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jueves, 26 de diciembre de 2019

López Velarde: del diluvio al renacimiento

20/Diciembre/2019
El Cultural
José Homero

Por las mismas hachas, o teas,
los instrumentos de la agricultura,
sin los cuales dificultosamente
se pudiera coger el trigo,
por quien es personificada Proserpina.
CLAUDIUS CLAUDIANUS

Como una modista de antaño, armada a un tiempo con utensilios de metal y un acopio de
hilos y tejidos, la crítica ha buscado constreñir el vasto talle de la obra de Ramón López Velarde mediante el corsé de las oposiciones; lazos y varillas cuyo ajuste ha terminado moldeando la silueta pero asimismo impidiendo la adecuada circulación de la sangre viva de esta poesía. Ciertamente sobresalen de entre el tejido poético cabos suficientes para efectuar esa trama.
Si muchas interpretaciones se urden mediante nudos con dos puntas, ello responde al sistema retórico del autor zacatecano. Aunque reparamos en las “fórmulas duales” —término de José Luis Martínez—, apenas hemos clasificado los órdenes de su manifestación. En términos generales, la poesía de López Velarde se construye mediante la antítesis, es decir, la contraposición de significados, ideas o elementos dentro de una misma cláusula u oración. Así, en el campo textual florecen frases con pareados que articulan tiempos distintos:
a oler abiertas rosas del presentey herméticos botones del futuro.(“Tenías un rebozo de seda”).1
O bien, contraste entre posiciones vinculadas a valores contrarios, como en la siguiente estrofa donde el elemento “vuelo” se contrapone a “lodo”, metonimias asociadas con lo “alto” y lo “bajo”, términos que connotan una oposición moral:
Siempre que inicio un vuelopor encima de todo,un demonio sarcástico maúllay me devuelve al lodo.(“Un lacónico grito”).
Incluso en su prosa este aparece con notable frecuencia:
Porque la ciudad era espléndidamente solar y porque las señoritas de rango que poblaban sus calles vestían de tiniebla…
(“Semana mayor”).
Aunque esta contrariedad se adscribe a la figura de la antítesis, lo cierto
es que recubre diversas manifestaciones retóricas. Entre ellas figura el paralelismo, es decir, la disposición simétrica de vocablos y expresiones de oposición: “el pozo del silencio y el enjambre del ruido” (“Hormigas”), “mi ángel guardián y mi demonio estrafalario” (“Ánima adoratriz”).
No analizo la antítesis como eje de articulación en la poesía de López Velarde. Únicamente asiento su presencia para indicar que esas lecturas dualistas las provoca en gran medida el corpus del poeta; “sistema de imágenes duales” le llama Alfonso García Morales.2 Sin embargo, si queremos comprender este territorio, es necesario remontar nuestra postura y vislumbrar más allá del litoral y de sus orillas enfrentadas, para lograr una perspectiva que en vez de la simple descripción de tópicos, más bien perfile un nuevo lugar.

UN PROMONTORIO

Acaso por esta concomitancia dualista, el discurso analítico se convierte en baile de figuras, con lo que el crítico deviene un epígono estilístico del autor al seguir sus pasos mediante parejas —como Xavier Villaurrutia, quien formula “el León y la Virgen” (“Ramón López Velarde”) para ceñir el conflicto del mundo interior de Velarde, o Bernardo Ortiz de Montellano, quien describe la tensión como “sensibilidad erótica y católica” (“Ramón López Velarde”). Asumiendo que los libros auténticos del poeta serían los que publicó en vida, se ha efectuado una lectura anquilosante de La sangre devota (1916) y Zozobra (1919) a través de la comparación entre ambos, como si en ellos —y no en otro volumen de poemas, El son del corazón, o incluso en sus prosas— residiera su alma.
Pocos de sus intérpretes, los más mesurados y lúcidos, se aventuran a encontrar una razón allende el elogio o la diatriba tras esa elección por una poesía difícil, dijéramos ahora, inusitada para los modelos de los cenáculos literarios del entorno, que con asombrosa contemporaneidad Velarde caracterizó como “sistema crítico” (“La corona y el cetro de Lugones”).3
En la configuración de ese campo de combate retórico que refleja el voluble —y en Ramón, voluptuoso— paisaje y pasaje de la poesía mexicana de la época, en tránsito ya de una poética modernista a una moderna, es consustancial el título elegido: zozobra. Como en una de esas lecturas escolares que aprendemos en nuestro primer Seminario de crítica en la Facultad de Letras, no pocos abordajes a Zozobra parten de la disquisición semántica. Alí Chumacero, en un juicio que revela más sobre su propio credo poético, considera el título como enunciación de la angustia de la soledad:
En tinieblas vivía el hombre, de manera que la “zozobra” prefigurada y presentida en su primer libro, proviene en su conciencia de la angustia de estar solo; más claramente de la amargura de vivir sin mujer, incompleto, preso dentro de su desolación.4
Luis Noyola, uno de los primeros estudiosos, indica que:
la propiedad del título dice bastante bien la condición anfibia de una poesía, que —nueva Jano— se sostiene en ese clima moral en el que se produce la colisión de dos edades, épocas intermedias, que según Taine, “son de una parte madurez y de la otra decadencia y se mezclan por una insinuación recíproca, y cada una de ellas prohija las creaciones de la otra al lado de las suyas”. Tal fue la época cuyas contradicciones internas, como las víboras del caduceo, se entrelazaron en la obra de Ramón López Velarde.5
Incluso Xavier Villaurrutia no escapa a la tentación: la obra de López Velarde es la más atrevida tentativa, entre otras cosas, “de expresar los más vivos tormentos y las recónditas zozobras del espíritu ante los llamados del erotismo, de la religiosidad y de la muerte”. (“Ramón López Velarde”).
Tras largos años de vasta producción crítica es posible señalar el aura de que se ha revestido la palabra. Escribe Alfonso García Morales:
Zozobra se publicó a finales de 1919 en la editorial México Moderno. La palabra “zozobra” se refiere a los irresolubles conflictos entre el espíritu y la carne, la formación tradicional y la inquietud contemporánea, el ayer y el hoy, la infancia y la madurez, la seguridad y la libertad. Sintetiza las ecuaciones vitales con las que tantas veces el poeta, y tras él la crítica, intentaron descubrir y definir su personalidad contradictoria: sus conocidas fórmulas duales (“la dualidad funesta”, “la moral de la simetría”, “la devoción católica y la brasa de Eros”, “la lucha de la Arabia feliz con Galilea”, “el León y la Virgen”, “el vigor sensual y la atrofia cristiana”, el clamor “pagano y nazareno”) y sus figuras de oscilación y suspensión (el péndulo, la balanza, la cuerda floja, el reloj y sobre todo el corazón).6

