Marzo/2013
Letras Libres
Elizabeth Hardwick
En 1959 la novelista Elizabeth Hardwick denunció el estado de
lamentable complacencia que abundaba en la secciones de reseñas de
libros en Estados Unidos. El texto lo publicó la revista Harper’s, en
ese entonces editada por Robert Silvers, y causó el debido revuelo. No
solo era una diatriba contra los críticos acomodaticios y las reseñas
medrosas, sino que daba expresión a las inquietudes de un grupo de
amigos que incluía, además de Silvers, Hardwick y su esposo, el poeta
Robert Lowell, a los editores Barbara y Jason Epstein. Cuatro años
después, animados por esas inquietudes, ellos cinco fundaron el New York
Review of Books, que recientemente cumplió cincuenta años de aparecer
cada quincena. El tono crítico y el estilo tan particular de hacer
reseñas –a través de ensayos extensos y complejos, profundamente
involucrados con los libros que revisan– son dos constantes que pueden
rastrearse en el artículo de Hardwick, un manifiesto en pos de la reseña
como verdadera escritura, como literatura.
Existía
la idea de que a Keats lo mató una mala reseña; que desamparado y
desahuciado recargó la espalda contra la pared y se rindió en su lucha
contra la tuberculosis. Evidencia reciente ha mostrado que Keats tomó
las reseñas hostiles con bastante más calma viril de la que nos contaron
en la escuela y, sin embargo, la imagen del joven y raro talento
derribado por reseñistas venenosos permanece afianzada con firmeza en la
mente del público.
Todavía se piensa en el reseñista y el crítico
como personas de una crueldad peligrosa, demonios veleidosos, crueles
con los jóvenes y ciegos ante las nuevas obras, empeñados en alejar al
público letrado de la frescura y la importancia por pura envidia,
conservadurismo malicioso o lo que sea. Pobre Keats: si viviera ahora
sufriría una muerte literaria, pero no sería debido a un ataque: se
ahogaría en cambio en lo que Emerson llamó una “masilla de concesión”.
En América, hoy, el olvido, el fracaso literario, la oscuridad y el
ninguneo –todas los momentos cumbre de la tragedia y el malentendido
artístico– siguen sucediendo, pero las condiciones naturales para tales
sucesos están en un curioso estado de camuflaje, como aquellas nociones
decorativas en las que la madera se pinta para parecer papel y el papel
para parecer madera. Un genio sin duda puede irse a la tumba sin haber
sido leído, pero no sin haber sido elogiado. Dulces y mullidos elogios
caen por toda la escena; reina una aceptación universal, si bien algo
lobotomizada. Un libro nace en un charco de melcocha; la salmuera de la
crítica hostil es apenas un recuerdo. Todos, resulta, “llenan un vacío”,
hay que “agradecerles” por alguna cosa y hay que perdonarles “faltas
menores en una obra por lo demás excelente”. “Un artista completamente
maduro” aparece varias veces a la semana y a veces a diario; muchos son
los pregoneros de esos “mensajes que el Mundo Libre ignorará bajo su
propio riesgo”.
El estado de la reseña popular se ha vuelto tan
apático, el efecto de sus juicios convenientes tan enervante para el
público lector en general, que los hábiles editores de
Lolita
han intentado estimular sus ventas citando las reseñas negativas junto
con, sin lugar a dudas, las de siempre, las repetitivas y buenas.
(Orville Prescott: “
Lolita es una noticia innegable en el mundo de los libros. Desafortunadamente es una mala noticia.” Y Gilbert Highet: “Me apena que
Lolita haya sido publicada. Me apena que haya sido siquiera escrita.”)
No
es solo el elogio de cualquier cosa a la vista –un problema en sí
mismo– lo que irrita y confunde a quienes miran con detenimiento la
escena literaria, también existe la incomprensible indolencia de la
sección de reseñas dominicales del
New York Times y el
Herald Tribune.
