Verano/2014
Luvina
Fernando Fernández
a Gabriel Bernal Granados
El comentario de
uno de los invitados al programa de radio que organicé en homenaje a
Eduardo Lizalde podría hacer pensar que para mí, entre los poemas del
autor de
El tigre en la casa, no hay otro que haya dejado una huella tan profunda en la poesía mexicana como
Algaida.
Si no soy la persona idónea para hacer una afirmación de esa
naturaleza, puedo en cambio decir que es uno de los que más me gustan.
Entre otras razones, porque la expresión del poeta me parece acaso más
refinada y conseguida que nunca y sobre todo porque sus temas son
algunos de mis preferidos: el jardín, la infancia, el cielo estrellado,
el mar, la ciudad perdida. Hay algo más: tengo cierta relación con la
historia de sus ediciones, uno de esos vínculos ajenos a la naturaleza
de las obras de arte que se han cruzado en nuestro camino que no hacen
sino profundizar el apego que sentimos por ellas. En 2007, cuando era
director general de Publicaciones de Conaculta, quise hacer que
Algaida,
que había aparecido tres años antes en una inconseguible edición de
lujo, volviera a editarse, esta vez con un tiraje mayor y a un precio
más accesible. No fue fácil: como Lizalde era director de la Biblioteca
de México, los responsables de la auditoría interna exigieron un trámite
para que nadie pudiera ver con suspicacia que Conaculta dedicara
algunos recursos a hacer un libro de uno de sus funcionarios. No
importaba que ya desde hacía largos años estuviera unánimemente
considerado como uno de nuestros máximos poetas e incluso fuera Creador
Emérito del Sistema Nacional de Creadores de Arte, institución
dependiente del propio Conaculta, desde 1994. Después de algunas
justificaciones formalizadas por escrito, conseguí la autorización para
editar el libro. Por los días en que eso sucedía hubo un cambio
administrativo y me fue solicitada la renuncia. Al menos en ese aspecto,
me quedé tranquilo: lo más difícil se había conseguido y el poema
empezaría a divulgarse como se merece.
No tardé en sufrir una
decepción, y no sólo por las características que los nuevos encargados
de la Dirección de Publicaciones le dieron a la colección Práctica
Mortal, probablemente más desafortunadas que las que mantuvo durante los
años previos, sino porque el poema apareció con un serio defecto: la
cornisa en versalitas que supongo que llevaron las galeras mientras
fueron trabajadas, y que decía «algaida» seguida de un número arábigo,
nunca fue suprimida, y de esa forma llegó a la imprenta, aun cuando
interrumpe el despliegue del texto incluso en los lugares en los que no
hay punto, entorpeciendo imperdonablemente su lectura. De esa manera, el
gran poema sigue sin una edición accesible que circule de acuerdo a su
calidad y su importancia.
A lo largo de varias lecturas
cuidadosas he ido haciendo algunas anotaciones y este artículo no
pretende sino poner orden en ellas. Según explica el diccionario, la
palabra
algaida, que viene del árabe hispánico
alḡáyḍa, y ésta del árabe clásico
ḡayḍah,
significa «terreno arenoso a la orilla del mar». Ya desde la primera
estrofa el poeta anuncia que hablará de las grandes modificaciones que
el tiempo opera en nosotros, tales y de tal magnitud que al final de
nuestra vida podemos decir que somos otros. Esta frase, que solemos usar
de manera metafórica, cobra un significado más profundo cuando
consideramos lo que opina la ciencia: cómo de tanto en tanto se renuevan
todas y cada una de nuestras células, con el paso del tiempo somos
otros
literalmente. Es así como me gusta interpretar los versos
que siguen, que son de la primera página del poema; nótese cómo la
segunda estrofa proyecta la imagen de los sucesivos hombres que hemos
sido, uno a uno, enfilados y muertos, convertidos en una cordillera de
dunas y médanos:
Me arrastra, algaida, fijo hacia el poniente, grano a grano, corpúsculo a corpúsculo [...] para reconstruirme en otro punto, edad y hora y en un orden sólo en apariencia idéntico.
A nuestra espalda el rastro, la enana cordillera de los borrosos médanos que fuimos, amarillosos y petrificados, dunas muertas del brumoso, del remoto o del reciente existir (p. 11).