DILUVIO Y RENACIMIENTO

Para este examen mediante contraste de los dos títulos publicados bajo la supervisión de López Velarde, La sangre devota y Zozobra, resulta fundamental la composición del segundo, cuyo poema inaugural “Hoy como nunca” proclama un viraje. Si de acuerdo con una hipótesis irrefutable de la crítica, el primer volumen propone la transformación de una figura amada en objeto de devoción: —Fuensanta, hipóstasis mariana de culto lírica—, no sorprende que la siguiente obra comience con un poema que mientras declara la muerte de la mujer real que inspiró la devoción del poeta, con claves para los entendidos, pinta una variación climática que resulta significativa. El poeta se dirige a la amada en trance agónico (“y toda tú una epístola de rasgos moribundos / colmada de dramáticos adioses”),7 que determina la muerte del cuerpo físico y la consagración del alma inmortal (“venerable tu esencia / y quebradizo el vaso de tu cuerpo”), con lo que el proceso de sublimación emprendido en el primer volumen se completa totalmente. Tras dicho comienzo dialógico hay un cambio de focalización; la atención (tensión) lírica se desplaza en favor de un tono narrativo que reverbera alegórico:
Yo estoy en la ribera y te miro[embarcarte:huyes por el río sordo, y en mi alma[destilasel clima de esas tardes de ventisca[y de polvoen las que doblan solas las esquilas.
El poema exige un análisis puntual —que no concluiré en este espacio—, en tanto encauza el sentido en que debe leerse la obra. Considero que a diferencia de la mayoría de los poetas de su época, López Velarde, al disponer sus poemas dentro de la unidad libro, les confiere una vía de sentido. Nada más ejemplar que este poema: además de marcar la muerte de la mujer amada y el inicio de una religión personal —un hecho que ya asentaba La sangre devota, cuya lectura debe partir de la transformación de un amor individual en un mito mariano—, abre una nueva historia: la del poeta que al sufrir agobio existencial se hunde en la tristeza. Elijo una palabra tan cargada de dramatismo, hunde, para acoplarme al ritmo marítimo del título.
Además de indicar la muerte de Fuensanta y presentar al poeta en una fase depresiva, “Hoy como nunca” vincula el estado anímico con el clima, al asociar su tristeza —que por la implicación lacrimosa es húmeda— y una lluvia simbólica que deviene diluvio. Esta asociación, así como identificar a la mujer perdida con un clima frígido y húmedo, tampoco es inédita.
Uno de los mejores poemas de La sangre devota, “En las tinieblas húmedas”, ya tejía dicha relación. En una narración cinemática, el poeta evoca a su amada en una noche lluviosa. El elemento metaléptico que vincula ámbitos y tiempos distintos es la sensación táctil del frío que comparten lluvia y mujer: “helada virtud de un seno blando, / algo en que se confunden el cordial refrigerio / y el glacial desamparo de un lecho de doncella”.8
El poema es simbólicamente complejo. La realidad exterior resuena en su interior; la sensación armoniza con el sentimiento. O se enfatiza. El frío meteórico se intensifica con el que le recuerda a la amada; este frío es tanto un cordial refrigerio (alimento para el corazón), como el desamparo de un lecho de virgen. Cruel imagen: ya para entonces Fuensanta es una solterona, una frescura invade su corazón igual que un bálsamo, pero también la conciencia de que es una mujer sin nupcias, a quien espera una soledad atroz. La afinidad con la lluvia se asienta no sólo mediante la sensación táctil sino también por la forma. La trama de la lluvia se vincula con la del lino, connotación de las nupcias irrealizables:
he aquí que en la húmeda tinieblade la lluvia, trasciendes a candor[como un linorecién lavado, y hueles, como él,[a cosa casta;he aquí que entre las sombras[regando estás la esenciadel pañolín de lágrimas de alguna[buena novia.
Con reminiscencia homérica, el poeta perfila el ideal femenino mediante atributos textiles: sea que se envuelva en un chal (como las muchachas provincianas que a la hora del Ángelus caminan por la calle “enredados al busto los chales blanquecinos” en “Del pueblo natal” ), o que dicha prenda se convierta en una metonimia, un atributo más de esa configuración con que se instaura Fuensanta como emblema de la bondad:
Hazme llorar, hermana,y la piedad cristianade tu manto inconsútilenjúgueme los llantos con que lloreel tiempo amargo de mi vida inútil.(“Hermana, hazme llorar”).9

