martes, 26 de marzo de 2013

Escribir en Cuba

Marzo/2013
Nexos
Leonardo Padura

Hay tres preguntas que me hago con cierta frecuencia, y aunque para otras personas algunas de esas interrogantes puedan no tener demasiado o ningún sentido, tratar de encontrarle una respuesta convincente a cada una de ellas es uno de los desafíos que más me obsesiona. Y suelo ser bastante obsesivo.
La primera pregunta, y quizás la de más fácil y en apariencia obvia respuesta es ¿por qué soy cubano? La posible facilidad con que podría ser contestada, es decir, soy cubano simplemente porque nací en Cuba y he vivido toda mi vida en Cuba, por lo cual sentimental, cultural y humanamente no tengo otra opción que la de ser cubano, se puede complicar con cierto sentimiento de predestinación cósmica, de fatalidad o gracia geográfica (la maldita circunstancia de Virgilio o la Perla de las Antillas desde tiempos de España), razones todas ajenas a mi voluntad o capacidad de decisión. Pero incluso la respuesta podría enrevesarse más si a esa condición natal o incluso escogida, se le añaden los elementos de lo que implica una pertenencia asumida por encima de lo jurídico, y que caería entonces en un territorio donde sí incide el albedrío personal —de cierta importancia en mi caso, pues disfruto del privilegio de tener un segundo pasaporte y una segunda ciudadanía.

Ahora bien, si como ocurre en tantas ocasiones, a esta simple pregunta se le intercala una recurrida y utilísima interjección muy común en el vocabulario de un cubano, y se ubica en un determinado contexto, puede perder toda su simplicidad aparente y convertirse en un desafío histórico o filosófico. ¿No es eso lo que ocurre cuando en lugar de preguntarse “¿por qué soy cubano?”, alguien se pregunta, “¿por qué coño tendría yo que ser cubano?”…?

Hecha y matizada esa pregunta, su pertinencia en mis obsesiones se hace más evidente, pues sin ella y sus posibles respuestas, que pueden estar condicionadas por factores coyunturales, difícil me resultaría empezar a hacerme las otras dos preguntas recurrentes y evidentemente más complicadas: ¿por qué soy un escritor cubano? Y, sobre todo, una que calca y a la vez amplía y modifica el sentido de la anterior con una subordinada: ¿por qué soy un escritor cubano que escribe y vive en Cuba?

Si confieso que para la primera de estas dos últimas preguntas no tengo una respuesta convincente, tal vez no me creerán. Sobre todo porque mucha gente, empezando por mí mismo, no suele creer en esas predestinaciones cósmicas que antes mencioné. Solamente debo advertir que nací y crecí en una casa donde sólo había nueve libros —ocho volúmenes de las Selecciones del Reader’s Digest y una Biblia—, que soy hijo de un masón y una católica a la cubana de los más corrientes y típicos, que crecí en un barrio llamado Mantilla donde todavía se dice “ir a La Habana” cuando alguien se traslada al centro de la ciudad, y que hasta 1980 el nivel escolar más alto alcanzado por alguien de mi familia era el octavo grado al cual habían llegado, a duras penas, mi madre y una tía paterna. Resulta evidente que, con tales antecedentes, con la agravante de que durante los primeros dieciocho años de mi vida lo que más me atrajo y a lo que más tiempo dediqué fue a practicar, ver o pensar en el juego de pelota, y a que entre todas las obligaciones académicas de los estudios medios mi asignatura favorita era la de matemáticas, no veo en mi pasado remoto razón alguna que pueda indicar una vocación, en la edad en que se forjan las vocaciones más profundas.

Fue en la Escuela de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, en un momento mutilada y condenada a ser sólo Escuela de Letras y, de pronto, transfigurada en Facultad de Filología, donde me topé con el deseo de ser escritor, como si no pudiera dejar de hacerlo. Lo interesante es que llegué a ese sitio y encuentro por pura causalidad socialista, pues mi intención de graduado preuniversitario fue la de estudiar periodismo con el sueño de fungir como cronista deportivo. Pero en aquel preciso curso académico no abría la carrera de periodismo, como tampoco la de Historia del Arte, por la que luego intenté decantarme. Ante tanta reorganización de lo que estaba organizado —era el año 1975, la cúspide de la institucionalización del país—, trastabillando tras mi sueño de escribir sobre pelota y limitadas mis libertades de escoger, terminé estudiando Literatura Hispanoamericana, sin imaginar siquiera que aquellas “actualizaciones” universitarias me pondrían en el camino de lo que ha sido mi vida profesional y sentimental, o sea, toda mi vida, pues mientras estudiaba esa carrera sentí por primera vez la posibilidad de soñar, no ya con la crónica deportiva, sino con la práctica de la literatura, y además encontré a la muchacha que, desde entonces, me acompaña en cada acto de mi existencia (aunque debo admitir que a veces lo hace a regañadientes). Por ello, a diferencia de otros pretendientes a escritores o incipientes escritores que comenzaron a levantar la cabeza en la isla por aquellos años finales de la década de 1970 y que se harían más visibles en el decenio siguiente, cuando yo comienzo a sentir las exigencias de la literatura, no tenía la menor conciencia de en qué universo pretendía entrar y, de hecho, estaba entrando.

