Invitado por Carlos Puig a elaborar para su espacio en MILENIO Tv la lista de los quince libros más importantes del año que finaliza, comprendí de inmediato que este ejercicio electivo me haría padecer diversas dudas, temores y hasta remordimientos. Sabía que no hay cosa más arbitraria que la enumeración de nuestras preferencias, pues incluso muchas de éstas pueden quedar fuera cuando las acotamos (en este caso por la cifra obligada naturalmente por el mismo nombre del programa de Puig: En quince, como quince tendrían que ser los títulos escogidos).
En un universo editorial poblado por miles de textos, darse a la tarea de definir quince como los mejores o los más importantes resulta francamente temerario. Pero junto con la restricción y sus culposos sentimientos de exclusión, surge la oportunidad, grata y placentera, de poder justificar así sea brevemente por qué he pensado en estos libros y no en otros. Y aquí va mi arriesgada lista, para quien no la haya visto en televisión, con algunos comentarios e información adicionales.
1.Como la lluvia, José Emilio Pacheco, Editorial Era. No son tal vez los mejores poemas de Pacheco, pero sí los más recientes (los elaborados entre 2001 y 2008) y los que confirman el extraordinario oficio de nuestro mayor poeta vivo. Del multipremiado autor que celebró este año su setenta aniversario, también fue publicada La edad de las tinieblas, una obra en la que nos presenta sus inquietudes más íntimas frente a un mundo que parece oscilar entre el colapso y las sombras.
2.Calle de las tiendas oscuras, Patrick Mediano, Editorial Anagrama. Un gran autor francés que merece poder brindar a los lectores mexicanos la sorpresa de conocerlo. Con esta obra ganó el Goncourt, pero se ha tardado en llegar al español. Ahora, como si fuéramos su amnésico personaje, encontraremos en su obra el déjà vu de un auténtico magisterio literario.
3.Sennin, Ryunosuke Akutagawa, Editorial Nostra. Alguna vez, cuando obtuvo el 14 Premio Internacional de Libro Ilustrado Infantil y Juvenil otorgado por la Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, lo comenté en este espacio. Fue editado en este formato “para niños”, pero la verdad es que es una obra mayor —y para mayores— de la literatura fantástica de todos los tiempos.
4.En tierras bajas, Herta Müller, editorial Siruela. Lo dicho: la Nobel de Literatura está siendo apenas conocida en México a través principalmente de las reediciones que Siruela ha hecho a lo largo del año. En tierras bajas es algo de lo más representativo de su trabajo narrativo y la proa de una nave que incluye ya La piel del Zorro,El hombre es un gran faisán en el mundo y La bestia del corazón.
5.Gabriel García Márquez: una vida, de Gerald Martin. Editorial Debate. Uno de los textos biográficos más exhaustivos y relevantes del periodo en torno del Premio Nobel colombiano. Y como era de esperarse (aunque el libro no la prometía), la polémica no se ha hecho esperar, especialmente entre quienes, como Enrique Krauze, no han dejado de ver en García Márquez a un escritor complaciente con (y favorecido por) la dictadura de Fidel Castro.
6. El día D, Anthony Beevor, Editorial Crítica. Atrincherados, aguardamos durante meses la llegada de este gigante de la exposición histórica que es Beevor. Leerlo es introducirnos en el corazón mismo de uno de los operativos militares más elaborados e impactantes del siglo XX.
7.Artículos en The New Yorker, George Steiner, Coedición FCE-Siruela. Una deslumbrante selección de algunos de los comentarios hechos por Steiner a lo largo de 30 años al famoso semanario norteamericano. Pura lucidez crítica en un volumen imperdible.
8.El desencanto, José Woldenberg, Editorial Cal y Arena. En México nos hacía falta una obra que reconstruyera críticamente la trayectoria de la izquierda mexicana y nos pusiera con los ojos bien abiertos ante sus fracasos y miserias. Eso, ni más ni menos, es lo que ha conseguido Woldenberg con este relato que no hace concesiones a la ilusión de “un mundo mejor” que se prepara desde las peores prácticas políticas.
9.Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán, Rüdiger Safranski, Editorial Tusquets. Didáctica y profunda a la vez, esta obra constituye el acercamiento más completo que podemos tener al paisaje intelectual y sensible que encarnó en el romanticismo.
10.Historia de mi vida, Giacomo Casanova, Editorial Atalanta. Otra de las grandes promesas cumplidas de este año: la vida de un hombre que más que seducir mujeres sedujo a toda una época. Una narración fascinante a cargo del mismísimo Casanova.
11.Nos acompañan los muertos, Rafael Pérez Gay, Editorial Planeta. El más entrañable recuento de la vida familiar en medio de un país dividido y la mejor muestra del talento narrativo de Pérez Gay, quien sabe que tras toda gran literatura está la vida misma.
12. México: fotografía y Revolución, investigación y edición de Miguel Ángel Berumen, Fundación Televisa. La Revolución mexicana como no la habíamos visto nunca, en una edición maravillosa digna de los mejores coffee table books.
13.Sombras detrás de la ventana, Eduardo Antonio Parra, Editorial Era. Los cuentos aquí reunidos no son una novedad, pero debe vérselos como un recordatorio indispensable (en tiempos de tanto cambalache y pobreza narrativa) de buen quehacer literario.
14. Los orígenes del poder en Mesoamérica, Enrique Florescano, Editorial FCE. La configuración de los primeros estados vista en toda su complejidad, por uno de los estudiosos más serios del tema.
15. Cartas, Joseph Roth, Editorial Acantilado. El escritor por excelencia del Imperio Austrohúngaro, retratado a través de su correspondencia con amigos y figuras de un tiempo cuya huella espiritual perdura hasta nuestros días.
Este es mi top ten. No chingaderillas ni novedades sin novedad alguna. 10 libros interesantes.
Comienzo por La pista de hielo (Anagrama) de Roberto Bolaño. Esta novela es un ensayo vocal de Los detectives salvajes. Bolaño es imprescindible; coleccionarlo, inevitable.
La traducción más valiosa en México fue Paterson (Aldus) de William Carlos Williams, hecha por Hugo García Manríquez. El tomo es un bello objeto bilingüe. Dedícale tiempo y deja de leer poesía mexicana patito.
Casi todo aforismo es mini-grandilocuentero. Literatoso. El aforismo real es filosofía filosa o cabalgada carcajada. Látigo. Jaikús maníacos (Moho) de Rubén Bonet reúne aforismo y sátira; él es escritor español viviendo en México sin ser parte del establishment.
La gramática del tiempo (Almadía) de Leonardo Da Jandra es teoría furibunda e inteligente. Se trata de una reedición de Presentáneos, pretéritos y pósteros que Joaquín Mortiz publicó en 1994. 15 años después, es más actual.
No se dijo en voz alta pero la órbita de la poesía mexicana fue alterada en el 2009. Lo logró una serena semblanza de Antonio Saborit acerca de un poeta visual de nuestra vanguardia en el exilio. Una visita a Marius de Zayas (Universidad Veracruzana) es minería crítica, joyita.
Para peregrinar conocimiento raro lea El médico divino (Sexto Piso) del gran Karl Kerényi acerca del mito médico en la antigua Grecia. Leálo con sagaz y sincrónico complemento: Hipócrates y los egipcios. Influencias egipcias en la medicina hipocrática del siglo IV. a. C. de Jorge Ordóñez Burgos, editado por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. No es un bodrio académico: es un museo de pistas sobre los orígenes de la civilización. Alegra que este tipo de obras se publiquen en México.
Viaje extraordinario al centro del cerebro (Anagrama) de Jean-Didier Vincent es un ameno libro divulgación científica, acaudalado de información. Incluso su estructura es interesante. Cómpralo.
¿Dónde apareció la mejor antología poética en español que puedes leer? La organizó en Nueva York, Mark Weiss y la publicó la Universidad de California: The Whole Island. Six Decades of Cuban Poetry. A Bilingual Anthology. Cómprala en internet. La visión de esta antología incrementa nuestro conocimiento y goce de la poesía cubana.
Por último, ¿quieres leer la mejor narrativa de este año en español? No tires tu salario en alguna novela microondas. Aprende a elegir entre tanto libromuchero. Directo pide los Cuentos completos de Edgar Allan Poe traducidos por Julio Cortázar, que relanzó Edhasa. No te dejes engañar por las editoriales. Lee a Poe-Cortázar, placentero y perturbador; los dos genios del cuento en un solo libro.
Y, por favor, al salir de la librería despídete de la mesa de las dizque novedades. No las volverás a ver jamás.
No son escritores que rehuyan o nieguen cualquier relación con las fiestas decembrinas. Aunque cuestionan la Navidad como algo comercial, en nada se parecen a esa figura verde, peluda y cascarrabias que trata de acabar con el festejo; por el contrario, Rafael Pérez Gay, Juan Villoro, Ana García Bergua, Elena Poniatowska, Vicente Quirarte y Andrés Ramírez tienen recuerdos gratos y otros ingratos de la celebración de la natividad.
De distintas generaciones, los escritores consultados coinciden en algunas cosas: que sus mejores navidades han sido con sus hijos, cuando los miran abrir los regalos y se dan cuenta que tienen una verdadera familia. Otros, afirman que la mejor Navidad fue en la infancia ante la llegada de un juguete que los padres habían planeado con todo su amor; sin embargo casi todos rememoran las navidades tristes por la perdida de un ser querido, la inminencia de la muerte o la separación de los padres.
La nostalgia
Si Rafael Pérez Gay recuerda que a los ocho años recibió un tren de pilas y una ciudad hecha por su padre que era “un constructor de ciudades”, Ana García Bergua hurga en el pasado desde donde trae la conciencia de que ser hija de intelectuales no fue tan grato, pues aunque era “religiosa” la cena, nunca había festejos y acaso algunos regalos.
También de la memoria, Juan Villoro trae que la más triste fue la Navidad en la que sus padres se separaron, entonces su madre y él trataron de ignorar los festejos y hacer un viaje tan ingrato que terminaron cenando cereal en un restaurante de Guanajuato. Está también el recuerdo de la perdida de Vicente Quirarte, fue un 24 de diciembre cuando murió su perra Jacinta y al día siguiente, el 25, le tocó llevarla al crematorio.
Entre la tristeza o el gozo, entre la remembranza y el olvido, estos seis escritores comparten sus mejores y sus peores navidades, sean infantiles o adultas, rodeados de familia o de libros, con el gozo de la paternidad o el placer de tener padres que los amaron mucho y se esmeraron por ser el mejor Santa Clós y darles el regalo inolvidable.
Rafael Pérez Gay
Mi mejor Navidad fue cuando descubrí que mis padres gozaban al regalarle a sus hijos. Fue en 1965, yo tenía ocho años, nos acabábamos de mudar y vivíamos en Polanco, en la calle de Herodoto, mi padre había comprado los juguetes que me regalaría el 25 por la mañana, entre ellos un tren de pilas que daba vueltas alrededor de la sala. Mi padre, constructor de ciudades, construyó una pequeña para mí. Pasé todo el día con él y con mi madre que me ayudaba a poner y a quitar las pilas. Estuve días enteros hechizado por esa ciudad creada con papel arrugado a manera de montañas, con cajetillas de cigarros y soldados de plástico.
La peor fue la Navidad en la que me despedí de mis padres, yo sabía que era la última que pasábamos con ellos vivos, claro que nadie lo dijo en nuestra cena familiar, pero latía el corazón de una despedida de mis padres, esa es muy reciente, justamente fue hace un año.
Juan Villoro
La peor Navidad que he pasado fue cuando mi madre decidió que ya no celebraríamos la Navidad porque mis padres se habían divorciado, mi hermana estaba de viaje y sólo estábamos ella y yo en México. Entonces decidió que nos fuéramos de vacaciones ignorando por completo la celebración; la noche del 24 nos tomó en León, Guanajuato y como lo único que estaba abierto era un Vips, esa Navidad cenamos corn flakes; pero de alguna manera para nosotros era una Navidad heroica y ciertamente fue como muy valiente de nuestra parte, pero al mismo tiempo fue la peor Navidad de todas porque queriendo huir de ella nos metimos en una situación bastante sórdida, a partir de ese momento decidimos volver a pasar la Navidad juntos.