CLIMA ESPIRITUAL, INQUIETUDES CARNALES

La tercera estrofa del poema “En las tinieblas húmedas” resuelve el misterio del singular desarrollo textual. Es un poema simultaneísta: el poeta consigue la invocación de la amada, a quien sabe sola, solterona, desolada, insomne en la noche pensando acaso en él. Merced a esa coincidencia, propiciada por la experiencia poética (el poeta escribe versos que “son como pétalos nocturnos, que te llevan / un mensaje de un singular calosfrío”), la amada y la lluvia devienen escarcha (“traslúcido meteoro”), y esa experiencia resulta epifánica pues sucede “fuera del tiempo”, tanto que el reloj se descompone. Este insólito rasgo propio de la escritura cinemática revelaría, junto con los cambios de perspectiva y de planos de varios de sus poemas, un aprendizaje de la retórica del cine. Metonimia del tiempo inmóvil. Comunión que enlaza a los amantes más allá del tiempo. Esa “cámara destartalada” donde resuena la descripción del cuarto que da en “Noches de hotel” presagia la atmósfera de encierro e intemporalidad de “El sueño de los guantes negros”.
Más allá de las connotaciones alegóricas y de la configuración que enfatizan las resonancias agrícolas de la poesía de López Velarde, deberíamos considerar que el desplazamiento de foco al que he aludido representa un viraje más personal y menos atento a la sublimación. Al trasladar la mirada lírica —la focalización— de la amada agónica hacia su propia figura, el poeta anuncia, por una parte, la conversión de la amada en figura ya para siempre mítica y su definitiva consagración como símbolo. Además apunta que este libro, a diferencia del anterior, versará sobre el sujeto amante, quien se convierte en el héroe de su propio drama lírico. No sorprende por ello que la asociación textual, que he señalado ya vinculada a la presencia femenina (es conveniente recordar asimismo “el ala de mosca” del poema “La última odalisca”), ocurra aquí con la figura masculina del poeta: “Mi espíritu es un paño de ánimas… / un paño de ánimas goteado de cera, / hollado y roto por la grey astrosa”.
No podemos proponer una lectura de Zozobra sin atender al segundo poema, “Transmútase mi alma”. De hecho, es necesario leer ambos en secuencia, como las hojas de un díptico. El primero establece un clima lluvioso, de frialdad meteórica, que instaura alusiones bíblicas —se anuncia el diluvio— y cancela la esperanza del renacimiento. El segundo, en tanto, configura un ámbito de regeneración y renacimiento natural que mucho tiene de la visión cíclica, tan en consonancia con la época —piénsese en La rama dorada de James George Frazer, que determinaría la concepción de T. S. Eliot y James Joyce—, asociada a los cultos genésicos de las sociedades construidas en torno al mito; una afinidad ya presente en otros poemas.
Es indudable que para López Velarde la amada emblematiza siempre una dimensión simbólica y que el amor se acompaña de manifestaciones naturales que son la representación del paisaje interior. Si en el primer poema se describe el diluvio que acompaña las exequias de la amada —y su viaje por el reino de Hades, lo que reforzaría una lectura en clave mistérica—, en este segundo se anuncia la nueva cosecha, como si fuera evangelio pagano de las buenas nuevas. Es igualmente significativo que en este caso la mujer —que como los estudios biográficos han asentado es Margarita Quijano, la Dama de la Capital— se vincule directamente con características agrarias que la acercan, más que al mito mariano, al de Perséfone. En todo caso es una criatura con atributos solares: luz, sol, fuego. Para corroborar la transformación simbólica y de tono en Zozobra, si bien ambas mujeres, Fuensanta y la Dama de la Capital comparten asociaciones primaverales —La sangre devota comienza con un poema que relaciona directamente a Fuensanta con la primavera: “En el reinado de la primavera”—, en el caso de la segunda, esa asociación se vincula más con el renacimiento, con la fiesta de Corpus. Mientras una transfiguraba al poeta en un clima espiritual, la siguiente siembra inquietudes carnales. Y por supuesto que él comprende esa transformación que del amor espiritual lo lleva a la nostalgia de la carne:
Yo desdoblé mi facultad de amoren liviana asperezay suave suspirar de monaguillo;pero tú me revelasel apetito indivisible, y cruzascon tu antorcha inefableincendiando mi pingüe sementera.10
No sorprende por ello que otro de los poemas susceptibles de proclamarse sin duda inspirados por Margarita Quijano sea “Día 13”, cuyo gemelo literario es la prosa “La dama en el campo” (Don de febrero). En ambos textos se asienta la rotunda contundencia del deseo y de la carnalidad, pero asimismo la configuración solar. Es altamente revelador que esa dama que inspira a la concupiscencia vaya vestida de negro, como si guardara luto. Sin embargo, su aparición se da en un paisaje totalmente amarillo: “el febrero amarillo de la cosecha”. Por su parte, uno de sus tempranos estudiosos, Pedro de Alba, expresa estas cualidades: “un culto casi místico con el vigilante sentido pagano”.11  Lo cierto es que tanto en “Día 13” como en “Transmútase mi alma”, la mujer se convierte en portadora de luz, calor y fuego a pesar del ropaje luctuoso. Si una incendiaba las pingües sementeras —es decir las semillas en espera de germinación, como en La tierra baldía—, ésta es un bólido que ilumina un cielo negro:
Superstición, consérvame[el radiosovértigo del minuto perdurableen que su traje negro devorabala luz desprevenida del cenit,y en que su falda lúgubre era[un bólidopor un cielo de hollín sobrecogido…12
Las cualidades identifican a esa dama en el campo con la figura mítica de Perséfone o Proserpina, de acuerdo con el relato del mito por Claudius Claudianus, cuyas líneas presiden este ensayo. Llamo la atención hacia el hecho de que para propiciar una adecuada cosecha y fertilizar las sementeras, las costumbres ancestrales arrasaban la tierra, la quemaban. Otra costumbre era encender el fuego en los inicios de la cuaresma, lo cual ofrecería una nueva pista para una lectura con base en el mito. ¿Estamos ante Ceres o ante una deidad solar que arrebata a los dioses solares sus atributos?
Cada aniversario, cada fecha en que podemos acercarnos a López Velarde es un pretexto excelente para emprender una nueva lectura sobre una poesía que a pesar de asedios y aportes y contribuciones de una suma de voluntades e ingenios, continúa encerrando misterios. Sirvan estas líneas para celebrar el centenario de uno de los grandes libros de la poesía mexicana del siglo XX.


