Crítica
Enrique Serna
En materia de convicciones políticas, José Revueltas se distingue de otras grandes figuras literarias mexicanas del siglo XX porque mantuvo toda la vida una oposición frontal contra el régimen posrevolucionario. La congruencia entre la vida y la obra, entre los principios y la conducta pública, eran y siguen siendo virtudes raras en un medio intelectual cortesano, envilecido por el tráfico de favores, en donde muchos escritores mediocres, pero también algunos de nuestros mayores talentos, acaban sometidos parcial o totalmente a la maquinaria de cooptación, después de haberla combatido en la juventud. En buena medida, la rebeldía crónica de Revueltas le granjeó la celebridad que goza desde 1968, cuando adquirió una aureola de líder moral por su estrecha vinculación con el movimiento estudiantil, y sobre todo, por la condena que purgó junto con los líderes del Consejo Nacional de Huelga. Si en la tragedia del 68, el presidente Díaz Ordaz fue Saturno devorando a sus hijos, a Revueltas le tocó desempeñar el papel de Sócrates. A partir de entonces, la juventud insurrecta descubrió su talento narrativo. Ese vuelco de la suerte fue una justa recompensa para un escritor marginal, ninguneado en los cenáculos intelectuales, que había sufrido penas carcelarias, penurias económicas, una mezquina acogida por parte de la crítica y la repulsa del politburó mexicano.
Pero etiquetar a Revueltas como escritor militante lo disminuye a los ojos del público y falsea su enfoque de la existencia, porque si bien creyó durante mucho tiempo que la literatura sólo cumple una función social cuando se adhiere a un proyecto político, de preferencia en el seno de un partido, nunca se sujetó a los rígidos esquemas del realismo socialista. Desde la adolescencia hizo grandes sacrificios por la causa del socialismo, pero al mismo tiempo escudriñó el alma de sus camaradas y sus propias contradicciones con una lucidez insobornable. Como Olegario Chávez, el protagonista de Los errores, Revueltas antepuso “el poder de la verdad a la verdad del poder”, una misión suicida en una época donde los escritores comprometidos tenían prohibido ejercer la duda. Su búsqueda filosófica y literaria enfurecía a los jerarcas del partido comunista (nombrados por dedazo desde Moscú) y desconcertaba a muchos camaradas honestos pero obtusos, a los que él definía como “máquinas de creer”.
A menudo, el celo partidista de la izquierda crea una confusión entre el mérito cívico y el mérito literario que ha beneficiado a muchos escritores de segunda fila, incapaces, ellos sí, de arriesgarse a blasfemar contra los pontífices de su iglesia (Fidel Castro, Hugo Chávez, Marcos, AMLO) por el temor de “darle armas al enemigo”, o simplemente por miedo a perder lectores. Ya nadie lee a Benedetti con el fervor que despertaba en los años setenta, y cuando las banderas que han enarbolado la Poniatowska o Galeano caigan en el olvido o en el descrédito, probablemente correrán la misma suerte. Pero la vigencia de Revueltas no depende tanto de la fidelidad a una causa: su obra tiene un valor independiente de la circunstancia histórico-social que le tocó vivir y puede cautivar incluso a lectores con una ideología opuesta a la suya. Revueltas no fue un gran escritor por la firmeza de sus convicciones, ni por haber purgado condenas en las mazmorras de la dictadura perfecta: merece perdurar porque extrajo de esas experiencias una visión original, conmovedora y alucinada de la existencia.
DEL CATECISMO ROJO AL REALISMO CRÍTICO
Aunque las parrandas le robaron mucho tiempo, casi tanto como la militancia, las obras completas de Revueltas abarcan veintiséis tomos. No todo lo que relumbra es oro en ese océano verbal ni las brújulas para navegarlo son enteramente confiables, pues a veces la crítica, por motivos ideológicos, ha prestado más atención a sus esbozos fallidos que a sus obras maestras. El centenario que celebramos es una buena oportunidad para emprender la revisión de una obra dispareja, en la que se advierte un paulatino pero ascendente proceso de aprendizaje. Por haber hecho su noviciado político en los años treinta, la época de mayor intolerancia en las filas del comunismo internacional, Revueltas no siempre sorteó con fortuna el peligro de que las ideas o los símbolos asfixiaran a los personajes. La intromisión de la tesis explícita es particularmente notoria en sus dos primeras novelas: Los muros de agua y El luto humano. No alcanzó la madurez estilística, el pleno dominio del arte narrativo, hasta que se independizó intelectualmente de la castradora doctrina que le querían imponer los cuadros dirigentes de su partido.