La mejor fue la primera Navidad que pasé con mis hijos. Mi hija pequeñita y mi hijo, fue la primera en la que ellos hicieron la comida y todo; fue donde yo sentí que era la primera Navidad en una nueva familia que era la mía.
Elena Poniatowska
Mi mejor Navidad es cada año que pasó rodeada de mis hijos y mis 10 nietos, así que en esta época ellos son los personajes principales. La Navidad para mí siempre significa la reunión con los niños más pequeños, porque no somos tanto de regalos en la familia sino de estar juntos y en tranquilidad.
No recuerdo alguna Navidad que haya sido mala, siempre pienso que la que va a venir siempre va a ser la mejor. Todas han sido felices.
Ana García Bergua
Mis mejores navidades han sido desde que tengo hijas y la he hecho de Santa Clós. Sé que es una cursilería, mi hija pequeña ya sabe que Santa Clós no existe, pero ella hace como que lo cree y yo hago como que creo que lo cree, es una farsa espantosa, pero es muy bonito ver a un niño abriendo un regalo. Sé que muchos escritores odian la Navidad, claro que es detestable por esto de la comercialización, pero será que a mi no me tocaron muchas navidades así porque como fui hija de intelectuales no se festejaba, aunque cenar era algo religioso. No había muchos regalos, pero me acuerdo de una Navidad que amanecimos y había un regalo en el árbol: el gato se había metido en el pesebre, fue muy simpático.
Cuando hay niños las navidades se salvan. Las peores son las de adultos, donde estás cenando por obligación, donde todo mundo se cae gordo; es espantoso porque nadie entiende por qué está ahí. A mí me gusta más el festejo de Año Nuevo porque está la superstición de las uvas y cómo te va a ir en el año, es como cerrar un ciclo y empezar otro, se supone que ese debe ser el sentido de la Navidad, pero uno que no es particularmente religioso vive eso en año nuevo.
Vicente Quirarte
La peor Navidad fue en 1998 cuando murió mi perra Jacinta después de 12 años de tenerla, fue terrible y doloroso. El 25 de diciembre la lleve al crematorio y por primera vez en mi vida sentí lo que se siente cuando se te doblan las piernas, pero también fue algo muy ritual y muy de camarada porque la muerte de una mascota solamente la entiende quien ha vivido con ella muchos años. Era una pastora alemana, inclusive le escribí un poema y un amigo que lo leyó me dijo: “no sabía que había muerto tu hermana”, yo le dije que era mi perra pero sí era como mi hermana.
La mejor Navidad es estar en casa con un montón de libros por leer y dedicarla a eso. Son días de guardar, me gusta pensar que se termina un ciclo del año y es tiempo de estar con uno mismo; además, independientemente de la fiebre consumista, el clima y la atmósfera invitan a la lectura y al recogimiento. La mejor Navidad es esperar las vacaciones para estar en casa y leer. Como dice Felipe Garrido: “los libros están tan caros que hay que leer los que tenemos”.
Andrés Ramírez
La peor Navidad seguro que va a ser esta del 2009 (aunque no quiso decir por qué), creeme que lo será, aunque por ahora es un secreto de estado.
Mientras que la mejor Navidad fue la primera que pasé con mis hijas hace dos años. Era la primera vez que compraba regalos para las dos, era muy bonito y ellas los recibieron muy bien.
Son aquellos que bostezan ante el tema de Dios. No se interpelan ni tratan de explicar en lo mínimo su falta de creencia en un ser superior, pero tampoco cuestionan ni combaten los argumentos de quienes defienden que cada momento de su vida está regida por una divinidad.
Se los puede reconocer como los nuevos ateos, inmersos en una cultura global de modernidad donde la apertura, la tolerancia y la pluralidad son los valores enarbolados, pero en la que también existe una relativización absoluta... todo es revisable, por lo que entonces Dios puede o no existir, pero a ellos no les importa en absoluto.
“Aunque no existe un ateísmo homogéneo en México y parte de América Latina, el común puede ser la indiferencia ante el tema de Dios. El objetivo hoy no es, como el de grupos de los siglos XVIII y XIX, asesinar a Dios, sino relativizar las ideas religiosas”, explica Bernardo Barranco, estudioso de las religiones.
“Habrá quienes aún piensen que la religión es el opio del pueblo, por lo que plantearán la necesidad de extirparlo, pero otros considerarán que ya no es opio, sino como fumar tabaco, acto que se ejerce bajo la propia responsabilidad pero en privado”, dice Jorge Traslosheros, del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM.
Defensa de sus posturas
Es por ello que hoy algunos que se dicen ateos, se pueden encontrar en organizaciones de la sociedad civil que reivindican derechos que son vetados por la religión, tales como la libertad sexual y el derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo en el tema del aborto.
“Se combaten las ideas que son relacionadas con la religión pero no se pretende extirpar a Dios de la sociedad, pues incluso puede haber organizaciones que señalen profesar principios cristianos pero que luchen por cierto derecho que desde su credo no es concebido”, dice Barranco.
Para las altas jerarquías religiosas no existen términos medios en seguir el plan divino del Creador y consideran tajantemente que se es o no se es ateo.
“Por qué (ellos) aseguran que no hay vida después de la muerte, si no han muerto para comprobarlo. Cuando no saben sólo hacen conjeturas a priori y deciden ser agnósticos”, dice el escritor indo-estadounidense Dinesh D’Souza.
Lo cierto es que todavía puede haber ateos que justifiquen de una manera filosófica su incredulidad.
Habrá unos que lo sean por sentirse defraudados por Dios; otros que no crean en la institución religiosa y los que digan no confiar en la divinidad que les “pinta” la iglesia, pero buscan la trascendencia o practicar lo espiritual. De ahí, múltiples diversidades de ateos.
“Aguas calmadas”
“A pesar de estar en un siglo sacrofóbico en el que existe un proyecto cultural de vivir como si Dios no existiera y donde el hombre sólo cumple sus deseos con una mentalidad utilitaria, hoy no hay un ateísmo tan feroz que provoque persecuciones como en décadas pasadas”, dice Traslosheros.
“No hay movimientos con furia que combatan la religión; antes había grupos organizados, algunos inspirados en Friedrich Nietzsche, que argumentaban que si Dios no ha muerto habría que matarlo. No tendría que haber un valor absoluto”, comenta Barranco.
Explica que la globalización ha permitido que haya una coexistencia multicultural donde haya un respeto y atención al otro obviando con ello el ateísmo y dando origen a los ateos indiferentes.
Es justo esta indiferencia y no los grupos organizados de ateos que aún sobrevivan, el principal enemigo de las iglesias, especialmente la católica, coinciden Barranco y Traslosheros.
Recuerdan que el ateísmo de los siglos XVIII y XIX era algo similar al comunismo o liberalismo, una postura ideológica política significaba una gremialidad. Dicen que tampoco hay más la tendencia de la creación de estados confesionales que asuman la ley de Dios como eje rector.
La indiferencia
El sociólogo francés Gilles Lipovetsky en la Era del Vacío, describiría lo que sucede en la actualidad: “En la sociedad postmoderna reina la indiferencia de masa, sentimiento de reiteración y estancamiento, autonomía privada, innovación superficial y el futuro no se considera o asimila; esta sociedad quiere vivir aquí y ahora”.
“No tiene ídolo ni tabú, estamos regidos por el vacío, un vacío que no comporta, ni tragedia ni apocalipsis. También puede notarse una nueva era de consumo que se extiende hasta la esfera de lo privado; el consumo de la propia existencia a través de la propagación de los mass media”, dice en su obra Lipovetsky.
Mención especial valen para los analistas, las condiciones como las de Palestina (musulmanes contra judíos); Balcanes (serbios ortodoxos contra croatas católicos y albaneses bosnios y musulmanes); Irlanda del Norte (protestantes contra católicos); Cachemira (musulmanes contra hindúes) y Sudán (musulmanes contra cristianos y animistas).
Estos hechos han despertado un debate necesario sobre las ideas heredadas con las que se organizan las creencias y el modo en que estas afectan a la estructura de las sociedades políticas. En este caso, la cuestión no es ya cómo llegar a construir una “sociedad atea”, sino cómo es posible que el dogmatismo religioso sobreviva sin destruir el mundo.
Pero en las sociedades occidentales, el papa Benedicto XVI ya habría advertido de esa relativización y la ausencia de Dios como valor absoluto, en su Encíclica titulada En la caridad, en la verdad.
“En el contexto social y cultural actual, en el que está difundida la tendencia a relativizar lo verdadero, la adhesión a los valores del cristianismo es indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano”.
Para Traslosheros es peligroso este totalitarismo relativista en el que el ser humano atiende sus propios deseos y prescinde de un Dios. El antropólogo de religiones Elio Masferrer dice que no es lo mismo un ateo de 15 años que uno de 70, pues los contextos cambian. “Los utltra conservadores califican a los ateos como una especie de otra religión; devuelven la pedrada a los no creyentes al decirles que en el fondo todos somos religiosos”.
Un pintor que tuve la suerte de conocer casi una década atrás, Jonathan Barbieri, me invitó hace unos años a escribir un conjunto de relatos para publicar en un libro y acompañar así la serie de sus pinturas y dibujos que él tituló “La pierde almas”. Buena parte de esa obra tenía como motivo las cantinas y los seres que viven o aparecen en ellas como alucinaciones nocturnas. Tiempo después de publicado este libro, Barbieri, que actualmente reside en Oaxaca, se involucró con otro artista, Salvador Robles, en la elaboración de un mezcal artesanal que llevaba también el nombre de Pierde Almas. En la estampa que acompaña a la botella viene además de uno de sus dibujos una frase que dice: ¡Otra vez esta maldita felicidad! Cualquiera que sea bebedor podrá reconocer en esta exclamación casi un grito de batalla. No es sencillo definir la felicidad sin caer en retruécanos, pero cuando se han bebido unas buenas copas la sensación de que un espíritu venido de los principios del mundo se ha apoderado de nuestro semblante para despertarlo y sacarlo de su postración cotidiana se hace palpable. Y entonces uno es capaz de encontrar simpatía hasta en las personas más anodinas o hacer que los perros caminen por las paredes.
No comprendo a los abstemios y cuando debo tratar con uno de ellos prefiero dejar que sigan su camino. La prueba de mi tolerancia es que pese a no comprenderlos no intentaría condenarlos ni pedirles que bebieran vino con miras a mejorar su humor o con el fin de que fueran, al menos por algunas horas, una mejor compañía. Todos sabemos que en muchos casos la bebida transforma en brutos a las personas más delicadas y que más de un desgraciado se vale del vino para cometer desmanes. Sin embargo, nadie podría afirmar que eso es motivo suficiente para condenar a quienes beben y se aproximan a esa extraña felicidad, imposible de definir aunque sencilla de reconocer cuando se instala seductora a nuestro lado. Se tolera a los abstemios siempre y cuando ellos también lo sean y no se conviertan en sacerdotes que acusan o desprecian a los bebedores. El escritor Carlos Barral veía en esta clase de personas a enfermos que sostenían sus argumentos en una sanidad inhumana, en estadísticas vacías, en parábolas amenazantes o en imágenes conductistas que te muestran un órgano destruido, pero no la humillación de la pobreza o la miseria de una vida dedicada a cumplir rutinas que empobrecen los sentidos (y que por momentos el alcohol logra suavizar). De los abstemios más conservadores dice Barral que ignoran la gloria de los paraísos artificiales, el aliento de la imaginación creativa, la mitigación de las timideces y la burbuja de cordialidad que envuelve a quienes aprecian el vino.
Los retenes que se imponen en nuestra ciudad para detener a los conductores, someterlos a una prueba y después encerrarlos en crujías o negarles la posibilidad de que se marchen a sus casas a dormir complacidos después de una buena velada, son una muestra de la barbarie de nuestros gobernantes. Nadie sería tan necio como para afirmar que las personas tienen derecho a conducir ebrias y a poner en peligro vidas de terceros. Y cuando lo hacen y son detenidas por esos bondadosos seres que encarnan en “a policía” entonces deben cumplir un castigo, sea el retiro de su licencia, una multa o la momentánea inmovilización de su vehículo. Ahora bien, ¿por qué razón se les encierra o se les detiene por tantas horas? Es porque las raíces de este castigo provienen de una visión moralista respecto al alcohol. El escarnio público, la exhibición y el encierro son absurdos, no sirven para nada y sólo dan felicidad a quienes ganan dinero con esta actividad y a los abstemios o puritanos rencorosos incapaces de reconocer en la ebriedad una lúdica actividad del espíritu. Con qué facilidad se quebranta la libertad de un individuo en nuestro país.