Notas
1 Con excepción de las citas de Zozobra, que se indican puntualmente, todas las referencias de Ramón López Velarde corresponden al tomo Obras, 2a. edición, compilación de José Luis Martínez, FCE, México, 1990.
2 “Deseo y represión, mujer y necrofilia en Ramón López Velarde”, en Escribir el cuerpo: 19 asedios desde la literatura hispanoamericana, Carmen Mora Valcárcel y Alfonso García Morales (coordinadores), Universidad de Sevilla, Sevilla, 2003.
3 López Velarde, Obras, p. 478.
4 “Ramón López Velarde: el hombre solo”, en El Hijo Pródigo (edición en facsímil), XII, abril-junio de 1946 y XIII, julio-septiembre de 1946, FCE, México, 1981, p. 191.
5 Luis Noyola Vázquez, Fuentes de Fuensanta. Tensión y oscilación de López VelardeFCE, México, 1988, pp. 55-56.
6 “Poeta/ nacional/ moderno/ católico: notas sobre la recepción crítica de Ramón López Velarde”, en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, www.cervantesvirtual.com.
7 Todas las citas de versos de Zozobra corresponden a la edición especial realizada para conmemorar el centenario del segundo libro del poeta nacido en Zacatecas, editada por Las Brujas de Oviedo / Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, Santiago de Querétaro, México, 2019.
8 Ramón López Velarde, Obra poética, edición crítica José Luis Martínez, Universidad de Costa Rica, Madrid, 1998, p. 72.
9 Ibid., p. 88.
10 López Velarde, Zozobra, op. cit., p. 10.
11____________, Obra poética, op. cit., p. 237.
12____________, Zozobra, op. cit., p. 10.

domingo, 8 de julio de 2018

Alí Chumacero: la construcción de un monumento

8/Julio/2018
Confabulario
José Homero

Para Dionicio Morales los contrarios son preponderantes en la poesía de Alí Chumacero. La pareja que destaca es la del mar y el desierto, además del amor y la ruina, o del monumento que crea el amor y la ruina que impone el tiempo. En el estudio introductorio a la antología Amor entre ruinas1, que efectúa un corte a partir de la temática amorosa, amén de fechar poemas, procedencias y procedimientos, explora la semántica del concepto y postula una posible lectura de esta poesía tan elusiva y en sus resonancias compleja. El linaje bíblico sería una de sus peculiaridades. Quien ha nutrido su voz con las melifluas carnes del dátil sabe que arena y agua son tan consustanciales como instante y eternidad, como fertilidad y esterilidad. Aunque ciertamente en este cuerpo textual abundan las menciones a los orbes inversos del océano y el desierto, a la espuma y al polvo, no lo es menos que dicha correspondencia propone una concepción que acaso podríamos ceñir enunciados como fertilidad y esterilidad.


Una criba de estos poemas, distribuidos en tres escuetos volúmenes: Páramo de sueños, 1944; Imágenes desterradas, 1948; y Palabras en reposo, 1956, ofrecería un abanico de imágenes signadas por la oposición. Los amantes y el amor conocen una ensoñación marítima; el amor es espuma y del encuentro amoroso surge una floración. Poeta de símbolos e imágenes arraigadas en la tradición, cuyo uso en varios momentos recuerda al utensilio del epíteto, Chumacero vincula al erotismo con la fecundación. El atributo acuático prohija vergeles, los cuales cifra la rosa, símbolo decisivo dentro de este sistema textual. Lo contrario, el tiempo del presente en que se remonta el cauce del tiempo, entendido como una dimensión, es desierto, páramo, naufragio. Y acaso por ello, si bien uno de los poemas más celebrados, “Amor entre ruinas”, precisa los derroteros del amor en nuestra cotidianidad, no menos cierto es que el romántico –en el sentido del término oriundo: trascendentalismo a partir del amor– “Poema de amorosa raíz” se antoja insoslayable complemento. Reminiscente de la filosofía de Empédocles, enfatiza el amor como fuerza genésica confrontada con la esterilidad y la no-creación; un fundamento que antecede al origen del cosmos mismo.


Cuando aún no nacía la esperanza
ni vagaban los ángeles en su firme blancura;
cuando el agua no estaba ni en la ciencia de Dios;
antes, antes, muy antes.


Ecos del páramo

Un verso resume con precisión los polos entre los que se desarrolla la poesía de Chumacero; “Igual que rosa o roca”, del poema “Vencidos”. Sería oportuno asentar la importancia de la rosa y la roca para comprender las dualidades que urden este imaginario. Para Ramón Xirau, roca y rosa revisten la discrepancia entre instante y eternidad, entre fluidez y petrificación temporal; un aspecto que consiento existe aunque no constituye, desde mi perspectiva, la oposición fundamental. Rosa y roca entrañan a la vida y la muerte. El parentesco fónico entre esos dos símbolos privilegiados, la flor (rosa), la terrenidad (roca), nos guía precisamente al jardín central de esta construcción. Jacobo Sefamí, que la ha estudiado con prolija inteligencia, ha dicho: “la dualidad muerte fugaz-muerte perenne rige casi toda la obra poética de Chumacero. De la rosa o de la roca parte toda recreación del mundo.”


