma a un anciano bar­budo, de túnica blanca y huaraches, que hablaba del comu­nismo y del apoc­alip­sis. Según Álvaro Ruiz Abreu, autor de la impre­scindible biografía José Revueltas: los muros de la utopía, Revueltas le pro­fesó tanta ven­eración a ese pred­i­cador de bar­ri­ada que por seguirlo desa­pare­ció de su casa var­ios días, llenando de angus­tia a su familia, que ya lo daba por muerto. Por esos mis­mos años leía con fer­vor vidas de san­tos, según tes­ti­mo­nios de su her­mana Con­suelo y de Manuel Maples Arce, vis­i­tante asiduo de la casa de los Revueltas. Tenía, pues, una fuerte vocación reli­giosa que pudo haberlo con­ducido al sem­i­nario si sus dos her­manos may­ores, Fer­mín y Sil­vestre, no lo hubiera ini­ci­ado en el credo comu­nista. El ateísmo der­rumbó su creen­cia en la otra vida, pero no extin­guió la fe igual­i­taria ni el amor al prójimo que le inculcó el ilu­mi­nado de la colo­nia Roma. Su con­ver­sión infan­til quizá no fue muy difer­ente a la de los campesinos ver­acruzanos que en Los días ter­re­nales “lle­van el car­net del par­tido comu­nista col­gado del cuello a guisa de escapu­lario”. Y aunque Revueltas siem­pre tuvo con­cien­cia de la incom­pat­i­bil­i­dad filosó­fica entre el mate­ri­al­ismo histórico y el cris­tian­ismo, en el ter­reno del fer­vor nunca los pudo sep­a­rar. De hecho, extrajo de esa analogía el entra­mado sim­bólico de muchas obras, sin que esto per­mita cal­i­fi­carlo de creyente.
Octavio Paz fue el primero en detec­tar el sus­trato reli­gioso de su pen­samiento en una crítica de El luto humano: “Revueltas vivió el marx­ismo como cris­tiano y por eso lo vivió, en el sen­tido una­munesco, como agonía, duda y negación. Su ateísmo es trágico porque, como lo vio Niet­zsche, es negación del sen­tido.” Tal vez revueltas bus­caba recu­perar el sen­tido cris­tiano de la vida al fundir ambos cre­dos pues, como dice Paz, “si el cris­tian­ismo fue la human­ización de Dios, la Rev­olu­ción prom­ete la divinización de los hombres”.(5) Pero nunca perdió de vista las impli­ca­ciones teológ­i­cas encer­radas en el ideal social­ista de crear el “hom­bre nuevo” ni en la con­vo­ca­to­ria de Marx a tomar el cielo por asalto, y en sus obras de madurez emprendió una doble tarea crítica: some­ter a los após­toles comu­nistas a un exa­men de con­cien­cia anclado en la moral judeocris­tiana, y juz­gar a la cor­rupta igle­sia católica con los ojos de un ateo mucho más ape­gado que ella al sen­tido pro­fundo del evan­ge­lio.
Pero hay un punto en el que Revueltas se aparta lo mismo del cris­tian­ismo que del marx­ismo: su falta de fe en la posi­bil­i­dad de refor­mar la nat­u­raleza humana, un escep­ti­cismo que hasta cierto punto con­tradecía su anh­elo de reden­ción. La andanada de críti­cas sus­ci­tadas por el aparente nihilismo de Los días ter­re­nales denota una grave intol­er­an­cia estética por parte de sus cama­radas, que no podían dis­o­ciar los val­ores lit­er­ar­ios de los dog­mas políti­cos, ni con­ceder al arte una esfera autónoma. El fanatismo les impedía recono­cer que las parado­jas der­rum­ban los enfo­ques sim­plis­tas de la exis­ten­cia y, por lo tanto, enrique­cen el sig­nifi­cado de una nov­ela, por amar­gas que sean. Sin embargo, el impug­nador más inteligente de Los días ter­re­nales, Enrique Ramírez y Ramírez, señaló una con­tradic­ción filosó­fica que cier­ta­mente, Revueltas no había resuelto:
Revueltas pred­ica la ceguera y la impo­ten­cia del hom­bre ante la real­i­dad uni­ver­sal y social; la abol­i­ción de todo prin­ci­pio y toda norma racionales, la agonía perenne del hom­bre por su inex­orable aniquil­amiento; la pér­dida del sen­tido y la razón de la vida (…). En el fondo de este cuadro de lobreguez int­elec­tual y espir­i­tual, se vis­lum­bra la ima­gen dolorosa de un hom­bre que sólo es libre para sufrir y morir, some­terse a las leyes de la nat­u­raleza y expiar sin des­canso las míti­cas cul­pas de su especie.(6)
Este análi­sis de con­tenido es irrefutable y tuvo una influ­en­cia deci­siva para que Revueltas, en un acto de mea culpa, abju­rara públi­ca­mente de la nov­ela y pidiera a su edi­tor que la reti­rarla de la cir­cu­lación, a la man­era de los teól­o­gos de la Con­trar­reforma cuando el Santo Ofi­cio les ech­aba el guante (más tarde, arrepen­tido de su arrepen­timiento, cal­i­ficó Los días ter­re­nales como “la más madura de mis nov­e­las” y explicó que había sido víc­tima de una extor­sión moral). Por supuesto, descal­i­ficar la nov­ela porque no con­tiene un men­saje edi­f­i­cante era una arbi­trariedad, pues la gran lit­er­atura busca jus­ta­mente son­dear los grandes abis­mos de la razón, no sosla­yar­los en nom­bre de la tarea pros­elit­ista. De hecho, un pres­tidig­i­ta­dor más o menos hábil podría trans­for­mar en elo­gios los argu­men­tos con­de­na­to­rios de Ramírez y Ramírez. Pero los hal­laz­gos lit­er­ar­ios de Revueltas no podían ni pueden lev­an­tar la moral de ningún mil­i­tante, porque inducen al escep­ti­cismo. Sólo él era capaz de acep­tar esas ver­dades amar­gas sin perder entu­si­asmo por la lucha rev­olu­cionaria. El pro­pio Revueltas intentó varias veces escapar de ese calle­jón sin sal­ida, pre­conizando una especie de asce­sis mís­tica para sobrell­e­var los sins­a­bores de la exis­ten­cia. En la obra teatral El cuad­rante de la soledad, una sór­dida intriga en los bajos fon­dos de la ciu­dad, el único per­son­aje hon­esto del drama se declara “dis­puesto a vivir la vida con pureza, a pesar de todos o con­tra todos”, y en Los días ter­re­nales Gre­go­rio hace una declaración de fe que sin duda expresaba el punto de vista de Revueltas: “La vida es algo muy lleno de con­fu­siones, algo repug­nante y mis­er­able en mul­ti­tud de aspec­tos, pero hay que tener el valor de vivirla como si fuera todo lo con­trario.”
Para seguir este pro­grama de vida se requiere una vocación de santo o una gran capaci­dad de auto­en­gaño. Revueltas pens­aba que la humanidad sólo tenía sal­vación si los hom­bres, y en par­tic­u­lar los mil­i­tantes comu­nistas, se aut­o­crit­i­ca­ban con humil­dad, com­bi­nando el espíritu de sac­ri­fi­cio con la pasión por la ver­dad, dos vir­tudes que él tuvo en grado superla­tivo. Pero sabía que el “hom­bre nuevo” sólo apare­ció una vez en Nazaret, y como veía en el puri­tanismo un mal endémico de la izquierda, denun­ciaba los extravíos de esa moral enferma con los tintes más som­bríos, recor­dando en todo momento que los con­flic­tos de sus per­son­ajes ya esta­ban pre­fig­u­ra­dos en la Bib­lia desde miles de años atrás. La pureza que él pred­i­caba no era la pureza de los ánge­les: con­sistía en ten­sar al máx­imo la autocrítica sin caer en la deses­per­anza. Las atro­ci­dades de la oli­gar­quía le dolían y le repugna­ban, pero deploraba más aún las de sus pro­pios cama­radas, los encar­ga­dos de bajar el cielo a la tierra, en quienes advertía un fariseísmo belig­er­ante. Si Díaz Mirón le dijo a su amada Glo­ria: “Tu numen, como el oro en la mon­taña, es vir­ginal y por lo mismo impuro”, Revueltas sos­tuvo hasta la muerte que la vir­ginidad int­elec­tual de los comu­nistas no era una vir­tud ética ni rev­olu­cionaria.
Durante el Max­i­mato, cuando Calles reprimió con el mismo rigor a los comu­nistas y a los cris­teros, Revueltas había dado mues­tras de un valor espar­tano (pasó dos tem­po­radas en las Islas Marías antes de cumplir 20 años), que le valieron ser invi­tado en 1935 al Con­greso Mundial de la Inter­na­cional Comu­nista cel­e­brado en Moscú. Tenía, pues, un pal­marés de héroe impo­luto que le hubiera per­mi­tido incubar el peli­groso virus de la supe­ri­or­i­dad moral. Pero por ser un ateo pro­fun­da­mente cris­tiano y, por lo tanto, pre­cavido con­tra las asechan­zas del demo­nio, Revueltas jamás cayó en esa trampa de la sober­bia. Su gran empatía con los per­son­ajes de los bajos fon­dos, a los que cono­ció en prisión y en sus cor­rerías de noc­tám­bulo, deja entr­ever que su ideal de pureza no excluye la inmer­sión en el fango. De tanto con­vivir con la crápula, Revueltas aprendió a verla como algo famil­iar y, en con­se­cuen­cia, a escu­d­riñarla con una curiosi­dad exenta de asco moral. En Los errores, un mil­i­tante comu­nista extrae de su expe­ri­en­cia carce­laria una con­clusión que Revueltas suscribió en varias entre­vis­tas: “Ahí la vida con­densa su sig­nifi­cado, lo mul­ti­plica hasta la desnudez más per­fecta, se bes­tial­iza sin rodeos, idén­tica a la con­fi­ada nat­u­ral­i­dad con que se usa el W.C.”(7)
Como Cristo, que estaba más a gusto entre putas y fora­ji­dos que entre los fariseos, Revueltas pen­e­tra en la intim­i­dad de los seres más aber­rantes del lumpen delin­cuen­cial, atraído, como Víc­tor Hugo, por la oscura belleza de lo grotesco. Ningún escritor mex­i­cano ha retratado mejor y con más conocimiento de causa a nue­stros hom­bres del sub­suelo. Elena, el enano homo­sex­ual y alco­hólico que en Los errores mata al prestamista de la Merced en com­pli­ci­dad con el padrotillo Mario Cobián, el repug­nante Carajo de El apando, el jorobado Tiliches del cuento “El lenguaje de nadie”, el direc­tor de escuela con­ver­tido en teporo­cho de En algún valle de lágri­mas son per­son­ajes repul­sivos a los que Revueltas retrata iróni­ca­mente, pero al mismo tiempo, con una sim­patía por la mon­stru­osi­dad que le da grandes rédi­tos lit­er­ar­ios. Según la fe cris­tiana, la inte­ri­or­ización del dolor ajeno es el camino a la sal­vación del alma. Esta vir­tud ética y lit­er­aria apartó a Revueltas de la defor­ma­ción esper­pén­tica, porque al obser­var desde aden­tro a sus per­son­ajes se libraba de con­denar­los o com­pade­cer­los.
En Los errores, el lazo de unión entre los per­son­ajes de los bajos fon­dos y los mil­i­tantes comu­nistas es su pro­clivi­dad a traicionar y a traicionarse. Aparente­mente hay un abismo entre las dos líneas argu­men­tales de la nov­ela, la his­to­ria del atraco planeado por Elena y el Muñeco, y la intriga fraguada en una célula del par­tido comu­nista para asesinar a Ela­dio Pin­tos, un héroe de la guerra civil española acu­sado de trot­skismo por el comité cen­tral. Pero al estable­cer un para­lelismo entre ambas his­to­rias, Revueltas escu­d­riña los errores de fábrica de la nat­u­raleza humana, tanto en la cúpula de la nueva igle­sia como en los calle­jones de mala muerte, y des­cubre la her­man­dad sec­reta entre la falsa pureza y la abyec­ción asum­ida.
Para Revueltas, nadie está a salvo de los efec­tos cor­ro­sivos del egoísmo, el prin­ci­pal obstáculo a vencer para lograr una ver­dadera sol­i­dari­dad con el prójimo, sin la cual no hay rev­olu­ción posi­ble. Fiel a ese ideal reli­gioso, creía que la única vac­una con­tra el mayor de los peca­dos era com­par­tir el sufrim­iento de los demás. Recién lle­gado a las Islas Marías, pres­en­ció el trato veja­to­rio que los celadores dis­pens­a­ban a un cura que había par­tic­i­pado junto con la madre Con­chita en la con­jura para matar a Obregón. Para humil­larlo, los guardias le habían asig­nado la tarea de bar­rer un patio lleno de estiér­col. Aunque Revueltas escribió un cuento demole­dor en con­tra del fanatismo cris­tero, (“Dios en la tierra”) tomó una escoba para ayu­darlo, sufriendo por ello el escarnio y la ani­mad­ver­sión de los demás reos. Años después, cuando viajó a Panamá como cor­re­spon­sal del per­iódico El Pop­u­lar, subió a un auto­bús para blan­cos en el que se había colado un negro. El chofer le ordenó bajarse y el negro, orgul­loso, alegó tener el mismo dere­cho que los blan­cos para via­jar ahí. Revueltas entró en su defensa, pero ante la tozuda neg­a­tiva del chofer, se bajó del auto­bús junto con el negro, para que al menos se sin­tiera acom­pañado en la humillación.(8)