Tantos escritores como Raymond Chandler, Joseph Roth, Allan Poe, E.T.A Hoffmann, Francis Scott Fitzgerald o Hunter S. Thompson han acudido al vino para abrir una puerta más a sus sentidos y llegar a ese extremo en donde perder el alma es ganarla. Y cuantos buenos hombres sin celebridad alguna encuentran en el beber una mitigación de su vida prosaica y sombría. Hombres que como yo exclamamos después de unos buenos tragos: ¡Otra vez esta maldita felicidad!
La autoridad. Es cuerdo desconfiar de ella desde un principio. Ya después veremos si nos hemos o no equivocado, y es probable que en nuestras dudas acertemos casi todas las veces. En su segundo manifiesto, André Bretón dice que el acto surrealista más simple consiste en salir a la calle armado de dos pistolas y disparar contra la multitud. Y añade que quien no haya tenido el impulso de rebelarse contra los sistemas que envilecen la sociedad merece formar parte de la multitud contra quien se dispara. He traído a cuentas este pasaje a causa de que en México el odio hacia la policía por parte de la población se hace cada vez más patente. Y cuando he leído este pasaje en el manifiesto he pensado de inmediato en la policía. En los más distintos ámbitos humanos (a excepción acaso del arte) a quien dice ser lo que no es lo miramos como a un embustero. El que defrauda es el que promete y después no cumple las promesas. Hasta aquí es sencillo estar de acuerdo. La cuestión esencial se encuentra, sin embargo, en el tamaño de los embustes. Y los más grandes suelen ser los que ponen en peligro la vida.
Un loco o un surrealista armarían a sus enemigos porque haciéndolo aseguran su supervivencia (esta supervivencia consiste en que los sigamos considerando locos o surrealistas). Pero los seres comunes no debemos armar de buena voluntad a los criminales porque entonces —además de que seríamos considerados idiotas— pondríamos en peligro nuestra vida. Y no obstante lo anterior, eso es justamente lo que hacemos: entregamos de buena voluntad las armas a los criminales que supuestamente van a defendernos. Lo describo de modo sutil, pero en realidad creo que un policía que traiciona su papel es bastante peor que los criminales comunes. Al menos los criminales no se representan más que a sí mismos. Son actores que cumplen su papel en la obra de manera puntual. Unos más discretos que otros, pero en esencia hacen lo que se espera de ellos.
En cambio, el policía que se escabulle de su responsabilidad (tanto práctica como simbólica) pone a su comunidad contra el muro pues siembra la confusión, dicho en el sentido más agrario de la palabra "sembrar": dejar la semilla en la tierra para que se desarrolle. Es claro que el policía se vale de esta confusión para lucrar, como lo haría cualquier hampón común, pero su caso es más grave porque su acción conduce a su sociedad a la locura. Si no puedo someter al criminal e impedir que siga causando desmanes, por lo menos puedo pedirle que continúe siendo un criminal y que haga evidente así a cuál bando pertenece. Si se niega a confesar a quién sirve (como hacen casi todos los policías de todas las dependencias) no nos deja más remedio que desear su desaparición (su muerte) o perder la cordura. Es por ello que no me extraña el aumento de los linchamientos públicos ni el odio profundo que en México se profesa a la policía como sistema simbólico. El linchamiento, acto que pasa por encima de todas las leyes es una expresión de la locura ciudadana. Esta locura ha sido a su vez provocada por la traición de la policía en todos sus estratos: vaya círculo vicioso.
Haciendo sumas las penas destinadas a policías que no son policías tendrían que ser más graves que las purgadas por delincuentes comunes. No es ésta una propuesta de mi parte porque no existen instituciones a las que dirigir dicha petición. Es sólo un cálculo. ¿Pero qué estoy haciendo? Jamás me imaginé exigiendo de manera literal penas o castigos para nadie. Probablemente me he vuelto loco a causa de la barbarie en que vivimos y de la confusión de los símbolos. Me han llevado a ser lo que no era. Si alguien desea comprobar mi ausencia de razón y recluirme en un manicomio sólo bastará mostrar este artículo donde le pido coherencia a la autoridad y me quejo de que los policías no sean policías de verdad. Si lo hacen —si me recluyen— no me causarán ningún daño porque estoy seguro de que en cualquier mazmorra de hospital estaré más seguro que fuera de ella. Probablemente en cautiverio podré escribir varias apostillas al apolillado manifiesto surrealista.
En una tertulia descolorida, el veterano reseñista afirmaba que la influencia de un crítico se mide por la cantidad de mujeres que estarían dispuestas a acostarse con él a fin lograr una nota favorable para ellas o sus maridos y, ya muy desinhibido por unos anacrónicos brandis, confesaba que la magra oferta erótica que había recibido por sus favores literarios a lo largo de su trayectoria lo apercibía de la insignificancia de su opinión y del fracaso de su vocación. La crítica es un ingrediente fundamental de la experiencia literaria y se encuentra inserta en los ejercicios más elementales de apreciación. La tarea crítica es noble y creativa y la llamada literatura secundaria frecuentemente se convierte en literatura de primera. La crítica no sólo se encarga de juzgar, sino de compartir, afectiva e intelectualmente, las aficiones y filiaciones, conectar el pasado y el presente, revelar tradiciones y discontinuidades, crear gusto, apostar por valores y aclimatar formas excéntricas. La crítica, por lo demás, no es una facultad desvinculada de la creación y durante el siglo XX muchos de los creadores más connotados incursionaron en el estudio del fenómeno literario y trazaron su propio mapa y genealogías críticas.
Sin embargo, la palabra crítico, tal como se llega a entender rutinariamente, alude a una entelequia inventada por la división del trabajo literario de la moderna República de las Letras y designa una difusa especialidad que intermedia entre el autor y el público. Se supone entonces que el crítico define los lindes del campo literario, establece una suerte de aduana del gusto y dictamina el ingreso de determinada obra al territorio legítimo de la literatura. La tarea del crítico ya no es tanto formativa como informativa y se concentra en brindar señales para la elección prestigiosa del consumidor literario. No resulta sorprendente que el estatuto de crítico en nuestros días se defina, más que por una operación de inteligencia literaria, por la disponibilidad de una tribuna y el ejercicio de una influencia. Se denomina crítico entonces a aquel que goza de los espacios mediáticos para dar noticias de un libro e influir sobre su recepción. La crítica, bajo esta óptica, lo mismo puede ser una instancia de resistencia, que un componente menor del mercado y la difusión editorial. En realidad, dada la estructura de incentivos existente, es más factible orientarse a lo segundo. Por eso, la tarea del crítico puede oscilar entre la censura y la publicidad, entre establecer barreras de entrada para los extraños al campo literario y fungir como legitimador pasivo de prestigios mercadológicos, centrándose en la calificación de novedades, dejándose guiar por la agenda de las editoriales y personalidades poderosas, concentrándose en los géneros taquilleros y, sobre todo, disimulando la argumentación y los criterios de mérito y exigencia con la profusión de adjetivos y etiquetas.
En la pasada Feria Internacional del Libro de Guadalajara, Vargas Llosa anunció que México ya es una democracia. ¿Por qué los intelectuales al final de su vida deliran?
Lo raro es que el único intelectual que definió filosóficamente al PRI fue él, durante el encuentro organizado por Vueltay transmitido por Televisa en 1990.
“México es la dictadura perfecta. La dictadura perfecta no es el comunismo. No es la URSS. No es Fidel Castro. La dictadura perfecta es México”.
También anotó que ningún otro régimen había logrado sobornar tan bien a los intelectuales. Y Paz se incomodó en su asiento, mientras Krauze se preparaba para calmar los ánimos y arreglar las frases —y convirtiéndose en Monsiváis— dijo que no éramos una dictadura sino una dictablanda.
Quema mucho el sol.
De inmediato, Paz prefirió la Pricisión, perdón, la precisión: el PRI no era una dictadura —dijo convirtiéndose en Cantinflas— sino un “sistema hegemónico de dominación” —y Salinas le puso su estrellita— o sea, muchachitos, una dictadura democrática, el sí y el no, el arco y la lira, revolucionario e institucional, tin marín y do pingüe.
¡Atole dialéctico pa’todos!
Una generación entera agradecimos a Vargas Llosa sus palabras. Todos lo sabíamos pero nadie lo decía y menos en TV.
Su amigo peruano —¿sin querer queriendo?— lo evidenció como un ideólogo. Ese instante, Paz caducó.
Algún futuro biógrafo nos contará la historia completa de ese roce, que seguro tuvo algún antecedente hoy desconocido y una historia posterior cuyo final visible fue que Vargas Llosa apresuró salir del país.
Vargas Llosa, que ya era de derecha, había perdido la presidencia en Perú, publicaría novelas cada vez más inanes —a todos el Boom le ocurrió— y hace unos meses —en señal inequívoca de pérdida de lucidez— quiso controversia alegando en El País que Corín Tellado “fue probablemente el fenómeno sociocultural más notable que haya experimentado la lengua española desde el Siglo de Oro” y, efectivamente, mi tía se escandalizó de tan provocadora afirmación, digna de cualquier novela de Corín.
De Vargas Llosa hay que leer sus primeras obras y luego fingir que un homónimo se apoderó de él.
El remate llegó este final de 2009. Para cerrar con broche de oro el máximo Book Show en Latinoamérica, Vargas Llosa, que fuera del territorio ironiza nuestro “masoquismo colectivo”, apenas pisa México espera que el PRI retome la presidencia en el 2012 “renovado” y “convertido en un partido democrático”.
Vargas Llosa se piró.
De joven juró nunca participar del realismo mágico pero ya mayor, al parecer, decidió probar los cuentos de hadas.
Estas charlas de chochez no necesariamente invalidan lo dicho hace dos décadas. ¡Al contrario! La chifladura demuestra que la dictadura mexicana fue tan perfecta que incluso Vargas Llosa ya cayó.
Piensa esto: piensa que lo primero que supo acerca de los libros fue, allá en la infancia, que así como había baños para niñas y baños para niños, había libros para niñas -Mujercitas- y libros para niños -Colmillo blanco, El faro del fin del mundo- que eran, precisamente, los libros que ella leía y que despertaban, en los adultos, una mirada de caritativa sospecha, como si leer libros sobre fareros y hombres en tierras de lobos pudiera convertirla, a ella, en farero, en hombre, en lobo. Piensa eso la mujer en el vagón del metro mientras intenta ocultar la portada del libro que lleva sobre la falda. El libro es de una autora respetable -Melissa Bank- pero tiene un título sospechoso -Manual de caza y pesca para chicas- y la mujer no quiere que nadie crea que ella es lo que ese título podría sugerir: una mujer en busca de marido siguiendo, para eso, las indicaciones de un tomo de autoayuda. En la infancia, piensa, era más fácil: había libros para niños y libros para niñas, y el que leía mucho podía parecer un poco raro, pero la lectura no era -además de un placer- especulación, carné de club: señal de pertenencia.
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Todo lector es dueño de un lenguaje encriptado que delinea las fronteras de su reino. En ocasiones ese lenguaje es fácil de entender y las fronteras del reino casi obvias: no es lo mismo decir Paulo Coelho que Mario Levrero; Sidney Sheldon que John Banville; La fortaleza digital que Yo el supremo; Isabel Allende que Grace Paley. Pero en ocasiones el lenguaje se pone muy sutil y entonces tampoco es lo mismo decir El palacio de la luna, de Paul Auster, que El libro de las ilusiones, de Paul Auster; ni decir Coetzee que Sándor Márai; ni decir Salinger y Bukowsky que DeLillo y Pynchon; ni decir Pedro Páramo que Cien años de soledad.