Justo por aquellos años una de las profesiones más ingratas a las que se pudiera aspirar en Cuba era precisamente la de practicar la literatura, a la cual, sin embargo, se daban entusiastamente tantos habitantes del país que se podía tener la impresión de que éramos el paraíso de los escritores. Porque en la Cuba de 1980 había, además de poetas, narradores y ensayistas a secas, también muchísimos creadores “colectivos” de teatro nuevo, legiones de escritores policiales, de testimonio y de ciencia-ficción, y miles de talleristas, escritores voluntarios y escritores aficionados, todos con sus concursos, premios y publicaciones. Curiosamente aquella superpoblación de nuestra República de las Letras había cuajado justo cuando varias decenas de los más notables escritores cubanos, por causas, sospechas y hasta simples suspicacias de diverso origen, había vivido, como consecuencia de una ortodoxia socialista llevada a los extremos, toda una década de marginación y silencio, en medio de la cual algunos de ellos se encontraron con la muerte y el silencio eterno, sin poder llevarse al otro mundo siquiera la esperanza de una reparación de su obra y vida. Mi desconocimiento o mal conocimiento de aquella historia oscura, de la que se hablaba poco o en voz baja, no me hizo dejar de notar, sin embargo, algo que me pareció alarmante: ¿tan graves habían sido los pecados o deslices de estos escritores cubanos si en aquellos inicios de la década de 1980 se les rehabilitaba silenciosamente, como si lo pasado nunca hubiera pasado y sin que nadie asumiera culpas ni ofreciera disculpas?

Fue en el ambiente más favorable de esos años cuando me hice —o comencé a hacerme— un escritor cubano que vivía en Cuba, y por vía atmosférica, más que por un proceso de racionalización, fui descubriendo cómo debía enfrentar la literatura alguien que pretendiera ser aquello en lo que yo me estaba convirtiendo: un escritor cubano que vive en Cuba. Para comenzar, alguien con tal condición era un compañero que necesariamente debía tener un trabajo (como periodista, asesor literario, profesor, funcionario) y realizar además sus empeños literarios, que se hacían en horas robadas al descanso o al horario laboral; era alguien cuya aspiración máxima radicaba en el hecho de sacar un turno en la cola para publicar sus obras en alguna editorial de la isla, pues el extranjero resultaba algo difuso, lejano, sólo accesible para figuras ya históricas como Alejo Carpentier y Nicolás Guillén, o para autores tan reconocidos como Manuel Cofiño, el representante por excelencia del realismo socialista cubano (o sea, el escritor ejemplar de aquel tiempo), un hombre que se hacía acompañar por un maletín donde siempre cargaba los sobados contratos de las traducciones al ruso, moldavo, rumano, usbeko de sus exitosas, muy promovidas y reeditadas novelas. Y un escritor cubano debía ser, además, un ser social con suficiente conciencia de clase, del momento histórico —no hace falta precisar cuál, pues siempre hemos vivido en un momento histórico— y de la responsabilidad del intelectual en la sociedad, como para escribir sólo lo que se suponía —o le hacían suponer— que debía escribir. En dos palabras: alguien capaz de manejar con tino el arte castrante de la autocensura para evitar el agravio de la censura.

Para un pretendiente a escritor cubano mis destinos laborales de aquella década de 1980 fueron los mejores que hoy pudiera imaginar y, si me hubiera sido posible, escoger —en una época en la que el acto individual de elegir no era práctica frecuente—. Para mi fortuna, mi primer centro de trabajo fue El Caimán Barbudo cuando “El Caimán” se estaba convirtiendo en el centro más activo de las pequeñas (o no tan pequeñas) preocupaciones de los jóvenes escritores de entonces. Así, en “El Caimán” pude hacer mi conocimiento del mundo y las figuras de la literatura cubana de aquel momento y desarrollé un fuerte sentimiento de pertenencia generacional. Allí, mientras trataba de encontrarme a mí mismo, también aprendí que las reglas de juego establecidas en la década de 1970 para el mundo de la cultura seguían funcionando en una especie de extra inning interminable y que cualquier movimiento en falso podía ser considerado un “balk” por los árbitros de la pureza ideológica. Luego, tras mi salida bastante estrepitosa del mensuario cultural (me cantaron un “balk”), fui a trabajar al vespertino Juventud Rebelde, donde se suponía que debía ser reeducado ideológicamente, pero donde en realidad me eduqué literariamente, gracias al conocimiento más íntimo de la historia de mi país, a las muchas horas que pude dedicar a la lectura y a la práctica de un periodismo que me abriría las puertas de una conciencia de lo que iba a ser mi literatura. Pero, sobre todo, porque en esos años conseguí hacer un reconocimiento más maduro de mis expectativas, de mí mismo y de la sociedad en la que vivía —a lo que mucho me ayudó, de manera dolorosa pero rápida y eficiente, el año que pasé en Angola y a lo largo del cual conocí no sólo el miedo (algo muy personal, pero que muchas personas padecimos), sino también la verdadera pobreza material, y las miserias y bondades de los seres humanos, manifestadas en sus estados más consolidados y patentes.

