24/Agosto/2014
Confabulario
Luis Pérez Santoja
A pocos autores asociamos con la música como a Julio Cortázar. En su
obra no es sólo que haya personajes músicos o melómanos o que alguien
asista a conciertos, sino que la esencia de la música es parte de la
cotidianidad y del pensamiento de muchos personajes. En Cortázar tal
asociación siempre se ha inclinado al jazz, debido a su pasión y
conocimiento y por sus perennes alusiones al mismo, más cercano a
lectores y a críticos, alejados de la música clásica. Además de varios
ensayos sobre músicos Cortázar, hizo narraciones que dependen totalmente
del fenómeno musical, como su emblemática novela Rayuela, impregnada de
jazz en más de un sentido.
Pero también la música clásica está inmersa en los textos de Cortázar
y, en menor grado, el tango y la canción francesa. Sus personajes, aun
los no cultos e intelectuales, hacen referencias a compositores de la
vanguardia clásica de las primeras décadas del siglo XX y por sus
páginas pasan preludios y fugas de Bach, cuartetos de Beethoven,
sinfonías de Haydn y obras de Mahler o de Berg y la indeterminación de
Cage y el azar libertario de Stockhausen. Cortázar demostró en más de un
cuento y en un capítulo de Rayuela que un concierto clásico puede ser
contexto ideal de una narración.
El jazz… y otros, de Rayuela… y otros
Cortázar afirmó en más de una entrevista que su literatura y el jazz
estaban muy ligados, sus texto cargados del ritmo y del empuje del swing
o del be-bop; incluso confesó que pasajes de Rayuela los escribió
mientras pensaba en improvisaciones del jazz y en la música clásica
moderna, con su liberación tonal y sus estructuras aleatorias, que no es
otra cosa que improvisación. Quien lea aunque sea un cuento de Cortázar
percibe que lo más notorio de su estilo y su lenguaje es el ritmo
cadencioso, su tono coloquial y ese modo de truncar las frases en
momentos en que parece haberlo dicho todo; como esas frases musicales en
las que el compositor no ha “resuelto” la tonalidad y la música
concluye con una sensación de que faltó algo más y que a veces sí, que
voy por más y que ahí te cuento.
De chico Cortázar estudió piano y un poco de clarinete en el ámbito
familiar y después, la trompeta. (“En un tiempo la tocaba pésimamente,
para tortura de mis vecinos, pero ahora… vivo en los aviones. Y la
trompeta es un instrumento implacable que exige una preparación de los
labios y eso sólo se consigue tocando seguido… debo confesarte que yo
soy un músico frustrado”). Pero más allá de ese aprendizaje, la música
fue su verdadera pasión y su tema favorito de conversación; si acaso le
gustaba hablar de box y, ni modo… de literatura.
Melómano absoluto (“Me obligaron a tocar el piano desde los ocho
hasta los trece… una tía mía, fanática de Bach y de Chopin fue la que
hizo de mi un melómano…”), Cortázar era poseedor de una vasta colección
de discos (tanto en antiguos de 78 rpm como en “modernos” LP de acetato)
y que son los que menciona por las páginas de Rayuela, como en las
interminables y presuntuosas reuniones del Club de la Serpiente, con sus
variopintos personajes de posibles artistas y escritores basados en
conocidos del autor: Etienne (pintor), Gregorovius (herzegovino, se
llama Osip como Mandelstam), Guy Monod, Perico (sólo se sabe que lee),
Horacio Oliveira —álter ego de Cortázar— y la elusiva Maga, y Ronald
(pianista) y Babs —otro ineludible álter ego suyo porque él es quien
posee y “les larga” o “les suelta” los innumerables discos que escuchan y
discuten (“Ronald les soltó un John Coltrane que hizo bufar a Perico”).
En la segunda parte del libro, los sesudos diálogos se darán entre
Oliveira y Gekrepten y Traveler y Talita.
Ahí están Parker, Davis, Armstrong, Bessie Smith, Hawkins, Gillespie,
Young, Wilson, Roll Morton, la Holiday y la Fitzgerald, Powell, Hampton
y sobre todo, pero sobre todo, el primer Ellington, Bix Beiderbecke
—jazzista de culto, por si alguno no lo fuera, muerto a los 28— y el
gran Thelonius Monk, su icono emblemático.
Curiosamente los favoritos de Cortázar eran los iniciadores del jazz.
