lunes, 2 de agosto de 2010

Gordos y democracia

2/Agosto/2010
El universal
Guillermo Fadanelli

No es sencillo enfrentarse a la rutina cotidiana: alimentarse, lavarse, peinarse, podar los jardines. Imaginar que durante decenas de años realizaremos las mismas actividades es aterrador. Si al menos lavándose las manos todos los días se llegara a la sabiduría o a la salvación, pero no habrá nada de eso: limpiaremos y después todo volverá a ensuciarse. Las actividades humanas a las que no soy capaz de acostumbrarme son, sin ninguna duda, las que realizo diariamente. Cioran escribió que después de escuchar a un astrónomo hablar acerca de miles de millones de estrellas renunció a lavarse las manos. Ser consciente de que nuestro cuerpo es prácticamente nada en la suma de la materia estelar es un serio impedimento para que este cuerpo nos merezca respeto. Desde una perspectiva semejante, asistir al gimnasio sería lo más parecido a esculpir un grano de arena. No es nada sencillo afrontar con dignidad la alimentación cotidiana o la limpieza de nuestra casa, pues son actividades que encarnan como ninguna el mito de Sísifo: apenas hemos llegado a la punta de la montaña tenemos que comenzar nuevamente el descenso. Este es el único problema humano que considero importante: ¿cómo hacer para que después de haberse lavado las manos cerca de 200 veces en un mes no nos avasalle el peso del sin sentido? Antes creía que los viejos se resistían a bañarse porque no deseaban tener contacto con su propio cuerpo: nadie desea ver el mapa de sus desgracias. Ahora pienso que si se rehúsan a bañarse es porque simplemente se han aburrido de llevar a cabo acciones que son inútiles por donde quiera que se les mire. En una de las primeras cartas que Kafka escribiera a su amiga Felice, le confiesa que no conoce a un hombre más flaco que él mismo. Kafka no tiene duda de que es el ser más flaco que existe porque, enfermizo, ha recorrido una cantidad considerable de sanatorios y no ha encontrado a nadie tan huesudo como él. Es un alivio pensar que se tiene un cuerpo delgado que en todos los sentidos merece pocos cuidados: estar cerca de la muerte, o parecer un esqueleto, hace que uno se vuelva hasta cierto punto irresponsable en los asuntos cotidianos y ponga más atención en los problemas humanos.

Sumada al sin sentido de la rutina cotidiana, la distracción se ha vuelto, en mi caso, un obstáculo para vivir con cierta dignidad. No sólo me aburre entrar a la cocina para prepararme una vez más el desayuno, sino también olvido que he dejado un pote en la hornilla hasta que el olor a quemado despierta a mi mujer o al más holgazán de mis vecinos. La misma distracción hace que me sea difícil terminar de leer un libro, no uso separadores y no sé en qué página interrumpí mi lectura, también confundo las historias y los nombres de los autores. Al escribir acerca de Robert Walser, Enrique Vila Matas dice que le recuerda a un ciclista de los años 60 que era ciclotímico y que a veces olvidaba terminar la carrera. Así, Walser abandona la competencia para concentrarse en sí mismo o, si se quiere, para escapar de la fama. En su sentenciosa y breve novela Jakob Von Gunten, Walser escribió: “Cuando los hombres comienzan a contar sus éxitos y reconocimientos se ponen gordos de auto satisfacción saturadora. La vanidad los va inflando hasta convertirlos en globos irreconocibles.” Para Walser, la fama es lo peor que puede sucederle a un hombre honrado. No es extraño que la asociara con la gordura. En esto el escritor suizo era, como Kafka, uno de los hombres más flacos de este mundo.

Si cumplir con siniestra exactitud la rutina cotidiana me llevara al menos a la sabiduría, ¿pero de qué le sirve la sabiduría a los viejos? ¿Y más en esta sociedad llena de jóvenes que no escuchan sus consejos? Uno no aprende nada, sino la resignación. Elías Canetti aseguraba que la brevedad de la vida nos hace malos. Tenía razón: siendo longevos nuestros odios tendrían más tiempo para disiparse. Vivir 300 años sería un salvoconducto hacia la humildad y el hastío. México vive un problema en realidad serio -hecho que ha pasado inadvertido para nuestros agudísimos analistas políticos-: no puede haber una buena democracia en un país de gordos. Los obesos no entienden qué es eso porque su cuerpo es lo más alejado de la humildad, la sabiduría, el respeto por el espacio común y demás. Nada qué hacer.

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