domingo, 3 de marzo de 2013

Vidas (casi) paralelas

9/Marzo/2013
Laberinto
Miguel Ángel Flores

Hay dos poetas imprescindibles del siglo XX, el griego Constantino Kavafis y el portugués Fernando Pessoa, cuyas biografías parecen coincidir en algunos aspectos: ambos vivieron existencias anodinas y nunca imaginaron la trascendencia de su fama póstuma, ni tampoco que tendrían legiones de lectores en las lenguas más importantes del mundo. Pero también se diferenciaron en otros rasgos de sus vidas no menos significativos.
Al escribir sobre la poesía de Pessoa, Octavio Paz señaló que al poeta no le importaría si pasaba la página sobre su vida y se dirigía directamente a su obra. Hizo fortuna su frase de que el poeta portugués carecía de biografía. Por ello resulta irónico, bajo este aspecto, que la biografía de Pessoa escrita por João Gaspar Simões haya resultado tan voluminosa. Solo quienes se interesaban en la poesía, en los años que le tocó vivir, supieron de su actividad literaria. Fuera de las páginas manuscritas y publicadas, su vida fue irrelevante. Vivió inmerso en la triste rutina de un redactor de correspondencia comercial; nunca tuvo casa propia ni rentó un departamento: alquilaba cuartos de asistencia. Dudaba de sí mismo, y su inseguridad y timidez enfermiza, nacida de su orfandad a muy temprana edad, hicieron de él un hombre que se sentía inferior; no es exagerado decir que al inventar a un personaje, Bernardo Soares, que dejó en pedazos de papel sus meditaciones sobre las dificultades de comprender la vida en toda su complejidad, modelaba un alter ego, con un sentimiento de inferioridad más pronunciado que el suyo, con una vida menos atractiva, que le servía de algún modo de consuelo.
George Seferis, en una conferencia que pronunció en 1946 sobre su colega, cuando empezaba a gozar de un reconocimiento cada vez mayor, afirmó: "Fuera de sus poemas, Kavafis no existe." Para algunos tal juicio pareció áspero en aquel año que ya nos parece tan remoto, cuando aún estaba muy vivo, en mucha gente, el recuerdo del hombre, quien en vida solo fue conocido por un reducido círculo de lectores de poesía. Ahora parece un juicio válido, pues su existencia al margen de la actividad literaria fue, después de todo, irrelevante: un trabajo mediocre como burócrata, una vida rutinaria y gris, y un  reconocimiento, que obtuvo relativamente tarde en su vida, y que no le significó mucho.
Fernando Pessoa se mantuvo célibe durante su relativamente breve existencia. Tuvo un noviazgo fugaz con la joven Ofelia, y justificó su soltería con el argumento de que su compromiso con su obra literaria le exigía una entrega total. No se le volvió a conocer otra relación femenina y nunca permitió intrusiones en su vida privada. Se reunía en los cafés de Lisboa con algunos amigos para intercambiar opiniones sobre literatura y los acontecimientos que afectaban la vida nacional. Simões recuerda que jamás permitió que hombres ilustrados o educados participaran en sus correrías, lo que dejó en una zona oscura, imposible de iluminar, algunos aspectos de su vida. Su gran poema “La oda marítima” tiene versos impregnados de una sensibilidad homosexual. Atribuyó a uno de sus heterónimos, Álvaro de Campos, esa inclinación, que se confirma en un soneto de este autor, y ese gesto dio pie para que se siga especulando sobre la sexualidad del gran poeta portugués.
Kavafis mantuvo con gran discreción su homosexualismo, del que casi nada se sabe. Toda esta mediocridad y opacidad (intencional o no) contrasta mucho con su poesía, con sus angustiados recuerdos de turbulentos encuentros apasionados y su sorprendente y rica imaginación del remoto pasado griego, de Homero a Bizancio, de Alejandría a Roma, y de ahí a las desoladas ciudades de la helenizadas provincias del Punjab; así que es difícil no estar de acuerdo con Seferis cuando afirma que la vida "real" del poeta fue, de hecho, totalmente interior; y que fuera del ámbito de la imaginación y de sus evocaciones, poco hay de interés en su vida.
Al ser ya historia el hombre que fue y quienes lo conocieron, el contraste entre su vida y su obra ha facilitado las cosas para que se llegue a pensar en Kavafis como una abstracción, como una artista cuya obra existe libre de un específico momento en el tiempo. Esta consideración ha tomado ímpetu por dos elementos de su poesía en los que reside su fama: lo sorprendentemente contemporáneo de sus temas (al menos uno de ellos) y su atractivo estilo directo. Ciertamente, siempre ha habido muchos lectores que han apreciado sus llamados poemas históricos, situados en remotos lugares del Mediterráneo y en épocas que hace ya tiempo se extinguieron, y que están recorridos por una ironía mundana y afectados por cierto estoicismo. Ítaca te dio el hermoso viaje;/ sin ella nunca hubieras emprendido el viaje./ Pero ahora nada tiene que ofrecerte, escribió en el que quizá sea su más famosa evocación de la Antigua cultura griega, en ella nos dice que el viaje es más importante que su destino final, el cual inevitablemente nos provoca desilusión.