Cuando escribe Rayuela obra, estaba en pleno apogeo el revolucionario
free jazz, pero Cortázar crea un himno literario a los orígenes del
género, sin ocultar su admiración por los más cercanos: Peterson,
Mulligan, Ornette Coleman —iniciador del “jazz libre” (libertino, diría
yo)—
Sheep, Getz y hasta Keith Jarrett. En cambio, no era un conocedor
apasionado del rock de su tiempo y se avergonzaba de que casi sólo le
gustaban The Beatles y Rolling Stones y más los primeros.
¿Será posible para un lector actual imaginar que Cortázar pudo no
tener siquiera la noción de que pronto el mundo discográfico estaría
contenido en un disco compacto? ¿Habría agregado a Rayuela otras ideas y
frases discófilas si hubiera conocido el CD?
Pobre de quien no esté familiarizado al menos con los nombres y
estilos del jazz porque no entenderá las discusiones sobre música entre
estos seres —adoloridos e indolentes, tan pintorescos ellos— cuando casi
cualquier sentimiento o conflicto existencial pareciera tener un símil
en una pieza o estilo musical o en un intérprete legendario; y el
equivalente clásico no queda atrás con alusiones repentinas (la Maga,
“si verdaderamente se llamaba Lucía como Mimí”, aludiendo al aria de la
La Bohéme que dice: “Si, me llaman Mimí, pero mi nombre es Lucía”.)
¡Ah, Rayuela! Quién no sabe a estas alturas que su estructura es
libre, con al menos dos modos de leerla, uno de ellos alternando
capítulos en un desorden ordenado (aleatoriedad controlada por el
director, decimos en música) y, después, tantas lecturas como dicte el
azar decidido por el lector; quién no sabe que su base se basa en el
sentido de la indeterminación narrativa y cronológica que, tal vez, ni
el propio autor conoce.
¿Por qué Rayuela nos deja siempre al final una sensación de tristeza,
de desamparo incluso; eso que nos provocan las grandes novelas-río o
las sagas decimonónicas o las historias de formación, sin que sea una de
ellas? ¿Será porque a pesar de su permanente sentido del humor, tan
corrosivo a veces, tan ingenuo otras, tan Cortázar siempre, permea en
ella un espíritu evocador y nostálgico contenido en su lenguaje, su
historia, sus personajes tan vivos que no quisiéramos que termine la
lectura (¿la lejanía del terruño, la desaparecida Maga, el triste
destino de Rocamadour, el tiempo perdido del pasado musical?).
De El perseguidor a “Las Ménades”
Tal vez dos de los textos más logrados y definitivos de Cortázar que
tengan como tema la música, jazz o clásica, sean El perseguidor y el
perturbador cuento “Las Ménades”.
El perseguidor, obsesiva novela corta, es uno de los mejores momentos
de la obra total de Cortázar y, después de Rayuela, es su obra más
comentada, analizada y, tal vez, leída, resultado lógico por ser una
narración tradicional en estructura y lejana de los elementos de estilo,
lenguaje y temática más característicos de Cortázar. Esta obra maestra
también es muy atractiva por su apariencia de biografía de un
trompetista real, que es y no es Charlie Parker, pero que nos lo
recuerda a cada instante. Además, está implícito el fenómeno de la
creación artística de todo género, la subjetividad del arte y, sobre
todo, de la crítica musical. Hay más de un “perseguidor” en este texto
de Cortázar que se refiere a la búsqueda de un ideal creativo, de “la
otra realidad de la vida” a través de la música, a través del jazz. Pero
El perseguidor exige mayor espacio para ser analizado y seguir sus
ejemplos musicales, por suerte no tan alejados de los de Rayuela, aunque
más concentrados en Parker y sus colegas.
Un concierto convencional, con un público normal, puede devenir en
otras cosas: en una representación de la histeria colectiva producto de
la idolatría, en una alegoría sobre las mitológicas ménades y en una de
las obras maestras de Julio Cortázar, el cuento “Las Ménades”. Como pasa
con el jazz, es usual que el cuento se analice más por su relación con
la mitología y menos sobre sus indispensables detalles musicales.
Las ménades eran las ninfas servidoras del dios Dionisos, dios del
vino y del exceso (para los romanos, Baco). Al ser aquellas poseídas por
Dionisos, adquieren tal locura mística que en sus ritos orgiásticos
comían carne humana cruda. Las ménades también se relacionan con Orfeo,
músico y poeta (envidiable hijo de Apolo, dios de la música y de
Calíope, musa de la poesía) que atraía a todos con su lira y su canto y
dio a conocer las ciencias y el arte a los hombres. Después de su
trágica relación con Eurídice, Orfeo se retira del mundo y muere
devorado por las ménades por rechazar el culto dionisiaco o tal vez a
ellas mismas. Cortázar transporta sus ménades y a Las Bacantes de
Eurípides a una sala de conciertos.
