21/Agosto/2010LaberintoJosé Luis Martínez
A los periodistas, a los intelectuales no nos gusta México –dice Héctor Aguilar Camín, quien critica la manera como se están llevando a cabo los festejos del Bicentenario y explica las razones del conflicto del PAN con la historia oficial del país, “de una fuerza extraordinaria, pero también llena de omisiones y mentiras”. Durante la entrevista, realizada en la oficina que ocupa como director de la revista Nexos, habla de las cualidades y defectos de la prensa mexicana y del papel de los intelectuales ante el poder, aborda su conflicto con una izquierda que responde a la tradición socialista estalinista y comenta que la historia es una conversación entre generaciones.
¿Cuál es su opinión sobre el Bicentenario?
Que lo estamos conmemorando mal, sin un proyecto común, incluyente, de lo que ha sido nuestro trayecto como nación. Es una fecha de extraordinaria fuerza simbólica, pero me parece que los gobiernos del PAN no han sabido cómo hacer las paces con la historia del país, que está muy marcada por los ejes establecidos durante la hegemonía del PRI.
México tiene una historia oficial con una fuerza extraordinaria, que es a la vez jacobina, llena de omisiones y mentiras. Establece, por ejemplo, que el año de nuestra Independencia es 1810, y eso es falso: el año en que México pacta y declara su Independencia es 1821. Olvida, por otra parte, que en las primeras décadas del siglo XX en el país hubo dos guerras civiles; sólo reconoce la que transcurre entre 1913 y 1917 y a la otra, la que va de 1926 a 1929, la llama despectivamente la Cristiada, como si esos campesinos que se rebelaron contra el estado revolucionario hubieran sido sólo un sucedáneo de la voluntad de los obispos.
Por otra parte, tenemos este Bicentenario en medio de la discordia política, con los pelos parados de punta, con la violencia, con falta de metas comunes entre el gobierno y la oposición. Tenemos pluralidad e intereses particulares, pero no metas nacionales. La gran celebración que estamos haciendo, es la celebración de nuestras carencias, de nuestros agravios, de nuestros miedos. Lo dije recientemente en un artículo, esto es como si uno celebrara su cumpleaños porque piensa que su vida ha sido perfecta, y no más bien para darse un respiro en la imperfección de la vida.
¿Qué le impide al PAN avenirse con nuestra historia?
El Partido Acción Nacional nació en contra del presidente más consagrado por la historia oficial: Lázaro Cárdenas. Y fue parte de la gran coalición de 1940 que condicionó que Cárdenas no pudiera dejar en el poder al candidato más radical que era Francisco J. Mújica, sino al conciliador Manuel Ávila Camacho, cuya primera frase célebre como presidente fue: “Yo soy creyente”.
Con esta historia oficial, el PAN nunca ha podido congeniar como gobierno porque como movimiento político nació en gran medida para combatir a sus dueños.
Como consecuencia, el gobierno de Vicente Fox se desinteresó del tema del Bicentenario; en el fondo era una celebración que le resultaba ajena o que apelaba sólo a una parte de su nacionalismo, de su visión histórica del país. Nombró jefe de las celebraciones del Bicentenario a un hombre que tiene la paz hecha absolutamente con la historia oficial de México: Cuauhtémoc Cárdenas, y de ahí para acá todo han sido bandazos, titubeos, cambios, equívocos.
Creo que desperdiciamos un momento simbólico como país, de revisión de nuestra historia, de orgullo por las cosas que, en medio de todos los errores y desviaciones, hemos conseguido, entre ellas el hecho de ser una nación. En 1848 no estaba claro que fuéramos a serlo y Lucas Alamán empieza su Historia de México diciendo que la escribe por si algún día desaparece la nación mexicana, para que ahí el lector pueda ver cómo se pierden los mayores dones de la naturaleza.
¿Fueron mejores las celebraciones del Centenario de la Independencia?
El Porfiriato celebró extraordinariamente el Centenario. Sería interesante ver de cuánto fue la inversión entonces del gobierno de Díaz en obra pública, en kioskos, plazas, hospitales, publicaciones, y hacer la comparación con lo que se ha hecho ahora, ver la proporción, digamos, país contra país. En 1910, México era un país de 15 millones de habitantes; tenemos ahora un país ocho veces mayor. Es otro país. Esta es una de las cosas elementales que debió haberse pensado para el Bicentenario, la increíble transformación de México.