Proclama libertaria contra la policía del pensamiento, Los días terrenales es una convincente y apasionada novela sobre la deshumanización que provoca el dogmatismo ideológico en el microcosmos de la militancia clandestina. Dolido por la erosión de los lazos fraternales con sus camaradas, en esta novela Revueltas desnudó las ambiciones egoístas que adoptan el disfraz de la ortodoxia política, los cotos de poder formados por los “curas rojos” y los embriones de control totalitario que se iban gestando en las sucursales latinoamericanas del Komintern cuando los líderes de la Unión Soviética todavía no revelaban los crímenes de Stalin. Su amargo y trágico enfoque de la existencia, la mezcla de compasión y crueldad con la que observa a los personajes, reivindican aquí la autonomía de la novela como medio de conocimiento ajeno a las supuestas leyes de la historia. No debe extrañarnos que Revueltas adoptara como lema la frase de Goethe (“Gris es toda teoría, verde es el árbol de oro de la vida”), pues alcanzó la emancipación como escritor al ponerla en práctica. Revueltas empezó a calar hondo en los móviles de la conducta cuando se dejó guiar por sus intuiciones en vez de encajonarlas en un marco teórico.
Quizá no hubiera dado ese salto cualitativo sin haber desarrollado a la vez una técnica narrativa más avanzada, que le permitió superar la novela ensayística en estado bruto, donde las reflexiones del autor interrumpen el relato, a la usanza de los novelistas decimonónicos anteriores a Flaubert. En otras palabras, el salto cualitativo de Revueltas consistió en adquirir una destreza verbal y una independencia de criterio que le permitieron conjugar el realismo objetivo con el realismo crítico. Nunca abolió del todo la distancia entre el narrador y los personajes, porque tenía una proclividad innata a la disertación, pero a partir de esa novela introdujo alter egos que le permitían deslizar su punto de vista con mayor naturalidad. El propio Revueltas identificó en una entrevista a los personajes que fungieron como voceros de su pensamiento: “Gregorio, por ejemplo, en Los días terrenales, Eladio Pintos, Jacobo Ponce y Olegario Chávez en Los errores, son lo que llamaríamos personajes históricos que señalan una dirección personal, una coincidencia con el autor porque son el autor mismo en varias situaciones inventadas y recreadas.” (1)
Cuando escribió El luto humano aún no creía necesario esconderse detrás de uno o de varios portavoces, y quizá por ello esta novela, sobrevaluada en su época, no ha resistido el paso del tiempo. Con ella ganó el Premio Nacional de Literatura en 1943 y el galardón a la mejor obra extranjera en un concurso internacional convocado por la editorial neoyorquina Farrar & Reinhart, circunstancia que seguramente influyó en el ánimo de la crítica para incluirla en el canon de nuestros clásicos modernos. Sospecho que El luto humano ha sido objeto de innumerables artículos y tesis en México y el extranjero porque, a diferencia de Los días terrenales y Los errores, no coloca en aprietos ideológicos a los hispanistas de izquierda. Reconocer que en las filas del comunismo ha medrado infinidad de canallas, o peor aún, que sus fundamentos teóricos son incompatibles con la condición humana, era y sigue siendo un trago amargo para muchos académicos biempensantes, que no creen, como Revueltas, que “la verdad siempre es revolucionara, no importa dónde ni cómo surja”. Sobre todo durante la Guerra Fría, cuando la propaganda antisoviética satanizaba el comunismo en todos los medios de difusión, aceptar un hecho tan doloroso significaba conspirar en favor del capitalismo. El comunista ortodoxo Enrique Ramírez y Ramírez, que más tarde intentó “hacer la revolución desde adentro” como militante el PRI, excomulgó a Revueltas por las veleidades existencialistas de Los días terrenales, pero en cambio definió El luto humano como una “épica de la miseria” que reflejaba “la hondura y la grandeza del pueblo mexicano”.(2) Su aprobación revela que hasta ese momento Revueltas no había defraudado a sus compañeros de lucha, tal vez porque todavía era un dócil repetidor de consignas.