En una ciudad de la provincia argentina hacia los años cuarenta, en
un concierto sinfónico se celebran las “bodas de plata con la música”
del director y el público muestra su adoración por el Maestro, quien los
sacó de su pobre contexto musical. Es “gente tranquila”, tradicional,
de “y después volando a casa que mañana hay un trabajo loco en la
oficina”, pero no por ello son menos snobs en su actitud social y más en
un concierto clásico. Según avanza el concierto, crece el entusiasmo
fanático por el Maestro, con esa pasión que el público llega a sentir
por los artistas o por una religión —en la antigüedad, por un dios—.
Durante la última obra, surgen muestras de una excitación anormal que al
final se vuelve una histeria colectiva; para adorar a su ídolo, el
público no vacila en acercarse al escenario y trepar para atrapar al
director y a los músicos, bajarlos incluso con violencia demencial y
culminar en un ritual de canibalismo, genialmente insinuado por Cortázar
en la frase final (la mujer de rojo “se pasaba la lengua por los
labios, lenta y golosamente se pasaba la lengua por los labios que
sonreían”).
Abundan los elementos mitológicos de las ménades: las mujeres inician
la violencia ritual, incluso la mujer de rojo es el sacerdote que la
inicia; el estado de éxtasis del “cortejo” que avanza por los pasillos
antes del fin del concierto; el sacrificio canibalesco. No falta un
ciego en el público, como Apolo y, por si fuera poco, está Orfeo cuya
música influía en la naturaleza y en los humanos, como el idolatrado
Maestro, que causa excelsas sensaciones con el poder de la música. Y
ambos son destrozados y engullidos. Barbarie vs. civilización.
Cortázar expresa su melomanía sin par, pero también satiriza sin
piedad: a los expertos en acústica teatral en que cada asiduo a
conciertos se convierte (“…jamás fila trece, porque hay una especie de
pozo de aire donde no entra la música; ni tampoco el lado izquierdo…
algunos instrumentos dan la impresión de apartarse de la orquesta…”); a
los grandes directores y sus seguidores (“viejo zorro”, “insolente
arbitrariedad estética” y “profundo olfato psicológico” para sus
programas; “al final lo ovacionaban por cualquier cosa, por sólo
verlo…”) y al público convencional que “prefiere lo malo conocido a lo
bueno por conocer”.
Cortázar se complace en informarnos del programa para, con gran
sentido del humor, satirizar los vicios de la melomanía convencional:
“Con Mendelssohn (Sueño de una noche de verano) se pondrían cómodos,
después el Don Juan generoso y redondo, con tonaditas silbables (‘en vez
de una orquesta son como susurros de voces de duendes’). Debussy los
haría sentirse artistas, porque no cualquiera entiende su música. Y
luego, el plato fuerte, el gran masaje vibratorio beethoveniano…” (la
Quinta Sinfonía).
La idolatría por el viejo Maestro, que eterniza los aplausos tras
cada obra, es lo primero que no da Cortázar (“—A veces pienso que
debería dirigir mirando hacia la sala, porque también nosotros somos un
poco sus músicos”, dice alguno). Entre las familias asistentes la música
o las cualidades del Maestro son los temas de discusión. Como otro snob
asistente, el narrador-Cortázar nos presume su conocimiento y erudición
al mencionar músicos como Joseph-Édouard Risler, pianista hoy olvidado.
Y el magistral manejo metafórico podría habernos advertido del
trágico desarrollo que se avecina: “Miré hacia… las galerías altas; una
masa negra, como moscas en un tarro de dulce”, “los trajes de los
hombres daban la impresión de bandadas de cuervos”, y el contundente
“Casi nadie oyó el primer grito…”.