Los
dos epígrafes que siguen a la dedicatoria («a Hilda, mi ángel», en
alemán) ya habían adelantado su temática y en cierta medida también su
tratamiento específico. El primero reproduce las palabras iniciales de
las
Metamorfosis de Ovidio, «In noua fert animus mutatas dicere
formas corpora» («El ánimo mueve a decir las formas mudadas a nuevos
cuerpos», en traducción de Bonifaz Nuño). El segundo es el último verso
del
Infierno de Dante («e quindi uscimmo a riveder le stelle»),
lo que nos hace pensar que el poema será por lo menos en algún sentido
un descenso, y que al volver a la superficie nos esperará la visión de
las estrellas en el cielo todavía nocturno, tal como dice la famosa
línea del florentino.
Si bien el poema no está dividido en
capítulos o cantos ni presenta marcas gráficas de separación —o no, al
menos, decididas por el poeta—, sus partes se suceden de manera orgánica
y el blanco que se produce entre ellas
puntúa sus «episodios» (aunque el defecto de la segunda edición nos impida darnos cuenta de ello). Texto ricamente descriptivo,
Algaida
es una inmersión del intelecto y la imaginación por los territorios del
pasado, en el que todo resplandece con luz particularmente poderosa. El
mundo ha sido desprendido de sus explicaciones —mitológicas,
religiosas, históricas— y rueda sin rumbo por la gran bóveda celeste. En
el centro de la experiencia humana está el jardín, el eje originario en
el que el hombre ha sido puesto por un designio ajeno a su voluntad y
en donde su soledad cósmica se consuela con lo que los sentidos recogen
de la naturaleza, del que el propio jardín es una suerte de esplendoroso
microcosmos. De «tía» suya, como la trata Rimbaud y recuerda Lizalde en
el epígrafe que antecede a la primera estrofa («Ô Nature, ô ma
tante!»), pasa a «¡Naturaleza amiga, tía carnal de mi prole!» (p. 20).
Más adelante, «la madre Natura» se transforma, siempre en expresión
irónica, en «sólo tal vez tía política nuestra» (p. 26), eso sí, «riente
y jubilosa». Lo que es seguro es que es «hembra», como dice el poeta en
esa misma página, de la misma forma en que la «íntegra creación es
femenina» y también lo son la palabra alemana para «mundo» y las
estrellas. Aunque el poema elogia la naturaleza y celebra el lugar que
tiene el hombre en su seno, las menciones directas que se hacen de ella,
como se ve, están teñidas de distancia intelectual; todo lo contrario
ocurre con sus manifestaciones, como si la idea de la naturaleza
estuviera en crisis pero no su sustancia, o no al menos la experiencia
que de ella tiene el hombre. Así lo concibe éste en el instante en que
está en el mundo: el sabor del membrillo será siempre el sabor del
membrillo, al igual que una manzana será siempre una manzana y Aldebarán
la misma estrella.
Todo el que se acerque a
Algaida
se dará cuenta de la enorme profusión de adjetivos que lo caracterizan.
La explicación está, me parece a mí, en que el poema intenta fijar con
la máxima precisión posible aquello que informan la inteligencia y los
sentidos, lo que exige que el poeta añada a sus definiciones de las
cosas el mayor cúmulo posible de sensaciones e ideas. La «cordillera de
médanos» sobre la que escribe obliga a quien rememora a ser exacto,
explícito, lo más expresivo que pueda, y en un poeta arriesgado en el
uso de la lengua —como siempre ha sido Lizalde— los adjetivos son un
elemento apropiado para intentarlo. Dan ganas de pensar que esos
adjetivos son los atributos con los que el hombre va dotando a las cosas
en un intento por sobrepujar a la divinidad —una divinidad inexistente a
la que es necesario suplir— a lo largo de un prolongado arrebato de
felicidad creativa.
Esa preeminencia del adjetivo sobre el sustantivo —es decir, del color
por encima de la línea, si puedo decirlo así— hace pensar en los
pintores venecianos del siglo xvi (Bellini, Giorgione) que descubrieron
las posibilidades de trabajar con los colores directamente como parte
del proceso creativo, en vez de hacerlo con las líneas. De esa manera,
Lizalde no se conforma con dar una pincelada aquí y otra allá sobre los
objetos que nombra, sino que con frecuencia los califica de dos y hasta
de tres maneras sucesivas. Veamos un par de ejemplos. Cuando pinta por
vez primera el huerto, lo hace así (los subrayados son míos):
... los aviesos membrillos acidosos, la bíblicas manzanas gongorinas de hipócrita arrebol y los advenedizos pálidos perones —de genética estirpe bastarda y jardinera, humana y puritana— de anémica epidermis, la prestigiosa higuera legendaria de Rómulo el divino primer rey, de blanca sangre y gran follaje mendicante y palmario(p. 12).
Véase
este otro ejemplo, sin duda uno de los momentos más hermosos del poema.