El valor y la importancia de los libros individuales se exageran
vertiginosamente, en concordancia con el humor americano del momento,
pero las secciones de reseñas de libros como una iniciativa cultural se
hallan, como un parche de desempleo, en un estado de depresión
perniciosa en lo que a la vivacidad y el interés se refiere. Uno no
pensaba que podrían decaer, ya que siempre han sido periódicos modestos y
algo convencionales. Aun así, ha habido espacio para la decadencia en
los últimos años y esta oportunidad ha sido aprovechada. Una mañana de
domingo con las reseñas de libros es a menudo una experiencia lúgubre.
Lo mejor es estar en un ánimo de tolerancia distraída al encararlas, en
especial las del
Herald Tribune Book Review. Esta publicación
no es solo mediocre; tiene también una incompetencia extraña y
desconcertante al aparecer con timidez semana tras semana.
Para el mundo del libro, para lectores y escritores, la torpeza del
New York Times Book Review es
todavía más sobrecogedora. Vienen a la mente todos esos profesores de
literatura en bachillerato, todos esos bibliotecarios y libreros fieles,
aquellos habitantes de los suburbios confiados, esos jóvenes y
jovencitas brillantes de provincia, todos ellos, que creen en el juicio
del
Times y que requieren de su orientación. La peor secuela de
su decadencia es que actúa como una especie de preventivo oculto, que
cancela suave, blanda, respetuosamente cualquier vivo interés existente
por los libros o los asuntos literarios en general. El elogio plano y la
tenue disensión, el estilo minimalista y el pequeño artículo ligero, la
ausencia de involucramiento, pasión, carácter, excentricidad –la
carencia, a fin de cuentas, de un tono literario propio– han hecho del
New York Times un periódico
literario de provincia, más extenso y más grueso pero en nada distinto
de todas esas “páginas literarias” dominicales de periódico pueblerino. (
El New Yorker, Harper’s, The Atlantic,
los semanarios de opinión y noticias, las revistas literarias todas
dedican una buena cantidad de espacio y de pensamiento a reseñar libros.
Los resultados, con frecuencia torpes y siempre variables, no deberían
pasar inadvertidos. Sin embargo, en estas revistas las reseñas son solo
una parte de la oferta que busca la atención del lector y las
desilusiones particulares que provoca la manera en la que a veces se
trata a los libros no puede ser entendida sin hacer un estudio preciso
de cada revista como un todo.)
“Cobertura” que mata
Consternado, uno decide que el malestar de las publicaciones de reseñas –el
Times y el Tribune y el Saturday Review–
no debe siempre ubicarse a los pies del comercio. Ha sido sencillo y
gratificante creer que la presión sobre los editores de libros y los
libreros es responsable del recibimiento hospitalario dado a las novelas
basura, los libros “de ideas” llenos de lugares comunes y demás. Los
editores necesitan reseñas favorables para utilizarlas al exhibir su
producto, del mismo modo que una canasta de Pascua necesita papel picado
verde debajo de los huevos. Nadie pensó que la presión fuese sencilla
ni directa: se ha imaginado que es sutil, práctica, básica, esto es, que
tiene que ver con el hecho de que la publicidad de las editoriales
mantiene económicamente a las secciones de reseñas de libros. Esta
explicación, claro, se ha aceptado de una manera exagerada.
La
verdad es que los editores –al ver sus mejores y sus peores productos
recibidos con una uniforme ecuanimidad– deben darse cuenta de que el
drama del mundo de libro está siendo eliminado con lentitud y sin dolor.
