sábado, 14 de junio de 2014

Los grandes poemas Efraín Huerta

14/Junio/2014
Laberinto
Evodio Escalante

Siempre que pienso en el primer gran libro de poemas de Efraín Huerta, Los hombres del alba (1944), me vienen a la mente las severas palabras con las que Rafael Solana se refería al temple de su autor y a una supuesta ausencia de oído musical en su poesía. Solana, que había animado Taller Poético (1936–38), afirmaba en el prólogo que lo acompaña que Huerta carecía por completo del sentido del humor, y que era “el más duro, el más inflexible, el más sin sonrisa de todos nuestros poetas”. Explicaba Solana: “va dejando a su paso, en sus versos, no un camino florido y enjoyado, como el que trazan otros poetas […], sino un sendero sangriento y destrozado, como si hubiese pasado agitando entre las matas un filosa espada enfurecida”. Remataba su descripción al compararlo con el monje Jerónimo Savonarola, de cuyas invectivas no se libraban los Borgia. ¡Tremendo! En cuanto a las búsquedas musicales de Huerta, Solana no era menos drástico: el poeta relegaba la música al último término, como la cosa menos importante de un texto. “Las palabras no son utilizadas nunca en función de sus valores fonéticos, rítmicos […], sino exclusivamente son estimadas como fórmulas de sugestión de ideas, en aspectos rígidamente semánticos […]; es por ello una poesía que no pierde nada de su valor al ser vertida a otro idioma, porque aquellos valores que se hacen perdedizos en las versiones estaban ya ausentes desde la redacción original”.
 
Lo primero que habría que decir, es que sorprende la “sordera” de Rafael Solana para advertir los valores musicales de la poesía de Huerta, en la que solo encuentra, por lo que se ve, aspectos denotativos. Es cierto, no se trata en ella de una música convencional o de algún modo sutil, como la de los impresionistas, sino de una sonoridad áspera, ríspida, disonante por convicción, como podría suceder en las composiciones de Stravinsky o de Silvestre Revueltas. En lugar de una ignorancia de la musicalidad, lo que hay en Huerta es la exploración de un sentido armónico más acorde con la realidad agria y desafiante ante la que se enfrentaba. El mundo del poeta pedía otras sonoridades y otros ritmos. Lo que me impresiona de muchos de los poemas de Los hombres del alba, al revés de Solana, es justamente su profunda musicalidad: a menudo uno no sabe bien a bien cuál es el tema del poema, de qué asunto está hablando, pero lo que se impone en lo inmediato es el valor de sugerencia de un lenguaje que parece improvisarse en el momento mismo como un largo solo de saxofón. “La poesía enemiga”, uno de los poemas de este libro, podría servir de ejemplo. Lo que es asible de primera mano en el texto es el título; el cuerpo del poema, en cambio, propone una serie de sugerencias de sentido que solo poco a poco en sucesivas relecturas empiezan a descifrarse.
 
Si bien no comparto el juicio estético de Solana, me doy cuenta que la comparación con Savonarola, que podría parecer exagerada, atina en muchos aspectos. Como Savonarola, Huerta es un “profeta desarmado” lleno de imprecaciones contra el mundo en que le ha tocado vivir. La corrupción, la estupidez ambiente, nuestra condición de “colonizados”, suscitan su cólera inflexible, y justifican que el poeta saque la espada y se dedique a dar estocadas a diestra y siniestra como si se tratara de alguien que ha perdido la razón. Pero no, digo mal, no ha perdido en absoluto la razón, al revés, su lucidez sin concesiones, la dureza de su mirada le permiten ver esa materia de escándalo que se ha vuelto cosa normal para la mayoría de todos nosotros, sumidos como estamos en las nieblas del conformismo y la banalidad. Por lo demás, la pasión crítica de Huerta es también una forma de amor. Ama y odia a la ciudad, de la que él se apropió como ninguno en sus versos. Amarla y odiarla son las dos caras de una misma pulsión ardiente que puede lindar peligrosamente con la diatriba pero que la supera por la fuerza misma de su imprecación, quiero decir, por su innegable calidad literaria. Cuando Solana piensa que Huerta es el Savonarola de nuestra poesía, seguramente recuerda (entre otros) estos versos dirigidos ni más ni menos que contra sus pretendidos hermanos de raza: los poetas. Así, al declararle su odio irrevocable a la Ciudad de México, Efraín Huerta no puede dejar de exclamar:
 