Amor y desamor se revisten con los atributos agrarios de la fertilidad y la esterilidad que encarnan en rosa y roca, mar y desierto. Otro duplo atendería las oposiciones verbales y sobre todo la dinámica del ascenso-descenso, observada por Evelyn Picón-Garfield. Aunque de acuerdo a José María Espinasa, dicha pareja también sustentaría una pesquisa fenomenológica sobre el acto de ver y la ceguera. La pertinencia de estos análisis, me parece, radica en que además de corroborar la impresión de que todo asedio a la obra Chumacero precisa de un diseño binario, encausa nuestra atención hacia los acontecimientos, los actos que ocurren entre ese limbo que configuran los opuestos.


Marco Antonio Campos, recurriendo a una equivalencia del gusto popular, llama a la poesía de Chumacero “crepuscular”. Calificativo justo con la condición de que recuperemos la noción de crepúsculo. ¿Entre qué momentos sucede?, ¿cuáles son los periodos que separa? Si he apuntado que más que los límites importa la superficie que estos delimitan, cabría entonces recorrer esta configuración para señalar los cauces. Cabe sorprendernos de que una escritura tan declaradamente terrena, consciente de que todo conocimiento procede de los sentidos, parezca escenificarse en un escenario abstracto que no vacilo en comparar con el espacio analítico de la imaginación ilustrada. Esa suerte de campana neumática, que a decir de Vicente Quirarte preside la obra de Contemporáneos, determina no pocos de los poemas de Chumacero. Sea el espacio donde cae la rosa aporística o donde se erige la estatua, sean esos sitios aislados de la ciudad que son los jardines o las ínsulas del deseo que constituyen hoteles, posadas y mesones, esta virtualidad acontece entre dos periodos y por ello pareciera escrita desde un altozano o bien desde el limbo; siempre desde una ausencia. Una cesura que permite observar el tiempo pasado y columbrar el venidero. Sólo que en una visión tan desolada, el día por venir ya está aquí: es la caída y por ende su correspondiente campo es desértico. El páramo, eco de la tierra baldía: “un alto simulacro de ruinas”.



Comarca ficticia que permite confrontar tiempos y territorios distintos, la poesía de Alí admite una interpretación sustenta en la dualidad, cara a las lucubraciones mitologizantes de Roger Callois y Mircea Eliade. Una primera y no infiel lectura argüiría que el poeta es un expulsado de la esfera sacra, con la cláusula de que no olvidemos que para este poeta el único dominio consagrado es el cuerpo femenino. Indicada esta particularidad, la rosa del sentido se abre y podemos advertir que en realidad el territorio cargado de significación negativa es la vida entera del hombre nacido de mujer, corto de días y harto de sinsabores. También que será en este ámbito, el lugar de los sentidos, donde se encuentra un sucedáneo, el “mentido paraíso” que la mujer ofrece; ese “simulacro de ruinas”, que ya citamos.


De este modo, los poemas de Alí antes que privilegiar el amor terrenal, recuerdan su imbricación. Sustentan que sólo el erotismo, esa isla que engendran los amantes y que los une con todas las parejas de amantes que la historia registra, nos permite acercarnos a la esencia vital. Durante la regencia del Amor surgen las flores, el mar se agita, las manos ven, los ojos tocan. Fuera de ello, sólo el poema, la recuperación así sea mediante el recuerdo, permite remontarse a ese lugar cargado de valencia positiva donde prevalece sin embargo la convicción de que se trata de un pálido trasunto del paraíso primordial:


Vuela el amor sobre la orilla, salva
tribus, memorias, abre eternidades
para que en ellas el engaño triunfe
y luego, cuando baja la marea
pierde su furia contra airada zona
y la caricia es triste duración.


Relámpago entre eternidades

“Regresaré así a mi origen, descansado ya del viaje, a cumplir la antigua idea de que el hombre es sólo un relámpago entre dos eternidades”. Tales palabras, pronunciadas por Chumacero, durante el homenaje que le rindió la ciudad de Acaponeta el 23 de abril de 1987, remiten curiosamente al verso último de “Cuerpo entre sombras”, uno de los poemas postreros del poeta; y a decir de Morales, una transformación del verso de Carlos Pellicer “en el tiempo entre dos eternidades”. Lo que me interesa aquí es la concepción de la vida, ese “periodo de tiempo durante el cual estamos vivos”, más que como un relámpago, como una ocurrencia. Si he apuntado que los contrarios delimitan un territorio, el cual puede manifestarse como espacial o temporal, nada mejor que la imagen del relámpago para representar la vida.


Una figura vecina con sus rasgos semejantes, como son la brevedad y el aislamiento, es la isla, que en “Responso del peregrino” se convierte en la Isla de Pathmos, metonimia que representa la vida misma, según explicación del propio Chumacero. Si la vida es precisamente un breve lapso, también lo es que se trata de un “valle de lágrimas”, como gusta repetir este escritor magistral, que a decir de Jaime Ramírez Garrido aconseja no rehuir el lugar común. Analizando la imagen de Pathmos, Alí menciona que se trata de la vida plena de infortunio. Para entender cabalmente la alusión deberíamos remitirnos a las explicaciones consecuentes. La tempestad, más que el amor, como quiere Dionicio Morales en su lectura del magistral responso, se transforma en la propia vida. Nada más preciso entonces que relatar isla, tempestad y relámpago. Si la vida permite esta comparación es precisamente por su brevedad y su dureza. De ahí a tejer un admirable tapiz con una historia de tempestad y naufragio apenas si hay un paso. No deberíamos dudar en convertir la crítica en una suerte de narrativa, siguiendo los derroteros por los que se internan los amantes, las huellas de la estatua y completar nuestras observaciones con estampas coloridas.