Todo es de alguna manera similar, sea una obra rutinaria de historia
escrita por un académico respetable, un conjunto de obviedades emitidas
por el Pentágono, un tomo de versos, una obra de ideas radicales, una
obra de ideas conservadoras. La simple “cobertura” parece haber
triunfado sobre el drama de la opinión; la “legibilidad”, una palabrita
cómoda, ocupa el lugar del anticuado requisito de un claro y buen estilo
en la prosa, que es algo distinto. Todas las diferencias de excelencia,
de posición, de forma, han sido borradas por la parsimoniosa
aceptación. Este borroneo anula lo bueno y lo malo por igual, lo
convencional y lo extraño, hasta que al final parece que el autor, como
el reseñista, no tienen una postura. La gracia del reseñista cae sobre
ricos y pobres por igual; una obra que será un
best seller, a la
que los editores le han depositado su fortuna, es elogiada apenas un
poco más extensamente que el libro con el cual los editores esperaban
salir tablas. De este modo existe una especie de euforia democrática que
ayuda al libro ligero, pero que casi nunca cumple con las necesidades
de una obra más seria. Cuando un libro es reprobado, la reprimenda a
menudo no es más que un pequeño piquete con una aguja, administrado en
medio de elogios terapéuticos: “______ a veces es tímidamente juguetón”,
decía una reseña. “Pero contiene suficiente del famoso ingenio y estilo
de ______, para hacer que valga la pena su publicación nacional...”
Los
editores de las publicaciones que reseñan parecen ya no estar
involucrados con la literatura. Los libros se apilan, se envían y vuelve
una reseña. Muchas mentes distinguidas unen sus nombres a artículos
cortos y extensos en el
Times, el
Tribune y el
Saturday Review.
Los productos que entregan los mejores escritores generalmente resultan
ser algo menor que sus mejores obras. Después de despertar a tantos
domingos sombríos, aceptan sus encargos con un espíritu cooperativo y
entregan un texto “legible”, poca cosa, claro. (Alice James escribió en
su diario que a su hermano Henry le pidieron escribir para la prensa
popular y le aseguraron que podría escribir lo que quisiera, “siempre y
cuando no hubiera nada literario en ello”.)
Mantener a ciertos
comentaristas repetitivos y amargados es suficiente por sí mismo para
poner en entredicho las nociones de comercialismo vil de parte de las
publicaciones de reseñas. Un editor empresarial, una organización en
“crecimiento” –como las que escuchamos todo el tiempo en la prensa–
habría evaluado las protestas y habría sacado a pasear a esas mentes
tambaleantes. Por ejemplo, ¿qué podría ser más cansino que los ataques
de J. Donald Adams en contra del pobre de Lionel Trilling por intentar
ser interesante al hablar de Robert Frost?
[1]Únicamente un ataque en contra de Adams quizá –quien no es, como tampoco la presión del comercio, el verdadero problema con el
Times–.
Adams es como esos monumentos que solo percibe un extranjero o alguien
que ha estado lejos por mucho tiempo. Lo que verdaderamente consterna
acerca del
Times y el
Tribune es la calidad de la edición.
Una pequeña revista llamada
Fifties publicó una entrevista con el editor en jefe del
New York Times Book Review,
Francis Brown. El señor Brown se muestra en este intercambio como un
hombre con mucha experiencia editorial y muy poco “tacto” para la obra
particular que le ha sido encomendada, esta es la de editor del poderoso
e importante
Book Review semanal. Tristemente en ninguna parte
de la entrevista muestra un interés vivo, ni siquiera sofisticado,
frente a los asuntos literarios, el mundo de los libros y los autores,
lo mínimo necesario para alguien en su posición. Su aproximación es
modesta, ingenua y curiosamente falta de espíritu. En la universidad,
nos dice en la entrevista, estudió historia y subsecuentemente se
convirtió en editor general de
Current History. Después pasó a Time, donde “no tenía nada que ver con libros”, y finalmente fue elegido para “probarse con el
Book Review”. El entrevistador, sugiriendo algunos de los defectos del
Book Review,
se pregunta si no hay una dependencia excesiva de los especialistas,
una práctica en extremo frecuente de asignar libros a reseñistas que
hayan escrito libros similares, o sobre el mismo país o el mismo
periodo. El señor Brown opinó que “un campo es un campo”. Cuando se le
pidió comparar el
Times Book Review con el
Times Literary Supplement
de Londres, Brown opina que “ellos tienen un público estrecho y
nosotros tenemos uno amplio. Creo que en ficción están haciendo el peor
papel de todas las publicaciones de renombre”.