Cuando los aplausos estallan sobre la misma música, inaudito en un
concierto clásico, como un desahogo incontenible, es señal inequívoca de
la transformación que la adoración fanática y el poder de la música han
ejercido sobre ese público hasta ahora tranquilo y convencional. Y todo
ello mientras suena, “desencadenado por el Maestro”, el furor
beethoveniano en sus pasajes finales; no olvidemos que es un canto a la
victoria contra el destino y que todo puede suceder. Después el
estruendo ya no será de los músicos, sino contra los músicos y sus
instrumentos, “un estrépito tan monstruoso que ya empezaba a parecerse
al silencio”. Pero lo que sucede en ese ritual devastador y destructivo
lo debo dejar de tarea al lector. Todo resumen sería una burda imitación
de la genialidad de Cortázar para lograr que la intensidad musical
aumente paralelamente a la intensidad narrativa.
Pero… ¿Y Berthe Trépat?
El capítulo 23 de Rayuela (capitulo imprescindible “del lado de
allá”) es uno de los tres más extensos del libro y eso de entrada nos
confirma el interés del Cortázar por la música clásica y su facilidad
para transmitir elementos narrativos a través de la música. El capítulo
sobre la pianista Berthe Trépat es tan real y su personaje tan humano en
su deprimente patetismo que parece tan Ionescu como Zolá, pero es
Cortázar.
Una tarde lluviosa, un hastiado Oliveira, narrador a ratos de
Rayuela, elige entrar a un concierto en un centro cultural parisino. La
descripción del teatro semivacío, los detalles de los no muy singulares
asistentes y los del programa que se tocará contrastan con el triunfal
inicio de “Las Ménades”. Madame Berthe Trépat, “medalla de oro” en quién
sabe qué o dónde, según dice el papel mimeografiado, interpretará una
obra en primera audición mundial, Tres movimientos discontinuos de Rose
Bob; una obra en primera audición en París, Pavana para el General
Leclerc de Alix Alix y al final, Síntesis-Délibes-Saint-Saëns de
Délibes, Saint-Saëns y Trépat. Los títulos y los autores, producto de la
invención de Cortázar —excepto, claro, Delibes y Saint-Saëns—, nos
predisponen como a Oliveira, quien piensa: “Joder, joder con el
programa”, aunque después afirmará con humor: “Sólo obras de primera
audición, un gran mérito en este mundo de gran polonesa, claro de luna y
danza del fuego”.
Por supuesto, en esta “secuencia” de Rayuela, Cortázar intenta
satirizar los extremos que padecía la composición vanguardista de su
tiempo, la dispersión de las formas musicales, las invenciones de fácil
gratuidad al alcance del poco ingenio y creatividad y de la baja calidad
conceptual de parte de la música nueva, además del rechazo inevitable
del público que, tristemente y sin considerar la calidad, aún la rechaza
(“en ese mundo… de furtivas súplicas a los amigos para llegar a fin de
mes, de culto al arte ver-da-de-ro, la facha de Alix Alix y Rose Bob,
los sórdidos cálculos antes de alquilar la sala para el concierto… las
listas infructuosas de invitaciones, la desolación entre bambalinas al
ver la sala vacía y tener que salir lo mismo, medalla de oro y tener que
salir lo mismo”). El genio literario de Cortázar nunca fue tan grande, o
sea, como siempre.
Y París, meca que bien valía cualquier misa, se convirtió en una
ciudad acogedora de movimientos fundadores, residencia de compositores
valiosos o de pretendientes a serlo, conciertos y salas de todo nivel,
que fueron receptores y expositores de “novedosos” estrenos y búsquedas:
la innovación profunda y genial junto a la “tomadura de pelo”.
Está de más decir que algo así Cortázar sólo lo podía hacer mediante
su sentido de humor más cáustico y agresivo. Leer el preámbulo al
concierto en el que un presentador justifica ante las 20 personas del
público las características y la trascendencia de lo que va a escuchar
es uno de los grandes párrafos de Cortázar, que lamentablemente
reproducirlo escapa a la posibilidad de este texto. Las ingeniosas
descripciones sobre cada obra, con un afilado sarcasmo, deben ser leídas
y no resumidas aquí, para captar sus certeros dardos cortazarianos.
Quienes hemos sido testigos asiduos y permanentes de la evolución de la
música “clásica” del siglo XX podríamos reconocer los ejemplos que
Cortázar impone al público del concierto de Berthe Trépat.
Oliveira aplaude más divertido que decepcionado y divide su atención
entre el “extraordinario bodrio” que la Trépat “descerrajaba a todo
vapor y la forma furtiva con que viejos y jóvenes se mandaban mudar…” En
un momento ya eran ocho o nueve personas, que pronto serían cuatro y
finalmente sólo Oliveira, sentado en la primera fila “para acompañar un
poco más a la ejecutante”.