Kavafis y Pessoa fueron ciudadanos de imperios. Cuando Pessoa nació, Portugal aún dominaba territorios de ultramar que formaban parte del suyo. En sus años de juventud se instauró la república, pero no se liquidó el dominio sobre las posesiones de África y Asia que habían sido el orgullo de su imperio; eso sucedería muchos años después. En su juventud ese imperio era ya una caricatura. Y su país vivía una prolongada decadencia, una larga agonía cultural que él intentó borrar dando vitalidad a la literatura con sus atrevimientos vanguardistas. No es difícil imaginar que Pessoa bien pudo haber firmado algunos de los poemas de Kavafis. Sobre todo aquellos poemas en los que el poeta griego reactualiza un pasado; ante lo que había sucedido en la antigua Bizancio y su ciudad natal, Alejandría, parecía más bien una ensoñación de un poeta desbordado de fantasía. Poeta de la “sagrada decadencia”, lo llamó otro gran escritor griego, Nikos Kazantzakis, quien dejó un apunte del poeta en su libro Del Sinaí a la Isla del amor: “Hablamos sobre muchas personas e ideas. Reímos. Callamos. Comienza de nuevo con esfuerzo la conversación. Yo trato de ocultar en la sonrisa mi emoción y mi alegría. He aquí ante mí, un hombre íntegro, que termina ya su duro oficio artístico, con altivez y en silencio. Conductor y eremita, subordina la curiosidad, el afán de gloria a la sed de placer al ritmo de un ascetismo epicúreo […] Esta noche que lo veo por primera vez y lo escucho, comprendo cuán sabiamente logró hallar su forma en el arte —la forma perfecta que le corresponde para perpetuarse— este espíritu extraño, complejo, pesaroso, de la sagrada decadencia […]”; el gran poeta estaba ante el umbral de su muerte, para el entonces joven escritor, éste asistía a una ceremonia del adiós. Continúa Kazantzakis: “Kavafis pose todas las características de un hombre excepcional, en una época de decadencia: sabio, hedonista, irónico, elocuente, lleno de recuerdos”. Kazantzakis recuerda que callaba ante el poeta porque pensaba en el impresionante y contundente poema “Que el dios abandonaba a Antonio”:
Cuando de repente, a medianoche,
Se escuche pasar una comparsa invisible
Con músicas maravillosas, con vocerío–
            tu suerte que ya declina, tus obras
            que fracasaron,
los planes de tu vida
            que resultaron todas ilusiones, no llores inútilmente.
            Como preparado desde tiempo atrás, como valiente,
            dile, adiós a Alejandría que se aleja.
            Sobre todo no te engañes, no digas que fue
            un sueño, que se engañó tu oído:
            no aceptes tales vanas esperanzas.
            Como preparado desde tiempo atrás, como valiente,
            como te corresponde a ti que de tal ciudad fuiste digno,
            acércate resueltamente a la ventana,
            escucha con emoción, mas no
            con los ruegos y lamentos de los cobardes,
            como último placer los sones,
            los maravillosos instrumentos del cortejo misterioso,
            y dile adiós, a la Alejandría que pierdes.
Kavafis y Pessoa tenían en común haber sido educados en el sistema inglés. El poeta griego residió en Londres donde se mudó la familia durante su infancia por motivos de negocios. Pessoa emigró con su madre a África del Sur, lugar donde se desempeñaba como cónsul su padrastro. La ironía, aprendida de los ingleses tal vez los hermanaba. Pero no había ningún adarme de hedonismo en Pessoa. Era sabio y sabía ser elocuente. Tales prendas nos las desplegaba ante los extraños, como lo era el entonces joven João Gaspar Simões, quien no dudaba de la enorme calidad literaria de la obra de Pessoa, pero que tenía serios reparos sobre su visión de la vida. El imperio de Bizancio había iluminado al mundo de la cultura griega y luego se había trasmutado en decadencia. El imperio portugués había sido una ficción en todos los aspectos. A partir del rey don Sebastián, Pessoa soñaba con otra ficción: la instauración de un imperio cultural portugués en Europa.
Kazantzakis miró a un hombre melancólico, meditabundo, lúcido en sus pensamientos. Simões atestiguó la decadencia física de un gran poeta que en su última entrevista, días antes de morir, no mostraba, en su comportamiento, sus mejores virtudes. En ese último encuentro, el biógrafo halló un  hombre incoherente, de palabras confusas, que soltaba grandes carcajadas, encendido por el alcohol. Cuando se despidieron, Simões tuvo la sensación de que Pessoa se deshacía en jirones al alejarse, parecía que levitaba. Pessoa tal vez escuchaba la voz de un dios pagano, él que tanto había elucubrado sobre la herencia perdida del paganismo griego, y se despedía para siempre de Lisboa.
En 1933 falleció Constantinos Kavafis en el Hotel Griego de Alejandría; dos años antes los doctores le habían diagnosticado cáncer en la laringe. En vida sólo había publicado un breve folleto que recogía catorce poemas. Dos años después apareció la primera edición de sus poemas. Ese mismo año, 1935, se apagó la vida de Pessoa en el Hospital San Luis de los Franceses. La existencia del poeta portugués se extinguió consumida por los excesos del alcohol, la mala alimentación y el persistente insomnio. En vida sólo había publicado un breve libro, Mensaje, que apareció un año antes de su muerte. Simões, posteriormente, inició la recopilación y publicación de su obra.
“Todos tenemos dos vidas”, había escrito Pessoa, “la verdadera, que es la que soñamos en la infancia y que continuamos soñando cuando adultos en un sustrato de niebla; la falsa, que es la que vivimos en convivencia con otros, que es la práctica, la útil, aquella en que acaban por meternos en un cajón”.
Para ambos poetas, la vida estaba en otra parte.
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NOTA: La cita de Kazantzakis está tomada de la trascripción hecha por Miguel Castillo Didier; la traducción del poema corresponde también a éste.
 

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