La mujer del vagón tiene su propio lenguaje encriptado, pero se pregunta si será o no un prejuicio pensar que no hay excepciones a la regla que dice que nada bueno puede esperarse de quien responda "Juan Salvador Gaviota" a la pregunta "¿Cuál es tu libro favorito?".
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Alguien parece interesante. De pronto dice: "¿Leíste El Código Da Vinci?".
Alguien parece interesante. De pronto dice: "Estoy descubriendo a un autor buenísimo. Se llama Paul Auster. ¿Lo conoces?".
Alguien se asombra: "¿Hermann Broch? ¿No será Brecht?".
Alguien tiene una enorme biblioteca de libros fabulosos y se nota, enormemente, que jamás ha tocado uno solo de todos esos libros fabulosos.
Alguien, en medio de una reunión banal, siente, de pronto, necesidad de declamar no soy de aquí, no pertenezco, y contrabandea nombres como Georges Perec, Stefan Zweig, Yasunari Kawabata, Felisberto Hernández, y tuerce la boca con desprecio cuando alguien dice "Murakami".
Alguien deja sobre la mesa de la sala, simulando una pila casual, una novela de Roberto Bolaño, un cómic de Art Spiegelman, dos ejemplares de The New Yorker, un libro de fotos de Diane Arbus.
Alguien responde, a la pregunta por su libro favorito, "El cazador oculto", y alguien piensa que es una respuesta obvia: un típico título de principiante.
Alguien responde, a la pregunta por su libro favorito, "El país de las sombras largas", y alguien piensa "Ada o el ardor", pero no dice nada, y sonríe, y siente que está bien: que no le importa.
Alguien entierra, tapia, esconde sus libros para salvarlos de la perdición, del fuego.
La mujer, ahora, se pregunta en qué momento los libros se transforman en banderas: en declaraciones de principios.
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Formas eficaces de saber: lectores que sienten pánico -y la boca seca y una parálisis en el costado izquierdo y serias dificultades para respirar- cuando alguien les pregunta "si tuvieras que salvar un solo libro de un naufragio, ¿cuál sería?"; lectores que rechinan los dientes -y sudan y ensayan una sonrisa tiesa y piden por favor un vaso de agua- cuando alguien les pregunta "si no pudieras releer más que un solo libro durante el resto de tu vida, ¿cuál sería?"; lectores que sueñan que su biblioteca se inunda y que, mientras nadan en un mar de pulpa de papel, hunden los dedos en cubiertas que se deshacen como mantequilla: lectores que despiertan aullando. Formas eficaces de saber: el grado de envenenamiento, la dependencia del elemento tóxico.
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Bibliotecas organizadas por nacionalidad -literatura rusa, francesa, española, mexicana-; por editoriales -Anagrama, Siruela, Tusquets, Fondo de Cultura Económica-; con estantes acusatorios de libros no leídos; plagadas de libros propios en espacio central y en primer plano. Bibliotecas que reflejan a lectores prácticos, decorativos, culposos, egomaniacos.
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Libros, instrucciones de uso: declarar en público que no se ha leído el Ulises y mucho menos En busca del tiempo perdido (eso, que era antes inconfesable, ahora se lleva mucho porque habla a las claras de alguien que ha leído tanto que puede declamar esa ignorancia sin ser tildado de bestia). No decir nunca nada malo sobre La conjura de los necios, de John Kennedy Toole (la misma regla es válida para cualquier título de Hunter Thompson, si se está en compañía de periodistas jóvenes). Evitar las siguientes discusiones, por peligrosas, con parejas queridas o amigos entrañables: a favor o en contra de American Psycho, de Breat Easton Ellis; a favor o en contra de Las partículas elementales, de Michel Houellebecq; a favor o en contra de Las Correcciones, de Jonathan Franzen; a favor o en contra de Las benévolas, de Jonathan Littell. Mencionar, en cualquier reunión, al menos una vez a Berger, a Sebald, a Pessoa. Decir, cuando se tenga ocasión, que Sándor Márai es aburrido. Decir, con la vista perdida en el fondo de un vaso, que Truman Capote era manipulador. Decir, con un suspiro, que las novelas de Cortázar envejecieron mal, pero que en cambio, ah, sus cuentos.
La mujer se pregunta por qué todos los fotógrafos argentinos parecen haber leído Zen en el arte del tiro con arco, del alemán Eugen Herrigel; todos los arquitectos chilenos a Rimbaud; todos los músicos latinos a Castaneda. Se pregunta de dónde vienen, en qué momento se aprenden esas reglas.
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Llevar bajo el brazo, al primer encuentro con un desconocido, un ejemplar de La tierra baldía, de T. S. Eliot. Llevar bajo el brazo, al primer encuentro con un desconocido, el Gödel, Escher, Bach, de Douglas R. Hofstadter. Llevar bajo el brazo, al primer encuentro con un desconocido, Armonía celestial, de Peter Esterházy. O El oficio de vivir, de Cesare Pavese, o Luz de agosto, de William Faulkner, o las Confesiones, de San Agustín, o La maravillosa vida breve de Óscar Wao, de Junot Díaz, o Viaje al fin de la noche, de Louis Ferdinand Celine, o Noche sin fortuna, de Andrés Caicedo, o El mundo según Garp, de John Irving. Esa sutil demarcación del territorio, esa forma de decir, sin decirlo, soy elegante y levemente trágico, soy específico, soy muy sofisticado, soy tan oscuro que casi adolescente, soy clásico, soy bien distinto, soy muy moderno, ojo conmigo, soy enterado, soy muy feliz.
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Sea como fuere, esto sucede una y otra y otra vez: la alegría infantil de sumergirse en una conversación inesperada con un completo desconocido para descubrirse, horas después -y bajo toneladas hipercalóricas de "¿leíste a tal?". "¡Sí! ¿Y leíste a tal?". "¡Sí! ¿Y leíste a tal?"-, pensando que ése, sí, es el comienzo de una gran amistad.
Y, sea como fuere, esto sucede, una y otra y otra vez: la felicidad íntima de coincidir en Lorrie Moore, en Julio Ramón Ribeyro, en Rohinton Mistry, en Scott Fitzgerald, en los siete pilares y en toda su sabiduría y entender -una y otra y otra vez- que todos esos libros no son una lista arbitraria de amores y rechazos, una demostración de habilidades, la insidiosa bruma de un prejuicio, sino la contraseña que permite reconocer a otro habitante de una patria terca en la que, de todos modos, nunca ha vivido mucha gente. Y quizás, piensa la mujer, por eso importa. Porque los libros son una forma de decir no me confundan. Ésta soy yo. En estas cosas creo. Ésta es mi patria.
¿Escribe usted para sus lectores?, resuena la pregunta, y ya el escritor sabe que no existe respuesta segura. Cuesta trabajo creer en una página escrita y publicada completamente a espaldas del público lector: probablemente un acto de arrogancia y umblilicentrismo, amén de una contradicción intrínseca. Provoca desconfianza, por otra parte, una novela escrita previendo la opinión de los lectores, y muy probablemente buscando su favor: mera literatura clientelar. Ahora bien, habría que ver cuál de las dos posturas encierra una más alta petulancia, si al fin el narrador servicial comete ya de entrada el pecado mortal de tomar al lector por zopenco. Nadie que se respete se propone escribir para bobos y rústicos, menos aún cumplir con sus expectativas. ¿Quién querría jugar al ajedrez solo, o con un principiante que no sabe ni mover los caballos? Escribir es un juego de jaques y enroques donde al lector jamás se le derrota y no queda más triunfo que el de salir vivo.
Los lectores son siempre el gran misterio. Mentiría si dijera que jamás he pensado en provocarlos, incomodarlos o sacarles alguna carcajada, pero lo cierto es que no alcanzo a verlos, aun a sabiendas de que están ahí. De ahí que al escribir prefiera uno representarlos en su propia persona, que también es lector y le fascina ser puesto en jaque a fuerza de palabras chocarreras. Escribimos, a veces, aquello que quisiéramos leer, no porque ya lo hayamos leído todo sino porque nos urgen las respuestas a preguntas que no sabemos formular. Cosas que se le escapan al análisis frío de las obsesiones y de pronto son sólo descifrables mediante la inmersión incondicional en la pileta de las tentaciones.
Leer siempre es mejor cuando se hace por causa de una tentación, pero ésta sólo será satisfecha si quien ha escrito el texto lo hizo porque tampoco supo resistirse. No siempre va uno y compra cierto libro para llegar a casa y sentarse a leerlo, si buena parte de ellos se queda en el estante para engrosar la fila de las tentaciones. Se escribe, cómo no, para tentar. Por eso un buen estante no es el mejor surtido, sino el más tentador.
Deleitosos delitos
Rosa Montero fue quien tuvo la idea, siete años atrás en la FIL de Guadalajara, de que fueran precisamente los lectores quienes presentaran el libro de un autor. Hace unos pocos días, luego de una sesión conmovedora en la que literalmente no se cansó de escuchar las preguntas de sus lectores, José Emilio Pacheco insistía en llevárselos a otra parte donde fuera posible continuar con la charla. Pues los lectores son el gran fantasma: no solamente tienen miles de rostros, y por tanto ninguno que los represente, sino que saben siempre demasiado, o en todo caso inmensamente más de lo que quien escribe sabrá jamás de ellos. No en balde han asistido a las zonas más íntimas del autor, quien con algún candor llegó a pensarse a salvo tras la coartada de la ficción, tras lo cual son capaces de establecer conexiones e hipótesis inflamables.
Cierto: uno se lo busca. ¿Quién que haya hecho una carta, un poema, un trozo de ficción, no ha albergado siquiera en una línea el impulso secreto de tatemarse, e inclusive de darse El Gran Quemón? Una vez cometido el flagrante atentado contra la realidad, ¿cómo no interesarse hasta el punto del sarpullido emocional por el probable efecto de la fechoría? ¿Qué tanto me he quemado, cómo, dónde?, se pregunta uno luego de mirarse exhibido por sus propios engendros y estropicios, pero al fin ya decía Neil Young que mejor chamuscado que oxidado. No es fácil dar la cara por el propio trabajo, menos si uno lo entiende como fechoría, pero el juego reserva ciertas dosis secretas de deleite para quien se aventura a la chamusquina sin otra protección que su sed de artificio. O, si se quiere, su hambre de impostura. No puede uno prever hasta dónde sabrá llegar el próximo lector, pero en el fondo espera que se cuele a los últimos recovecos, no como un detective sino en papel de cómplice; o que al menos en un punto del texto se trasluzca que fuimos compañeros de fuga.
Fin de festín
Regresar de la FIL es como terminar de leer una buena novela. Hay un hoyo en el centro de las horas o días que siguen al enorme festín. Se está a disgusto en la normalidad, luego de haber probado lo extraordinario. Y todavía más que eso, lo impredecible. Nunca, en lugar alguno, he visto o concebido semejante parque temático dedicado a los libros y sus devoradores. La gente se aglomera en los eventos y corre de uno a otro como un niño entre el Pulpo y la Montaña Rusa veinte minutos antes del cierre del parque. No es raro que a menudo las ponencias resulten salpicadas de gracias y desmesuras infrecuentes en otros foros, visto el estado de ánimo imperante, allí donde por una vez la generosidad y el apetito resultan una y la misma cosa.
Me precio de haber sido, en otros años, un cazador de autógrafos de pesadilla. No puedo, pues, por menos de mirar las filas de la FIL con una suerte de simpatía secuaz. Y he aquí que una mañana, la semana pasada, de visita en una escuela Vocacional, a una alumna avispada —lectora implacable— se le ocurrió lanzarme una bola de fuego en forma de pregunta: ¿Cuándo fue la última vez que pediste un autógrafo, y a quién? Luego de un titubeo balbuceante, hube de confesarle que pasó hace tres meses: en una pelota el de Rafa Nadal y en un gafete el de Roger Federer. No me iba a ir sin ellos, le expliqué, y ya muy tarde pensé en abundar: a mi modo, soy un lector asiduo del juego de quienes considero los mejores tenistas de la historia. Unas horas más tarde, me topo con David Toscana, que no tarda en mostrarme su libro recién dedicado por la pluma de Orhan Pamuk. Lo dicho: nadie sabe para quién trabaja, pero al cabo quién dijo que éste era un trabajo. Ningún trabajo envicia con la fuerza de un juego. Ni esclaviza, ni colma, ni recompensa, todo a un tiempo. Los lectores lo saben: por eso están ahí.