Esta es una opinión sorprendente para cualquiera que haya seguido las reseñas del
Times de Londres y las de otros diarios ingleses, como el
Sunday Times y el Observer.
Estos periódicos de manera constante fijan un parámetro intrínsecamente
mucho más alto que el estadounidense, tanto que una comparación
detallada es casi imposible. No es solo lo que ofrecen en una reseña
individual; en el fondo el asunto es el tono, la seriedad, la
independencia de mente y de temperamento. Richard Blackmur en un
artículo reciente cuenta de una conversación con el editor del
Times Literary Supplement,
quien sentía que el problema con las reseñas norteamericanas era
justamente esta ausencia de una dirección editorial fuerte e
independiente y se aventuró a decir que muy pocas editoriales retirarían
sus anuncios si desapareciera ese producto soso que se escribe en este
momento. Una descripción del
Times Literary Supplement, la
publicación londinense, de Dwight Macdonald, encuentra que el diario
inglés “parece haber sido editado y leído por personas que saben quiénes
son y qué les interesa. Que la gran mayoría de sus conciudadanos no
compartan su interés por el desarrollo de la prosa en inglés, la
bibliografía de Bielorrusia, el trato que André Gide daba a su esposa,
la relación precisa entre el canto llano y el canto popular, y ‘la gran
mancha’ en una carta del doctor Johnson que ha atormentado a varios de
sus editores... parece no preocuparlos en absoluto”.
La reseña como escritura
Invariablemente
la opinión acertada no es el único juez de los poderes del crítico,
aunque un gusto que a menudo yerra, ¡solo se le permite a las mentes más
grandes! En cualquier caso, todo depende de quién está bien y quién
está mal. La comunicación del deleite y la importancia de los libros,
las ideas, de la cultura misma, es lo menos que uno espera de una
revista dedicada a reseñar obras nuevas y antiguas. Más allá de ese
inicio, el interés de la mente del reseñista individual lo es todo.
Reseñar libros es una forma de escritura. No abrimos el
Times del domingo para descubrir qué opina el señor Smith de
Doctor Zhivago. (En el caso del
Herald Tribune probablemente sería la señora Smith.) ¿Qué te queda cuando descubres qué es lo que el señor Smith piensa de
Doctor Zhivago?
Claro que importa lo que piense una mente atípica, capaz de presentar
ideas frescas de manera vívida y original e interesante, de los libros
que aparecen. Para obtener información llana, un catálogo editorial un
poco extendido serviría igual de bien que muchas de las reseñas que
aparecen semanalmente.
En un estudio de las reseñas de libros
realizado en Wayne University descubrimos que nuestra vieja conocida, la
eterna “reseña favorable” defiende su puesto con toda la resistencia
que hemos aprendido a esperar. 51% de las reseñas que aparecen en el
Book Review Digest de 1956 fueron favorables. Una cifra mucho más interesante es que ¡el 44.3% eran reseñas
indecisas!
La definición básica de “reseña” llevaría a la mayoría de la gente a
emitir una opinión de cualquier tipo y por eso la renuencia de los
reseñistas indecisos a desempeñar su papel provoca gran perplejidad. Las
reseñas desfavorables suman 4.7%.
Un domingo
Un domingo hace algunos meses en el
Herald Tribune. Los siguientes son extractos de cinco reseñas de novelas actuales, reseñas que tristemente hacen pensar en un tema adolescente:
1. “El valor real de la novela está en su conciencia de carácter, en su personalidad esencial y en el sutil efecto del tiempo.”
2.
“En ocasiones algunos de los mecanismos de la historia parecen
forzados, pero es solo en la primera impresión, porque por encima de
todo está la recreación de una atmósfera que es tan fuerte que dicta un
destino.”