El siglo XX mexicano empezó en 1910 con la Revolución, con una elección protestada, con la exigencia de que hubiera elecciones libres y efectivas, y terminó con una elección libre y efectiva. Pero eso nos parece poca cosa.
Estamos en un país con una potencialidad increíble, que se ha modernizado a un ritmo extraordinario; y si bien no ha dado el salto a la prosperidad, sí lo ha dado hacia la constitución de una nación de una gran resistencia, de una gran identidad, de una gran diversidad y de una gran riqueza. Pero esto nos parece poco, todo nos parece poco porque estamos de mal humor, porque tenemos un litigio muy serio con México. A los periodistas, a los intelectuales no nos gusta este país, nunca nos ha gustado, hemos construido una épica de la crítica que se aproxima mucho a la derogación, cuando no a la quejumbre, y la verdad es que nos fuimos para el otro lado: pecamos de optimismo oficial, de ceguera ante los problemas durante la hegemonía del PRI, y ahora pecamos de estrabismo crónico para ver nuestras cosas: siempre las vemos feas, incompletas.
Ante este panorama, ¿cuál sería la labor de los intelectuales?
Los intelectuales tenemos que pensar en nuestro país con seriedad, tenemos que hacer nuestra tarea con mayor humildad y rigor. Por lo demás, no sé si todavía existen los intelectuales como existieron en otro tiempo, cuando tenían un peso en la vida pública; tengo la impresión de que ese peso se ha desplazado mucho hacia los medios.
Pero sí existe una relación de los intelectuales con el poder…
Es una relación muy deformada, en la manera como se le ve y en la importancia que se le otorga. El intelectual que realmente pretenda tener una influencia en el gobierno, lo que debería hacer es meterse a la administración pública, lo otro es un asunto mediático, de imágenes, porque la verdad es que los gobernantes no necesitan ideas de los intelectuales, tienen una enorme cantidad de información precisa, de especialistas, de colaboradores frente a los cuales las ideas generales, las prédicas morales de un intelectual, pues son interesantes, una parte de la conversación, pero no me parece que sean fundamentales en la toma de decisiones.
En este sentido, ¿qué importancia tiene la información que ofrecen los medios?
Los medios tenemos una responsabilidad muy seria, estamos obligados a decir la verdad, ese es nuestro trabajo, no difundir lo que a nosotros nos parece la verdad; nuestro trabajo es ir a preguntar y ver hasta dónde se pueden reconstruir los hechos.
Cuando uno sale de México y tiene la oportunidad de tratar con periodistas, da entre tristeza y rabia ver la imagen que proyectamos del país. La imagen que ofrece la prensa extranjera no es sino reflejo de la prensa que nosotros hacemos. En California, en Nueva York, en Chile, en Argentina, en España, me preguntan: “¿Y usted, cómo sale a la calle?” Les respondo que normal y me dicen: “¿Y la guerra?” Cuál guerra, les contesto. “La guerra que hay en México, que hay en Ciudad Juárez”. Bueno, Ciudad Juárez es importante, pero representa el uno por ciento de la población del país, y la violencia que hay en México es la mitad de la que existe en Brasil.
¿Cómo mira en este momento a la prensa mexicana?
La encuentro muy próspera, plural, competida, libre, y al mismo tiempo un tanto irresponsable, poco profesional, dominada con frecuencia por el facilismo, cuya expresión mayor es la declaracionitis, tomar los dichos por los hechos, eso me parece su primera y mayor limitación. La segunda es su provincianismo, la enorme dificultad de enterarse —con cierto rigor— por la lectura de un periódico de lo que pasa en el mundo, aun en el mundo más cercano, en Centroamérica, donde dos o tres estados están desapareciendo a manos de los narcotraficantes, de las bandas —ahí sí están desapareciendo. O en Estados Unidos, donde tenemos 20 millones de mexicanos, nueve de ellos indocumentados, y tampoco sabemos lo que pasa. Ya no digamos en Europa o en China… Pienso que México es menos provinciano que su prensa.
Yo tengo una lista de columnistas que leo todos los días, una lista de reporteros y cronistas y realmente la prensa mexicana que leo es muy buena, pero hay que hacer una antología.