¡Por tus poetas, grandísima ciudad!, por ellos y su enfadosa categoría de descastados, por sus flojas virtudes de ocho sonetos diarios, por sus lamentos al crepúsculo y a la soledad interminable, por sus retorcimientos histéricos de prometeos sin sexo o estatuas del sollozo, por su ritmo de asnos en busca de una flauta.
Gracias a este temple crítico —propio de una generación que se formó en la agitada época de Lázaro Cárdenas— y, habría que agregar, gracias también a sus convicciones socialistas de viejo cuño,  Huerta escribe algunas de las piezas imprescindibles de la historia reciente de nuestra poesía, entre las que se encuentran (para mi gusto) “Los ruidos del alba”, “La muchacha ebria”, “Declaración de odio”, “Avenida Juárez”, “Buenos días a Diana Cazadora”, “Barbas para desatar la lujuria”, “Manifiesto nalgaísta”, El Tajín, “Borrador para un testamento” y “Responso por un poeta descuartizado”. Aunque pienso que El Tajín se escribió teniendo como telón de fondo el magnífico “Himno entre ruinas” de Octavio Paz y las no menos apreciables “Alturas de Macchu Picchu” de Pablo Neruda, textos que de algún modo exhiben acentos esperanzadores, el poema de Huerta contrasta y sorprende por su rigor y por lo que podríamos llamar un nihilismo sin concesiones . Dejando de lado su estalinismo militante, y como si lo enterrara, Huerta trama una obra maestra dura e implacable como el cristal de roca. “No hay origen”, observa el poeta, y con esto nos coloca como lectores al borde del abismo: “Solo los anchos y labrados ojos/ y las columnas rotas y las plumas agónicas”. Como premonición de la tragedia de Tlatelolco y de todo lo que habría de venir, incluida la actualidad atroz desde la que escribo esta nota, el profeta Huerta señala sin titubear:
No hay un imperio, no hay un reino. Tan solo el caminar sobre su propia sombra, sobre el cadáver de uno mismo, al tiempo que el tiempo se suspende y una orquesta de fuego y aire herido irrumpe en esta casa de los muertos —y un ave solitaria y un puñal resucitan.
 
Unos van al Museo de Antropología e Historia a mirar la Coatlicue para entender a México; otros preferimos leer por enésima vez este poema de Huerta. Como acudimos de modo reiterado a ese documento único que se titula “Borrador para un testamento”. Dedicado a Octavio Paz, este texto es un testimonio generacional. Quien quiera saber qué cosa fue la generación de Taller, cuál era el temple de la época, cómo vivían sus días y sus noches hasta que llegaba el amanecer estos jóvenes de corazón en llamas, tendrá que acudir a este texto fundacional. Es uno de los poemas más intensos de nuestro siglo XX. Solo a partir de este poema puede entenderse lo que significa en México pertenecer a una generación poética. Quizá desde entonces no ha habido de verdad otra generación en nuestro país. O sea, un grupo de jóvenes amotinados capaz de generar un mundo, y de identificarse de corazón con ese mundo que generan con su actitud. Poner el mundo y transformar el mundo no son sino dos caras distintas de una misma vitalidad armada, subversiva, beligerante. Valdría la pena intentar un análisis verso por verso de este texto excepcional. Dejo la tarea pendiente y me limito a indicar que ni la generación del Ateneo de la Juventud (Vasconcelos, Caso, Reyes, Martín Luis Guzmán) ni la de Contemporáneos (Gorostiza, Villaurrutia, Torres Bodet, Ortiz de Montellano, Owen y Novo) cuentan con un documento de identidad de este calibre y naturaleza. “Borrador para un testamento” es ya un poema histórico al que tendremos que regresar cada vez que intentemos reconstruir el pulso de la generación de Taller.

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