En sus nov­e­las, el sac­ri­fi­cio de algunos per­son­ajes por el prójimo va más lejos aún, hasta lin­dar con la emu­lación de los san­tos que Revueltas admiraba desde la infan­cia. En Los días ter­re­nales, al enter­arse de que una pros­ti­tuta enam­orada de él delató al matón que pre­tendía asesinarlo, Gre­go­rio le hace el amor a sabi­en­das de que está enferma de gonor­rea, no sólo para rec­om­pen­sarla, sino porque ese con­ta­gio lo unirá más pro­fun­da­mente con su sal­vadora. Quizá Revueltas ate­soraba en el incon­sciente una proeza análoga de san Julián el Hos­pi­ta­lario, que com­partía el lecho con los lep­rosos. Tam­bién raya en la san­ti­dad el pro­fe­sor Men­dizábal, que en el cuento “La pal­abra sagrada” des­cubre a una pare­jita de ado­les­centes haciendo el amor en el desván de un cole­gio católico y, para no per­ju­dicar al estu­di­ante, cuando un mozo de limpieza lo sor­prende en el desván con la muchacha, se acusa ante el direc­tor de haberla lle­vado ahí para vio­larla. Por el tono con­movido con que narra estos sac­ri­fi­cios, Revueltas parece creer que la reden­ción del género humano es posi­ble. Pero el escep­ti­cismo se sobre­pone a su fer­vor y los desen­laces de ambas his­to­rias arro­jan un cube­tazo de agua helada a los creyentes en los mila­gros de la piedad. La duda y la fe se repe­len pero Revueltas creía posi­ble con­cil­iar­las en un oxí­moron dialéc­tico: “Me con­du­elo com­ple­ta­mente de los per­son­ajes y no clau­dico ante la piedad que me cau­san. –declaró a Vicente Fran­cisco Tor­res–. Mi piedad, dialéc­ti­ca­mente, se con­vierte en una especie de cru­el­dad respecto a su des­tino: no absuelvo al per­son­aje de quien me api­ado, lo con­deno a sus últi­mas con­se­cuen­cias reales.”(9)
Nos­tál­gico de la pureza que el ser humano sólo tuvo en algunos pasajes de la leyenda áurea, a Revueltas le gustaba con­trapon­erla con la sor­didez de los pobres mor­tales aplas­ta­dos por el des­tino, no para escarnecer la vir­tud sino para situ­arla en un con­texto ter­re­nal. Reden­tor escép­tico, sospech­aba que ninguna rev­olu­ción social lograría dester­rar la injus­ti­cia sin un mila­gro espir­i­tual pre­vio. La mis­ión histórica del comu­nismo sería entonces con­tin­uar y pro­fun­dizar la doc­t­rina social del evan­ge­lio, como lo pro­pone la teología de la lib­eración, con la que Revueltas llegó a sim­pa­ti­zar. Su con­tribu­ción a la lucha rev­olu­cionaria con­sis­tió en denun­ciar los estra­gos que un falso ideal de san­ti­dad había provo­cado en las filas del comu­nismo, pero su aportación a la lit­er­atura fue mucho más valiosa, porque al sumer­gir la utopía en los pan­tanos de la real­i­dad la con­vir­tió en un faro para bus­car el sen­tido de la exis­ten­cia.
LA ESCUELA DEL CINE
Resen­ti­dos con Revueltas por la zaran­deada que les dio en Los días ter­re­nales, algunos mil­i­tantes comu­nistas lo acusaron de haber sucumbido a la influ­en­cia cor­rup­tora del mundillo cin­e­matográ­fico, en el que se gan­aba la vida como guion­ista. Era una acusación injusta, pues Revueltas tam­bién luchó por el social­ismo en ese ter­reno y, de hecho, las acusa­ciones que lanzó en 1947 con­tra el monop­o­lio de la exhibi­ción que detentaba William Jenk­ins le costaron perder el lid­er­azgo en la sec­ción de autores del STPC. Haber hal­lado ese modus vivendi no fue una clau­di­cación política ni tam­poco un con­ta­gio venéreo, pues aunque el pro­pio Revueltas cal­i­ficó de “lam­en­ta­ble” su expe­ri­en­cia como guion­ista, porque los mer­cachi­fles de la indus­tria nunca lo dejaron expre­sarse con lib­er­tad, la adquisi­ción de otro lenguaje amplió su reper­to­rio de her­ramien­tas nar­ra­ti­vas.
De hecho, entre los libros que pub­licó antes de escribir guiones y sus obras pos­te­ri­ores hay una mejoría notable. Gra­cias al ofi­cio adquirido en el cine, Revueltas aprendió a urdir bue­nas tra­mas, a dialogar con sol­ven­cia y a colo­car a sus per­son­ajes en ter­ri­bles encru­ci­jadas, por ejem­plo la de la adúl­tera que mete a su amante en una nev­era y después tiene que irse al cine con su marido en el extra­or­di­nario cuento “Sin­fonía pas­toral” o el angus­tioso com­bate de Ole­gario Chávez con las ratas que lo ata­can en Los errores, cuando intenta escapar de prisión por una tubería de aguas negras. Al incur­sionar en los géneros de entreten­imiento, Revueltas com­prendió que para man­tener el interés del lec­tor y hac­erse per­donar sus dis­erta­ciones filosó­fi­cas nece­sitaba primero darle una golosina, engan­charlo con una intriga de alto voltaje.
En varias entre­vis­tas con­fesó que en alguna época quiso ser direc­tor de cine pero los pro­duc­tores nunca se lo per­mi­tieron. Sin embargo, dom­inaba el arte de nar­rar en imá­genes y su ofi­cio de libretista aflora en los momen­tos clave de sus mejores obras. El drama de las dos sirvien­tas les­bianas sor­pren­di­das en una azotea que el crítico de arte Jorge Ramos con­tem­pla desde su ven­tana en el sép­timo capí­tulo de Los días ter­re­nales, tiene sin duda un aire de familia con un episo­dio de En busca del tiempo per­dido en el que Swan observa a hur­tadil­las otra escena lés­bica, la de una hija desnat­u­ral­izada que escupe el retrato de su padre antes de retozar con su amiga. Sal­vador Novo advir­tió la huella de Proust en una elo­giosa reseña de la nov­ela y, en una charla con Roberto Escud­ero, Revueltas recono­ció esa deuda.(10) Pero sólo un nar­rador acos­tum­brado a pen­sar en imá­genes pudo haber con­ce­bido ese atisbo acci­den­tal de la intim­i­dad ajena, con el que Revueltas se anticipó al voy­erismo de La ven­tana indisc­reta, y de hecho exploró con más auda­cia que el pro­pio Hitch­cock la trans­fer­en­cia de cul­pa­bil­i­dad provo­cada por la con­tem­plación furtiva de los plac­eres pro­hibidos. Hay otra gran escena cin­e­matográ­fica en Los errores, donde Mario Cobián, tras haber propinado una tremenda golpiza a su amante, Lucre­cia, des­cubre que un limpiador de vidrios lo ha obser­vado desde un andamio. El cruce de miradas establece una tur­bia com­pli­ci­dad entre los dos per­son­ajes, pues horas después el hom­bre del andamio, que por las noches tra­baja como can­ti­nero, se vuelve a encon­trar con el Muñeco y le sirve un trago sin men­cionar el inci­dente, aco­bar­dado por su mirada torva. Si en algunos casos Revueltas uti­liza las sor­pre­sas de la mirada para hacer avan­zar la acción dramática, en este pasaje de Los errores le sir­ven para crear un vín­culo secreto entre dos per­son­ajes com­ple­men­tar­ios: el pro­totipo de la vileza delin­cuen­cial y el pro­totipo del ciu­dadano agachado que no se quiere meter en prob­le­mas.
Los mejores ideas cin­e­matográ­fi­cas de Revueltas están dis­em­i­nadas en sus cuen­tos y nov­e­las, sobre todo en El apando, la única de sus obras que ha sido lle­vada al cine. Según el pro­pio Revueltas, la adaptación de José Agustín, que lo dejó muy com­placido, no requirió de grandes cam­bios estruc­turales porque el texto ya tenía forma de guión.(11) Con­den­sación magis­tral de su expe­ri­en­cia carce­laria, este gran relato es quizá su mejor incur­sión en el alma de los deses­per­a­dos, de los muer­tos en vida que luchan a muerte por el espa­cio den­tro de una celda. El apando es un cal­abozo con un ven­tanuco, pero es tam­bién una metá­fora de la matriz. No era la primera vez que Revueltas com­pa­raba la cár­cel con el vien­tre materno. Al final de Los días ter­re­nales, cuando Gre­go­rio, el pro­tag­o­nista, queda preso en un cal­abozo, el nar­rador observa: “Estaba encer­rado en el vien­tre de su madre, más no en embrión, sino con toda su edad, varonil y desnudo.” Y cuando el enano de Los errores bebe tequila en las “tinieblas intrauteri­nas del veliz”, que en otros momen­tos llama “tibia pla­centa”, Revueltas sug­iere tam­bién que el per­son­aje con­de­nado a morir ha empren­dido un retorno a la primera morada del hom­bre.
La difer­en­cia es que la pla­centa del apando está situ­ada den­tro de un infierno en el que sacar la cabeza de la matriz sig­nifica aso­marse a un mundo más inhóspito que el del cal­abozo. Cár­cel den­tro de la cár­cel, el apando es un refu­gio en el que tres reos se dis­putan el priv­i­le­gio de aso­mar la cabeza o, para decirlo de otro modo, el dere­cho a vivir, en una lucha dar­wini­ana por la super­viven­cia. Como en otras nov­e­las de Revueltas, el aparente pacto real­izado entre los tres apan­da­dos encubre vela­dos propósi­tos de traición. De hecho, Polo­nio y Albino han deci­dido ya matar al Carajo en cuanto obten­gan la droga que viene a traerle su madre. Pero en esa pesadilla del con­fi­namiento y descon­fi­anza mutua, una autori­dad cor­rupta, más vil que los pro­pios reclu­sos, no sólo estrecha hasta la asfixia el espa­cio vital de los reos: tam­bién viola el espa­cio íntimo de las mujeres que los vis­i­tan. La inspec­ción en que las celado­ras les­bianas se demoran pal­pando a Mer­cedes y a La Chata es una metá­fora elocuente de la inde­fen­sión ciu­dadana frente a un Estado delin­cuen­cial que ni siquiera respeta las “ver­i­jas” de las vis­i­tantes al reclu­so­rio. No hay un solo reducto en los cuer­pos de estos per­son­ajes que no sea man­cil­lado por la autori­dad y, en respuesta a la humil­lación que los bes­tial­iza, orga­ni­zan un motín en la cár­cel para que al calor de la con­fusión, la madre del Carajo pueda hac­er­les lle­gar la droga. La escena final, en donde la policía intro­duce tubos entre las rejas para inuti­lizar a los amoti­na­dos, “una vic­to­ria de la geometría sobre la lib­er­tad”, tiene una belleza plás­tica des­o­ladora, que Felipe Cazals sub­rayó con acierto en la ver­sión cin­e­matográ­fica.
Revueltas conocía desde sus entrañas la podredum­bre del rég­i­men postrev­olu­cionario y por eso pudo denun­cia­rla mejor que nadie, pero al mismo tiempo hizo una crítica rad­i­cal de las orga­ni­za­ciones políti­cas en que par­ticipó. La muerte lo sor­prendió en plena madurez cre­ativa, cuando había logrado una per­fecta sín­te­sis entre el lenguaje lit­er­ario y el audio­vi­sual, resignán­dose, para bien de los lec­tores, a exponer sus ideas en ensayos sep­a­ra­dos de sus relatos. Dejó a la izquierda un legado incó­modo, porque los int­elec­tuales can­on­iza­dos por la feli­gresía igual­i­taria casi nunca se arries­gan a sostener ideas impop­u­lares. Su caída en la auto­com­pla­cen­cia explica, en parte, la indifer­en­cia política de muchos jóvenes alér­gi­cos a la falsedad, al maniqueísmo y la cur­silería. No habrá un ver­dadero avance político de la izquierda mex­i­cana mien­tras sus prin­ci­pales fig­uras lit­er­arias se pre­ocu­pen tanto por con­ser­var sus clien­te­las y les den atole con el dedo. Quizá por esa falta de valor civil, los ide­ales por los que Revueltas luchó crían moho en el baúl de las ilu­siones rotas.
1. A.A. Ortega, “El real­ismo y el pro­greso de la lit­er­atura mex­i­cana”, en Con­ver­sa­ciones con José Revueltas, comp. de Andrea revueltas y Philippe Cheron, Era, Méx­ico, 1977, p. 51.
2. Citado por Álvaro Ruiz Abreu, Los muros de la utopía, Cal y Arena, 1991, p. 139.
3. José Revueltas, El luto humano, Era, Méx­ico, 1984, p. 179.
4. Evo­dio Escalante, “Cir­cun­stan­cia y géne­sis de Los días ter­re­nales”, en José Revueltas Los días ter­re­nales, ed. de Evo­dio Escalante, Uni­ver­si­dad de Costa Rica, 1996, p. 203.
5. Octavio Paz, “Cris­tian­ismo y Rev­olu­ción”, en Hom­bres en su siglo y otros ensayos, Seix Bar­ral, Barcelona, 1984, p. 147.
6. Enrique Ramírez y Ramírez, “Sobre una lit­er­atura de extravío”, en José Revueltas, Los días ter­re­nales, Era, Méx­ico, p. 341.
7. Mer­cedes Padrés, “José Revueltas, el escritor y el hom­bre”, en Con­ver­sa­ciones con José Revueltas, p. 59.
8. Citado por Alvaro Ruiz Abreu, Op. cit., p. 287.
9. Vicente Fran­cisco Tor­res, “La muerte es un prob­lema secun­dario”, en Con­ver­sa­ciones con José Revueltas, p. 136.
10. Roberto Escud­ero, Un año en la vida de José Revueltas, UAM, Méx­ico, 2009, p. 87.
11. “Diál­ogo sobre El apando”, en Con­ver­sa­ciones con José Revueltas, p. 169.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Miguel Capistrán, el último de los Contemporáneos