Para mi gusto, los desatinos de El luto humano empiezan desde su título, un pleonasmo difícil de justificar. ¿Existe acaso un luto borreguil o canino? El viacrucis de los campesinos guarecidos de una inundación en el techo de una choza, con los buitres volando por encima de sus cabezas, hubiera bastado para insinuar un trasfondo simbólico, sin que el autor lo hiciera demasiado evidente. Pero Revueltas se esmeró tanto por sobrecargar la novela con interpretaciones sobre el fracaso de la Revolución, la orfandad religiosa del mexicano, su derrotismo crónico y la necesidad de reemplazar la tutela de la vieja iglesia por el liderazgo del partido comunista, que los personajes tienen serias dificultades para respirar. Son conceptos vivientes, no seres humanos. Interpolar tantas instrucciones de lectura denota poco respeto a la inteligencia del público. En una de las múltiples intromisiones del narrador, una especie de médium que observa el drama de los campesinos desde un palco intemporal y ubicuo, Revueltas precisa cuál es o debe ser el papel del escritor frente a la masa oprimida:
La multitud es el coro, el destino, el canto terco. Puede preguntarse dónde termina, pero no tiene fin. Como preguntar yo mismo dónde comienzan mis propios límites, distinguiéndome del coro, y en qué sitio se encuentra la frontera entre mi sangre y la otra inmensa de los hombres, que me forman. Soy el contrapunto, el tema análogo y contrario, la multitud me rodea en mi soledad, en mis rincones, la multitud pura.(3)
Como el párrafo termina con una exaltada salutación a la multitud soviética pastoreada por Stalin, se puede inferir que Revueltas quiso convertir el programa político de su partido en una poética de combate. Para dotar al pueblo de conciencia política, el narrador tendría la función de encarnar a la vanguardia del proletariado en la arena del texto, aunque esa tarea implicara un cierto menosprecio a la masa oprimida. Veinte años después, tras haber sido expulsado del partido comunista por segunda vez, Revueltas publicó un Ensayo del proletariado sin cabeza, donde sostenía que el pueblo no debía rendir culto a la personalidad de sus líderes, ni los necesitaba demasiado para entender su papel histórico, pero a principios de los cuarenta, cuando publicó El luto humano, aún creía que sin ese necesario contrapunto, la literatura no podía cumplir su función social.
Evodio Escalante ha escrito que esta novela es un “antecedente en ciertos aspectos, de la obra maestra de Rulfo, Pedro Páramo”.(4) En efecto, El luto humano prefigura el universo rulfiano, sobre todo en un pasaje donde el narrador declara: “éste era un país de muertos caminando, hondo país en busca del ancla, del sostén secreto”. Pero es indudable que no fue Revueltas sino Rulfo, un escritor relativamente apolítico pero más consustanciado con sus personajes, quien escribió la gran ¨épica de la miseria mexicana” en algunos fragmentos de Pedro Páramo y en cuentos como “Luvina” o “Nos han dado la tierra”. Rulfo no aspiraba a ser el contrapunto letrado del pueblo: sólo quiso fungir como arreglista musical o director de un coro, creyendo, como los románticos alemanes, que todo hombre es un poeta en potencia. Revueltas no sabía precisar dónde estaba “la frontera entre su sangre y la sangre de la multitud”, pero sí tenía muy clara la frontera entre su lenguaje y el lenguaje campesino, mientras que Rulfo la desvaneció con una formidable técnica de ocultamiento. Revueltas practicaba una especie de paternalismo lingüístico pues intentaba dignificar al pueblo prestándole sus palabras. Víctima de una extraña sordera, negó al pueblo el mejor homenaje que podía rendirle. La poesía del habla es la gran ausente de El luto humano.
En Los días terrenales, Revueltas ya no creía necesario ser “el tema análogo y contrario” de los personajes, tal vez porque ahora escribía sobre sus iguales: los militantes comunistas, pero también porque había trascurrido casi una década entre ambas novelas y ya no aspiraba a fungir como un director de conciencias, ni a convertir los precptos del marxismo-leninismo en técnica narrativa. Un pasaje de la novela es útil para ejemplificar ese cambio. Al contemplar al Tuerto Ventura, el cacique de Acayucan, Gregorio reflexiona: “La fisionomía del hombre es un conjunto de cifras convencionales, un conjunto de simulaciones a través de las cuales es muy difícil, cuando no imposible, descubrir la verdad interna de cada individuo, pues el rostro no es el ‘espejo del alma’ sino el instrumento del cual el hombre se vale para negar su alma, para disfrazarla –se dijo con furia: esos pensamientos le parecían demasiado razonadores e intelectuales.”
Aquí se advierte un brote de autocrítica (la furia que siente el personaje es la de Revueltas por haberse entrometido en la narración) en donde el autor regaña a su alter ego por interpolar un cuerpo extraño en el tejido vivo y palpitante de la novela. Gregorio es un intelectual con estudios en Europa, conocedor de pintura y de literatura, de modo que en este caso el apunte analítico no está metido con calzador, como sucede con las parrafadas de El luto humano. Sin embargo, Revueltas siente que le está quitando oxígeno a su personaje y lo regaña por filosofar a destiempo. Como en esta novela las disertaciones embonan con la trama orgánicamente (no se les puede suprimir sin desfigurarla), y el nivel educativo de los personajes las justifica, creo que un lector contemporáneo puede aceptarlas de buen grado. En Los días terrenales, las ideas extraídas de la experiencia se contraponen con maestría a los mandamientos del catecismo estalinista. Revueltas reincide en la novela de tesis, sólo que ahora utiliza la observación directa del hombre para contrapuntear la falsa conciencia de los personajes, compuesta por un conjunto de dogmas que mata en agraz cualquier idea propia y hasta los impulsos más nobles del corazón. El conflicto que enfrenta a Fidel con Gregorio es crucial para entender el espíritu de una época, de modo que esta novela no ha caducado ni le concierne sólo al público mexicano. De hecho, en la actualidad puede leerse como el visionario réquiem de un gran sueño de fraternidad y justicia.