/Lector instruido en la filosofía moderna, singularmente en las obras de Martin Heidegger, Jean-Paul Sartre y Albert Camus, para Chumacero la existencia acontece entre dos tiempos:


…el denodado/alucinar de quien anhela y sabe
que entre el ardid de la sonrisa todo
sueña y descansa en el navío fúnebre.


Habría que reparar en esta acotación y en las correspondencias que entabla con otro cantor del cuerpo femenino y de la poética del intersticio: Octavio Paz. Si no pocos poemas pacianos postulan la experiencia estética como un suceso entre dos realidades y permiten una lectura a raíz de El ser y el tiempo, las imágenes, más herméticas, menos notorias de Chumacero, coinciden en mostrar no sólo al existir como una ocurrencia sino a todo lo verdaderamente memorable como una germinación entre lindes opuestos. El “Amor entre ruinas” de Chumacero, tan comentado y notorio, verdadera imagen que declara y enuncia el sentido de esta obra, del mismo modo que el relámpago o la isla, sugiere al “Himno entre ruinas” de Paz.


En tanto vivimos en el dominio de la caída, antes que postular una estética metafísica deberíamos fincar una terrena. En apariencia, Chumacero, con su melodía sutil, que él ha explicado en términos musicales remitiendo al impresionismo de Claude Debussy, con su ausencia de color, con sus símbolos y metonimias de sello culterano, es curiosamente uno de nuestros poetas más vivos y sensuales. No sorprende entonces esa aparente paradoja que ha motivado el reparo de críticos y comentaristas: la vida del poeta. No se trata de oponer la jovialidad de su talante a la seriedad de su obra, un truco para el infantil asombro del lector, sino de indicar la secreta coherencia que une al autor con su producción: ambas coinciden en configurar a la existencia como desdichada con efímeros momentos de gracia. Beber, bailar, amar, la alegría preconizada por el Eclesiastés, constituyen esos momentos que Alí encuentra en la vida y asienta en su poesía.


La evocación remite a un acto pasado. Si la existencia está regida por el infortunio y los únicos momentos felices se vinculan al amor, el papel de la memoria es recuperar sensaciones. Doble infortunio, en tanto la dicha ha huido y la evocación altera los sucesos. Si la poesía condensa la temporalidad –en la interpretación de Xirau–, o bien vuelve a ésta cristalización, según Morales, también es cierto que el procedimiento resulta indisociable no sólo de una concepción del arte sino ante todo del mundo. De idéntica manera en que se desdeña la correspondencia entre biografía y obra que proclaman la terrenidad y la fiesta, así tampoco se advierte que esa consagración del momento que propone es intrínseca a un programa estético de raigambre romántica, a condición que entendamos dicha índole en su dimensión original y no en la versión sentimental. En diversas entrevistas el poeta ha enfatizado su noción del poema como un producto destinado a durar. Si rastreamos sus opiniones críticas encontraremos ese eje, no sólo en sus reflexiones sobre el trabajo poético sino también con relación a otras disciplinas estéticas: danza, pintura, música o escultura. Mientras la vida transcurre y las cosas suceden, el arte se ocupa de la detención del devenir. No habría que olvidar las resonancias heraclíteas de sus principios, como él mismo se ha encargado de indicar. “Responso del peregrino” es para el caso ilustrativo, con su imagen de la alondra pero también palpitan las ideas de Empédocles de Agrigento, quien postulaba un incesante fluir del universo, una alternancia entre Amor y Odio. Tal es la tesis del Responso…: nosotros moriremos pero nuestros hijos, las generaciones siguientes, continuarán el ciclo, esa alternancia entre infortunio y dicha, entre Amor y Odio.

Cristalización, detención del fluir, ¿a dónde nos conduce esto? Espinasa, en su juiciosa y bella exploración de “Los ojos de la estatua”, explica que la estatua es la petrificación de una mirada viva. Por su parte, Xirau advierte la cualidad temporal y el aspecto petrificante (“estructural, arquitectónico, escultórico”, lo llama). Cierto, los poemas remiten a un periodo feliz pero sobre todo convierten en perdurable, en posible de reiterarse, así sea en las distintas voces de los lectores, un momento de otro modo perdido. Y es por ello que surge la posibilidad del amor en un cuerpo distinto.


Lector de Heidegger, a Chumacero no debió escapársele, por un lado, la visión de la poesía como un suceso en el tiempo de los dioses desterrados; por el otro, que el arte, enfrentado a una existencia desprovista de sentido, yergue su solitaria llama como un monumento. Es en este sentido que pienso debe leerse la obra entera de Chumacero: como un monumento, detención de la cualidad temporal de la existencia, memoria y elogio de esa condición mortal; y a la vez, manifestación que nos permite revelarnos como seres verdaderos.


Amor detiene al tiempo
y el tiempo se detiene en su carrera,
convertido en el témpano que al agua inmoviliza


 

Nota: 1. Amor entre ruinas, prólogo y selección de Dionicio Morales, colección Ars Amandi, CNCA/Centro Cultural Tijuana, Gobierno del Estado de Nayarit, 109 pp. México, 1999.