¿Y el periodismo cultural?
Es una desgracia que el periodismo cultural, que tenía tanta vida y era parte fundamental de toda idea de un periódico en 1970-80, esté desapareciendo. Es una desgracia también que hayan desaparecido géneros —la crónica, el reportaje— que exigen precisión y calidad en la escritura, que van más allá de la declaración, de enervar a quién sabe qué político y transcribir y redactar. Incluso ha desaparecido la entrevista como una manera de realizar el perfil del entrevistado.
Usted es periodista, historiador, narrador, ¿cómo concilia los intereses y las exigencias de cada uno de estos oficios, de estas actividades?
El eje que marca las fronteras es el tema de la ficción y la no ficción. El historiador puede, debe usar su imaginación, lo mismo que el periodista, pero tiene que estar ceñido a los hechos. El novelista es pura imaginación, porque si se ciñe a los hechos va a perder la parte más interesante del espacio de la ficción. Yo diría que el historiador imagina a partir de la realidad y el novelista llega a la realidad a través de la imaginación.
Cuando uno empieza a seguir un hecho con propósitos periodísticos o históricos, tiene que trabajar mucho para obtener poco, tiene que ir a entrevistar, leer, estudiar, investigar, para llegar a veces a cosas muy poco concluyentes.
Todos sospechaban que Calles y Obregón había mandado matar a Villa; era un rumor, pero nadie podía afirmarlo con rigor histórico hasta que Friedrich Katz encontró en un archivo un indicio muy claro de que el asesino de Villa le había avisado a Joaquín Amaro, secretario de Guerra de Calles, sus intenciones de cometer el crimen. Una y otra vez le dijo cómo lo iba a hacer y Amaro, en las cartas que le envió, nunca, por lo menos, lo disuadió de hacerlo. En cambio, después lo ayudó para que tuviera un juicio rápido y saliera libre. No es prueba contundente de que Calles y Obregón hubieran mandado matar a Villa, pero sí es una pista sólida de que les gustó la idea de tener un voluntario para hacerlo, y lo protegieron. Hasta el descubrimiento de Katz, lo repito, no se podía afirmar esto con rigor histórico, como después ya se pudo.
En cambio, Martín Luis Guzmán toma ese mismo momento y situación e inventa en torno de hechos reales cosas que nunca sucedieron y que, sin embargo, a la vuelta del tiempo acaban diciendo más de la verdad profunda de esa época que una crónica puntual de los hechos. A través de la imaginación, Martín Luis Guzmán llega a la verdad, y a través de los hechos, constatados en el archivo, Katz llega a imaginar lo que falta en el escenario para darle coherencia y explicación a la muerte de Villa. Uno inventa y descubre la verdad, el otro descubre la verdad y potencia en la condición de un hecho, de una fuerza convincente, de una fuerza que cambia la manera de ver la historia a partir de entonces.
¿Para qué nos sirve la historia?
La historia es para aprender de la vida, de tu país, de otros países. No hay ningún lugar en donde sea posible entender tanto de la naturaleza humana como en la historia; no hay espacio mejor que la historia bien escrita, bien pensada, bien investigada. Yo diría eso, que la historia es para aprender cómo es la vida.
La historia es un universo muy grande, cada generación escoge o debería escoger el pedazo de historia que le es significativo y necesita para enfrentar su propio tiempo. No hay tal cosa como un pasado que está ahí y todos recogemos, el pasado es siempre una pulsión de las pasiones del presente y ahí, en el presente, es donde la historia se va haciendo útil, necesaria, nos muestra que el camino que vamos a emprender viene de algún lugar, del sueño que tenemos de la transformación del país; a través de los desafíos que presenta cada momento histórico hay algo así como una conversación de las generaciones.
¿Cómo ha conversado su generación con la historia?
Para nosotros, en los ochenta, el tema de la democracia era fundamental porque era la mayor aspiración que había, y un personaje como Madero era mucho más pertinente para esa tarea que alguien como Juárez o Cárdenas. En el momento actual, cuando parece haber la necesidad, la posibilidad de una conducción más liberal del país, de una liberalización mayor de su economía, de una integración mayor con Estados Unidos —nuestro adversario simbólico a lo largo del siglo XX—, Juárez y los liberales son un gran referente. Durante el gobierno de Juárez se firmó el tratado McLane-Ocampo, que es la iniciativa de integración territorial y económica más grande que se haya planteado nunca en México respecto a Estados Unidos.