La trama de Los días terrenales alcanza el clímax cuando Fidel, el comunista disciplinado hasta la ignominia que persigue con saña a los revisionistas burgueses o trotskistas del partido, se quiebra delante de Olegario y le ruega que interceda por él para recuperar a la mujer que lo abandonó por haber mantenido una indiferencia glacial durante la agonía de Bandera, su hija de brazos. Anuladas las jerarquías políticas, derretido el caparazón del robot estalinista, Gregorio puede por fin ver al hombre de carne y hueso escondido bajo la máscara de hierro que le ha impuesto la disciplina partidaria. Al comprometerse con la única verdad a su alcance, la verdad subjetiva de la novela, Revueltas dio un gran salto adelante, porque a partir de entonces explotó con libertad su mayor virtud literaria: el don de auscultar el corazón de los hombres. El predicador de ideas ajenas se había convertido en un agudo observador de la imprevisible flaqueza humana, que utilizaba el lenguaje como un bisturí de alta precisión.
SUSTITUCIÓN DE CREDOS
A los nueve años, recién fallecido su padre, José Revueltas seguía por las calles de la colonia Roma a un anciano barbudo, de túnica blanca y huaraches, que hablaba del comunismo y del apocalipsis. Según Álvaro Ruiz Abreu, autor de la imprescindible biografía José Revueltas: los muros de la utopía, Revueltas le profesó tanta veneración a ese predicador de barriada que por seguirlo desapareció de su casa varios días, llenando de angustia a su familia, que ya lo daba por muerto. Por esos mismos años leía con fervor vidas de santos, según testimonios de su hermana Consuelo y de Manuel Maples Arce, visitante asiduo de la casa de los Revueltas. Tenía, pues, una fuerte vocación religiosa que pudo haberlo conducido al seminario si sus dos hermanos mayores, Fermín y Silvestre, no lo hubiera iniciado en el credo comunista. El ateísmo derrumbó su creencia en la otra vida, pero no extinguió la fe igualitaria ni el amor al prójimo que le inculcó el iluminado de la colonia Roma. Su conversión infantil quizá no fue muy diferente a la de los campesinos veracruzanos que en Los días terrenales “llevan el carnet del partido comunista colgado del cuello a guisa de escapulario”. Y aunque Revueltas siempre tuvo conciencia de la incompatibilidad filosófica entre el materialismo histórico y el cristianismo, en el terreno del fervor nunca los pudo separar. De hecho, extrajo de esa analogía el entramado simbólico de muchas obras, sin que esto permita calificarlo de creyente.
Octavio Paz fue el primero en detectar el sustrato religioso de su pensamiento en una crítica de El luto humano: “Revueltas vivió el marxismo como cristiano y por eso lo vivió, en el sentido unamunesco, como agonía, duda y negación. Su ateísmo es trágico porque, como lo vio Nietzsche, es negación del sentido.” Tal vez revueltas buscaba recuperar el sentido cristiano de la vida al fundir ambos credos pues, como dice Paz, “si el cristianismo fue la humanización de Dios, la Revolución promete la divinización de los hombres”.(5) Pero nunca perdió de vista las implicaciones teológicas encerradas en el ideal socialista de crear el “hombre nuevo” ni en la convocatoria de Marx a tomar el cielo por asalto, y en sus obras de madurez emprendió una doble tarea crítica: someter a los apóstoles comunistas a un examen de conciencia anclado en la moral judeocristiana, y juzgar a la corrupta iglesia católica con los ojos de un ateo mucho más apegado que ella al sentido profundo del evangelio.