Hace unos días visité la Universidad y los recuerdos se hicieron presentes. Yo fui un pésimo estudiante de ingeniería y no comprendo cómo es que soporté tanto tiempo sentado en una silla intentando aprender cosas que no me interesaban en lo más mínimo. Si algo obtuve de esa experiencia fue reconocer en un territorio hostil mi vocación literaria. Soy consciente de que esas dudas le costaron dinero a la sociedad y que en un país como el nuestro un titubeo como de esas dimensiones es imperdonable (cualquiera que lea El progreso improductivo, de Gabriel Zaid se hará aún más consciente de esta diatriba). Sin embargo, pedirle a un joven de 18 años que no dude o que decida de manera tan categórica el rumbo de su vida a tan temprana edad, es también bastante arbitrario. Si los viejos miran hacia atrás sin saber con certeza si sus decisiones fueron las adecuadas, ¿cómo soportarán los jóvenes el peso de un futuro que se descubre tan incierto? Que se equivoquen, pues justo para eso son jóvenes.
Un amigo querido me invitó a la Facultad de Filosofía para conversar con sus alumnos. Y yo acepté como si pensara que se trataba de una buena idea. Siempre que acepto una invitación para hablar en público me arrepiento segundos después. Se debe ser un cínico o un pusilánime para considerar siquiera la idea de hablar frente a personas que apenas se están formando. Un principio de buena convivencia exige pensar que en una discusión el otro es quien siempre tiene razón. Cumplir con esta sentencia de Oscar Wilde es indispensable si se quiere vivir de manera mesurada, de lo contrario no hacemos más que el ridículo tratando de imponer a los demás nuestras razones. Y un apunte más: cada vez que una persona toma el micrófono o la palabra creo que lo hace para engañarnos o vendernos sus verdades. Y cuando me toca a mí llevar a cabo ese papel me considero, por supuesto, un farsante y la cruda de las palabras me dura varios días.
No bromeo cuando afirmo que en los tiempos que corren una persona sensata debe prepararse a conciencia para ser un cero a la izquierda. No molestar a los otros con nuestra presencia es casi un deber. Y, sin embargo, yo mismo no he podido cumplir este propósito y continúo haciéndome el importante y tomando de vez en cuando la palabra. Para ello no existe perdón. Volver a mi antigua universidad me conmovió porque en ese espacio escolar la diversidad del mundo se concentra. El conocimiento es el único camino que tenemos los hombres para no arruinarnos la vida. Me refiero a un conocimiento que, sin embargo, conduzca a la ignorancia, quiero decir a la humildad. Esta idea que debe parecerles cursi o por lo menos socrática (ambas cosas son a veces lo mismo) es pertinente porque la palabra humildad quiere decir en todos los sentidos mantener los pies en la tierra, no mirar desde arriba a los demás, sino convivir con ellos a ras de suelo. En caso contrario, ¿qué sentido tendría el conocimiento en una sociedad de seres humanos? (les recomiendo el libro de Josep M. Esquirol, El respeto o la mirada atenta, que da luces a este respecto).
Frente a todos esos jóvenes que han corrido el riesgo de estudiar filosofía en una época más bien idiota, me sentí triste y motivado al mismo tiempo. Triste porque su saber no será apreciado como se merece y motivado porque al menos en esa aula pude todavía experimentar el vértigo que produce un diálogo entre voces diferentes. Viví por unos momentos la utopía que el conocimiento verdadero promete. Yo jamás seré profesor pues no poseo el suficiente talento. Soy iracundo y pesimista y no sé si esa combinación me llevaría al fracaso en la enseñanza. Tarde o temprano me sentiría un impostor y renunciaría, como lo hice hace 20 años cuando contemplé o consideré como posible la pésima idea de convertirme en un político. El no haberlo hecho es la única buena decisión que he tomado en mi vida. Recuerdo que también hace dos décadas acostumbraba atravesar la explanada del campus para visitar la Facultad de Filosofía y aproximarme a un saber que me estaba vedado. Hace unos días lo volví a hacer. Nunca se aprende lo suficiente.
En México comienza a debatirse un tema tabú: la reelección de legisladores y presidentes municipales.
En aras de contribuir a la reflexión sobre el tema he agrupado los principales argumentos en contra, y ante ellos presento mis contra-argumentos a favor.
Argumento 1: "Para qué reelegir a los legisladores si son realmente pocos los comprometidos con el pueblo que los eligió?"
Esa falta de compromiso es producto natural del modelo actual. La ausencia de reelección produce diputados cuyo destino depende más de los dirigentes de sus partidos que del voto popular.
La falta de reelección engendra congresistas que carecen de incentivos para escuchar a sus supuestos representados.
México rota élites pero no representa ciudadanos. México asegura la competencia entre partidos pero no los obliga a rendir cuentas.
Y ello sólo se obtiene con la reelección, una medida que no es suficiente en sí misma para remediar todos los males de la democracia mexicana, pero es una condición necesaria para comenzar a encararlos.
Argumento 2: "Los congresistas mexicanos son soldados de los partidos políticos, no representantes populares".
Sin reelección, los legisladores continuarán actuando sin atender a sus representados, sin calibrar las consecuencias de sus actos, sin medir el volumen de sus gastos, sin recibir sanción por sus abusos.
El Congreso, tal y como funciona hoy, no representa los intereses de los mexicanos, sino los intereses de las cúpulas partidistas o los poderes fácticos precisamente porque no hay reelección.
La reelección ataría a los legisladores a las agendas ciudadanas. La reelección, con límites establecidos, serviría como un mecanismo democrático de supervisión.
Argumento 3: "El Congreso no asume un papel constructivo; reelegirlo sería perpetuar la ineficiencia".
La consigna del pasado, "Sufragio Efectivo, No Reelección", ha producido un panorama perverso en el cual el sufragio lleva a un diputado al Congreso pero no puede después vigilar lo que hace allí.
Al no haber reelección, no existe la posibilidad de profesionalización. Al no haber reelección, los amateurs dominan la discusión.
Al no haber reelección, quienes llegan al Congreso no lo hacen para quedarse, para crecer, para aprender. Llegan como bonsáis y se van del mismo tamaño.
Argumento 4: "Nos regresaría a tiempos porfiristas. La Revolución mexicana se libró bajo el principio de ´Sufragio Efectivo, No Reelección´".
Hay demasiados mexicanos indoctrinados con sus libros de texto gratuito, a los cuales generación tras generación, se les ha enseñado a creer que la Revolución se libró bajo el principio de "No Reelección".
Pero era la no reelección de Porfirio Díaz. La Constitución de 1917 permitía la reelección, pero el PRI después la eliminó precisamente para instaurar el sistema que tenemos hoy a pesar de la alternancia.
Un andamiaje creado para permitir la rotación de élites impunes. Para preservar las parcelas de poder de las élites.
Para recompensar la lealtad. Y poco a poco se ha convertido en una kleptocracia rotativa que la democracia ha hecho poco para desmantelar.
Como nadie tiene que pelear para reelegirse, nadie tiene que tener las manos limpias.
Argumento 5: "Al no haber reelección nos aseguramos de que sólo se queden en el puesto, y roben en él, tres o seis años".
En México no hay reelección pero sí hay trampolín. Cada tres años entran diputados y salen otros; cada seis años, entran senadores y salen otros.
Aterrizan en el presupuesto público, viven de las partidas de los partidos, hacen como que legislan y después se van.
Saltan de la Cámara de Diputados al Senado y de allí a una presidencia municipal o a una diputación local, para regresar eventualmente al Congreso.
Hacen todo eso sin haber rendido cuentas jamás porque no existe un mecanismo para castigarlos si no cumplen.
Argumento 6: "Más que la rendición de cuentas, la reelección sería la rendición ante las cuotas de representación".
Con demasiada frecuencia la democracia mexicana termina capturada por poderes fácticos porque no cuenta con el contrapeso de la ciudadanía.
Como la supervivencia política de un diputado no depende de la reelección en la urnas sino de la disciplina partidista y la buena relación con Televisa y TV Azteca, los partidos acaban embolsados.
Este comportamiento condenable existe y persiste pero no porque la clase política mexicana tenga una propensión genética a la corrupción, descubierta al descifrar el genoma mexicano.
El problema no es cultural sino institucional; los políticos en México se comportan así porque pueden.
Porque no hay suficientes mecanismos institucionales para acotar el poder de los partidos, o sus dueños, y aumentar el poder de quienes, con su voto, los eligieron.
Argumento 7: "La reelección de alcaldes sería una invitació.
Esos desvíos ya ocurren y sin sanción. Todos gastan y nadie vigila. Hay pocos puestos mejores sobre el planeta que el de un político mexicano, ya sea diputado, senador o presidente municipal.
No tiene que trabajar para cobrar su sueldo, ni tiene que rendir cuentas para conservarlo.
No tiene que explicar el sentido de su voto en el Congreso, ni tiene que estar presente para otorgarlo.
No tiene que responder a las necesidades del electorado, ni establecer una relación con él.
Puede ser abogado privado y político, boxeador y político, playboy y político, personaje de Big Brother y político, incompetente y político.
Saltará a otro puesto al final de su periodo, independientemente de lo que haga allí.
Argumento 8: "Nuestra democracia no es lo suficientemente buena para adoptar la reeleción; no estamos listos".
Esta lógica perpetúa el excepcionalismo contraproducente del "Como México no hay dos".
Para qué emular a los demás? Para qué aspirar a ser mejores? Para qué renunciar al orgullo de la extravaganza?
Para qué ser como esos países que les dan derechos a sus ciudadanos y les rinden cuentas?
Para qué ser como esos gobiernos que generan el crecimiento económico y combaten la corrupción y promueven el interés público? Si México es tan excepcional gracias a la no reelección.
Argumento 9: "La reelección es un argumento ´políticamente correcto´ y México no tiene por qué apoyarlo": en efecto, la reelección es un instrumento ´políticamente correcto´" que ha durado más de 200 años; una moda de las democracias parlamentarias que decidieron empoderar a sus ciudadanos y erigir instituciones que los representaran; una moda con razón de ser, tan universal como la ropa interior y los zapatos.
Una moda que 187 países, con la excepción de México y Costa Rica, han adoptado. Un derecho esencial que el sistema político priísta le quitó a los mexicanos y ahora creen que no lo necesitan.
Argumento 10: "Con la reelección el narcotráfico y los poderes fácticos se infiltraría en las elecciones".
Ese no es un argumento suficiente para desacreditar la reelección. Si lo fuera, la reelección no existiría en ninguna parte y existe en todas excepto aquí.
Junto con ella habría que instituir mecanismos para controlar el influjo del dinero en las campañas, tal y como lo hacen otros países.
Junto con ella habría que crear reglas para que no vuelva a repetirse lo que México ya padeció: los amigos de Fox y el Pemexgate y la "Ley Televisa" y tantos otros ejemplos de compra y captura e infiltración.
Hoy los poderosos ya han capturado a los políticos; hoy el dinero privado ya compra funcionarios públicos.
Y eso ocurre sin la reelección legislativa, lo cual coloca al país en el peor de los mundos: una clase política al servicio de intereses económico poderosos y sin rendición de cuentas.
Argumento 11: "No se debe promover la reelección porque la población se opone a ella".
Pero a veces es imperativo mostrar un poco de liderazgo. Tomar decisiones impopulares por el bien de la democracia.
Hacer lo que han hecho otros líderes en contra de la opinión pública prevaleciente en sus países: abolir la esclavitud, otorgarle el sufragio a las mujeres, reconocer los derechos civiles de los africanoamericanos, eliminar el apartheid. Gobernar para la historia y no para el partido.
Argumento 12: "La reelección no resolvería los múltiples problemas de la democracia mexicana".
Es cierto, la reelección legislativa no resuelve el conflicto entre el Legislativo y el Ejecutivo; no resuelve la falta de acuerdos.
Tampoco cura el acné o previene la caída del cabello. La reelección no es una panacea para todos los males ni busca serlo.