Los grandes liberales del siglo XIX vuelven a tener una fuerza y un interés extraordinario, porque tenían dos cosas que ahora parecen lejanas para México: querían una sociedad de propietarios industriosos, ilustrados, activos, independientes, que podría describirse como un gran contingente de pequeñas y medianas empresas, y al mismo tiempo Juárez quería un gobierno fuerte, capaz de cumplir las tareas del Estado, de recaudar los impuestos necesarios, de aplacar a los poderes fácticos, que en ese momento eran fundamentalmente la Iglesia católica y los fueros del ejército.
Entonces, cuando tú vez el país que tienes enfrente, al que le faltan tantas cosas para ser próspero, hecho lo cual será una potencia mundial, Juárez y Ocampo y Mora adquieren una pertinencia mucho mayor que Porfirio Díaz diciendo: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”, o que Lázaro Cárdenas colectivizando el campo, construyendo ejidos, organizando a los trabajadores en sindicatos que con el tiempo se ha vuelto grandes obstáculos.
Ahora más que nunca necesitamos nuestros linajes liberales. Cada generación es, de algún modo, un cruce de conversaciones entre las urgencias del presente y las tradiciones que pueden nutrir, inspirar las buenas decisiones; es un diálogo del pasado significativo para los desafíos que plantea el futuro.
En la actualidad, a los liberales se les asocia con la derecha.
Sí, así pasa. En la geometría un poco absurda y analfabeta de la política mexicana ser liberal es ser de derecha. No deja de ser un poco extravagante que ser liberal, como Juárez, como Ocampo, se haya convertido en México en una forma de insulto cuando se dice que alguien es “neoliberal”.
¿Usted se considera un hombre de izquierda?
A estas alturas, no sé qué sea en México un hombre de izquierda. No me identifico con la izquierda mexicana —que no es izquierda, o en todo caso es la izquierda del estatismo nacionalista, de la tradición socialista estalinista, prosoviética y procubana, que no ha aceptado el fracaso de aquello en que creyó y no puede imaginar el futuro que necesita construir sobre las lecciones de ese fracaso. Es una izquierda que repite —mejoradas— las prácticas clientelares. En el ámbito de las ideas, es una izquierda que no ha hecho su autocrítica y que, en el fondo, comparte las creencias fundamentales del nacionalismo revolucionario que el país ha dejado atrás, que el propio PRI ha ido dejando atrás. En el ámbito de la práctica, es un corporativismo de baja calidad para unos partidos cuyo proyecto es mover al PAN del gobierno o impedir el regreso del PRI. Entonces, pienso que en México no tenemos izquierda.
¿Tampoco una izquierda intelectual?
Tenemos una izquierda intelectual muy importante, pero que en su mayor parte está en una situación parecida a la mía: fuera de la izquierda partidaria, del movimiento social y del movimiento político de la izquierda, de sus cotos de poder. Intelectuales de primerísima calidad, como Roger Bartra, están en litigio con la izquierda. Luis González de Alba va a publicar en el próximo número de Nexos un ensayo espléndido haciendo el recuento de su itinerario, de su pleito con la izquierda. Y otro hombre crecido en la izquierda, irreprochablemente adherido a las grandes tradiciones, José Woldenberg, escribió en su libro El desencanto las estaciones, los momentos de ruptura que lo han llevado a ser estigmatizado y echado de los ámbitos de la izquierda.
Conclusión: yo estoy en el mismo lugar que estaba en 1968, cuando era un hombre de izquierda, un dirigente de izquierda, los que se han mudado a un lugar inaceptable son las gentes de izquierda que han hecho cosas tan notables como hacer senadora de la República a la célebre amante del presidente Gustavo Díaz Ordaz.
Entonces, sí hay un pensamiento de izquierda importante, hay intelectuales que son de izquierda, de ahí vienen, de ahí venimos, ahí aprendimos cosas fundamentales en materia de cultura política, de actitud frente a la parte pública, pero simplemente no podemos caminar juntos con la llamada izquierda mexicana; no podemos, vivimos en un litigio con esa izquierda en la que no hay espacio para la pluralidad ni para la libertad intelectual.