3. “La señorita ______ escribe bien, cuenta la historia
con una naturalidad y una vivacidad que sirve para cargar la extrañeza
de su tema central. Para el lector que se deleita con un toque de lo
macabro, esta es una intrigante exploración de la imaginación.”
4.
“____ ____ ____, sin embargo, es un libro interesante y de ritmo veloz;
más complicado que la mayoría de su tipo, y con un matiz más sutil para
sus personajes. Es una buena lectura.”
5. “También es, dentro de
la estructura que _____ _____ ha creado para sí, una historia cálida e
interesante de lo que puede suceder cuando un grupo de personas comunes
en una situación peligrosa, una situación, incidentalmente, casi tan
probable como la que Nevil Shute postula en On the beach.”
(“La que Nevil Shute postula en
On the beach.”
La seguridad de esta frase hace que el lector se detenga, al
recordarnos, como lo hace, que hay todo tipo de ejemplos de lo que se
conoce como “oscuridad de referencias”.)
Con el
Saturday Review,
uno siente que no está contento con su trabajo. Es temperamental, como
una actriz en busca del papel adecuado para entonces sí hacerla en
grande. Ha borrado las palabras “de literatura” de su título;
[2]una
escisión que justifican los contenidos misceláneos de la revista. La
búsqueda de ideas de portada es tan vigorosa como en cualquier otra
revista nacional; los editores están buscando frenéticamente estar a
tono con los tiempos. Con el incremento de la venta de discos, los
departamentos de música han absorbido más y más espacio en la revista.
Los viajes, en todas sus manifestaciones, se han convertido en una
preocupación importante –libros de viaje, consejos de viaje, guías para
casi tantos eventos como los que Cue intenta cubrir
[3]–.
Incluso esto no es suficiente. Hay también temas de autos de carreras y
“El SR va a la cocina”. A la redacción se le ocurren ideas de
promociones extraordinarias, como el Premio Anual de Publicidad del
Saturday Review. Algunas líneas del artículo sobre este tema dicen:
Porque el
Saturday Review
se preocupa continuamente por los patrones de comunicación en Estados
Unidos, ha observado con profundo interés el progresivo desarrollo de la
publicidad como un medio de comunicación de ideas, una habilidad mucho
más sutil incluso que la comunicación de noticias.
La portada
puede “presentar” una fotografía de Joanne Woodward y, recientemente, en
un número que incluía las ideas de Max Eastman sobre Hemingway, era el
retrato de Hemingway, no Eastman, con un suéter de cuello de tortuga
quien miraba desde la portada. Las reseñas, los artículos cortos y los
extensos, en el
Saturday Review no son ni mejores ni peores que los del
Times;
están marcados con la misma falta de esfuerzo sostenido. Obviamente
tienen a sus lectores en mente –unos, se cree, que pueden tolerar muy
poco.
Los deseos de los editores
El
periodismo literario alcanza, en el caso de muchos escritores, tales
niveles de vitalidad e importancia y deleite que la excusa del momento
pasajero, la presión del tiempo, las necesidades del gran público no
pueden aceptarse, como querrían que hiciéramos los editores. A Orville
Prescott del
Times ¿podría considerársele como una víctima de
la velocidad? ¿Lo que hace falta en un crítico es simplemente tiempo
para escribir, un mes en lugar de un par de días? El tiempo sin duda
produciría una reseña más larga de Orville Prescott, pero que llegara a
producir una inspiración más constante es motivo de duda. Richard Rovere
mencionó en algún lado el hecho de que podía fascinarse al leer un
artículo casual escrito por Edmund Wilson en 1924 en
Vanity Fair o
The New Republic.
Los ensayos largos que Wilson ha escrito en los últimos años sobre
cualquier tema son obras literarias que uno no puede esperar que
aparezcan con regularidad, o siquiera esporádicamente en el
Times, el
Tribune o el
Saturday Review.