28/Septiembre/2014
Confabulario
Sergio Téllez-Pon

Miguel Capistrán tenía tres años cuando se suicidó Jorge Cuesta, su paisano. Unos años después, la leyenda negra sobre Cuesta que corría por todo Córdoba llegó a los oídos del avispado niño que ya era Capistrán y desde entonces sintió una fascinación por su obra y por su vida. Lupe Marín, con quien Cuesta tuvo un hijo, fue la encargada de propagar los rumores en su libro La única (1938): para empezar, el dibujo de la portada —obra de Diego Rivera—, muestra a las hermanas Lupe y Carmen Marín con la cabeza de Cuesta sobre una charola pues las dos lucharon por el amor del poeta, luego Lupe Marín contaba que la madre de Cuesta abusaba sexualmente del niño y que ya mayor este había cometido incesto pues el hijo de su hermana Natalia era de él. Capistrán se propuso investigar para derribar esos mitos: el párpado caído de Cuesta se debía a que de niño se le cayó a la madre y él se pegó con el filo de una mesa; ese accidente, aunado a una golpiza que recibió por parte de los lombardotoledanistas y los experimentos que hacía y que el propio Cuesta probaba en su cuerpo, desencadenaron su “locura”. Cuesta no le bajó la mujer a Diego pues éste ya estaba con Frida, aunque sí vivían en el mismo edificio por el rumbo de Mixcalco; el hijo de Natalia nació cuando él ya se había suicidado y, finalmente, no se emasculó: en la serie de piquetes que se hizo con una cuchara, Cuesta llegó a lastimarse los genitales así como se lastimó el pecho, el cuello y los brazos. Un día que fuimos a visitarlo, Juan Soriano confirmó que Cuesta no se había acostado con su hermana sino con Carmen Marín, posterior esposa de Octavio G. Barreda. Después, Lupe Marín se arrepintió de ese libro y empezó a comprarle su ejemplar a todo aquél que tuviera uno para destruirlo. A principios de los sesenta, Capistrán se encontró en la Biblioteca Nacional con un joven investigador argentino llamado Luis Mario Schneider, quien también rastreaba los textos dispersos de Cuesta, así que decidieron unir esfuerzos para publicar las obras del poeta en cuatro tomos (UNAM, 1964). Poco antes de morir, Capistrán recibió la beca del Sistema Nacional para la Cultura y las Artes para escribir la biografía novelada de Cuesta de la que llegó a publicar algunos fragmentos.

Gracias a su pasión por Cuesta Capistrán entró en contacto con los Contemporáneos sobrevivientes. Junto con las hermanas Galindo, Carmen y Magdalena, Luis Terán y Roberto Páramo, Capistrán fue alumno de Salvador Novo. Novo solía decir que Capistrán conocía mejor su obra que él mismo: si Novo tenía duda sobre dónde había publicado tal o cual artículo se lo consultaba a Capistrán y éste le decía el nombre de la publicación, número, año y hasta las páginas. Más tarde, por Novo Capistrán pudo conocer a Jaime Torres Bodet y a José Gorostiza, “don José”, como le llamaba, de quien preparó la Prosa (Universidad de Guanajuato, 1969). Capistrán había iniciado sus estudios de arquitectura para sólo complacer a su padre pues en realidad le habría gustado ser bailarín, me confesó una vez que salimos de ver la película Billy Eliot.

Capistrán también frecuentaba a las hermanas de Villaurrutia, Cristina y María Teresa, quienes le permitieron entrar en el archivo del poeta que Félix, el hermano menor, había depositado en el sótano de su casa en la calle Puebla de la colonia Roma en la ciudad de México. Capistrán sabía que Villaurrutia recortaba sus colaboraciones, de manera que cuando preparaba la Crítica cinematográfica (UNAM, 1970) metido en la Hemeroteca Nacional no localizó varias, así que fue a ver a las hermanas para que le dejaran echar un vistazo a los papeles en los que tampoco aparecían esas reseñas, hasta que un día movieron un chifonier y detrás de él cayó el cartapacio donde Villaurrutia había guardado todos los recortes de sus críticas cinematográficas. Para entonces, Capistrán, Schneider y Alí Chumacero ya habían publicado las obras de Villaurrutia, que tuvieron que trabajar a marchas forzadas porque justo cuando estaban en el proceso de edición corrieron a Orfila Reynal del Fondo de Cultura Económica. Así que una noche que Capistrán y Chumacero estaban en el Fondo de Avenida Universidad revisando las galeras, el policía que cuidaba el edificio fue a ver por qué no se iban esos señores que trabajaban a deshoras; ellos le contestaron lo que hacían y el policía les replicó: “¿Y por qué no viene el señor Villaurrutia a revisarlas?”