domingo, 3 de septiembre de 2017

Juan Vicente Melo: Resurrección de un clásico secreto

3/Septiembre/2017
Confabulario
José Homero

Hay escritores que parecieran marcados por el infortunio. No sólo en su vida personal, donde los ejemplos son legión, sino en su obra. Y no me refiero a los desdichados cuyo entusiasmo y ambición fue más abundante que su talento sino a aquellos de auténtico legado.
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¿Habrá acaso un escritor más relegado que Juan Vicente Melo? Uso tal término no para compararlo con otros marginales sino porque su obra reclama como pocas el epíteto de clásica: La obediencia nocturna a casi cincuenta años de su aparición continúa emitiendo su poderosa luz negra que la convirtiera en una de las mejores novelas de las letras mexicanas y del castellano y Fin de semana es parte del puñado de tomos de cuentos perfectos de nuestras letras. A pesar de estas virtudes ha estado largamente fuera del mercado, sujeta a vaivenes caprichosos: a veces encontramos sus libros, luego son imposibles de encontrar.
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Ciertamente hubo un tiempo en que era asequible: Los muros enemigos (1962) apareció en la colección Ficción, legendaria durante la dirección de Sergio Galindo (1957-1964), mientras que Fin de semana (1965) yLa obediencia nocturna (1969) fueron publicadas por Ediciones Era. Dos de éstas se incluyeron en la selecta colección Lecturas Mexicanas –la novela en 1987, Los muros en 1992–. Lo cierto es que a diferencia de otros cofrades de su extraordinaria generación –denominada de la Casa del Lago y también del Medio Siglo–, su bibliografía no está consagrada por colecciones y casas canónicas, como pudiera haber sido –y pienso aún que debería– el Fondo de Cultura Económica.
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He señalado ya que La obediencia nocturna y Los muros fueron recopilados en Lecturas Mexicanas. Su mejor libro de cuentos, Fin de semana, asombrosamente no fue reeditado. De modo que durante muchos años leer a Melo de manera cabal fue un privilegio casi exclusivo de los veracruzanos. Más que el demonio de la ironía, la ironía del demonio tramó que uno de los escritores más renovadores de la literatura mexicana quedara reducido a un dudoso papel de gloria pueblerina. En 1985 la Universidad Veracruzana lo incluyó en una colección de visos regionalistas denominada Rescate, con una ronda de ilustres veracruzanos ya difuntos como Juan Díaz Covarrubias, María Enriqueta Camarillo o José María Roa Bárcenas. Nada que objetar a la compañía ni a la intención –claro que es un clásico veracruzano– pero Melo vivía y pese a su deterioro y fragilidad aún era joven –cincuenta y tres años cumplidos– y hubiera sido mejor incluirlo en la colección Ficción de la misma universidad, que entonces coordinaba Luis Arturo Ramos, pionero del asedio crítico a este universo: Melomanías, la ritualización del universo, ganó el premio de ensayo José Revueltas de 1989.El agua cae en otra fuente, título homónimo de uno de los cuentos incluidos, con todo prosperó y dio impulso a una voz que ya desde la década de los ochenta se perfilaba como definitiva en nuestras letras. En la década siguiente otra institución estatal, el Instituto Veracruzano de la Cultura (Ivec), reunió cuentos publicados e inéditos en un tomo denominado Cuentos completos. Agotado el tiraje –me consta que sólo hay un volumen para consulta en el inexistente archivo del instituto–, Melo volvió a las catacumbas en las siguientes dos décadas.
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José de la Colina llamó a Melo un clásico secreto. Para ajustarse al juicio, acaso, durante todo este ya largo siglo XXI permaneció agazapado, un nombre legendario más que un autor real, a pesar de que nunca ha desaparecido del todo, pues no hay escritor ni crítico de aprecio que pueda ignorar su valía. Para paliar esta ausencia, yo mismo a principios de 2012, cuando dirigí la colección Mínima del Ivec, tramé una breve antología denominada La realidad intolerable, cuya selección y prólogo trazó otro gran melómano: Rafael Antúnez.
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Por estas peripecias editoriales la instauración de la colección Obras de Juan Vicente Melo por la Universidad Veracruzana resulta digna de encomio y la aparición de La obediencia nocturnaCuentos completos yAutobiografía, cada uno con prólogo de Luis Arturo Ramos, meritoria de celebración. Al fin, esperamos, Melo volverá a circular y a ganar nuevos adeptos. Al fin dejará de ser un nombre secreto para encontrar a esos lectores en ciernes a los que su poderosa y exigente literatura se dirigió.
La escritura y la seducción
Reeditar no es sólo devolver un autor al mercado sino una propuesta crítica. Hay escritores quienes desde su propio presente encontraron su sitio en el zozobrante sistema planetario de las letras; casos mayores, los de Octavio Paz, Carlos Fuentes o Juan Rulfo. Hay otros que a menudo ven su órbita desplazarse por la irrupción de nuevos astros, cuerpos que trastornan ciclos y posiciones. Sospecho que no ha sido este el caso, según expongo en la primera parte de esta recensión. Recuperar una obra es hasta cierto punto presentarla como novedad, en un medio y un contexto muy distinto al de su génesis. Todo rescate, deviene juicio final, quizá no haya una segunda oportunidad. De modo que más allá de las recomendaciones basadas en sentencias y en jerarquías, la mejor evaluación es cuestionar una obra como inédita. Situar sus méritos y cotejarlos dentro del orden al que pertenece. ¿Será capaz de hablarnos desde su presente?, ¿aporta sentidos a nuestro horizonte?