Aun así, sus reseñas tempranas son de la calidad que un editor bien
podría, o por lo menos eso imagina uno, tener en mente. Nada importa más
que el tipo de cosas que un editor querría si pudiera cumplir sus
deseos. Los deseos editoriales siempre se cumplen parcialmente. ¿De
verdad el editor del
Times Book Review anhela tener a un escritor excelente como V. S. Pritchett, quien sí escribe textos cortos casi semanales para
New Statesman
con una brillantez que entrega tras entrega asombra a todos? Pritchett
es tan bueno sobre “El mito de James Dean” o Ring Lardner como sobre la
novela rusa. ¿Este es el tipo de cosas que nuestras revistas ansían o es
más bien un pequeño texto ligero de, digamos, Elizabeth Janeway en
“Atrapada entre libros”? Es típico de la mentalidad editorial en el
Times
que se le pida a Pritchett escribir una carta ligera y casual desde
Londres, una obra de periodismo insignificante, que utiliza muy pocos de
sus talentos singulares para escribir reseñas de libros.
Al final es la publicidad la que vende libros y las reseñas son solo, cuando más, el gran dedo del gigante. Para algunos
best sellers
recurrentes como Frances Parkinson Keyes y Frank Yerby, los lectores no
pedirían una reseña positiva antes de dar su aprobación y su dinero
tanto como un padre no insistiría en la aceptación pública antes de
darle un beso a su nuevo bebé. El negocio de la edición y la venta de
libros es muy complicado. Pensemos en esos editores que, en su búsqueda
comercial de una novela erótica, seguramente habrían rechazado
Lolita
por no tener el tipo de sexo adecuado. Es fácil, una vez que el éxito
comercial de un libro ha quedado establecido como un hecho, colegir una
razón convincente para explicar el entusiasmo del público. Pero antes de
que ese hecho suceda, el negocio es misterioso, azaroso, impredecible.
Por ejemplo, se ha estimado que las reseñas en la revista
Time
tienen el mayor número de lectores, posiblemente cinco millones cada
semana, y también se menciona que ¡muchos editores sienten que las
reseñas en
Time no afectan las ventas de un libro ni a favor ni
en contra! Ante este misterio, algunos editores han concluido que los
lectores de
Time, al enterarse de la opinión que tiene
Time sobre un libro, sienten que ellos de alguna manera ya leyeron el libro, o si no leído, por lo menos lo han hecho suyo, lo han
experimentado
como “un hecho de nuestro tiempo”. No sienten la necesidad de comprar
el objeto mismo tanto como no sienten la necesidad de ir a Washington
para tener una visión de primera mano de las obras de la administración
republicana.
En un mundo de libros como ese donde todo es anguloso
e inmanejable, no parece ser verdaderamente necesario que estas manos
laboriosas estén ahí trabajando para transformarlo en una pequeña bolita
de mantequilla semanal. Es probable que el reseñista adaptable, el
comentarista plácido y superficial sobrevivan razonablemente en los
periódicos locales. Pero, para las grandes publicaciones metropolitanas,
lo inusual, lo difícil, lo extenso, lo intransigente y, sobre todo, lo
interesante, debería esperar hallar ahí a sus lectores. ~
© Harper’s
Introducción y traducción de Pablo Duarte
[1]
J. Donald Adams fue un editor y luego columnista del Times Book Review,
de 1943 a 1964. En este caso, Hardwick se refiere al discurso que dio
Lionel Trilling con motivo del cumpleaños 85 del poeta Robert Frost. En
lugar de elogiarlo, Trilling polemizó con el festejado y pronunció la
famosa frase, “Pienso en Robert Frost como un poeta atemorizante” [I
think of Robert Frost as a terrifying poet]. Adams, desde su columna
“Speaking of Books”, respondió con vehemencia.
[2] Desde su fundación, en 1924, hasta 1952, el Saturday Review se llamó The Saturday Review of Literature. Cerró en 1971.
[3] La
revista Cue, fundada en 1932 por Mort Glankoff, servía como una guía de
eventos y lugares en la ciudad de Nueva York. En los ochenta fue
comprada por los dueños de la revista New York Magazine e integrada a
esta.