Conocí a Capistrán en 1998, cuando iba a entregar sus colaboraciones para la revista Equis, cultura y sociedad. Muchas veces nos encontramos en la puerta, en el elevador, en la sala esperando a ser atendidos por Braulio Peralta, el director, y platicábamos. Una de esas veces, no sé a razón de qué, me contó que había sido discípulo de Salvador Novo y, sorprendido, le contesté que me encantaba un poeta de esa generación, Xavier Villaurrutia. Así empezó nuestra amistad. Después le dije que quería escribir una biografía de Villaurrutia, le pregunté si me podía ayudar, tomó mi entusiasmo con generosidad y me contó muchas cosas que, a su vez, le había contado Novo. En diciembre de 2000, planeamos juntos un homenaje por los 50 años del fallecimiento de Villaurrutia en el Panteón del Tepeyac, donde está enterrado el poeta, cerca de un pariente suyo y de Santa Anna. Pensamos en un evento íntimo por la fecha (plena Navidad), así que envíamos una carta a La Jornada anunciando el evento y la firmamos, entre otros, Alí Chumacero, Alicia Zendejas, Elena Poniatowska —a mí me tocó sacarle la firma, no sin sus característicos remilgos—, Carlos Monsiváis y, claro, Capistrán y yo. El acto que nosotros pensábamos iba a pasar inadvertido en realidad fue un éxito: nos llamó Alejandro Aura (a la sazón director del Instituto de Cultura del D. F.) para ofrecer ayuda en lo que hiciera falta y a él se unió después Nacho Toscano, entonces director del INBA. En el acto leíamos algunos textos sobre la importancia de Villaurrutia y unos actores leyeron de sus poemas, en particular “Décima muerte”, el poema que 50 años antes leyó Pita Amor mientras bajaban el féretro de Villaurrutia. Con el apoyo de las instituciones que encabezaban Aura y Nacho, y otras más que se sumaron luego, inició el grupo “Contemporáneos 100″ que se propuso conmemorar los centenarios de todos los integrantes de esa generación. Nuestra colaboración y amistad se estrechó: Capistrán me invitó a ayudarle en la curaduría de una exposición en memoria de Villaurrutia en la Biblioteca de México y, ¡oh, sorpresa!, en una nueva edición de las obras de mi venerado Villaurrutia que ahora me tocará concluir para que finalmente aparezca en el FCE. Para esa edición de las obras de Villaurrutia que pensamos en dos tomos, capturé todas las cartas que fuimos juntos a buscar: al Archivo General de la Nación para consultar el archivo de Carlos Chávez, donde no había ninguna; a la Capilla Alfonsina, en la que encontramos algunas muy interesantes no sólo dirigidas a Reyes; a la Fundación Cardoza y Aragón, cuyo archivo nos abrió gentilmente Andrea Huerta (la hija de Efraín Huerta) y donde tampoco encontramos nada pero sí una curiosidad que nos hizo reír mucho: cuando murió Lya Kostakowsky, Juan Soriano y Marek Keller le enviaron sus condolencias a Cardoza y Aragón, pero quien catalogó el archivo escribió: “Por la muerte de Lya Kostakowsky, el señor Juan Soriano y su señora, Marek Keller, envían condolencias”.

Salíamos a tomar café al Woolworth cercano a su casa o a cualquier Sanborns, donde llegó a contarme sobre sus visitas a Argentina. En uno de esos viajes le había pasado una historia casi policíaca que quería contar en una novela. Lo animé a que la escribiera, que dejara un momento sus investigaciones, pero nunca lo hizo. Allá se enamoró de un guapo joven argentino con el que Novo lo bromeaba diciéndole que lo había sacado del Satiricón, de Fellini. También en Argentina conoció a su venerado Borges (pasión que me contagió) y sobre el cual hizo el libro Borges y México (1998; Debate, 2012); le insistí en que mejor hubiera contado sobre las visitas de Borges a México, pues él tuvo algo que ver en los primeros dos viajes y supo los detalles del último, así que el libro debía llamarse “Borges en México”, le insistí. Por cierto que una de sus últimas apariciones fue cuando presentó la segunda edición de ese libro durante una visita en la que María Kodama hizo una declaración en contra de los supuestos poemas de Borges que Poniatowska citaba en su entrevista; Capistrán se angustió muchísimo porque el libro tuvo que ser retirado de las librerías por órdenes de Kodama.

Poco antes de que ganara el Premio Alfaguara, Elena Poniatowska nos invitó a comer en su casa y en la sobremesa recordó que Capistrán la había invitado a dar una conferencia en el Museo de Xalapa, que él dirigía, el 19 de septiembre de 1985 pero ese día, como todos sabemos, ocurrió el terremoto que devastó la Ciudad de México. La impresión al enterarse que parte de su familia yacía bajo los escombros le desencadenó a Capistrán la diabetes con la que vivió desde entonces. Sin embargo, no por eso se cuidaba: Miguel comía y bebía todo lo que no debía: pan, pan dulce, vino o digestivos (¡Campari!), mientras sus amigos lo veíamos aterrados al saber el daño que todo eso le hacía. “Antes de venir me tomé la pastilla para poder tomarme una copita”, contestaba. En los últimos años su salud se había deteriorado demasiado, la luz le lastimaba el ojo izquierdo, estaba más delgado y tenía que usar bastón para caminar aunque seguía lúcido y activo como siempre. Estuvo internado en el Hospital de la Nutrición al mismo tiempo que Carlos Monsiváis, pero justo el día que Carlos murió Capistrán salió de allí y la doctora que lo atendía le dio la noticia: “Su amigo acaba de morir en el piso de arriba”, le dijo. Él la había librado al menos por un tiempo. A pesar de esa cercanía, nunca lo tutee, siempre le hablé de usted, no sólo por ser una persona mayor, como me enseñó mi padre, sino para dejar clara la relación maestro-discípulo. El 24 de septiembre de 2010, Miguel Capistrán empezó a sentirse mal de lo que él creía que era el estómago; al día siguiente fue llevado de urgencias a Nutrición y de inmediato lo metieron al quirófano pues le había dado un infarto, pero su corazón ya no soportó la cirugía. Con su muerte se fue un amigo, un maestro, un confidente, un interlocutor que recordaré siempre.