Pero hay un punto en el que Revueltas se aparta lo mismo del cristianismo que del marxismo: su falta de fe en la posibilidad de reformar la naturaleza humana, un escepticismo que hasta cierto punto contradecía su anhelo de redención. La andanada de críticas suscitadas por el aparente nihilismo de Los días terrenales denota una grave intolerancia estética por parte de sus camaradas, que no podían disociar los valores literarios de los dogmas políticos, ni conceder al arte una esfera autónoma. El fanatismo les impedía reconocer que las paradojas derrumban los enfoques simplistas de la existencia y, por lo tanto, enriquecen el significado de una novela, por amargas que sean. Sin embargo, el impugnador más inteligente de Los días terrenales, Enrique Ramírez y Ramírez, señaló una contradicción filosófica que ciertamente, Revueltas no había resuelto:
Revueltas predica la ceguera y la impotencia del hombre ante la realidad universal y social; la abolición de todo principio y toda norma racionales, la agonía perenne del hombre por su inexorable aniquilamiento; la pérdida del sentido y la razón de la vida (…). En el fondo de este cuadro de lobreguez intelectual y espiritual, se vislumbra la imagen dolorosa de un hombre que sólo es libre para sufrir y morir, someterse a las leyes de la naturaleza y expiar sin descanso las míticas culpas de su especie.(6)
Este análisis de contenido es irrefutable y tuvo una influencia decisiva para que Revueltas, en un acto de mea culpa, abjurara públicamente de la novela y pidiera a su editor que la retirarla de la circulación, a la manera de los teólogos de la Contrarreforma cuando el Santo Oficio les echaba el guante (más tarde, arrepentido de su arrepentimiento, calificó Los días terrenales como “la más madura de mis novelas” y explicó que había sido víctima de una extorsión moral). Por supuesto, descalificar la novela porque no contiene un mensaje edificante era una arbitrariedad, pues la gran literatura busca justamente sondear los grandes abismos de la razón, no soslayarlos en nombre de la tarea proselitista. De hecho, un prestidigitador más o menos hábil podría transformar en elogios los argumentos condenatorios de Ramírez y Ramírez. Pero los hallazgos literarios de Revueltas no podían ni pueden levantar la moral de ningún militante, porque inducen al escepticismo. Sólo él era capaz de aceptar esas verdades amargas sin perder entusiasmo por la lucha revolucionaria. El propio Revueltas intentó varias veces escapar de ese callejón sin salida, preconizando una especie de ascesis mística para sobrellevar los sinsabores de la existencia. En la obra teatral El cuadrante de la soledad, una sórdida intriga en los bajos fondos de la ciudad, el único personaje honesto del drama se declara “dispuesto a vivir la vida con pureza, a pesar de todos o contra todos”, y en Los días terrenales Gregorio hace una declaración de fe que sin duda expresaba el punto de vista de Revueltas: “La vida es algo muy lleno de confusiones, algo repugnante y miserable en multitud de aspectos, pero hay que tener el valor de vivirla como si fuera todo lo contrario.”
Para seguir este programa de vida se requiere una vocación de santo o una gran capacidad de autoengaño. Revueltas pensaba que la humanidad sólo tenía salvación si los hombres, y en particular los militantes comunistas, se autocriticaban con humildad, combinando el espíritu de sacrificio con la pasión por la verdad, dos virtudes que él tuvo en grado superlativo. Pero sabía que el “hombre nuevo” sólo apareció una vez en Nazaret, y como veía en el puritanismo un mal endémico de la izquierda, denunciaba los extravíos de esa moral enferma con los tintes más sombríos, recordando en todo momento que los conflictos de sus personajes ya estaban prefigurados en la Biblia desde miles de años atrás. La pureza que él predicaba no era la pureza de los ángeles: consistía en tensar al máximo la autocrítica sin caer en la desesperanza. Las atrocidades de la oligarquía le dolían y le repugnaban, pero deploraba más aún las de sus propios camaradas, los encargados de bajar el cielo a la tierra, en quienes advertía un fariseísmo beligerante. Si Díaz Mirón le dijo a su amada Gloria: “Tu numen, como el oro en la montaña, es virginal y por lo mismo impuro”, Revueltas sostuvo hasta la muerte que la virginidad intelectual de los comunistas no era una virtud ética ni revolucionaria.
Durante el Maximato, cuando Calles reprimió con el mismo rigor a los comunistas y a los cristeros, Revueltas había dado muestras de un valor espartano (pasó dos temporadas en las Islas Marías antes de cumplir 20 años), que le valieron ser invitado en 1935 al Congreso Mundial de la Internacional Comunista celebrado en Moscú. Tenía, pues, un palmarés de héroe impoluto que le hubiera permitido incubar el peligroso virus de la superioridad moral. Pero por ser un ateo profundamente cristiano y, por lo tanto, precavido contra las asechanzas del demonio, Revueltas jamás cayó en esa trampa de la soberbia. Su gran empatía con los personajes de los bajos fondos, a los que conoció en prisión y en sus correrías de noctámbulo, deja entrever que su ideal de pureza no excluye la inmersión en el fango. De tanto convivir con la crápula, Revueltas aprendió a verla como algo familiar y, en consecuencia, a escudriñarla con una curiosidad exenta de asco moral. En Los errores, un militante comunista extrae de su experiencia carcelaria una conclusión que Revueltas suscribió en varias entrevistas: “Ahí la vida condensa su significado, lo multiplica hasta la desnudez más perfecta, se bestializa sin rodeos, idéntica a la confiada naturalidad con que se usa el W.C.”(7)
Como Cristo, que estaba más a gusto entre putas y forajidos que entre los fariseos, Revueltas penetra en la intimidad de los seres más aberrantes del lumpen delincuencial, atraído, como Víctor Hugo, por la oscura belleza de lo grotesco. Ningún escritor mexicano ha retratado mejor y con más conocimiento de causa a nuestros hombres del subsuelo. Elena, el enano homosexual y alcohólico que en Los errores mata al prestamista de la Merced en complicidad con el padrotillo Mario Cobián, el repugnante Carajo de El apando, el jorobado Tiliches del cuento “El lenguaje de nadie”, el director de escuela convertido en teporocho de En algún valle de lágrimas son personajes repulsivos a los que Revueltas retrata irónicamente, pero al mismo tiempo, con una simpatía por la monstruosidad que le da grandes réditos literarios. Según la fe cristiana, la interiorización del dolor ajeno es el camino a la salvación del alma. Esta virtud ética y literaria apartó a Revueltas de la deformación esperpéntica, porque al observar desde adentro a sus personajes se libraba de condenarlos o compadecerlos.