Cuando todo termina, la Trépat quebrada por el fracaso y la huida del
público, ante la incongruencia de un aplauso, Horacio sólo dice “Bravo,
madame”. A partir de aquí el capítulo da un giro pues en su intento de
consolarla Oliveira la acompaña a su casa y en ese helado y mojado paseo
por algunas calles de París, conocemos más al patético personaje que
vive una realidad distorsionada de su arte y de su propia vida.
La crítica de Cortázar no sólo está destinada a la creación musical
de su tiempo, que en general admiraba, sino al fenómeno del
conservadurismo del público, alejado de los estrenos de música nueva. La
sala vacía que enfrenta y trauma a Berthe Trépat es un hecho mundial
que ya dura muchos años. La contrapartida es la de los músicos obligados
a hacer música “de museo” para no tener la sala vacía.
Una vez más un concierto y su música son pretexto para una
descripción musical, esta vez tan real y patética de ese personaje
conmovedor e inolvidable (que finalmente se desdibuja en autoengaño y
arrogancia) y para exponer el genio de este gran escritor.
…Y basta. ¿Terminó la búsqueda frustrada de la Maga? ¿Encontró
Cortázar a la Maga? ¿A la Musa? Todo esto son piezas de esta partitura
modélica para armar… y que Monk y que Alban Berg… y no hay tu tía.
OTRAS RAYUELAS MUSICALES…
* No es “Las Ménades” el único texto en que Cortázar narra un
concierto de piano con todo e histeria colectiva. En Un tal Lucas,
colección de viñetas sobre el personaje del título, se narra cómo ante
la pieza de regalo que toca un pianista el público “se concede una
crisis de histeria similar a la exaltación paroxística” del músico al
tocar la obra que escoge.
* Cortázar también escribió diversos textos ensayísticos dedicados a
músicos específicos: “Louis, enormísimo cronopio”, “Para las Escenas
Infantiles de Robert Schumann”, “La vuelta al piano de Thelonius Monk”,
“Desde el otro lado”, entre otros.
* En Libro de Manuel, estamos en los terrenos de la música aleatoria y
la libertad interpretativa, cuyo autor inaugural fue Karlheinz
Stockhausen (que Andrés escucha paralelamente a Jelly Roll Morton). En
esta obra podríamos ver cómo literatura y música están integradas con
procedimientos similares en un intento de Cortázar de unir el arte y la
revolución.
* Cortázar no pretendió nunca componer alguna canción, pero sí
escribió letras para tangos. Algunos de ellos fueron Noticia para
viajeros, musicalizado por César Isella; Noticias para viajeros, de
Rogelio Botanz; los más conocidos Veredas de Buenos Aires y La cruz del
Sur, ambos con música de Edgardo Cantón; el más significativo es El
árbol que tú olvidaste porque, si no miente la cantante Suma Paz, le
hizo la música Atahualpa Yupanqui y otro tango, más curioso, El árbol,
el río, el hombre, realizado por Cortázar mismo sobre una canción
popular catalana y que invariablemente se confunde con el anterior tango
de árboles. Y hay por lo menos un disco, editado en 1980, Trottoirs de
Buenos Aires, integrado por tangos con letra de Cortázar.
* Hay más personajes melómanos en otros textos de Cortázar, como el
Raimundo Velloz de “Mudanza”, uno de sus primeros cuentos, de
publicación póstuma; el protagonista del estupendo “Carta a una señorita
en París” (“como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se
rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el
instante más callado de una sinfonía de Mozart”); el Mauricio de “Relato
con un fondo de agua” que oye jazz y toma mate; y “Las caras de la
medalla”, con los personajes más melómanos de todos los cuentos, Javier y
Mireille, y con mayor número de obras y músicos clásicos citados, en el
que ella silba un tema de Mahler en el ascensor o llora cuando escucha
un quinteto de Brahms y coinciden “en Schubert pero no en Bartók” y los
dos toman un vino blanco que “a Brahms le hubiera gustado… seguros de
que el vino blanco tenía que haberle gustado a Brahms”. También el
personaje del Diario de Andrés Fava, extraído de El examen, ambos textos
póstumos, escucha jazz clásico y es un precursor de Oliveira y de los
otros miembros del Club.
* No es nada gratuito que Pilar Peyrats titulara Jazzuela, a su libro
y compilación en CD de los temas de jazz que “se escuchan” en la
novela, ambos editados en España en 2001, ahora posiblemente conseguible
mediante “bajada virtual” en algún servidor.