En él los adjetivos vuelven a ser muchos, sin que nos parezcan
excesivos, y cada uno de ellos abona a la precisión de las imágenes:
Pero todo era gloria en la inmortal infancia: la luz floreaba junto a los rosales y daba extraños frutos que escaldaban la lengua como los del rojo umbrátil ciruelo japonés, que sólo producía cada seis meses dos frutillas amargas, para probar a sus feraces y ubérrimos vecinos que no era estéril, sino morigerado y elegante como un bonzo (p. 24).
Y
así con todo —o casi todo—, flores y frutos, particularmente: el limón,
el bambú, las campánulas, el alhelí, el nardo, el sándalo, la
mandarina, el ciprés, la rosaleda, la buganvilia, la encina, la
siempreviva... Cuando se refiere a la estrella Aldebarán, fascinado por
la hermosura de su nombre —de origen árabe, igual que
Algaida—,
Lizalde no puede sino repetir la palabra hasta tres veces en el mismo
verso. Después de afirmar que «la seguidora, la diosa, la pastora
gigantesca», como se refiere a ella, es «cincuenta veces nuestro enano
astro rey», escribe que brilla rodeada de «su turbulento / rebaño de
fogosas cefeidas parpadeantes» (p. 21). ¡Qué hermosa línea! «Rebaño de
fogosas cefeidas parpadeantes». La dicción del verso produce en nosotros
la sensación del fulgor de las estrellas que rodean al potente astro y
al mismo tiempo la delicada vacilación con que el velo de la atmósfera
las ofrece al ojo humano: «Rebaño de fogosas cefeidas parpadeantes». (Yo
mismo caigo en el encanto al que invita Lizalde y me veo repitiendo el
verso hasta tres y cuatro veces seguidas).
Muy al gusto de
cierta poesía moderna, como la de Eliot, que se caracteriza, como es
sabidísimo, por su asimilación de materiales extraños, frecuentemente
aparecen en
Algaida referencias que descubren el grandioso
entramado con que ha sido levantada su fábrica. El ejemplo más obvio es
la serie de expresiones que están en otras lenguas porque carecen de
traducción o correlato efectivo o prestigioso en español, y que ni
siquiera aparecen distinguidas con la letra cursiva: performance y high
fidelity (p. 16), alcuna licenza (p. 17), voyeur (26), mise en scène
(27). Sin embargo, son más importantes las muchas citas y alusiones de
procedencia diversa; mencionadas por sus nombres encontramos alusiones a
«el de Tierra Yerma» —Eliot, por supuesto, aunque la cita no provenga
de
The Waste Land sino de «Cuatro cuartetos»— (p. 14), Ortega y
Gasset, de quien se cita el comentario de que no hay una criatura más
seria que la vaca (p. 19), Juan Ramón [Jiménez] (p. 25), Pedro [Salinas]
(p. 27), don Miguel [de Unamuno] (p. 31). También hay alusiones al
«cordobés», que debe de ser Góngora (p. 20), Ungaretti —el de los
célebres versos
m’illumino / d’immenso (p. 21)—; a Verne y
Salgari, Lugones y Herrera y Reissig (p. 22), y hasta al sentencioso
soneto que empieza diciendo «Menos solicitó veloz saeta», aquel que en
la célebre opinión de Borges es de Quevedo... pero lo escribió Góngora, y
que Lizalde parafrasea con el verso «el tiempo que gastando está los
años» (p. 33). Y además de todas las citas y referencias anteriores, por
supuesto, las que yo no pesco. (En su reseña del poema, Evodio
Escalante dice que hay una alusión a Lorca, que yo no he encontrado).
Si el tema principal de
Algaida
es el cambio, al que una y otra vez vuelve el poeta mirando hacia la
cordillera muerta de los hombres que ha sido, hay un pasaje en que
imagina expresamente una de esas transformaciones y que me gusta
interpretar, aun cuando está resuelto en clave infantil —o acaso por esa
razón—, como un ejemplo evidente de la manera en la que procede el
proteico universo: me refiero a la gran metamorfosis que hace que unos
«pobres ajolotes» se conviertan en «ranas saltarinas de un haikai»,
pasen a ser «iguanas y a veces salamandras de azulado topacio» para
convertirse en «dragones de setenta prediluvianas toneladas» y por
último en «dioses, astros, galaxias» (p. 18).