En Los errores, el lazo de unión entre los personajes de los bajos fondos y los militantes comunistas es su proclividad a traicionar y a traicionarse. Aparentemente hay un abismo entre las dos líneas argumentales de la novela, la historia del atraco planeado por Elena y el Muñeco, y la intriga fraguada en una célula del partido comunista para asesinar a Eladio Pintos, un héroe de la guerra civil española acusado de trotskismo por el comité central. Pero al establecer un paralelismo entre ambas historias, Revueltas escudriña los errores de fábrica de la naturaleza humana, tanto en la cúpula de la nueva iglesia como en los callejones de mala muerte, y descubre la hermandad secreta entre la falsa pureza y la abyección asumida.
Para Revueltas, nadie está a salvo de los efectos corrosivos del egoísmo, el principal obstáculo a vencer para lograr una verdadera solidaridad con el prójimo, sin la cual no hay revolución posible. Fiel a ese ideal religioso, creía que la única vacuna contra el mayor de los pecados era compartir el sufrimiento de los demás. Recién llegado a las Islas Marías, presenció el trato vejatorio que los celadores dispensaban a un cura que había participado junto con la madre Conchita en la conjura para matar a Obregón. Para humillarlo, los guardias le habían asignado la tarea de barrer un patio lleno de estiércol. Aunque Revueltas escribió un cuento demoledor en contra del fanatismo cristero, (“Dios en la tierra”) tomó una escoba para ayudarlo, sufriendo por ello el escarnio y la animadversión de los demás reos. Años después, cuando viajó a Panamá como corresponsal del periódico El Popular, subió a un autobús para blancos en el que se había colado un negro. El chofer le ordenó bajarse y el negro, orgulloso, alegó tener el mismo derecho que los blancos para viajar ahí. Revueltas entró en su defensa, pero ante la tozuda negativa del chofer, se bajó del autobús junto con el negro, para que al menos se sintiera acompañado en la humillación.(8)
En sus novelas, el sacrificio de algunos personajes por el prójimo va más lejos aún, hasta lindar con la emulación de los santos que Revueltas admiraba desde la infancia. En Los días terrenales, al enterarse de que una prostituta enamorada de él delató al matón que pretendía asesinarlo, Gregorio le hace el amor a sabiendas de que está enferma de gonorrea, no sólo para recompensarla, sino porque ese contagio lo unirá más profundamente con su salvadora. Quizá Revueltas atesoraba en el inconsciente una proeza análoga de san Julián el Hospitalario, que compartía el lecho con los leprosos. También raya en la santidad el profesor Mendizábal, que en el cuento “La palabra sagrada” descubre a una parejita de adolescentes haciendo el amor en el desván de un colegio católico y, para no perjudicar al estudiante, cuando un mozo de limpieza lo sorprende en el desván con la muchacha, se acusa ante el director de haberla llevado ahí para violarla. Por el tono conmovido con que narra estos sacrificios, Revueltas parece creer que la redención del género humano es posible. Pero el escepticismo se sobrepone a su fervor y los desenlaces de ambas historias arrojan un cubetazo de agua helada a los creyentes en los milagros de la piedad. La duda y la fe se repelen pero Revueltas creía posible conciliarlas en un oxímoron dialéctico: “Me conduelo completamente de los personajes y no claudico ante la piedad que me causan. –declaró a Vicente Francisco Torres–. Mi piedad, dialécticamente, se convierte en una especie de crueldad respecto a su destino: no absuelvo al personaje de quien me apiado, lo condeno a sus últimas consecuencias reales.”(9)
Nostálgico de la pureza que el ser humano sólo tuvo en algunos pasajes de la leyenda áurea, a Revueltas le gustaba contraponerla con la sordidez de los pobres mortales aplastados por el destino, no para escarnecer la virtud sino para situarla en un contexto terrenal. Redentor escéptico, sospechaba que ninguna revolución social lograría desterrar la injusticia sin un milagro espiritual previo. La misión histórica del comunismo sería entonces continuar y profundizar la doctrina social del evangelio, como lo propone la teología de la liberación, con la que Revueltas llegó a simpatizar. Su contribución a la lucha revolucionaria consistió en denunciar los estragos que un falso ideal de santidad había provocado en las filas del comunismo, pero su aportación a la literatura fue mucho más valiosa, porque al sumergir la utopía en los pantanos de la realidad la convirtió en un faro para buscar el sentido de la existencia.