José Revueltas

28/Septiembre/2014
La Jornada
Elena Poniatowska

En alguna ocasión acompañé a mi queridísima y admirada Margarita García Flores, autora de Cartas marcadas, a entrevistar a José Revueltas en su casa, en la avenida Insurgentes. Hoy por hoy, Revueltas es la gran referencia en la Universidad Nacional Autónoma de México, un ídolo para los jóvenes, estudiantes o no, el personaje más citado, el intelectual dispuesto a jugarse la vida por lo que creía y, sobre todo, por los demás. En el 68, Revueltas vivía a salto de mata y se escondía en una u otra casa. Hasta llegó a dormir durante semanas enteras en uno de los escritorios de la Asociación de Periodistas, en Filomeno Mata. Generoso como él solo, se desprendía de todo. Acompañado por Roberto Escudero, quien nunca lo dejó solo ni le falló, al final de su vida y obra dijo que le hubiera gustado darle a su obra entera el título de Los días terrenales: “A excepción, tal vez, de los cuentos, toda mi novelística se podría agrupar bajo el denominativo común de Los días terrenales, con sus diferentes nombres: El luto humano, Los muros de agua, Los errores. Y tal vez a la postre eso vaya a ser lo que resulte, en cuanto la obra esté terminada o la dé yo por cancelada y decida ya no volver a escribir una novela y me muera y ya no pueda escribirla. Es prematuro hablar de eso, pero mi inclinación sería esa, y esto le recomendaría a la persona que de casualidad esté recopilando mi obra, que la recopile con el nombre de Los días terrenales.
–Pepe, ¿por qué entregó su capacidad creadora, las horas de vida únicas e irremplazables a la política mexicana? ¿Por qué y para qué?
–En cierto sentido obedece a una razón vocacional, pero vocacional no en el sentido de adquirir una profesión, puesto que la política no puede ser una profesión, sino una actividad del hombre: desde muy joven sentí inquietud por encontrar un camino en el cual rendir el mayor servicio posible.
–Pero, ¿por qué no se limitaba simplemente a vivir?
–Probablemente por vanidad y por ambición.
–¡Ah, era usted ambicioso!
–En cuanto a eso, sí.
–Pero, ¿usted fue un niño pobre, un niño sufriente?
–Yo pertenecía a un familia pequeñoburguesa acomodada, que vino a menos precisamente en un periodo de mi vida muy importante, la infancia, la adolescencia, pero esto no fue infructuoso, al contrario, nos sirvió a todos: a Silvestre, a Fermín, a Rosaura… Yo tenía gran inquietud religiosa, y luché tenazmente para buscar una verdad más objetiva, la más convincente. Abandoné la religión a edad temprana. A los 11 años, yo no tenía religión alguna, pero quería adoptar un camino, encontrar mi lugar en el mundo. Entonces dejé de ir también a la escuela por ir a la Biblioteca Nacional y en vez de hacer toda mi secundaria, en la escuela, la hice por mí mismo, en la Biblioteca Nacional. Jamás volví a la escuela.
–¿Y qué estudiaba por sí solo? ¿Qué verdad buscaba y qué verdad encontró?
–Mire, primero leía el catálogo, buscaba religiones y decía: Voy a estudiar Filosofía y Religiones. Por ejemplo, escogía India para terminar en Grecia, pero muy pronto encontré el materialismo dialéctico, un libro de Carlos Incháustegui, La doctrina socialista, y eso me indujo a abrazar la causa del marxismo-leninismo. Entonces me dediqué a buscar a todos los comunistas mexicanos, pero no los encontré, porque estaban en la clandestinidad. Incorporarme al movimiento revolucionario implicaba muchos riesgos y fui detenido continuamente durante el periodo de 1929 a 1933.
–Pero usted, siendo tan joven, ¿sabía a qué se exponía?
–Naturalmente.
–Pero, ¿qué actos cometió para que lo metieran a la cárcel?
–No fueron actos delictivos de ninguna especie. ¡El sólo hecho de fijar propaganda en las bardas o hacer mítines en la calle ya era suficiente motivo para quedar preso!
–¿Cómo fue su vida en las Islas Marías? ¿Qué hizo usted allá? ¿Podía escribir?
–La primera vez sí, porque fuimos tratados con decencia –quizá porque les llamó la atención mi juventud–, pero la segunda vez me pusieron a hacer trabajos forzados y eso me impidió tener tiempo para poder estudiar y escribir. La primera vez aunque los libros no estaban prohibidos, yo todavía no escribía.
–¿Ni le interesaba?
–Desde luego que sí; siempre me ha interesado escribir y desde mi ingreso al movimiento revolucionario ya escribía pequeños cuentos en los periódicos clandestinos. Toda mi obra literaria está inspirada en la lucha revolucionaria y en cuestiones humanas en general, pero teñidas por mi experiencia personal. Desde muy joven empecé a observar las reuniones que teníamos, a tomar apuntes, a pasar en limpio materiales para mi trabajo literario y muy pronto tuve mi propio taller literario, que consistía en aprovechar el tiempo, en anotar todo lo que veía, lo que oía, y añadir, naturalmente, mis opiniones.
–Entonces, ¿en las Islas Marías, usted se dedicaba a observar a los presos que estaban a su alrededor y a confesarlos?
–Vivía con ellos, no tenía tiempo de verlos porque me veía en ellos.
–¿No era usted observador? ¿Participaba activamente?
–Me veía a mí mismo en ellos y en mi persona los veía a ellos. No había distinción alguna. Trabajaba igual que ellos o más.
–Pero sí había distinción, puesto que usted podía observarlos y verse a sí mismo en ellos, ya que usted era escritor; usted podía describirlos, pero ellos a usted, no.
–Lo que quiero decirle es que yo no era un observador...
–¿Cuánto tiempo estuvo en las Islas Marías en total?
–La primera vez estuve seis meses y me dieron libre por ser menor de edad. La segunda vez, estuve 10 meses.
–¿Cuántos años tenía la primera vez?
–Dieciocho años. La segunda vez tenía 20. Va usted a tener que ayudarme a checar las fechas, porque soy muy desmemoriado.
–¿La cárcel fue una experiencia que le hizo daño?
–No, creo que me hizo mucho bien, porque el tener una gran cantidad de problemas a esa edad ahora me permite una mejor comprensión de lo humano. Me mostraron las relaciones humanas en su desnudez más completa, sin convenciones de ninguna especie. La cárcel tiene esa virtud: desnuda al hombre. No hay más convenciones que las que se crean en ese mundo tenebroso. Entonces, el hombre se ve en su esencia; sin adornos, directa, patética, elevada y sucia, a la vez.
–¿Su primer libro salió de la cárcel?
–Exactamente. Se llama Los muros de agua, justamente para indicar la prisión sin muros de piedra, pero con muros de agua: el mar.
–Y, ¿usted cree que es bueno tener experiencias tan dolorosas a una edad como la que tenía entonces?
–Pues no es cuestión de tenerlas ni de buscarlas, sino que el encuentro con este tipo de experiencias siempre es una enseñanza extraordinaria para cualquiera.
–Entonces, ¿no cree que le hicieron daño?
–Si profundizara yo más en mi sicología, tal vez obtendría alguna respuesta, pero, por lo pronto, creo que he aprovechado lo positivo de esas experiencias.
–¿Cómo es posible rebelarse sin amargura ante la injusticia?
–Depende de la índole personal. Si un dolor se aplica con fecundidad y con orgullo, como en el caso de un perseguido político, ese dolor no cuenta sino como algo relativo.
En Lecumberri, Revueltas compartía su celda con Martín Dosal Jottar. Todos los demás habían conseguido una celda propia: Eli de Gortari, Armando Castillejos, Heberto Castillo, Manuel Marcué Pardiñas, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, todos los viejos; no así Revueltas, que los domingos y los días de visita solía andar por el redondel de acá para allá, porque Martín estaba en la celda con Celia, su mujer. Entonces, acostumbraba subir al polígono de la crujía H, una especie de minarete desde el cual podía verse el cielo. Si uno lo iba a visitar, él decía, sonriente, jalando su piochita: Vamos a platicar allá arriba. Miraba de frente fijamente, sólo de vez en cuando, si algo lo hacía sonreír, volvía su rostro al del interlocutor para reír con él. Dentro de lo posible, José Revueltas era un hombre fuerte aunque traqueteado; su uniforme de preso de dril azul marino le daba una consistencia y una fuerza dramática que no da el traje de la calle o el andar en mangas de camisa. (Revueltas casi siempre usó camisas de manga corta.) Se había dejado crecer el pelo que blanqueaba y todavía sonreía con facilidad con sus dientes amarillentos por el humo del cigarro.
–¿Y la angustia de estar encarcelado? ¿Qué no duelen todos esos días, estas horas irrecuperables?
–Sabe usted, Elenita, desde mi primer encarcelamiento me propuse, casi inconscientemente, no dar gusto a los que me privaban de la libertad con una actitud negativa. ¡Esto mismo me ayudó a tener una buena salud mental dentro de la cárcel!
–Hijos, ¡qué aguante! Entonces, ¿desde joven era un muchacho ordenado?
–Pues yo creo que soy disciplinado, por lo menos en el trabajo. Creo que en términos generales soy un hombre disciplinado.
–¿Y muy equilibrado?
–Ésa es una pregunta bastante peligrosa.
–¿Era usted ecuánime o se exaltaba? Porque la gente que participa en mítines y en la política suele hacerlo porque así se libera de tantas presiones e injusticias. ¿No cree que detrás de usted hay una gran fuerza emocional?
–Yo creo que soy bastante demente y apasionado. Pero cuido que esta demencia esté referida a hechos objetivos, para no pecar de injusto.
–¿Aunque hayan sido injustos con usted?
–Aunque hayan sido injustos conmigo.
–Entonces ¿usted pudo canalizar todas sus emociones y sus experiencias en Los muros de agua?
Los muros de agua no se refiere a experiencias personales. Es mucho más fantasía que experiencia vivida. Creo que a cualquier escritor lo asalta siempre un cierto pudor respecto de su persona cuando trata de verter experiencias demasiado literales en un libro y creo que, si lo hace, las tiene que convertir a una forma artística. Además, no escribí Los muros de agua inmediatamente después de mi estancia en las Islas Marías como si se tratara de un reportaje. Cuando regresé a México, mi trabajo se limitó a artículos, ensayos políticos, folletos y meditaciones sobre el movimiento revolucionario. Los muros de agua vinieron más tarde.
–¿Quién publicaba sus cuentos y folletos?
–El Partido Comunista.
–¿Qué, el Partido Comunista no está siempre a la zaga de los acontecimientos?
–Esta crítica es justa sólo en cierta medida. Nuestro partido nunca supo entender la realidad nacional de manera completa, pero esto no ha sido obstáculo para que se diera en sus filas gente abnegada y buena. No sólo es un partido exótico, sino irreal y, por tanto, sus miembros pecan de irrealidad. Esto lo expreso con mucha mayor exactitud en Los días terrenales que se refiere al Partido Comunista de la época. Lo trato también en Los errores, que es una nueva recurrencia, una extensión, podemos decir, de Los días terrenales. Esta novela fue muy criticada por los ortodoxos y los sectarios que dijeron que si yo hablaba de los días terrenales, supondría que creía en los días celestiales, en el más allá, en el paraíso; pero hoy día, con los días espaciales, los sputniks y los viajes extraterrestres, Los días terrenales definen muy bien nuestro tiempo, nuestra habitación, con todo lo que la habitación implica de relaciones humanas, de comprensión o de incomprensión, de odio o de conveniencia, de guerra, de esperanza o de desesperación.
En Lecumberri platicábamos interrumpidos por la visita, su familia, sus amigos disímbolos, sus seguidores. Me llamó la atención la presencia, domingo tras domingo, de Margarita Michelena y de la poetisa Eunice Odio. Ninguna de las dos era precisamente de izquierda. Llegaban con un pollo rostizado y tres bolsas de papas fritas. Alguna vez también, Octavio Paz lo visitó, aunque no compartía sus ideas políticas ni su formación, ni su fortuna. Revueltas quería a sus visitantes, los respetaba. Su ideología nunca impidió la amistad. Emma Godoy, por ejemplo, estuvo al pendiente mes tras mes de su amigo, a quien encomendaba a Dios y a la Virgen. Recuerdo especialmente a Eunice Odio, muy bonita; llegaba los domingos con sus vestidos floreados, sus chinos sobre la frente, una boca roja muy pintada, una canastita de mimbre colgada de un brazo y la generosa sonrisa de una mujer que se expone.
Una mañana, nos sentamos en una banca afuera en un jardín feo, lacio y pelón frente a Lecumberri, Eduardo Lizalde y yo. Sólo tengo presente que estábamos desanimados. Me encantaba la voz profunda de Lizalde y la fuerza con la que emitía su pensamiento. En otra ocasión, capté al vuelo la alada figura de Enrique González Rojo subiéndose a un camión después de haber pasado unas horas con él. Él era de los Espartacos. Rosaura, su hermana, quien venía todos los domingos de Cuernavaca, hacía cola con una bolsa del mandado, sus trenzas anudadas en un chongo severo. En Lecumberri, Raúl Álvarez Garín me dijo un domingo, casi con alegría: Hoy en la noche vamos a cenar con Revueltas, porque es su cumpleaños. También José Agustín habría de comentar la ilusión que le daba verlo y hablar de lo que más los apasionaba: la literatura.
–Escribo por una necesidad de expresión, de comunicación y de servicio. Yo creo que la comunicación humana es la más importante de todas las relaciones y la que más nos puede humanizar en un mundo terrible y corrupto. Por eso, la profesión de escritor me parece una de las más altas vocaciones que le han sido dadas al hombre. Mucho más que una profesión, es una actitud. Hablar nos humaniza y hace de nuestros dolores privados el dolor común, y de nuestras dichas personales, la dicha común.
–¿Cuál es el papel del escritor?
–Mi respuesta va a ser desgraciadamente muy personal, un punto de vista propio que no sé si comparta conmigo. Considero que el escritor es un ideólogo, aunque muchos escritores no se consideren como tales o estén al margen de la ideología; el escritor es eminentemente un ideólogo, quiera él o no.
–Pero nuestro tiempo no consta sólo de una ideología, sino que coexisten varias en pugna.
–El escritor debe saber elegir la suya puesto que él mismo es una expresión de la ideología de su tiempo.
–¿Y qué debe entenderse con eso de escritor comprometido?
–El compromiso del escritor comienza con la literatura y con la sociedad. La literatura no se da en una campana neumática, aislada, se da en la vida, en la sociedad y entre los hombres. El compromiso del escritor es con la literatura, entendida en su más alta acepción, en ligazón profunda con los hombres y para los hombres.
Tuve la oportunidad de conversar en varias ocasiones en su casa y en Lecumberri con éste hombre magnífico, cuyo centenario celebramos ahora. Escucharlo fue un privilegio y una lección de vida que atesoro y recordaré hasta mi propio final. Sé que habría disfrutado la respuesta a una pregunta que hace dos días le hicieron a un alumno de Química: ¿Cuál es la diferencia entre una solución y una disolución? Si metemos a dos de nuestros políticos en un tanque de ácido, se disuelven, eso es una disolución, pero si los metemos a todos ¡eso es una solución!

domingo, 14 de septiembre de 2014

Vasili Grossman o cuando la raíz de la belleza es la valentía

14/Septiembre/2014
Confabulario
Marta Rebón

Hace ocho años, cuando recibí el encargo de verter al español Vida y destino, ignoraba la carga explosiva de este artefacto literario, pues es una de esas novelas cuya lectura te transforma, algo que tuve oportunidad de comprobar con creces a medida que me adentraba en sus páginas durante los meses que trabajé en su traducción. Recién aterrizada en Bruselas para ampliar mi formación académica, esta muy pronto quedó eclipsada ante la urgente necesidad de destinar todos mis esfuerzos a practicar, lo mejor que pude, el arte de la empatía con este inmenso testimonio hecho obra de arte que es, además, la mejor novela de Vasili Grossman.

La traducción obliga a lograr un grado de comprensión del texto original que no permite dejar zonas en penumbra y a producir un equivalente con ambición de alcanzar las mismas cotas de calidad literaria. No importa no haber vivido en primera persona un bombardeo, el pavor de una cámara de gas o de una noche de interrogatorios en la Lubianka. Por eso, la traducción es el arte de la escucha, de ese aguzar el oído al máximo a lo que dice el autor, a las vibraciones de los textos. Sentada al escritorio de un céntrico apartamento de Bruselas miraba de vez en cuando por la ventana, concesión mínima a la abstracción en que me había sumido el relato de Grossman, todo un viaje en el tiempo. La traducción también es el arte de la imaginación.

A finales de junio de 1941 la Operación Barbarroja, acometida por el ejército nazi, convirtió Europa Oriental en el mayor teatro de operaciones de la Segunda Guerra Mundial. Para Stalin, a pesar de las reiteradas advertencias, resultó tan inesperado aquel movimiento de tropas de más de tres millones de efectivos que fue el ministro de Asuntos Exteriores quien tuvo que anunciar a los soviéticos la amenaza que se cernía sobre el país. No en vano había sido él, Viacheslav Mólotov, quien dos años atrás había firmado el Tratado de No Agresión con Alemania, ahora dispuesta a empujar el mundo al abismo.

