domingo, 24 de agosto de 2014

“Él veía un mundo que convertía a su modo”: Edith Aron

23/Agosto/214
Laberinto
Julio I. Gódinez Hernández

Un encuentro casual es lo menos casual en la vida. La puerta está entreabierta. Quizá siempre esté así, a la espera de un visitante fortuito. Quizá solo sea que adentro me espera el personaje más enigmático de la literatura hispanoamericana.
Tras golpear la pequeña aldaba, una voz aguda que proviene del fondo del pequeñísimo departamento de St. John’s Woods —una lujosa área al noroeste de Londres— me pide que empuje la puerta. La intensa luz que entra por la ventana me ciega por un momento. Sobre una silla de escritorio de metal con ruedas, como envuelta por el halo de su aura, está Edith Aron, la mujer que inspiró a Julio Cortázar. Es la Maga, aunque diga lo contrario.
Si bien ya no es la mujer de silueta y cintura delgada descrita en Rayuela, la reconozco al fondo del salón: sus ojos verdes, su “fina cara de traslúcida piel”. A sus casi noventa años sonríe sin sorpresa.
“Bienvenido”, me dice alegre, rodeada de su microuniverso de libros viejos en el que se encuentra un ejemplar de El Llano en llamas y que va de piso a techo, un espacio repleto de carpetas que contienen borradores a máquina y a mano que quizá formen parte de una historia imaginaria, fotografías en blanco y negro que son como ventanas que se asoman al pasado, recortes de periódico que hasta hace un momento parecían flotar en el aire y que de pronto, en un cándido movimiento que pareció ordenado por ella misma, han vuelto a su sitio en los estantes polvorientos.
“¿Te molesta si prendo la televisión?”, pregunta ya con el control remoto en la mano, arrastrándose sobre la “maldita silla de escritorio con rueditas”. Es el mediodía de un miércoles cualquiera, la hora en que la televisión pública transmite el espectáculo de la política inglesa. Los tories se lanzan con todo sobre los laboristas en el Palacio de Westminster. Discuten a gritos, sin perder las formas, sobre el presupuesto para educación. Edith me sonríe y señala la pantalla.
A pesar de que en el mundo intelectual siempre se supo quién era la mujer que inspiró al personaje que Oliveira busca en Rayuela, fue hasta hace diez años cuando ella, que ahora pinta coquetamente sus labios, dio una entrevista sin conceder por completo si era o no la Maga. “No soy yo. Ella es un personaje literario”, dijo entonces Edith Aron, quien conoció y trató a Julio Cortázar en París. “Él vio todo de una manera contraria a la que yo lo hice. En un pedazo de papel él veía un mundo que convertía a su modo”.

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Edith Aron nació en 1927, en una familia judía asentada en una región alemana que parecía óptima para ofrecerle el mundo intelectual. Como Sarre se halla en la frontera entre Luxemburgo y Francia, Edith convivió con el francés y el alemán desde muy joven.
La ríspida relación que mantenían sus padres hizo que su mamá, de entonces 40 años, y ella, de siete, abandonaran Alemania en 1934 para trasladarse a Argentina, donde vivían unos parientes. En Buenos Aires, Edith ingresó al Colegio Pestalozzi. Cinco años más tarde, en 1939, la madre, Else Wolf, comenzó a recibir en una pensión que había instalado en la capital porteña a grupos de judíos que escapaban del nazismo.
Con acento marcadamente argentino y mientras acaricia una cajetilla de Philip Morris Ultra Lights, los únicos cigarros que ahora tiene permitido fumar, Edith recuerda una fotografía de su papá pegada al muro junto a su cama. “Cada noche lo veía”, dice con la nostalgia de una amante del tango.
Al término de la Segunda Guerra Mundial, Edith recibió una carta de su padre. Decía que estaba vivo y que había huido de Sarre gracias a que alguien lo alertó de la presencia de los nazis. El hombre al que no había visto en quince años, y que recordaba gracias a la fotografía junto a su cama, la invitaba a visitarlo.

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La primera vez que Edith Aron vio a Julio Cortázar fue en la oficina de cambio del barco italiano Conte Biacamano. Era enero de 1950 y ambos viajaban de Argentina a Europa. Lo único que a esa chica de 23 años le llamó la atención de aquel joven fue su porte y la forma peculiar de pronunciar la “r”, “muy a la francesa por haber nacido y pasado unos años en Bruselas”.
Edith volvió a ver a Julio otras dos veces en el salón principal. Comía con sus compañeras de camarote y las hacía reír. La noche siguiente, Cortázar y un amigo suyo tocaron un tango en el piano. Ni él ni ella cruzaron palabra alguna. Al desembarcar en Cannes, donde la esperaba un enviado de su padre, Edith no imaginó que una serie de coincidencias la harían enamorarse de quien sería uno de los mejores escritores del siglo XX.
Edith llegó a ese París en el que uno podía encontrarse a personajes como Jacques Prévert o Albert Camus en el Café de Flore o en el Deux Magots. El destino hizo que Edith se encontrara tres veces con Cortázar por casualidad. “Él creía que las cosas pasaban por algo. La primera vez que lo volví a ver fue en un cine al terminar la función de Juana de Arco. Ahí intercambiamos algunas palabras cuando nos reconocimos como pasajeros del buque italiano. La segunda vez lo vi en una librería cuando llevé un encargo. Nos saludamos y fue todo. La tercera sucedió en una visita a los jardines de Luxemburgo. Entonces él quedó muy impresionado, así que nos fuimos a tomar un café. Me leyó un poema y hablamos de amigos comunes de Buenos Aires”.
Le pregunto si no le parecía sorprendente encontrarse con aquel joven alto y delgado en una ciudad tan grande como París. Edith dice que no. Sus encuentros fueron más frecuentes, lo mismo en la Rue de Seine que en el Pont des Arts, como describe Cortázar en Rayuela, y a través de citas acordadas y visitas espontáneas. Sin embargo, después de unas semanas, Cortázar regresó a Argentina.