Es un instrumento diseñado para acotar el poder de los partidos y aumentar el poder de los ciudadanos.
Es un mecanismo que les permite castigar a los legisladores que aumentan los impuestos, a quienes le otorgan exenciones fiscales a Televisa, a quienes eliminan candados a la fiscalización del gasto, a quienes ejercen el poder de manera impune.
Quienes se oponen a la reelección legislativa quieren desviar la atención de un problema central.
El poder en México está concentrado en un manojo de partidos corruptos. El poder está en manos de un grupo de políticos que se rehúsan a ser juzgados.
Los partidos corruptos y los políticos opacos producen malos gobiernos. Los malos gobiernos no proveen bienes públicos para su población.
No producen empleo ni garantizan la seguridad ni respetan los derechos civiles. Por ello México no cambia aunque sus habitantes quieran que lo haga.
Y no cambiará mientras su clase política siga imponiendo la voluntad de algunos sobre el destino de muchos. Mientras haya tantos que no quieren someterse al escrutinio de los electores, que no quieren enfrentarse a quienes votaron por ellos, que no quieren regresar a sus distritos para explicar lo que hicieron con su tiempo y con el dinero de los contribuyentes.
Porque viven muy bien así. Porque cobran muy bien así. Porque saltan de un puesto a otro muy bien así.
Porque controlan al país muy bien así. Porque mantienen maniatados a sus habitantes muy bien así.
Esa seguirá siendo la situación mientras el sistema político funcione para rotar a cuadros partidistas en vez de representar a ciudadanos.
Mientras los partidos rechacen la reelección legislativa porque no quieren perder el control ni compartir el poder.
Mientras los legisladores se rehúsen a ser juzgados. Mientras los "representantes populares" prefieran quedar bien con Manlio Fabio Beltrones o con Beatriz Paredes o con Elba Esther Gordillo o con Televisa o con Carlos Slim o con Enrique Peña Nieto antes que quedar bien con quienes los eligieron.
La editorial española Fineo publicó una nueva edición de La ciudad letrada, de Ángel Rama: una empresa necesaria y elogiable. Es mítica la queja acerca de las escasas difusión y distribución del último ensayo del gran crítico uruguayo. Es inexplicable la resistencia de los editores españoles y latinoamericanos ante este libro importante. Sería fácil proponer una explicación basada en alguna teoría de la conspiración. La derecha, la izquierda ortodoxa, la nueva izquierda, las fuerzas oscuras del catolicismo, la cofradía de los intelectuales mafiosos protegidos por el Estado se oponen a una publicación desde sus recintos secretos porque temen por su seguridad existencial. Argumentos irracionales… Las teorías conspirativas no explican nada, excepto a sí mismas. A lo mejor contienen algo de realismo, ya que grupos de interés, mafias intelectuales y sociales, torres de marfil lujosas existen, pero son solamente parte de un fenómeno que, usando los términos de Rama, debe llamarse ciudad letrada o ciudad escrituraria, o también: esquizofrenia del intelectual latinoamericano, (auto)engaño de escritores, pensadores, periodistas, ensayistas, etcétera, en el subcontinente a lo largo de quinientos años.
Un simposio organizado en Guanajuato y San Luis Potosí con motivo de la reaparición de La ciudad letrada se tituló precisamente Escritura y esquizofrenia. Este pequeño encuentro de académicos ejemplifica claramente lo neurótico de la situación del intelectual a comienzos del siglo xxi . Por varias razones: 1. A nadie le interesan las quejas de los intelectuales, excepto a ellos mismos. 2. La academia sigue encapsulando al intelectual, lo protege, pero, al mismo tiempo, impide que sus propuestas y críticas justificadas salgan de la cápsula universitaria. 3. Los intelectuales saben –sabemos– que, en medio de nuestra impotencia, somos ridículos, pero seguimos insistiendo en la influencia que deberíamos ejercer, en lugar de reírnos de nuestra propia ridiculez y así influir en escuchas, alumnos, colegas y lectores. 4. Solemos confundir la burla y la autoironía con el cinismo, y el cinismo es atacado como amoral, una estrategia contraproducente y destructiva. 5. De nueve intelectuales que participaron en el simposio, la mayoría prefirió permanecer dentro del closet académico. Algunos practicaron un outing peligrosamente cercano a la actitud anti realista del ¡hay que cambiar el mundo! que no quiere darse cuenta de la existencia de dialécticas de diferentes matices, ni del pensamiento crítico al estilo de Russell y Popper. Ninguna de las dos actitudes habría convencido a Rama. Menos –creo– la que se pone el disfraz empolvado de un idealismo político mesiánico que siempre apoya a los débiles y mártires, cuya imagen del mundo sigue siendo maniquea, la que no se molesta con matices, sino se cree poseedora de la verdad, afortunadamente la posición minoritaria en el encuentro. En otras palabras: el trabajo fino y culto de Rama no debería usarse para ponerle la etiqueta de un idealismo dogmático cuyas buenas intenciones y nobles objetivos llevan al lugar preciso que suele ser su destino final. Rama merece un trato más modesto. La ciudad letrada ofrece lecciones mejores para los intelectuales del siglo xxi , no importa si éstos son académicos, independientes, liberales, marxistas, conservadores, libres, vendidos, lambiscones o rebeldes.
El prólogo a la nueva edición refleja esperanzas desmesuradas ante el ensayo. Eduardo Subirats y Erna von der Walde, después de trazar la imagen de un Rama mártir de las circunstancias políticas en América Latina y de la burocracia xenófoba estadunidense, recomiendan La ciudad letrada como antídoto contra “la traición de los intelectuales”, que consiste en su “connivencia, cooperación y cooptación […] con y por el poder político, y las subsiguientes dificultades de generar un proyecto político de justicia, igualdad y respeto de las culturas y los pueblos”. Subirats y Von der Walde reconocen que Rama no cae en la trampa del discurso intelectual autorreferente, que, al contrario, es muy sensible a las verdaderas lecciones de la historia que no suelen encontrarse en libros y citas eruditas, sino en la realidad real. El término que acabo de citar es de Tzvetan Todorov… Sin embargo, “un proyecto político de justicia, igualdad y respeto” no se prepara con mil ensayos al estilo de La ciudad letrada, ni los intelectuales serán menos traidores gracias a su lectura, ni todos los hombres se volvieron hermanos después de Schiller y Beethoven.
Posiblemente la fama de texto legendario y contestatario que el grupo reducido de sus conocedores impuso a La ciudad letrada ha generado estas esperanzas. Mis profesores en Viena y México solían hablar de un ensayo decisivo y brillante que todos deberíamos conocer si existiera en las bibliotecas, del que de vez en cuando circulaba un ejemplar foto-copiado que, un día después, se reportó como perdido, extraviado, robado, probablemente destruido por las fuerzas del mal. Más irracionalidades, dado que cualquier biblioteca europea o americana bien surtida posee un ejemplar de La ciudad letrada; muchas librerías siguen vendiéndola y amazon.com la ofrece actualmente por 22 dólares, algo caro, pero ahí está a pesar de mis profesores y colegas mitómanos. El mito envuelve la vida material del libro, los comentarios, que garantizan su vida espiritual, no son menos míticos, y hacen olvidar fácilmente que se trata de comentarios escritos sobre un libro que es igualmente un comentario de un corpus muy exten so de otros libros que, algunos de ellos, son comentarios de otros, etcétera. No puedo reprimir en mi mente una frase de Baudelaire: “El imitador del imitador encuentra a sus imitadores.”
Deberíamos preguntar en qué consiste la traición del intelectual. La respuesta parece fácil, algunos ejemplos al azar la ilustran: D'Annunzio fascista, Leopoldo Lugones ídem, Gottfried Benn miembro del partido nazi, Heimito von Doderer ídem, Günter Grass quién sabe, Céline ¡cuidado! Además: el ejército de los marxistas oportunos y ortodoxos y los vendidos . Y los becarios de fonca y Conaculta y los miembros del SNI y… La respuesta no es nada fácil.
Generalizar una serie de fenómenos que a veces responden a necesidades vitales o a cuestiones de supervivencia bajo el rubro de traición me parece precipitado. Quizás Brecht se acerca más a una respuesta en su poema “Con el alma en un hilo”: “Dices:/ La causa de la justicia no avanza hacia buen fin./ La oscuridad aumenta. Las fuerzas disminuyen./ Ahora, después de tantos años de lucha,/ estamos peor que cuando comenzamos./ […] Cada vez somos menos;/ las consignas son confusas./ Nos robaron las palabras y las han retorcido/ hasta volverlas irreconocibles.” El dramaturgo marxista Brecht alude en este poema, entre otros, a los pensadores marxistas de la escuela de Frankfurt, así como al teórico marxista Georg Lukács precisamente en su papel de intelectuales que “nos robaron las palabras y las han retorcido”. El “nos” colectivo y la práctica teatral de Brecht pueden ser insertados en un pensamiento de la actuación, que no es pensamiento puro, que tampoco es acción política ideologizada, que –tan difícil y tan fácil a la vez– es el discurso crítico que acompaña y controla el quehacer político y social, que, en un caso ideal, molesta e interroga a los que tienen el poder de tomar decisiones que nos afectan a todos. El intelecto narra sin pretensión de cambiar o dirigir los actos históricos o individuales. A más no debería aspirar. Sabemos por lecciones históricas que el intelectual, cuando él mismo quiere ser poderoso, involucrarse con el poder político, suele ser deplorable. Los ejemplos citados son suficientes para subrayar la dimensión de su fracaso y de sus equivocaciones en la esfera política. Brecht, a la postre, comete los mismos errores, dado que su teatro épico sí pretende cambiar la vida de los espectadores, aunque, por lo menos durante la primera época de su producción, aún pregunta al público si realmente quiere ser cambiado… Me temo que los intelectuales que pretenden formular un mundo políticamente correcto no pregunten si éste quiere –o puede– ser correcto.
El esquema esbozado es fatalista. Ángel Rama abre, aunque modestamente, las perspectivas. Traza, con la ayuda de un aparato crítico admirable, el surgimiento y desarrollo de la ciudad letrada de alfabetizados, escribanos, cultos, doctos, artistas, administradores en América Latina, intelectuales todos ellos. Este círculo alrededor de los centros de poder coloniales construye una realidad sin referente, una escritura nueva que podría realizar las utopías fracasadas en Europa que, de esta manera, aterrizan en América sobre una base ilusoria de papel y tinta.
El siglo xix mexicano ilustra este proceso de manera clara. A partir de la independencia política del país se acumulan los intentos, en revistas y periódi cos, de proclamar una literatura nacional. Los neoclásicos , los primeros grupos románticos y la generación de Altamirano tienen el mismo objetivo: han de existir las letras mexicanas. Pero hace falta más: las letras mexicanas deben ser diferentes de las francesas, españolas, inglesas y, finalmente, deben ser las herederas de las letras grecolatinas. Propósito titánico si lo hay. La humanidad entera se dará una cita nueva en América Latina, preferentemente en México. Escribe Justo Sierra en 1869: “Mañana quizás deba inaugurarse esa gran civilización que dará una sola alma á la humanidad.” El mismo año, en el último número de El Renacimiento , Altamirano proclama orgullosamente que ya existen las letras nacionales, que “el movimiento literario que se nota por todas partes es verdaderamente inaudito…”. Treinta años antes, Ignacio Rodríguez Galván había justificado la edición de su revista literaria con el argumento de que “no hay hombre, por infeliz que sea, que no tenga su pequeña biblioteca, y la lea, y la relea, y la devore con ansiedad”.
E l autoengaño es obvio, tanto en el universalismo humanístico de Justo Sierra, como en la convicción de que hay una literatura mexicana independiente de la europea, como en el ideal de un país de lectores ansiosos de textos literarios. No menos obvio es el engaño: la construcción por parte de los intelectuales –deliberada o no, da igual– de una realidad no existente, mejor dicho: la transformación del signo en realidad. La ciudad letrada protege así al poder real, impide el surgimiento de movimientos contestatarios y el intelectual latinoamericano, a más tardar a partir del siglo xix , no sólo se ensucia las neuronas, sino también las manos.