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Recorrer sin cortapisas la cuentística de Melo nos permite visitar conocidas arquitecturas y redescubrir con emoción pueril antiguas plazas, galerías y pasadizos apreciando sus matices. Si hay autores neuróticos, vehementes para controlar su escritura, Melo es uno de ellos. En los libros mayores Los muros enemigos yFin de semana, pero asimismo en sus cuentos dispersos agrupados bajo un arbitrario Al aire libre –¿por qué esa denominación? Entiendo que fue el elegido por Alfredo Pavón, responsable de la compilación del Ivec, pero no se justifica mantenerlo; obra no compilada hubiera sido más justo; atribuir títulos a quien ha muerto no es una práctica ni crítica ni éticamente muy loable– encontramos la fidelidad a una serie de constantes que igualmente permean La obediencia nocturna. Ese conjunto de tematizaciones y de concomitancias sería susceptible de agruparse bajo la doble valencia del simbolismo y el ritual. Ciertamente una pareja tal puede provocar equívocos: un ritual simbólico. Y no, se trata de dirimir claramente dos órdenes, que sin embargo están vinculados. La ritualización está presente en las costumbres. Los personajes de Melo comparten actos rutinarios: afeitarse, aplicarse agua de colonia, mirarse al espejo, recorrer las calles, encender un cerillo, convocar mediante la nominación… Y este empeño que indicaría una suerte de conducta obsesiva se complementa con una noción mágica: la simbolización del cosmos. Los personajes, además de propiciar la ventura con actos de seducción –esos rituales y hábitos–, la requieren mediante las manifestaciones supremas de la enunciación: la invocación y la escritura. Los personajes escriben de manera incesante aunque sea más un gesto que un método; escriben en las ventanas, en las mesas, en la piel propia y ajena. El propósito es cifrar: aprehender la inasible realidad en un código, en una red lingüística. Una propuesta de eludir la realidad a través de la alusión. Dualidad que afecta su sistema; aunque más visible en los cuentos igualmente sella la novela.
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Ciertamente la lectura continua permite reconocer olvidados aromas, escuchar las sinuosas notas que nos devuelven a un tema largamente olvidado, como esa canción que uno intenta recordar. Entre otros puntos: la repetición de los eventos, el carácter cíclico de los actos, el ascendente fatalista, la signatura mágica y supersticiosa que atiende a los enigmas de las diversas mancias, desde el esquemático zodíaco hasta los trastornos, los pequeños contratos que acordamos con el destino. De ahí la importancia de las variaciones en las condiciones atmosféricas, la vinculación entre fenómeno de la naturaleza, variación y epifanía, pues al modo del James Joyce de “Los muertos”, Melo es un devoto de la revelación. Momento que de súbito nos conduce a la alteración, la otredad, como la aspiración y tema secreto de este universo.
Río en la frontera
Más allá del elogio a la unidad de Fin de semana o a los logros individuales de cuentos como “Los muros enemigos”, “Cihuatéotl” o “El agua cae en otra fuente”, lo que importa es descubrir que las estrategias de Melo continúan siendo vigentes y en muchos casos semejan herramientas inéditas. Estamos ante uno de los escritores mexicanos que más ha extendido la frontera narrativa. Para destacar, para argüir por el lugar de un autor no basta con repasar la nomenclatura temática ni el instrumental quirúrgico de la teoría académica. Para detentar el papel de abogado que a la mitad del foro se yergue exigiendo una reivindicación es necesario el conocimiento: ni principio de autoridad ni memoria –recitar lugares comunes, modos ya aprendidos.
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Releer La obediencia nocturna es descubrir insólito su rico tapiz intertextual donde los versos de poetas de su generación y de otras lenguas, donde los motivos literarios propios y ajenos, e incluso situaciones se integran de manera perfecta a la escritura. Melo gozó de una prodigiosa memoria pero sobre todo un oído perfecto. La obediencia nocturna a su modo es nuestros Cantos poundianos con su voracidad rítmica y textual para alimentarse de versos, frases, acentos de otros. Es también un límite: una escritura que se encuentra siempre a punto del desbordamiento, que sí posee una anécdota y un tema, pero que sobre todo se presenta como un discurso cuyo principal mérito es el flujo. A caballo entre la riada de conciencia y el monólogo, entre la cita y la letanía, busca deliberadamente la opacidad semántica para mejor implotar su dimensión simbólica. Testimonio de la fractura de un orden es también una de las novelas límite. Después de ella, como en Beckett, sólo se avizora el silencio.
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En Melo la sintaxis lo es todo pero sería injusto reducir su narrativa a un asunto de escritura, en el sentido en que lo entenderían los antiguos maestros del nouveau roman y su corte crítica –de Roland Barthes a Jacques Derrida–. “Los muros enemigos”, “Viernes: la hora inmóvil”, por ejemplo son briosos ejemplos de complejidad en el manejo de los tiempos y los espacios textuales, de comprender y exponer que en el relato el triunfo se consigue únicamente a través de las palabras. Más que las acciones son los puntos de vista y el fraseo lo que nos presenta las escenas. ¿Cómo superar el manejo magistral de la prosa, el dominio de cada figura retórica hasta componer una escena única de simultaneísmo, de impresionismo lingüístico que nos ofrece en el relato “Los muros enemigos”?
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… la larga interminable hilera de paredes grises donde íbamos a poner nuestros nombres y la ventana de vidrios rotos que se abre y la mano desconocida que torna el arma que introduce la bala en el cañón que sube hasta los ojos que mira que centra que lo sigue que aprieta el gatillo y la bala que recorre el conducto negro que sale que silba que corre en el aire bajo el sol entre el calor al lado de otras balas dirigiéndose a él buscando su pecho el sitio preciso abajo exactamente abajo y un poco a la izquierda de la tetilla izquierda y no sentir nada solo ver el agujero y los muros enfrente y luego el caerse con todo y caballo el revolcarse entre la fina y pegajosa arena de los médanos el arrastrarse tratando de encontrar algo en qué sentir que todavía está vivo caminando como víbora hasta la orilla del mar en busca de remedio para esta sed el arrastrarse dejando un delgado camino de sangre que corre libre fuera de las arterias y venas rotas destrozadas.
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Con la reedición de sus principales títulos, Juan Vicente Melo regresa no como un autor del pasado, así sea esa gloriosa y hoy legendaria década de los sesenta mexicanos, sino como un creador del porvenir que hoy podemos convertir en presencia. Es hora de conocer finalmente a uno de nuestros clásicos más ignotos.