Uno de los
versos que más me gustan se refiere a la pobreza extrema, a la que se
alude en una larga oración sin sustantivo, o, quizás mejor dicho, en la
que la tarea sustantiva ha sido encomendada a tres frases que aparecen
en forma de aposición: primero «hiena habitual», luego «miseria
deplorable» y por último «llameante llaga locamente folklórica». Gracias
a que las frases hacen las veces del sustantivo, el elemento que
pretenden especificar, la pobreza extrema, se da por sabido —nuevo
argumento en favor de que en
Algaida la intención calificativa
es más poderosa que la meramente nominativa. El poeta se refiere a esa
condición de los pueblos sin pan ni agua, recrudecida por el estúpido
crecimiento de la ciudad, que hace que la de México —que es la que
aparece en el poema— resulte un infernal conjunto de ciudades perdidas.
Me interesa fijarme en la última de las tres frases: «llameante llaga
locamente folklórica» (p. 18).
Se trata de un verso que primero me turbó, por el uso, que de buenas a primeras me pareció un tanto frívolo, del término
folklórica,
quizás porque sin tener en principio una connotación negativa está
utilizado para subrayar un momento de obligada oscuridad. Sin embargo,
después de pensarlo bien acabó por ganarme al grado de que una mañana me
desperté con él dándome vueltas en la cabeza, atrapado por su poder
expresivo: «llameante llaga locamente folklórica». Veo en él la llaga
ardiendo, inflamada, quemante, exacerbada por el sonido de las dobles
eles y el vibrar de las vocales (la a, la e, la o); al mismo tiempo, su
significado se me aparece tamizado o, acaso mejor dicho, momentáneamente
todavía en suspenso, por la inclusión del término
folklórica,
una voz que me resulta inusitada en ese contexto. Después de cierta
vacilación en mi gusto, el extraño contraste que consigue al lado de
«llameante llaga» como definición de la miseria acabó transportándome a
espacios de verdadera sugerencia. También es cierto que hacía mucho que
el devaluado adverbio
locamente no me producía ninguna emoción,
lo que vino a recordarme que una de las labores de la poesía consiste
en dar vida nueva a las palabras y las expresiones a las que el desgaste
ha dejado sin valor. Por otro lado, la poesía tiene la virtud de
contagiar a algunas palabras a las que uno se enfrenta por vez primera,
por extrañas que sean, un cierto grado de familiaridad, como yo diría
que hace Lizalde, por ejemplo, con el verbo
dragonear. Las
principales acepciones que ofrece el diccionario («ejercer un cargo sin
tener título para ello» y «hacer alarde, presumir de algo») aclaran y
dan belleza a estos versos —se me perdonará que no me resista a subrayar
de nuevo los adjetivos, hasta seis en sólo tres versos:
el alhelí silvestre y blanco, de muy rústico aroma, que la dragoneaba de altanero lirio entre las cetrinas y toscas espadañas (pp. 12-13).
El añadido
la,
en «la dragoneaba», como diciendo «se las daba de» (el alhelí se las
daba de lirio altanero), añade felizmente a la expresión un tono
coloquial que dudo que haya tenido ese verbo, que más bien tengo como de
uso culto, y que da como resultado un efecto cercano y espontáneo que
de nuevo me resulta muy sugerente.
La pérdida del jardín
está relacionada con el final de la infancia y la decadencia de la
ciudad, y a ello se refiere el descenso al infierno a que alude uno de
los epígrafes del poema. El regreso al barrio en la edad adulta aparece
marcado por la falta del agua que animaba toda forma en el espacio
edénico, y que caracteriza ahora al género de miseria al que se refiere
Lizalde. Las imágenes de que se sirve el poeta insisten en mayor o menor
medida en esa suerte de gigantesca sequía (nuevamente la duna, el
médano, por más que sea limítrofe del mar...), infierno que acaba por
marcarlo todo: el barrio es una «lúgubre y terrosa paramera / de casas y
tendajones», el día se arrastra «por las calles polvosas» y la villa es
una «desdentada gran mandíbula / de figones, tugurios, cavernas de
carbón / que muerden al pasar como gaviotas / hambrientas y asesinas,
absurdamente desterradas de la costa lejana». Más abajo se habla de los
«arrabaleros terregales sin leyenda ni historia», para rematar con la
alusión al soneto de Góngora-Quevedo, en el que «cala y corta el tiempo
que gastando está los años, / los muros, las aceras, las almas de los
troncos / que el viento desarbola todos los febreros / sobre las aguas
del antiguo río, / hoy sepultado arroyo bajo asfalto y fierro» (pp.
33-34).
El momento conclusivo del poema, creo percibir, está
unas páginas atrás, cuando Lizalde escribe que «vivimos de lo alto» (p.