El autoengaño se institucionaliza a partir de la segunda mitad del siglo xx , cuando el pacto entre ciudad letrada y poder real se desequilibra a favor de éste y, tristemente, la mayoría de los intelectuales ni siquiera se percata de la ruptura unilateral. Los intelectuales, del tipo humanístico-artístico sobre todo, se pierden entonces gustosamente en el laberinto de signos sin referentes creado por ellos mismos. Karl Popper había ilustrado este mecanismo mediante la enseñanza de la filosofía en escuelas y universidades. Los estudiantes leen las obras de los grandes filósofos, tratan de entender sus sutilezas, se apropian su jerga técnica. Algunos lo logran, se vuelven verdaderos aficionados, otros se rinden. Algunos creen en el discurso filosófico, lo prolongan con sus propias aportaciones. Mas tarde o temprano concluyen con Wittgenstein que se trata de “mucho ruido por nada”, de “un conjunto de cosas sin sentido”; Popper describe así la epifanía intelectual que consiste en la revelación del autoengaño, de la futilidad, de lo anticientífico y de la inutilidad del discurso intelectual. La ciudad letrada puede ser –y sería mucho– una etapa en el camino que termina y recomienza con esta revelación.
Ángel Rama sabe que esta desilusión encierra una gran posibilidad, ya que devuelve cierta independencia al intelectual, aunque sea una independencia cínica; le da la posibilidad de reformular su propio discurso y darse cuenta de que éste podría reflejar problemas reales y, en lugar de buscar el pacto con el poder, demostrar “los peligros inherentes a todas las formas del poder y de la autoridad”
Nacido en Acaponeta, Nayarit, el 9 de julio de 1918, Alí Chumacero ha rebasado ya los noventa años y continúa ávido de vida. Ama los libros, vive entre libros, tiene una gran biblioteca de 40 mil volúmenes, quiere morir con un libro en la mano, pero también aconseja vivir más allá de los libros, porque los que viven únicamente para los libros y encerrados en una biblioteca son, a su parecer, unos tontos, pues la vida es muy hermosa y hay que gozarla, evitando que los libros se superpongan a ella. Poeta, ensayista, crítico y editor, Alí Chumacero es autor de tres libros esenciales en la poesía mexicana: Páramo de sueños (1944), Imágenes desterradas (1948) y Palabras en reposo (1956). El contenido de los tres, más otro puñado de poemas que no reunió en libro, suman apenas setenta y ocho textos, y sin embargo las muy ceñidas 150 páginas de su Poesía completa constituyen una obra de gran valía, precisión y rigor que Octavio Paz denominó “una liturgia de los misterios cotidianos”, en la que luchan y se complementan el erotismo y la profanación. Vital por excelencia y, al mismo tiempo y sin contradicción, hombre de libros y de letras, Alí Chumacero encarna al escritor que sabe disfrutar el presente, reconocer la importancia del pasado (que se cifra en los recuerdos y en los libros) e interesarse por el futuro, con la sabiduría y la gentileza que regala a manos llenas a las generaciones jóvenes. Poeta inteligente más que intelectual, de una emoción concentrada y contenida, más que desbordada, Alí Chumacero ha bebido en miles de libros la experiencia que más que acumular ha decantado. No es ratón de biblioteca, sino felino de la vida que agradece que en este mundo existan libros, pero también, y sobre todo, tiempo, disposición, vocación y alegría para leerlos. De viva voz, en primera persona, Alí Chumacero, lector de la vida.
–¿Cuándo y de qué forma descubriste la lectura?
–Al igual que algunos niños de mi tiempo, de pequeño yo leía novelitas policíacas y de aventuras. Leí, entre otras, las historias de Raffles y Dick Turpin, para luego pasar a Salgari que fue, digamos, la puerta grande por la que yo entré en la lectura. Salgari es un escritor al que hoy nadie reconoce y al que no se cita jamás, pero es un magnífico escritor que puede iniciar a los muchachos que, como fue mi caso, acabarán por ser lectores de muchos otros libros. Ya grandecito empecé a leer a Amado Nervo, otro escritor adecuado para entrar en la literatura y, especialmente, en la poesía, porque es muy sencillo, toca temas muy cercanos a cualquiera y, además, sabe darle el tono necesario y adecuado a cada uno de sus poemas. El interés por la lectura que Nervo despertó en mí me llevó a leer muchas cosas de él, pero sobre todo su poesía, y así ingresé en un arte, el arte de leer, que habría de ser la ocupación de toda mi vida. Luego leí Los de abajo, de Mariano Azuela, una obra que fue fundamental para el desarrollo de mi vocación y que me llevó a leer toda la novelística de la Revolución mexicana, cuyos títulos fui adquiriendo poco a poco. Fue así como llegué, en esta corriente literaria, al autor que destaca por encima de todos: Martín Luis Guzmán, con El águila y la serpiente, La sombra del caudillo y Memorias de Pancho Villa, entre otros excelentes libros. A partir de entonces alterné la lectura con la relectura y, de este modo, reafirmé mi inclinación y mi oficio por las letras. Empecé a acercarme a libros más importantes o, por lo menos, tan importantes como los que ya había leído. Me sumergí en Dostoievsky, Tolstoi, Andreiev, Anatole France, y en fin, leí todo lo que hay que leer para llegar a ser un escritor. Me interesó en particular, desde muy joven, la Generación del '27, de España, que significó una especie de Renacimiento cultural de ese país. Comprendí, desde un principio, que aquellos jóvenes –porque eran jóvenes entonces– agregaban una nueva nota a la tradicional característica de la literatura y, sobre todo, de la poesía en lengua española. Al mismo tiempo, tuve interés en leer y estudiar constantemente a la generación mexicana de Contemporáneos. Leí a Xavier Villaurrutia, a José Gorostiza y a todos los demás que conformaron esta importantísima generación de las letras mexicanas modernas.
–¿La lectura y la escritura fueron prácticas que acometiste simultáneamente?
–No. Cuando escribí mi primer poema, o mi primer texto, ya había leído mucho. De modo que primero fue la lectura; primero tuve un interés por los libros y en general por lo escrito, y después empecé a escribir. Escribí, desde luego, muchas cosas horribles, algunas de las cuales todavía conservo por ahí, pero que siguen y seguirán inéditas. Empecé a escribir, en serio, en 1938. Ese año hice un poema que tiene algunos lectores porque es muy sencillo: “Poema de amorosa raíz” que empieza así: “Antes que el viento fuera mar volcado,/ que la noche se unciera su vestido de luto/ y que estrellas y luna fincaran sobre el cielo/ la albura de sus cuerpos”, etcétera.
–Sí, es un poema hermoso que tus lectores siempre tenemos presente y cuyo final nos resulta inolvidable: “Cuando aún no había flores en las sendas/ porque las sendas no eran ni las flores estaban;/ cuando azul no era el cielo ni rojas las hormigas,/ ya éramos tú y yo.” Es, obviamente, el poema de un joven enamorado. ¿Tenía destinataria?
–Este poema lo escribí para una muchacha casi niña de un restaurante de chinos casi restaurante ; ahí la conocí y le hice ese poema. Lo publiqué en la revista Tierra Nueva y algunos lo leyeron y se interesaron por él. Después lo incorporé a mi primer libro, Páramo de sueños, publicado en 1944, y hoy es mi poema más conocido. No es, de ninguna manera, mi mejor poema ni se encuentra entre los mejores, pero sí es el más sencillo, el más fácil, el más atractivo para los lectores de poesía y, sobre todo, para los lectores enamorados.
–¿Cuándo llegarían tus mejores poemas?
–A partir de 1940 empecé a escribir de otra manera, con conocimiento de lo que estaba haciendo y con un mayor sentido de responsabilidad. Seguramente, soy el escritor que más tiempo necesita para hacer un poema. El “Responso del peregrino” es uno de los más rápidos porque me llevó cuatro meses terminarlo. A otros les he dedicado de seis a diez meses, así se trate de un texto breve. El trabajo de perfeccionamiento de un poema es algo a lo que nunca renuncié mientras estuve en activo. Me preocupé no sólo por lo que decía sino también cómo lo decía, y por el sentido y el equilibrio de las partes, y por la justa equivalencia de los sonidos. Así he hecho mi poesía, muy escasa, muy breve, pero en ella he puesto algo más que un empeño: he puesto todo lo que yo soy, con la legítima aspiración de perdurabilidad. Ahí está todo lo que pensé y todo lo creé; todo lo que va a quedar de mí, si es que algo queda.
–El “Responso del peregrino” es, sin duda, uno de tus mejores poemas y pertenece a la mejor etapa de tu escritura. ¿Cómo surgió?
–Luego de la primera época a la que corresponden textos como “Poema de amorosa raíz”, empecé a hacer otro tipo de poesía, muy cercana a la de José Gorostiza; de ahí resultó el “Responso del peregrino”, el cual considero mi mejor poema, hecho entonces a mi novia que luego sería la madre de mis hijos.
–¿Quiénes influyeron en ti notoriamente?
–Entre los dieciséis y los dieciocho años de edad escribí cosas muy malas que, afortunadamente, no publiqué. Como he dicho, cuando comencé a escribir en serio, entre 1938 y 1940, había leído ya muchísi mos libros. Esta mucha lectura es la que a veces, inconscientemente, nos lleva a imitar a algunos grandes y admirables escritores. Los imitamos porque, desde luego, los admiramos. En mi caso hay influencias que no me disgustan en absoluto. Quienes se han ocupado de mi poesía me vinculan, con toda razón, a Xavier Villaurrutia y José Gorostiza, e incluso, en un principio, a Amado Nervo. También es bastante probable que en mi escritura estén las huellas de Rilke y las de algunos grandes poetas franceses que leí en el idioma original, así como las de los españoles de la Generación del '27, especialmente Luis Cernuda y Juan Ramón Jiménez, pero también Federico García Lorca, Emilio Prados y Pedro Salinas.
–¿Qué te enseñaron estos poetas?
–Aprendí muchas cosas de ellos, pero sobre todo aprendí que la literatura y, especialmente la poesía, además de ser una expresión de la emoción, es una actividad inteligente que puede perfeccionarse con la conciencia. El arte de la poesía en particular es un movimiento inconsciente del hombre pero, con conocimiento y educación, se puede fácilmente hacer que esa inconsciencia se torne conciencia: la conciencia poética que amplía nuestros horizontes.
–¿Prosa y poesía son dos estados de ánimo?
–Hay mucha gente que nunca ha leído un libro de poesía. No digo que, por ello, no pueda ser feliz a su manera, pero lo que sí creo es que, idealmente, la p oesía es una creación a la que todo el mundo debería acceder, porque hasta ahora sólo ha sido del disfrute de estratos intelectuales superiores. La prosa es una entrada en materia, es algo que se puede palpar. La poesía no. La poesía crea una realidad. Viene de la realidad, es obvio, pero también crea una realidad y en esto es muy diferente de la prosa. La prosa se puede interpretar rápidamente, porque describe cosas. La poesía no admite esta rápida interpretación, porque no sólo exige nuestra lógica sino también nuestra emoción. Hay poetas “que no se entienden” y, sin embargo, son grandes poetas. Un ejemplo sería Federico García Lorca.
–Que, sin embargo, también es un poeta muy popular.
–Sí, pero en sus mejores poemas es un poeta de ésos “que no se entienden”. García Lorca publicó un libro muy sencillo que se hizo popularísimo: el Romancero gitano. Después escribió cosas muy distintas y, finalmente, de manera póstuma se publicaría su gran libro Poeta en Nueva York. Muchos de sus poemas excepcionales (las “Dos odas”, por ejemplo) son de difícil comprensión, pero su permanencia en la conciencia de los lectores, en general, ha sido y es gracias al Romancero gitano. “La casada infiel” (“Y que yo me la llevé al río/ creyendo que era mozuela”, etcétera) es un poema muy malo, pero que todo el mundo entiende por su picardía, su música y su sentido narrativo.
–Alguna vez dijiste que escribir poesía es un vicio sólo admisible en la juventud. ¿Lo sigues creyendo?
–Sí. Dije alguna vez que la poesía es sobre todo para los jóvenes. El joven escritor es siempre un poeta mejor, y mayor, que el viejo. Los viejos, generalmente, somos ridículos escribiendo poesía. El joven llama a curiosidad y tiene toda la vida por delante. El joven dice cosas que el viejo ya no puede decir ni hacer, porque el viejo, tal como ahora me ves, es un escritor sentado en una silla de ruedas, que ya no sirve para nada.