En la cola de voluntarios para alistarse como soldado, y hacer frente al enemigo ya a las puertas, se encontraba Vasili Grossman. Natural de Berdíchev, ciudad ucraniana que contaba con una de las comunidades judías más importantes de Europa, había abandonado definitivamente su trabajo en una mina de Donetsk en calidad de ingeniero, así como la enseñanza de química, para dedicarse a la escritura y conquistar con sus primeros frutos como prosista los elogios de Isaak Bábel, Mijaíl Bulgákov y, especialmente, Maksim Gorki, quien le apremiaba, no obstante, a preguntarse: “¿Por qué escribo? ¿Qué verdad estoy confirmando? ¿Qué verdad quiero que triunfe?” Pocos escritores han llevado la verdad desnuda tan lejos en el terreno de la literatura y de la crónica periodística —una verdad que nos interpela directamente sobre la libertad y la dignidad del hombre por encima de todas las cosas— como lo hizo Vasili Grossman en Vida y destino y Todo fluye, así como en otras cumbres de su narrativa breve, tales como El infierno de Treblinka o La Madona Sixtina. Pero, para que esto aconteciera, en Grossman tuvo que despertar primero su conciencia judía —la diferencia perseguida—, ser testigo directo del catálogo de horrores que coleccionó el malogrado siglo pasado, dejar que se le cayera, de una vez por todas, la venda de los ojos en relación con el Estado soviético y así ver con claridad el sistema de terror en que se había visto inmersa toda una sociedad después de someterse a una Revolución que se decía capaz de planificar la felicidad. Cada uno, escribiría en su artículo sobre el francotirador Anatoli Chéjov, es valiente a su manera. Para Grossman, su modo de coraje, como le confesó en una carta a su colega Iliá Ehrenburg, era dar voz a los que yacían en la tierra.

El estatus de Grossman como miembro con credencial de una élite de “ingenieros del alma” —la Unión de Escritores— no le ayudó en aquella cola de reclutamiento: en la guerra las ametralladoras no disparan adjetivos ni los tanques, metáforas. Su condición física —corto de vista y de quebradiza salud— le impidió ingresar como soldado en el Ejército Rojo, pero Grossman, fiel a su genuina perseverancia, dio con la manera de ir al frente: ejerciendo como reportero de guerra. Fue David Ortenberg, director del periódico a la sazón más leído por los soviéticos, Estrella Roja, quien lo “llamó a filas”, pese a opiniones contrarias que desaconsejaban su nombramiento, pues Grossman nunca había servido en el ejército, no sabía empuñar un arma ni contaba con experiencia en el campo de batalla. Tenía todas las papeletas para acabar siendo un estorbo. Ortenberg no lo conocía personalmente, pero había leído su novela Stepán Kolchuguin y dejó sin argumentos a sus detractores afirmando: “Seguro que hará un buen trabajo para nosotros, conoce el alma de la gente”.

Después de una instrucción militar acelerada, efectuada en el curso de una semana, Grossman partió al Frente del Este, a Briansk. Las fuerzas soviéticas a duras penas podían contener la embestida nazi, lo que ponía al descubierto su inferioridad material, estratégica y capacidad de mando frente a los alemanes. Empezaba así una peripecia vital decisiva para Grossman a lo largo de gran parte de la dantesca cartografía de la Segunda Guerra Mundial: acompañó al Ejército Rojo en su retirada y posteriores contraataques de 1942, se dirigió hacia el sur para pasar cinco meses en Stalingrado —ciudad donde se libró una “guerra de ratas”, nombre con el que bautizaron los alemanes a los enfrentamientos casa por casa—, fue destinado a Kalmukia donde indagó sobre el tabú del colaboracionismo local con los alemanes antes de las deportaciones masivas ordenadas por Beria, asistió en Kursk a una de las mayores batallas de todos los tiempos que, en el delirio de Hitler, debía ser “el faro que iluminaría el mundo” y también a la del Dniéper, llegó a Berdíchev, donde constató la barbarie de la aniquilación nazi y decidió recopilar material que se incluiría en el futuro Libro negro, catálogo de las infamias infligidas a los judíos, siguió a las tropas hacia el Oeste, pasando por Treblinka, cuyo campo de exterminio había sido destruido por los alemanes pero del que pudo reconstruir su funcionamiento mediante entrevistas a testigos y supervivientes, redactando lo que constituye el primer texto sobre los campos de concentración nazis y presentado como prueba documental en los juicios de Núremberg, relató la toma de Berlín… Allí, en la capital, se acercó al núcleo mismo del Tercer Reich, a la siniestra oficina de Hitler, donde tomó como botín varios sellos que estampaban un categórico “El Führer ordena…” o “El Führer aprueba…”

De todo ello Grossman tomaba notas en sus cuadernos, detalles e impresiones objetivas y francas que, de ser descubiertas por los suyos, le habrían costado la pena máxima. Con parte de ese material redactó las que fueron las crónicas más leídas por soldados y civiles soviéticos. Su capacidad para penetrar en las distancias cortas en el corazón de todos los participantes, tanto anónimos como de alto rango, su memoria privilegiada, su profundidad psicológica e integridad moral confluían en una narración que apelaba siempre a lo esencial. El único problema con que se topaban en la redacción es que sus textos estaban tan bien trabados que cualquier intento de cortar aquí o allá por razones de espacio se tornaba una empresa imposible. Además, como dejó constancia Ortenberg, no era preciso tocarle ni una coma. Y de su proceso de escritura dijo: “Aunque ha aprendido a escribir en cualquier circunstancia, por difícil que sea, en un refugio junto a un candil, en un campo, tumbado en la cama o en una isba atestada de gente, siempre escribe despacio, comunicando toda su fuerza al proceso”. La fama que le granjearon sus artículos en Estrella Roja fue su único salvavidas, lo que evitó que le arrestaran a él, pero no a sus manuscritos, que fueron confiscados.

Se cree que Grossman, con su empeño en participar en la guerra, buscaba una suerte de redención. Dos capítulos personales le infligieron unas heridas de culpa que nunca cicatrizaron: no haber actuado para evacuar de Berdíchev a su madre cuando estuvo en su mano, y cuyo final trágico, junto a decenas de miles de judíos, después se le reveló poderosamente sobre el terreno, y haber guardado silencio durante el terror de las grandes purgas estalinistas y firmado una carta de apoyo a los procesos judiciales “fabricados”. De alguna manera creía que la catarsis de la victoria en la Gran Guerra Patriótica, después de la suma de esfuerzos individuales y el gran sacrificio de vidas, conllevaría la expurgación de la cara más oscura del Estado soviético: detenciones sumarias, campos de trabajos forzados, culto a la personalidad, delaciones indiscriminadas, hambrunas planificadas, deportaciones masivas, así como de ese “empeño de borrar las diferencias y las particularidades por la vía de la violencia”. De lo contrario, el Lager y el Gulag, como mutaciones de una misma esencia, seguirían mirándose uno a otro desde ambos lados del mismo espejo. No obstante, mantenía aún viva la esperanza en la primera novela que escribió después de la guerra, Por una causa justa, encorsetada todavía en el realismo socialista. Pero cuando Grossman ve que Stalin vuelve a apretar las tuercas y a practicar políticas antisemitas, es cuando surge Vida y destino, su secuela, un denso tejido de miniaturas chejovianas ensambladas con la técnica monumental del Tolstói. Esta novela, que Grossman no pudo ver publicada en vida, es el fructuoso intento de convertir el testimonio en objeto artístico y con él brindar el más completo relato de los horrores de los totalitarismos, así como un vívido panorama de la sociedad soviética, con todas sus virtudes y miserias. Además de monumento literario, es una lección ética. En Vida y destino leemos: “Cada día, cada hora, año tras año, es necesario librar una lucha por el derecho a ser un hombre, ser bueno y puro. Y en esa lucha no debe haber lugar para el orgullo ni la soberbia, sólo para la humildad. Y si en un momento terrible llega la hora desesperada, no se debe temer a la muerte. No se debe temer si se quiere seguir siendo un hombre”.

La historia del manuscrito de Vida y destino se ha explicado profusamente a raíz de la aparición de la traducción directa del ruso al español y al catalán que firmé en 2007 y 2008, respectivamente. Como muchos textos gestados en la Rusia soviética, arrastra tras de sí una historia penosa y delirante. Pero los manuscritos, por suerte, no ardieron. Me refiero a las obras de Bulgákov, Pasternak, Shalámov, Chukóvskaia, Mandelstam u otros textos de Grossman, como Todo fluye, El libro negro, sus últimos cuentos o la crónica de su viaje a Armenia. En la actualidad, gracias a una nueva generación de traductores todos estos títulos se están vertiendo directamente del ruso, evitando las lenguas puente como fue norma durante muchos años, con dignísimas excepciones. De esta manera el español está buscando y encontrando la manera de acomodar un paisaje íntimo, cultural e histórico a través de la mirada de la gran literatura rusa y cierra el círculo de unos manuscritos que nunca debieron languidecer, ajenos a los lectores, en archivos y sótanos policiales. En el caso de Grossman aún es muy reciente su restitución como gran literato en todo el espacio rusófono y la puesta en los anaqueles de sus libros, donde siempre debieron estar. No fue hasta hace poco más de un año cuando los responsables de los archivos secretos del Servicio Federal de Seguridad, antiguo KGB, entregaron a los descendientes de Grossman todo el material incautado al escritor a partir de 1961 y hoy puede consultarse en el Archivo Estatal de Literatura y Arte de Rusia.

Bioy Casares o la inmortalidad

14/Septiembre/2014
Confabulario
Perla Holguín Pérez

Es poco común encontrar un artículo crítico que profundice en la obra de Adolfo Bioy Casares sin que se mencione a su vez a su amigo y maestro Jorge Luis Borges. Sin embargo, luego de un estudio pormenorizado de su obra, para hablar de Bioy desde un punto de vista histórico-literario y, sobre todo, para entender cómo construyó su poética es obligatorio hablar también de Borges, pues en conjunto realizaron una de las tareas más titánicas como escritores y editores, al reconocer y tomar acciones sobre el gran vacío existente en la literatura argentina de los años cuarenta. Principalmente, la falta de autores que mostraran interés por contar tramas inteligentes y en respuesta a los postulados de José Ortega y Gasset sobre la novela psicológica, subgénero privilegiado en la época.

Un escritor de Sur
Los primeros textos que pretendían establecer una reelaboración de los géneros fantástico y policial, así como las primeras muestras de una futura poética de Bioy, se dieron en la revista Sur, fundada en 1931 por un grupo de escritores encabezados por la mayor de las hermanas Ocampo, Victoria. Sus miembros compartieron un proyecto pragmático que integraría no sólo la revista, sino una serie de medidas encaminadas a la difusión, la traducción, el rescate, la creación de un sello editorial, así como la proyección y la vinculación de sus integrantes. Debido a la magnitud que adquirió y al humanismo al que se adhirieron como grupo, se concibieron a sí mismos, según Judith Podlubne, como “una minoría espiritual privilegiada”, encargada de preservar y gestionar la cultura por encima de los cambios sociales, apoyados en la idea de que la cultura es un bien del espíritu que debe ser protegido por una minoría intelectual.