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Mientras batalla con la silla de la que, dice, no se ha podido parar desde hace dos años, Edith recuerda que en 1951 recibió una carta de Cortázar en la que le decía que había ganado una beca y volvía a París.
Por aquellos años conoció a Octavio Paz en el Café de Flore. Más tarde traduciría algunos de sus poemas al alemán, musicalizados con flauta, arpa y violonchelo por un germano de nombre Aribert Reimann y que Edith guarda celosamente, un tesoro al que solo me deja tomar un par de fotografías.
Fue por aquellos días cuando Edith encontró, “ya un poco roto en el atardecer de un helado marzo”, un paraguas en la Place de la Concorde. “Lo usaste muchísimo —narra Cortázar en Rayuela—, sobre todo para meterlo en las costillas de la gente en el metro y en los autobuses, siempre torpe y distraída […] y nos reíamos como locos mientras nos empapábamos, pensando que un paraguas encontrado en una plaza debía morir dignamente en un parque, no podía entrar en el ciclo innoble del tacho de la basura o del cordón de la vereda; entonces yo lo enrollé lo mejor posible, lo llevamos hasta lo alto del parque, cerca del puentecito sobre el ferrocarril y desde ahí lo tiré con todas mis fuerzas al fondo de la barranca”.
“Aquello es lo único real de todo el libro”, sostiene Edith. Eso ocurrió en 1952, “el año de Cortázar”, el tiempo en que estuvieron más cercanos que nunca, más enamorados, un momento de inflexión en su vida. Julio le pidió que viviera con él; ella no aceptó porque deseaba estudiar.
Un día, mientras comían, Cortázar jugaba con unas migas de pan. La miró y le dijo: “Tengo ganas de escribir un libro mágico”. Así nació Rayuela.

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En diciembre de 1952, Julio Cortázar invitó a Aurora Bernárdez a París, una chica argentina con la que compartía algunos intereses y por la que también se sentía atraído. “Ella era una mujer con la que él tenía más cosas en común. Al final se decidió por ella y se casaron. A mí me dolió mucho, me hizo mucho daño. Él quería que siguiéramos siendo amigos”.
Aron pagaba la renta traduciendo textos del alemán al español y viceversa, soñando con ser escritora. Mucho tiempo después, en 1963, Cortázar le envió una copia de la recién publicada Rayuela. “No me gustó la dedicatoria, era tan fría que decidí arrancar la página”. No obstante, por una carta que el escritor argentino le hizo llegar, supo que en el libro había un personaje inspirado en ella.
—¿Y aquella página con la dedicatoria? ¿Qué le hizo?
—Por ahí debe de estar, entre tanto papel.
Entre 1963 y 1964 la madre enfermó y Edith Aron tuvo que viajar a Argentina. Le pidió a Cortázar, que para entonces ya era un escritor consagrado y de quien Edith había traducido algunos cuentos, que le ayudara explicándole a los editores su mala situación, pues con el viaje iba a retrasar la entrega de unos manuscritos. “No obstante, al volver de Argentina ya nadie quería que hiciera sus traducciones; tuve que volverme profesora de idiomas”. Edith no supo qué sucedió sino hasta mucho tiempo después. Cuando se publicó la correspondencia de Julio Cortázar, Edith leyó una misiva que el autor de Bestiario le había enviado en 1964 al editor Paco Porrúa: “No necesito decirte quién es Edith, vos lo habrás adivinado hace mucho, ¿verdad? Entonces, ¿vos te imaginás Rayuela traducida por ella? […] En Rayuela, te acordarás, la Maga confundía a Tomás de Aquino con el otro Tomás. Eso ocurriría a cada línea”. Estas palabras rompieron todo lo que Edith Aron pensaba de Julio Cortázar.
Volvieron a verse en dos ocasiones: una en la Feria del Libro de Frankfurt y otra en el Metro de Londres, en 1977, donde Edith vivía con su esposo y su hija Joanna. “Él me preguntó si no pensaba que ese encuentro tenía algún sentido, y me pidió que nos viéramos al otro día pero yo ya no creía en la casualidad. Al llegar a la estación de Picadilly dije ‘Me voy’, y nunca volví a saber de él hasta que un día de 1984 abrí el periódico en un café y leí que había muerto”.
La tarde se va a pique entre un intenso olor a ungüento y ceniza en St. John’s Woods. En su pequeño departamento, Edith Aron deja, por ahora, de escarbar en su memoria para maldecir nuevamente con una sonrisa a la silla de escritorio mientras, entre todo ese universo revuelto, encuentra casualmente una carta de Julio Cortázar.

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