–¿Crees que alguno de tus libros haya modificado la percepción de la vida de tus lectores?
–No, de ninguna manera. Mis libros casi nadie los ha leído. De Palabras en reposo, mi libro principal, ganaba, no hace muchos años, ochenta pesos anuales por concepto de regalías. Tal es el fruto de la venta de mis libros. Por eso digo que casi nadie me ha leído realmente; aunque tampoco me quejo por esto. Los lectores siempre han constituido una minoría culta.
–¿Cuáles son para ti los cinco o seis grandes poetas mexicanos?
–Desde luego, Manuel José Othón y Salvador Díaz Mirón. También, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen (al que, afortunadamente, se ha sacado del olvido), Octavio Paz (que además de excelente poeta es un extraordinario prosista) y, por encima de todos, Ramón López Velarde.
–¿La lectura y la escritura producen siempre mejores personas?
–No. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Yo he sido muy mala persona. No he servido para nada. No he ganado dinero. He sido un mal padre, he sido un mal marido. He sido malo. Pero, sin contradicción, la lectura ha sido buena para mí: me ha formado, me he dedicado a ella, y no me arrepiento de haber vivido así como viví. Estoy en la última fase de mi existencia y espero morirme con un libro en la mano. Ya lo he dicho en otras ocasiones: moriré leyendo un libro. Así es como quiero azotar: como chango viejo, pero con un libro en la mano.
–¿Desmentirías la famosa frase de Plinio según la cual no hay libro malo?
–No, porque efectivamente no hay libros malos. La moral se cruza con el arte, no se superpone a él. El arte no tiene que ver nada con la moral; por ello no hay por qué aplicar a los libros normas morales que lo único que harían es entorpecer la literatura en su totalidad.
–¿Puedes concebir una cultura sin libros?
–En absoluto. La cultura sin libros es una cultura tronchada, limitada. La cultura más profunda se nutre siempre de libros y, además, de libros que reflexionan sobre el arte, la lectura y las formas artísticas. La lectura es un arte del tiempo: para leer un libro necesitas diez o veinte horas; para leer un cuadro, es decir una pintura, lo haces en un segundo o en unos pocos minutos por mucho que te detengas a mirar.
–¿Será por esto que los ricos suelen tener muchos cuadros pero no siempre buenas bibliotecas?
–De algún modo, sí. ¿Qué es lo primero que ves en la casa de una persona que tiene poder económico? Lo que hay en abundancia son cuadros, incluso de pintores importantes, pero generalmente no hay libros, no hay una buena y nutrida biblioteca. ¿Por qué? Porque, como ya he dicho, leer es un arte del tiempo, lo mismo que escuchar e interpretar música. La literatura y la música exigen mucho tiempo a los conocedores. No es lo mismo que ir a una exposición los domingos donde, por lo demás, hay muchos que acuden sólo para que los vean y para saludar a las amistades. Para leer, en cambio, hay que dedicar una buena cantidad de nuestro tiempo, en santa soledad, lejos del bullicio, y no es necesario vestirse de negro ni ponerse corbata.
–Tu biblioteca particular es una de las mayores y mejores de México. ¿Cuántos volúmenes tienes?
–He logrado juntar unos 40 mil y he leído, acaso, 4 mil. La biblioteca personal se hace por vicio, por curiosidad, por tener muchos libros. Nadie puede agotar una biblioteca de 40 mil libros, ni aun leyendo quinientos al mes, porque se le acabarían los ojos . A mí, por cierto, ya se me están acabando a pesar de que sólo he leído 4 mil.
–¿Cuándo empezaste a coleccionar libros?
–Hace cincuenta y nueve años, cuando entré a trabajar en esa gran editorial que es el Fondo de Cultura Económica. Ahí encontré mi elemento. Es el lugar en el que más a gusto he estado y continúo estando. He leído, prácticamente, todos los libros que ha publicado esta casa editorial, y ello hizo que me interesara no sólo por la literatura, sino también por la filosofía, la psicología, la sociología, etcétera, y todos los demás géneros también los frecuenté por obvias razones profesionales. Fui, desde un principio, un hombre de letras. Trabajo todavía como un corrector de pruebas. No soy un empresario ni un hombre importante. Soy simplemente un obrero de la palabra escrita y la palabra impresa.
–¿Qué tipo de biblioteca has formado?
–Casi exclusivamente de literatura y con libros de viejo. Es la biblioteca de libros viejos en las manos de un viejo. El noventa por ciento de mi biblioteca corresponde a libros viejos, antiguos y usados que compré en los establecimientos del centro de Ciudad de México, en las calles de Hidalgo y Donceles; libros que me costaron mucho más baratos que los recién publicados. Un libro recién publicado que, por ejemplo, costaba ochenta pesos, yo lo podía conseguir, hace muchos años, en diez. Ahora ya no, porque hoy las librerías de viejo venden, proporcionalmente, a la mitad o a un tercio del precio original. Hace años, a pesar de que yo era muy pobre, destinaba algo de mi dinero a la compra de algunos libros. De este modo siempre tuve que leer, y acumulé libros para seguir leyendo hasta el fin de mis días.
–¿Existían antecedentes lectores en tu familia y en tu casa?
–Mi padre tenía unos cuantos libros, pero yo ya leía muy bien y leí siempre, constantemente, al lado de mi padre, el periódico El Universal. Era el periódico al que estaba suscrito mi padre y llegaba a nuestro pueblo, Acaponeta, con un retraso de ocho días. Mi padre se sentaba a la orilla del jardín y conforme lo leía me lo iba pasando. Leí muchísimo entonces, siendo apenas un niño, lo que, naturalmente, más me interesaba. Fui, pues, un lector precoz y constante, con el ejemplo paterno. Hoy, ya viejo, sigo siendo un lector, aunque con un poco de dificultades.
–¿Tuviste algún profesor que reforzara tu interés por la lectura durante tu infancia o adolescencia?
–Hubo en mi escuela primaria un profesor de Acaponeta que se llamó Andrés Romero. No era un hombre culto, pero era un magnífico profesor: tenía la pasión de la ortografía y yo fui el mejor discípulo de él . Estas sabias lecciones las he aplicado en miles de libros que han salido de las fuentes del Fondo de Cultura Económica.
–¿Compartiste la pasión de la lectura con algunos compañeros o amigos?
–Compartí la lectura con dos escritores, también jóvenes entonces, cuando fui a estudiar a Guadalajara: José Luis Martínez y Jorge González Durán. Entre los tres a veces comprábamos algún libro y nos lo prestábamos. De manera que teníamos lecturas comunes y una formación literaria pareja: conocíamos lo mismo y teníamos parecidos intereses. Por ello, de 1940 a 1942, juntos hicimos una revista que se llamó Tierra Nueva. En ella participó también, además de nosotros tres, Leopoldo Zea, discípulo predilecto y destacado de José Gaos.
–¿Qué recuerdas de José Gaos?
–Este filósofo y maestro español, que llegó a México en 1938 y participó en la docencia y en el ámbito editorial, francamente corrigió en mucho la forma de ver los libros y de leer en México, y no sólo en lo que a literatura se refiere, sino también en otras materias. De él fueron discípulos también grandes escritores de mi generación y aun de la generación anterior, caracterizados por una cultura muy sólida. A José Gaos, que fue discípulo predilecto de José Ortega y Gasset en España, le debemos, en buena medida, un enriquecimiento en las letras mexicanas y en la cultura en general. Mis compañeros y yo habíamos leído mucho a Ortega y Gasset y estábamos un poco formados en el modo de pensar de ese gran filósofo español. De manera que la llegada de Gaos vino a corroborar, a acrecentar y a sellar nuestra sagrada pasión por Ortega, además de contribuir él mismo a nuestra formación intelectual. Con los años, yo me incliné un poco hacia la izquierda y mis compañeros se fueron un poco a la derecha, pero eso no limitó en absoluto nuestra amistad. Seguimos siendo íntimos amigos hasta el último momento. José Luis Martínez y Jorge González Durán ya han desaparecido, y yo no tardo en desaparecer.
–¿Existe alguna disposición especial para hacerse lector, al igual que otros se hacen toreros, bailarines, boxeadores, futbolistas, etcétera?
–Yo creo que sí, aunque también para ello es muy importante la labor de los maestros. Como ya dije, a Andrés Romero le debo el amor por la lectura, que adquirí, gracias a su entusiasmo y dedicación, siendo yo un niño de diez años. Hoy sé que la cercanía de este maestro, ignorado totalmente incluso en Nayarit, mi estado natal, fue decisiva en mi iniciación lectora. Por otro lado, como ya dije también, la amistad de mi padre con los libros y con la lectura del periódico, me sirvió para entrar en la literatura.
–¿Cuál es, entonces, la mejor manera de contagiar la pasión por lectura?
–Si se trata de niños, hay que prestarles libros sencillos, incluso muy sencillos. Y cuando digo esto me refiero, en primer lugar, a libros de cuentos con monitos, a novelitas de aventuras y a poemas de fácil comprensión. Si se carece de la inspiración, el ímpetu y el entusiasmo por la lectura, es inútil obligarlos a leer a Dostoievsky, Tolstoi o Cervantes. A Cervantes casi nadie lo ha leído. Es un autor que presenta muchas dificultades de idioma para los niños, aunque evidentemente sea el padre de las letras españolas.
–¿Cuál es el futuro de la lectura?
–En general, el lector se hace esporádica y selectamente. Formar bibliotecas para que los niños se dediquen únicamente a leer novelas es sólo un optimismo que no conduce a mucho. Hay que darles a leer todos los libros necesarios elementales que se estudian en las clases de la escuela, particularmente en la secundaria y en la preparatoria. De esa manera el muchacho se va formando y aprende a pensar, va creyendo y va dudando, y se convierte en un ser humano que tiene autonomía frente al mundo y no en un pobre diablo al que le dicen siempre qué es lo que tiene que hacer.
–¿Les interesa realmente a los gobiernos que la gente lea?
–Les puede interesar, ciertamente, pero yo entiendo que los gobiernos tienen muchas obligaciones que van más allá de los libros y la lectura. Un gobernador amigo mío me dijo un día que entre iniciar la entrada del agua en un pueblo o iniciar una biblioteca, era preferible, por urgente y necesaria, la entrada del agua. Y yo creo que tiene absoluta razón.
–¿Cómo influyen internet y las nuevas tecnologías en la lectura?
–No las conozco bien, pero entiendo que pueden ser importantes. Más que para la lectura, para el conocimiento de muchas cosas y para guardar ese conocimiento. En cuanto a la lectura, yo prefiero el libro de papel.
–¿Tiene entonces el libro tradicional todavía futuro?
–El libro es, y creo que lo seguirá siendo por mucho tiempo, el mejor vehículo de cultura del que disponemos, porque no requiere de ningún aditamento . Por ello, además de tener computadora, hay que leer libros y hay que tener biblioteca en la casa. No desde luego bibliotecas como la mía, que es gigantesca, pero sí una biblioteca de dos mil o tres mil libros. Cuando cualquier casa tenga una biblioteca así, dejará de ser casa de ignorantes.
–¿Crees que haya demasiados libros en el mundo?
–Sí. Yo recibo toneladas de libros de gente que no tiene ningún futuro. Nunca lo digo públicamente, jamás cito un nombre. Los hojeo, nada más, y cuando están dedicados los guardo, porque no soy grosero.
–¿Un buen lector lee de todo?
–Un buen lector ¡debe leer de todo!, y leer periódicos y revistas, para informarse de lo que está ocurriendo en el mundo. Pero, también, y sin contradicción, debe vivir más allá de los libros. Los lectores que están solamente metidos en su casa o encerra dos en la biblioteca como unos tontos son, efectivamente, unos tontos. La vida es muy hermosa; hay que gozarla, hay que verla, hay que tocarla, olerla y gustarla, hay que estar en ella: que no se superpongan los libros a ella, sino gozarla a la par que se disfrutan los libros, y poder decir: “¡Dios mío, qué bueno que nací!”.