Si bien es cierto que los integrantes poseían diferentes criterios estéticos y literarios, como grupo persiguieron los mismos valores hasta la década del sesenta. Y aunque no hay un manifiesto como tal, poseían ciertos puntos en consenso en el plano político, ideológico y cultural; de acuerdo con María Teresa Gramuglio, existía un apoliticismo general, una idea cosmopolita de la cultura y la literatura nacional, y una idea de cultura moderna, que separa la alta cultura de la cultura de masas, manifiesto tácito que los colocó como artistas cosmopolitas. No obstante la importancia que tuvo no sólo en Argentina sino en América Latina en general, la revista se hizo en su momento de un fuerte número de detractores. En este punto es necesario hacer hincapié en que la incorporación de otras literaturas a la cultura argentina —en las décadas del treinta y del cuarenta— a través de sus traducciones, fue vista como un acto extranjerizante en un contexto sociopolítico en el que la cultura de masas y el nacionalismo se abrían espacio.

Para la década de los cuarenta, era claro que en Argentina existían dos grupos de poder cultural; por un lado, los cosmopolitas que poseía el capital simbólico de la alta cultura, además del económico; y, por otro, el nacionalismo cultural imperante. Aunado a esto, hay que recordar la lectura fallida que hizo Sur del peronismo, así como de la clase media y la masificación de la cultura, omitiendo que la sociedad argentina sufría una restructuración y que la literatura adquiría un sentido de representatividad sintomática del nacionalismo. Lo interesante de este fenómeno cultural es que Borges y Bioy, dos de los miembros más distintivos de Sur, eran al mismo tiempo los que demostraban mayores diferencias estéticas del grupo y, sin embargo, eran a su vez los más cosmopolitas, pues usaron la revista para incorporarse desde la periferia a la literatura universal.

Más allá de los antagonismos vividos, Sur tuvo aciertos de gran importancia, como la traducción. No sólo leen a extranjeros, sino que reconocen la relevancia de que sean traducidos e introducidos a Argentina, y especialmente están conscientes de la figura del escritor-traductor como instancia legitimadora. Este aspecto influirá determinantemente en las decisiones editoriales que tanto Borges como Bioy tomarán al elaborar sus antologías y colecciones de género. Borges mismo fue uno de los traductores más importantes, junto a Victoria Ocampo y José Bianco.

Diálogo entre colegas

Cuando Borges publica el ensayo “El escritor argentino y la tradición” señala la misión que tiene el escritor de reivindicar la tradición universal, por lo que, en miras de este objetivo, junto a Bioy se encargará de aprovechar los recursos a su alcance para desarrollar su proyecto editorial, así como sus propias obras. Es así como se da un diálogo entre amigos, y también colegas, que seguirá hasta el final de sus días. Sur funcionó para Borges y Bioy como el espacio idóneo para rediseñar el panorama de las letras argentinas, mediante una sucesión de textos que fueron publicando dentro de esta y en sus márgenes: publicaciones de obra personal, entrevistas, traducciones, reseñas, discusiones, que fueron apareciendo, sobre todo, en los cuarenta. Nadie mejor que ellos, como figuras legitimadoras, para autopublicitarse y en este mismo sentido para ir reelaborando los géneros que pretendían reincorporar a la literatura argentina: el fantástico y el policial.

De esta manera, se crea un diálogo entre ambos en un espacio privilegiado. Así, publican las reseñas que se hacen el uno al otro, dos de las cuales establecerán por primera vez los parámetros de su poética: la que escribe Borges sobre La invención de Morel y la de Bioy sobre El jardín de los senderos que se bifurcan, de 1940 y 1941, respectivamente. En la primera de ellas, Borges aprovecha la ocasión para continuar con el debate que había iniciado en la revista sobre los postulados de Ortega y Gasset respecto a la “imposibilidad” de que exista una novela con nuevos argumentos capaz de interesar a los lectores de la época y, por el contrario, su defensa de la construcción única de los personajes y, por lo tanto, de la novela psicológica de la cual Borges y Bioy no son seguidores. En este mismo tono, argumenta la defensa de la novela de aventuras por su construcción y en contraparte a la realista que estaba tan en boga. Aprovecha, además, la reseña para reafirmar sus creencias sobre la literatura y objetar aquellos lineamientos que la literatura argentina estaba adoptando; se manifiesta “libre de toda superstición de la modernidad” pues, como hombre cosmopolita, no encuentra en la modernidad peligro para la novela ni para la literatura.

Así, Borges ve en su tiempo la oportunidad de reelaborar la construcción de la novela de aventuras y del género policial. En este sentido, glorifica la capacidad de Bioy para traer en cuenta una obra de “imaginación razonada”, infrecuente y rarísima en el español, según expresa. La crítica positiva a la novela de su amigo resalta, más allá de una obra precisa, un paradigma dentro de la literatura, pues Bioy “resuelve con felicidad un problema acaso más difícil [que los que vienen haciendo las novelas de aventuras] y los descifra mediante un solo postulado fantástico, pero no sobrenatural”. Con esto, Borges anticipa que el libro de Bioy redefine tanto el concepto de la novela de aventuras como el del género fantástico. Bioy resuelve el problema, el misterio, a través de lo fantástico y no de lo sobrenatural o de la mera sucesión de acontecimientos; y, por si esto fuera poco, lo escribe magistralmente. Por desgracia, la crítica a La invención de Morel ha prestado mayor atención a que quien la califica de perfecta era su amigo, cuando tendría que resaltarse que esta novela es el punto de partida del dúo para reelaborar la tradición del fantástico.

Después de este afortunado diálogo, sucederán más encuentros de provecho en los que establecerán los fundamentos de la literatura policiaca e, incluso, escribirán obra juntos en dicho género, bajo los seudónimos H. Bustos Domecq y Benito Suárez Lynch. La primera de ellas, Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), fue editada por Sur. De la misma manera, establecerán las ideas que Bioy retomará de su reseña a El jardín de los senderos que se bifurcan para elaborar el prólogo a la Antología de la literatura fantástica (Sudamericana, 1940; 1965), esencialmente el gusto por los temas metafísicos: el alma, el cuerpo, la vida, la muerte, la inmortalidad, etcétera, temas que ambos escritores desarrollarán en sus obras posteriores y que en el caso de Bioy constituirán la base de su propia poética. En el mismo tono de la Antología, realizarán también la colección El Séptimo Círculo (Emecé, 1945) y Los mejores cuentos policiales (Emecé, 1943), con los que redefinirán el fantástico y el policial y, además, generarán escuela dentro de ambos géneros.

En los proyectos anteriores, es importante destacar que Bioy no sólo contribuyó como antologador e interlocutor en las discusiones en torno al fantástico y policial sino que fue él quien, en los prólogos y presentaciones, finalmente fijó los postulados que más tarde funcionarían como cátedras de ambos géneros, pues expuso la preocupación que sentían por los problemas teóricos que representan.

Una poética de la inmortalidad

A la par de su labor crítica y editorial, Bioy y Borges desarrollaron su obra, en la que sólo Bioy continuó con los postulados que establecieron durante la renovación del fantástico y del policial. La obra de Bioy se puede dividir en dos grandes momentos: el primero tiene que ver con su participación en el grupo de Sur y con la publicación de La invención de Morel (1940) y el segundo con su novela El sueño de los héroes (1954).

En su primera etapa, Bioy se apropia, pues, de las tradiciones del policial y del fantástico; y su novela, se puede afirmar, es la síntesis de los elementos más importantes de lo que vendría a ser su poética fundacional. Se trata de la literatura vista como un artificio en el que, recuperando el modelo de la novela policiaca y de aventuras —un modelo preciso, casi matemático—, desarrolla argumentos que cuestionan la realidad (del género fantástico) y busca resolver un misterio (del género policial), a través de elaboradas explicaciones tecnocientíficas y por medio de complejas máquinas y experimentos, que permiten a los personajes solucionar las inquietudes metafísicas que los apesadumbran. Las posibilidades narrativas que ofrecen la metafísica y las teorías científicas y filosóficas son para el escritor un semillero de argumentos que se reiteran a lo largo de su obra, sobre todo el tema de la inmortalidad. Inspirado en los narradores de policial y fantástico, Bioy crea en esta etapa narradores eficaces que se interesan, esencialmente, por lo que aboga el autor en las décadas del treinta y cuarenta: contar historias. Por esto dedica gran parte de su obra a perfeccionar la sencillez y precisión de sus narradores hasta reducir las intervenciones de estos y recurrir al diálogo como herramienta básica de sus últimos relatos.

En la segunda etapa, Bioy pasa de una construcción sencilla a una sobriedad narrativa, predominando no la construcción de la trama sino la claridad compositiva. Con esta se inaugura en su poética un modelo que responde a mundos utópicos en los que la geografía de Argentina, tanto los ambientes como el color de sus barrios, están ubicados en un lugar privilegiado de la trama. El uso de la técnica y la invención para dar explicación al fenómeno fantástico, predominante en su obra desde la década del cuarenta, se transforma en la segunda etapa, en la que lo fantástico se incorpora en lo habitual y cotidiano. El ritmo de la narración cambia debido al uso del diálogo, que lo vuelve sumamente ágil. Este cumple una doble función, pues al incorporar la geografía argentina se mimetiza, adquiriendo un tono propio del lugar que representan sus personajes.

Estos cambios en la poética de Bioy se trasladan además a la manera en que trata sus temas, como la vida, la muerte y las relaciones sentimentales, que ocupan una profunda reflexión filosófica para el primer Bioy, pero no así para el de Historias desaforadas (1986), quien los retoma de forma paródica. Se trata aquí de un autor más maduro, que no menosprecia el problema y sufrimiento de sus personajes, sino que es más irónico en la resolución. “Planes para una fuga al Carmelo” y “El relojero de Fausto” son relatos que ejemplifican esta situación: en ambos casos sus protagonistas apelarán por una forma de inmortalidad, al igual que lo hizo el de La invención de Morel, pero ahora de una forma patética. El protagonista del primer relato abandona a su pareja, mucho más joven que él, a cambio de seguir vivo, acto en el que acepta que a pesar de que su pareja “era lo mejor de su vida”, “la vida la incluye y […] el todo es más que la parte”; mientras que en el segundo relato, el personaje pacta otro tipo de inmortalidad con un supuesto diablo y luego con un médico, impulsado por el miedo de que su conciencia simplemente se apague. Ambas situaciones absurdas son completamente distantes de la emotiva inmortalidad que se busca para alcanzar el amor de una mujer que ha sido capturada por una imagen.

La inmortalidad se presenta como una constante temática entre la reflexión metafísica y la recreación fantástica, motivada por el miedo a la soledad y a la pérdida del ser amado; es de ahí que surge la necesidad de inventar mecanismos técnicos, lograr avances médicos y tener fe en las cuestiones más disparatadas o, incluso, en las espirituales. Creer que se puede vivir eternamente, que la transmigración de las almas es posible, que se pueden preservar las sensaciones vivas más allá del cuerpo, que es noble luchar porque la conciencia no se apague; esto es por lo que pelean los personajes de Bioy, porque la aspiración de la inmortalidad los mantiene vivos, pese a la muerte.

Curiosamente, en 1936, Borges publica una reseña de La estatua casera de Bioy, en la revista Sur, misma que fue tema de debates, pues en este punto Borges no favorecía del todo a quien llegara a ser su mejor amigo. En ella Borges se expresa de la siguiente manera: “Que yo sepa, nadie resiente como Bioy la inestabilidad de la vida, sus muchas grietas de entresueño y de muerte”, previendo lo que vendría a ser su poética. El género fantástico le permite a Bioy desarrollar el tema de la inmortalidad dentro de otras ideas presentes en la tradición literaria, como el pacto fáustico o el eterno retorno.