LA ESCUELA DEL CINE
Resentidos con Revueltas por la zarandeada que les dio en Los días terrenales, algunos militantes comunistas lo acusaron de haber sucumbido a la influencia corruptora del mundillo cinematográfico, en el que se ganaba la vida como guionista. Era una acusación injusta, pues Revueltas también luchó por el socialismo en ese terreno y, de hecho, las acusaciones que lanzó en 1947 contra el monopolio de la exhibición que detentaba William Jenkins le costaron perder el liderazgo en la sección de autores del STPC. Haber hallado ese modus vivendi no fue una claudicación política ni tampoco un contagio venéreo, pues aunque el propio Revueltas calificó de “lamentable” su experiencia como guionista, porque los mercachifles de la industria nunca lo dejaron expresarse con libertad, la adquisición de otro lenguaje amplió su repertorio de herramientas narrativas.
De hecho, entre los libros que publicó antes de escribir guiones y sus obras posteriores hay una mejoría notable. Gracias al oficio adquirido en el cine, Revueltas aprendió a urdir buenas tramas, a dialogar con solvencia y a colocar a sus personajes en terribles encrucijadas, por ejemplo la de la adúltera que mete a su amante en una nevera y después tiene que irse al cine con su marido en el extraordinario cuento “Sinfonía pastoral” o el angustioso combate de Olegario Chávez con las ratas que lo atacan en Los errores, cuando intenta escapar de prisión por una tubería de aguas negras. Al incursionar en los géneros de entretenimiento, Revueltas comprendió que para mantener el interés del lector y hacerse perdonar sus disertaciones filosóficas necesitaba primero darle una golosina, engancharlo con una intriga de alto voltaje.
En varias entrevistas confesó que en alguna época quiso ser director de cine pero los productores nunca se lo permitieron. Sin embargo, dominaba el arte de narrar en imágenes y su oficio de libretista aflora en los momentos clave de sus mejores obras. El drama de las dos sirvientas lesbianas sorprendidas en una azotea que el crítico de arte Jorge Ramos contempla desde su ventana en el séptimo capítulo de Los días terrenales, tiene sin duda un aire de familia con un episodio de En busca del tiempo perdido en el que Swan observa a hurtadillas otra escena lésbica, la de una hija desnaturalizada que escupe el retrato de su padre antes de retozar con su amiga. Salvador Novo advirtió la huella de Proust en una elogiosa reseña de la novela y, en una charla con Roberto Escudero, Revueltas reconoció esa deuda.(10) Pero sólo un narrador acostumbrado a pensar en imágenes pudo haber concebido ese atisbo accidental de la intimidad ajena, con el que Revueltas se anticipó al voyerismo de La ventana indiscreta, y de hecho exploró con más audacia que el propio Hitchcock la transferencia de culpabilidad provocada por la contemplación furtiva de los placeres prohibidos. Hay otra gran escena cinematográfica en Los errores, donde Mario Cobián, tras haber propinado una tremenda golpiza a su amante, Lucrecia, descubre que un limpiador de vidrios lo ha observado desde un andamio. El cruce de miradas establece una turbia complicidad entre los dos personajes, pues horas después el hombre del andamio, que por las noches trabaja como cantinero, se vuelve a encontrar con el Muñeco y le sirve un trago sin mencionar el incidente, acobardado por su mirada torva. Si en algunos casos Revueltas utiliza las sorpresas de la mirada para hacer avanzar la acción dramática, en este pasaje de Los errores le sirven para crear un vínculo secreto entre dos personajes complementarios: el prototipo de la vileza delincuencial y el prototipo del ciudadano agachado que no se quiere meter en problemas.