21) y nuestras vidas penden de las incontables estrellas. Ocurre unas
líneas antes de la estampa que nos deja ver al niño subiéndose a un
eucalipto para admirar el cielo nocturno: «pendemos, títeres, de los
astros innúmeros / bajo la insondable y depresiva plenitud / de la
fáustica comba tutelar». Al final del recorrido, la estrella que asoma
en el cielo todavía nocturno hace ver al poeta que, si todo está
perdido, algo hay allá arriba que nos nutre y da vida, ese universo a
solas cuyas representaciones terrestres desciframos mientras estamos de
paso en el mundo, y que a nuestra muerte seguirá supremo, incomprendido y
magno sin nosotros:
La Creación a la vista, maestra y ensordecedora obra de nadie, portento sin gestor, en los matraces de la perfecta nada concebido (p. 24).
El trazo arquitectónico, la hermosura del glosario y el aliento característicos de
Algaida
hacen del poema una mezcla que no me parece exagerado llamar perfecta.
De la elegancia de su expresión y su belleza he ofrecido algunos
ejemplos; he aquí uno de su exquisitez: el episodio marítimo («el mar,
rudo operario, / el mar de urgencias masculinas», p. 27), una suerte de
intermezzo
al que se llega a través de la alusión a los recuerdos infantiles,
acaba con un trazo de finísimo pincel. La pincelada es más sutil porque
tiene una función de contraste con el carácter del episodio al que sirve
de remate: Lizalde dice que el mar, que descarga un poder terrible
durante el día (cada una de las imágenes que recrean ese poderío es muy
atinada, como aquella que dice que el mar «rompe el corazón enamorado de
las rocas»), por las noches en cambio «escribe ya sus tankas de altamar
y sus poemas orientales», y arma esta deliciosa imagen en la cual, sin
decirlo expresamente, digamos que apenas sugiriéndolo, un par de barcas
que flotan junto a la playa aparecen convertidas en un par de sandalias:
Dos barcas a la orilla: se ha descalzado el mar para pisar, desnudo el pie, la arena (p. 29).
El
tiempo que ha pasado, que en su tránsito nos ha llevado del oriente al
poniente de nuestra existencia, nos deja convertidos en esa pequeña
cordillera hecha de los sucesivos hombres que hemos sido, cáscara vecina
de una indolencia que no puede describirse si no es en comparación con
el inmenso mar: ¿el todo? ¿La nada? ¿El vacío que han dejado la religión
y la historia? ¿La inutilidad de la filosofía y la política? ¿La
muerte, que todo lo circunda, invade y anticipa? Algo no ignoro: poema
escrito a las puertas de la vejez, hecho al mismo tiempo de juventudes
agolpadas, revividas en tropel contra la página blanca,
Algaida
es un reclamo a favor de la única realidad asequible, la de los propios
sentidos en diálogo con un universo sin respuestas, elaborado con una
sensibilidad extraordinaria y un portentoso bagaje lingüístico.
En la lógica de sus metamorfosis, me gusta pensar que el título del
poema, una vez que nos familiarizamos con su uso, vive su propia
mutación: ya no es sólo una palabra, nueva para la mayoría de nosotros,
sino una suerte de organismo que termina sufriendo una de las
transformaciones ovidianas: de ser el nombre de un médano ubicado al
lado del mar, termina por aparecérseme como el nombre de una de las
luces nocturnas parpadeantes, como Aldebarán y Algol, por mencionar dos
que asoman en el poema. Entre ellas podría estar Algaida, con el
magnífico esplendor de una y la cualidad cambiante de la otra. Al salir
de su peculiar
inferno —inolvidablemente enunciado como
«báratro mexica»—, vemos, tal como exige la imagen dantesca, un astro
que brilla en el cielo nocturno: es una estrella y se llama
Algaida.
Las referencias son a la edición de Conaculta, por ser la que se consigue con más facilidad:
Algaida,
de Eduardo Lizalde. Dirección General de Publicaciones del Consejo
Nacional para la Cultura y las Artes, colección Práctica Mortal, México,
2009.
En ambas ediciones de
Algaida, el verso de Dante tiene una errata y dice «la stelle».
Tal es el género de la evocación pasada por la reflexión de toda una
vida, que los recuerdos sufren un cambio que se representa en el nivel
de la lengua, lo que se percibe no sólo en el uso de los adjetivos.
Nótese, por ejemplo, cómo Lizalde escribe que el océano azota «sin
clemencia»
no las playas sino los «amarillosos tumultuosos recuerdos del mar de Veracruz» y otros rincones del Golfo (p. 27).