Finalmente, se puede establecer que en la poética de Bioy tanto la forma como la trama están subordinadas al tema y el género; y que la evolución del tema de la inmortalidad en la poética de Adolfo Bioy Casares, a lo largo de más de cuarenta años, es muestra también de la suya como escritor; pues la forma en que escribe y expone sus últimos argumentos, definitivamente de forma autocrítica, permite observar ya no sólo la apropiación de una tradición del género fantástico y del policial —en menor grado de este último—, sino también y de manera más acentuada una apropiación de sí mismo, de sus historias, de sus temores y de sus obsesiones.

Dureza de la patria

14/Septiembre/2014
Confabulario
Diego José

Patria y Nación son dos conceptos que evocan una inherente virilidad ideológica. Por una parte, los hijos de los fundadores de Roma eran denominados patricios, lo cual indicaba la misión sustantiva de los protectores o patronos de la ciudad. La idea de Nación comprende a los individuos que pertenecen a un origen común, designado por su situación geográfica, política, lingüística, histórica. El patriotismo es un sentimiento de exaltación de los valores que sirven de base a la identidad cultural de una Nación, reconocida o sintetizada en diversos símbolos, y practicada como vínculo afectivo.

El nacionalismo, en cambio, es una ideología que establece como verdaderos los significados producidos en su interior para legitimar creencias dominantes u opositoras. Terry Eagleton afirma: “La ideología contribuye a la constitución de intereses sociales [...] Representa los puntos en que el poder incide en ciertas expresiones y se inscribe tácitamente en ellas”. La implantación de un discurso ideológico se logra mediante un largo proceso, en el que intervienen distintos instrumentos y mecanismos de (in)concienciación que imponen una aparente imagen colectiva de la historia y de la misión de los pueblos, pero que en realidad representa los intereses de un grupo específico y diferenciado. Dicha imposición tiende a excitar la emotividad en las multitudes, de tal manera que el nacionalismo requiere, además de la identificación y el reconocimiento de los significados interpretados por el grupo dominante, la exaltación del sentimiento primitivo de pertenencia, dando como resultado una actitud patriótica que exige el sacrificio y la defensa a ultranza de las creencias preestablecidas por dicha visión. En ambos conceptos —patriotismo y nacionalismo— resalta la violencia inherente a las relaciones de poder, y su correlato la guerra, que ha sido el uso histórico para la legitimación, el dominio y la extensión de dicho discurso, de ahí su resonancia masculinizada. Susan Sontag, comentando el oportuno ensayo Tres guineas (1938), donde Virgina Woolf expone sus opiniones antibelicistas, subraya en coincidencia con la autora de Las olas, “que la guerra es un juego de hombres; que la máquina de matar tiene sexo, y es masculino”.

En las antípodas de esta versión viril de la patria, Ramón López Velarde propuso hacia 1921 una mirada intimista de México. La suave patria celebra la levedad y la consistencia de la energía femenina de la tierra, más acorde con el orden natural que con el discurso político. El poeta exhorta a la Nación —en un dístico no exento de conservadurismo— a mirarse en su auténtica naturaleza, más allá de la circunstancia histórica que había desgarrado al país: “Patria, te doy de tu dicha la clave: / sé siempre igual, fiel a tu espejo diario”.

Por ello evoca imágenes donde aparece lo femenino como pulsión contenedora, donde se conjuga la idea de la mujer como imagen del mundo y como el ser temporal y cotidiano que daría sentido a la identidad, inspirándola —para usar un término caro a los poetas:

Suave Patria: permite que te envuelva
en la más honda música de selva
con que me modelaste por entero
al golpe cadencioso de las hachas,
entre risas y gritos de muchachas
y pájaros de oficio carpintero.
O:
Suave Patria: tú vales por el río
de las virtudes de tu mujerío;
tus hijas atraviesan como hadas,
o destilando un invisible alcohol,
vestidas con las redes de tu sol,
cruzan como botellas alambradas.

Contrario a la opinión ordinaria, este no es un poema nacionalista, acaso una enmienda antagónica que intenta construir una concepción nueva de la patria.  Octavio Paz escribió en ese bello ensayo, “El camino de la pasión”, que dedica al poeta zacatecano, que “La suave patria no es un canto a las glorias o desastres nacionales. Al iniciar su poema, López Velarde nos advierte: ‘navegaré por las olas civiles con remos que no pesan…’ Y lo cumple: no hay apenas alusiones a la historia política o social de México, ni a sus héroes, caudillos, tiranos y redentores”.

Aun reconociendo el folclorismo que reviste al poema, su connotación es clara: construye una imagen opuesta al discurso imperante y al crudo contexto revolucionario. No es un canto para ensalzar las conquistas de un país en el que creyó ilusionarse ni aquel que pudo suponer como proyecto en su afinidad maderista; más bien, debió ser fruto de la decepción generada por la incomprensión ante el desgaste de la realidad sociopolítica de México.

Marco Antonio Campos explica en El Jerez de López Velarde que el poeta muy pronto reconoció que “La Revolución, que había empezado como una acción justa y plausible para hacer polvo la tiranía, se había convertido pronto en una tragedia diaria donde las partes en combate se disputaban la supremacía de la crueldad”.  En algunos poemas, cartas y prosas, López Velarde se manifestó contra los actos injustificables de la barbarie; quizá el ejemplo más fehaciente se halla en “El retorno maléfico” —cuya atmósfera reproduce en un espejo atroz, imágenes que se asemejan a nuestro contexto, en el que tantos municipios y ciudades viven asolados por la actual violencia:

Mejor será no regresar al pueblo,
al edén subvertido que se calla
en la mutilación de la metralla.
Hasta los fresnos mancos,
los dignatarios de cúpula oronda,
han de rodar las quejas de la torre
acribillada en los vientos de fronda.
Y la fusilería grabó en la cal
de todas las paredes
de la aldea espectral,
negros y aciagos mapas,
porque en ellos leyese el hijo pródigo
al volver a su umbral
en un anochecer de maleficio,
a la luz de petróleo de una mecha
su esperanza deshecha.
La situación histórica de entonces, evidentemente, fue distinta a la nuestra; sin embargo, se trata de la sensación de incertidumbre generalizada, en la que una parte considerable de la sociedad civil coincide. La crítica pasional que apunta López Velarde en su prosa “Novedad de la patria”, es incisiva porque delata las dificultades del México que emergía tras los años en revuelta: “El país se renueva ante los estragos y ante millones de pobladores que no tienen otros ejercicios que los de la animalidad”. Se refiere a la instauración del horror producida por los crímenes perpetrados por ambos frentes, federales y villistas. Guillermo Sheridan recrea en su biografía Un corazón adicto: la vida de Ramón López Velarde un escabroso pasaje sobre la dominación de Zacatecas, testimonio que da cuenta de las aberraciones y que hacen eco en las crónicas periodísticas de nuestro tiempo, en las que se nos presenta un país de nuevo abatido por la incertidumbre. López Velarde —narra Sheridan— “tuvo que enterarse de las cosas que pasaron en Jerez. Un sujeto llamado Daniel Vanegas, hombre del general Justo Ávila, villista, se apoderó de Jerez. Una mañana, enloquecido de poder y tequila, ese sujeto mató a una mujer que se negó a revelar el escondite de su hija. La arrastró con el caballo. A un sacerdote, el padre Gallardo, y a su madre, los arrojó vivos a una caldera. Se ensañó con un notable del pueblo, Enrique Raigosa, y lo despedazó poco a poco. La esposa iba detrás de ellos, gritando como una loca, recogiendo los pedazos que Vanegas le amputaba a su marido. Un par de días más tarde, Justo Ávila lo mandó matar, pero el daño ya estaba hecho”.

Contra esa versión del México embravecido y viril —que por momentos parece cobrar nuevos ímpetus—, nuestro poeta opone su imagen de la “suave patria”, símbolo de lo femenino que subyace en el reconocimiento del terruño —la íntima provincia—, y que supuso permitiría, si no el renacer del México que añoraba, al menos construir una identidad alejada del horrísono trepidar de la guerra y de la ingobernabilidad. En “Novedad de la patria”, lanza esta idea que cifra su extraña concepción: “Es el momento arcano de la dominación femenina por la voz”, es decir, la necesidad de mirar a través del misterio simbolizado por el temperamento femenino, en tanto perspectiva opuesta a los rituales del dominio y el poder ejercidos por una energía masculinizante.

El uso de lo femenino como fuerza unificadora se trata de una alusión simbólica. López Velarde intenta resolver sus profundas contradicciones internas, que él veía proyectadas bajo la identidad escindida de lo “mexicano” y, según Carlos Monsiváis: “En esta poesía se consuma la unión entre las dos grandes fuerzas de México que bien pueden ser la sensualidad y el amor a Dios, o la provincia y la capital, o la carne y el espíritu, o lo hispano y lo indígena, o la devoción y la blasfemia”.

Hoy intentamos reflexionar en medio de circunstancias críticas que tampoco contribuyen para clarificar nuestra idea de nación; si bien la dificultad en la comprensión de lo “mexicano” radica en su diversidad, prevalece una visión  polarizada de la sociedad que es promovida tanto por los medios de comunicación como por el Estado y la sociedad civil. Esta versión maniqueísta de lo “mexicano”, la explica con acierto Bolívar Echeverría en su ensayo sobre La modernidad y la anti-modernidad de los mexicanos: “Muchas denominaciones ha tenido la pareja de los dos ‘hermanos enemigos’ que cohabitarían en el mismo México; se ha hablado del ‘México profundo’ por debajo del México moderno, el uno campesino, el otro citadino; del México religioso en resistencia al México secular, el uno conservador y guadalupano, el otro liberal y científico, el uno tradicionalista, el otro progresista; se ha hablado, en fin, del ‘México bronco’ amenazando siempre al México civilizado, el uno ‘populista’, el otro ‘democrático’ —como se diría ahora”.

Añadiría: el México del norte frente al México del centro; el México excluyente y clasista por encima del México naco; el México alternativo contra el México masificado en la complacencia del consumismo; el México justo ante el México maniatado por su endémica corrupción que hoy se revierte contra la sociedad civil bajo la incontrolable violencia provocada por el crimen organizado y por el Estado.

Esta dicotomía de una identidad en tensión suele desgarrar el tejido social, propiciando una circunstancia en la que predomina la dureza de la patria sobre la levedad, el uso de la fuerza y no el instinto contenedor, el desbordamiento agresivo y no la capacidad de acordar. Los periodos críticos —en los que se registra un alto desgaste social— tienden a producir la oposición entre identidades divergentes, extremando las actitudes tanto del conservadurismo más férreo como de los resentimientos profundos de clase. Conflicto que, en estricto sentido, a nadie beneficia, pero que los grupos dominantes suelen aprovechar para imponer su visión sesgada de la realidad, tan proclive para los usos del nacionalismo cuya marcha se percibe en la militarización de la vida cotidiana. La demarcación excluyente de la identidad de los grupos deviene en una falta completa de comprensión de la realidad política, como lo advierte López Velarde somos “Hijos pródigos de una patria que ni siquiera sabemos definir”, y que nos sugiere una interrogante a la que estamos llamados a responder: “¿Quedará prudencia a la nueva patria?”.