Los mejores ideas cinematográficas de Revueltas están diseminadas en sus cuentos y novelas, sobre todo en El apando, la única de sus obras que ha sido llevada al cine. Según el propio Revueltas, la adaptación de José Agustín, que lo dejó muy complacido, no requirió de grandes cambios estructurales porque el texto ya tenía forma de guión.(11) Condensación magistral de su experiencia carcelaria, este gran relato es quizá su mejor incursión en el alma de los desesperados, de los muertos en vida que luchan a muerte por el espacio dentro de una celda. El apando es un calabozo con un ventanuco, pero es también una metáfora de la matriz. No era la primera vez que Revueltas comparaba la cárcel con el vientre materno. Al final de Los días terrenales, cuando Gregorio, el protagonista, queda preso en un calabozo, el narrador observa: “Estaba encerrado en el vientre de su madre, más no en embrión, sino con toda su edad, varonil y desnudo.” Y cuando el enano de Los errores bebe tequila en las “tinieblas intrauterinas del veliz”, que en otros momentos llama “tibia placenta”, Revueltas sugiere también que el personaje condenado a morir ha emprendido un retorno a la primera morada del hombre.
La diferencia es que la placenta del apando está situada dentro de un infierno en el que sacar la cabeza de la matriz significa asomarse a un mundo más inhóspito que el del calabozo. Cárcel dentro de la cárcel, el apando es un refugio en el que tres reos se disputan el privilegio de asomar la cabeza o, para decirlo de otro modo, el derecho a vivir, en una lucha darwiniana por la supervivencia. Como en otras novelas de Revueltas, el aparente pacto realizado entre los tres apandados encubre velados propósitos de traición. De hecho, Polonio y Albino han decidido ya matar al Carajo en cuanto obtengan la droga que viene a traerle su madre. Pero en esa pesadilla del confinamiento y desconfianza mutua, una autoridad corrupta, más vil que los propios reclusos, no sólo estrecha hasta la asfixia el espacio vital de los reos: también viola el espacio íntimo de las mujeres que los visitan. La inspección en que las celadoras lesbianas se demoran palpando a Mercedes y a La Chata es una metáfora elocuente de la indefensión ciudadana frente a un Estado delincuencial que ni siquiera respeta las “verijas” de las visitantes al reclusorio. No hay un solo reducto en los cuerpos de estos personajes que no sea mancillado por la autoridad y, en respuesta a la humillación que los bestializa, organizan un motín en la cárcel para que al calor de la confusión, la madre del Carajo pueda hacerles llegar la droga. La escena final, en donde la policía introduce tubos entre las rejas para inutilizar a los amotinados, “una victoria de la geometría sobre la libertad”, tiene una belleza plástica desoladora, que Felipe Cazals subrayó con acierto en la versión cinematográfica.
Revueltas conocía desde sus entrañas la podredumbre del régimen postrevolucionario y por eso pudo denunciarla mejor que nadie, pero al mismo tiempo hizo una crítica radical de las organizaciones políticas en que participó. La muerte lo sorprendió en plena madurez creativa, cuando había logrado una perfecta síntesis entre el lenguaje literario y el audiovisual, resignándose, para bien de los lectores, a exponer sus ideas en ensayos separados de sus relatos. Dejó a la izquierda un legado incómodo, porque los intelectuales canonizados por la feligresía igualitaria casi nunca se arriesgan a sostener ideas impopulares. Su caída en la autocomplacencia explica, en parte, la indiferencia política de muchos jóvenes alérgicos a la falsedad, al maniqueísmo y la cursilería. No habrá un verdadero avance político de la izquierda mexicana mientras sus principales figuras literarias se preocupen tanto por conservar sus clientelas y les den atole con el dedo. Quizá por esa falta de valor civil, los ideales por los que Revueltas luchó crían moho en el baúl de las ilusiones rotas.
1. A.A. Ortega, “El realismo y el progreso de la literatura mexicana”, en Conversaciones con José Revueltas, comp. de Andrea revueltas y Philippe Cheron, Era, México, 1977, p. 51.
2. Citado por Álvaro Ruiz Abreu, Los muros de la utopía, Cal y Arena, 1991, p. 139.
3. José Revueltas, El luto humano, Era, México, 1984, p. 179.
4. Evodio Escalante, “Circunstancia y génesis de Los días terrenales”, en José Revueltas Los días terrenales, ed. de Evodio Escalante, Universidad de Costa Rica, 1996, p. 203.
5. Octavio Paz, “Cristianismo y Revolución”, en Hombres en su siglo y otros ensayos, Seix Barral, Barcelona, 1984, p. 147.
6. Enrique Ramírez y Ramírez, “Sobre una literatura de extravío”, en José Revueltas, Los días terrenales, Era, México, p. 341.
7. Mercedes Padrés, “José Revueltas, el escritor y el hombre”, en Conversaciones con José Revueltas, p. 59.
8. Citado por Alvaro Ruiz Abreu, Op. cit., p. 287.
9. Vicente Francisco Torres, “La muerte es un problema secundario”, en Conversaciones con José Revueltas, p. 136.
10. Roberto Escudero, Un año en la vida de José Revueltas, UAM, México, 2009, p. 87.
11. “Diálogo sobre El apando”, en Conversaciones con José Revueltas, p. 169.