lunes, 7 de diciembre de 2009

UNAM

2009-12-07
El Universal
Guillermo Fadanelli

Hace unos días visité la Universidad y los recuerdos se hicieron presentes. Yo fui un pésimo estudiante de ingeniería y no comprendo cómo es que soporté tanto tiempo sentado en una silla intentando aprender cosas que no me interesaban en lo más mínimo. Si algo obtuve de esa experiencia fue reconocer en un territorio hostil mi vocación literaria. Soy consciente de que esas dudas le costaron dinero a la sociedad y que en un país como el nuestro un titubeo como de esas dimensiones es imperdonable (cualquiera que lea El progreso improductivo, de Gabriel Zaid se hará aún más consciente de esta diatriba). Sin embargo, pedirle a un joven de 18 años que no dude o que decida de manera tan categórica el rumbo de su vida a tan temprana edad, es también bastante arbitrario. Si los viejos miran hacia atrás sin saber con certeza si sus decisiones fueron las adecuadas, ¿cómo soportarán los jóvenes el peso de un futuro que se descubre tan incierto? Que se equivoquen, pues justo para eso son jóvenes.

Un amigo querido me invitó a la Facultad de Filosofía para conversar con sus alumnos. Y yo acepté como si pensara que se trataba de una buena idea. Siempre que acepto una invitación para hablar en público me arrepiento segundos después. Se debe ser un cínico o un pusilánime para considerar siquiera la idea de hablar frente a personas que apenas se están formando. Un principio de buena convivencia exige pensar que en una discusión el otro es quien siempre tiene razón. Cumplir con esta sentencia de Oscar Wilde es indispensable si se quiere vivir de manera mesurada, de lo contrario no hacemos más que el ridículo tratando de imponer a los demás nuestras razones. Y un apunte más: cada vez que una persona toma el micrófono o la palabra creo que lo hace para engañarnos o vendernos sus verdades. Y cuando me toca a mí llevar a cabo ese papel me considero, por supuesto, un farsante y la cruda de las palabras me dura varios días.

No bromeo cuando afirmo que en los tiempos que corren una persona sensata debe prepararse a conciencia para ser un cero a la izquierda. No molestar a los otros con nuestra presencia es casi un deber. Y, sin embargo, yo mismo no he podido cumplir este propósito y continúo haciéndome el importante y tomando de vez en cuando la palabra. Para ello no existe perdón. Volver a mi antigua universidad me conmovió porque en ese espacio escolar la diversidad del mundo se concentra. El conocimiento es el único camino que tenemos los hombres para no arruinarnos la vida. Me refiero a un conocimiento que, sin embargo, conduzca a la ignorancia, quiero decir a la humildad. Esta idea que debe parecerles cursi o por lo menos socrática (ambas cosas son a veces lo mismo) es pertinente porque la palabra humildad quiere decir en todos los sentidos mantener los pies en la tierra, no mirar desde arriba a los demás, sino convivir con ellos a ras de suelo. En caso contrario, ¿qué sentido tendría el conocimiento en una sociedad de seres humanos? (les recomiendo el libro de Josep M. Esquirol, El respeto o la mirada atenta, que da luces a este respecto).

Frente a todos esos jóvenes que han corrido el riesgo de estudiar filosofía en una época más bien idiota, me sentí triste y motivado al mismo tiempo. Triste porque su saber no será apreciado como se merece y motivado porque al menos en esa aula pude todavía experimentar el vértigo que produce un diálogo entre voces diferentes. Viví por unos momentos la utopía que el conocimiento verdadero promete. Yo jamás seré profesor pues no poseo el suficiente talento. Soy iracundo y pesimista y no sé si esa combinación me llevaría al fracaso en la enseñanza. Tarde o temprano me sentiría un impostor y renunciaría, como lo hice hace 20 años cuando contemplé o consideré como posible la pésima idea de convertirme en un político. El no haberlo hecho es la única buena decisión que he tomado en mi vida. Recuerdo que también hace dos décadas acostumbraba atravesar la explanada del campus para visitar la Facultad de Filosofía y aproximarme a un saber que me estaba vedado. Hace unos días lo volví a hacer. Nunca se aprende lo suficiente.

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