En aquella época, aunque escribí muy poco —sobre todo en la etapa de Juventud Rebelde, cuando fui cariñosa y peligrosamente absorbido por la labor periodística—, junto a otros escritores de mi generación, fui perfilando unos intereses literarios que mucho tenían que ver con nuestras propias experiencias, pero también con una lógica reacción a lo que se había escrito en Cuba, y cómo se había escrito, en los años anteriores, los del terrible decenio negro. Una incipiente conciencia de que la política y la literatura debían tener existencias independientes, de que el hombre y sus dramas pueden o deben ser el centro de la creación artística, y de que mirar críticamente el entorno era una responsabilidad posible para el escritor, fueron moldeando unos intereses colectivos y haciéndose patentes en las obras que, con mayor o menor fortuna artística, creamos y hasta publicamos en esos tiempos, no sin ciertos sobresaltos, aunque en realidad atenuados respecto al pasado inmediato.

Pero (por la dichosa conjunción cósmica o por una simple necesidad histórico-concreta) sería la década de 1990 la de mi conversión real y definitiva en un escritor, por supuesto que cubano y que viviría en Cuba, con el colofón de llegar a ser, a partir de 1995, un escritor profesional... Sería aquella época, además, y por cierto, la de la caída del Muro de Berlín, el tambaleo y derrumbe de la hermana Unión Soviética, y la de los tiempos más álgidos del Periodo Especial. Si en medio de aquellas catástrofes, que tuvieron efectos tan directos como la falta —entre otras cosas— de electricidad, comida y transporte, además de la paralización de la industria cultural y editorial del país, si en medio de tantas incertidumbres continué siendo un escritor cubano que vivía en Cuba quizás se deba, sobre todo, a que la primera pregunta de las que me obsesionan —es decir, ¿por qué soy cubano?— colocó en las balanzas posibles todo su peso específico a través de un sentido de pertenencia y porque ya era un escritor cubano (a esas alturas ya difícilmente podía ser otra cosa) y mi intención era ser un escritor cubano que escribiera sobre Cuba, con la mayor libertad y sinceridad posibles, un creador empeñado en reflejar los conflictos (al menos algunos de ellos) de mi sociedad y asumiendo los riesgos inherentes a tal empeño. Y, atado a mis pertenencias y para conseguir ese propósito literario, decidí personal, soberana y conscientemente quedarme en Cuba y, a pesar de las carencias e incertidumbres que nos tocaban las puertas a casi todos, y hasta a pesar de mis propios miedos, escribir en Cuba y sobre Cuba.

Fue la práctica de la literatura la que me salvó entonces de la locura y la desesperación a la que me abocaba el medio ambiente. Entre 1990 y 1995, mientras fungía como jefe de redacción de La Gaceta de Cuba y tres veces a la semana hacía en bicicleta el recorrido de treinta kilómetros Mantilla-Vedado-Mantilla, en invierno y en verano, en seca o en lluvia, la escritura se convirtió en mi refugio y escribí en ese periodo tres novelas (Pasado perfecto, Vientos de cuaresma y Máscaras), un libro de cuentos, mi largo ensayo sobre Carpentier y lo real maravilloso, tres o cuatro guiones de cine y hasta organicé dos libros con mi periodismo de los años anteriores y una antología de cuentistas cubanos, El submarino amarillo. Gracias a la literatura viajé a España, México, Colombia, Argentina, Italia, Estados Unidos. Gracias a la literatura y a esos viajes y al pasaporte uruguayo de Daniel Chavarría pude comprarme una computadora y hasta una lavadora y algunas bandejas de picadillo de res en las tiendas donde se expendían productos en divisas, cerradas entonces para los cubanos, pero con un resquicio abierto para los escritores cubanos que vivíamos en Cuba y obteníamos alguna moneda fuerte de nuestras estancias en el extranjero, cuando esa moneda era convenientemente trocada en unos cheques rojizos que nos permitían acceder a aquel privilegio que, aunque no incluía las computadoras, nos salvaba de la inanición y de la cárcel (cuando allá podías terminar por andar por la calle con unos dólares en el bolsillo).

Es hora ya de advertir que, si para hablar de lo que ha sido y, sobre todo, de lo que es la práctica de la literatura en Cuba a estas alturas del siglo XXI, parto de un recuento de caminos forzados por la realidad, avatares sociales y económicos y, al fin, de decisiones personales, se debe a la percepción de que mi relación con el entorno y mi experiencia individual como escritor cubano que ha vivido y vive en la isla, recibió y ha recibido a lo largo de treinta años el peso y la presión de todas las circunstancias por las que ha ido pasando el ejercicio de este arte en el país. Una influencia que, de muchas maneras, ha condicionado mis expectativas y necesidades de creador y de ciudadano perteneciente a una generación muy específica de cubanos: la que nació en la década de 1950, estudió en las universidades durante el crítico periodo de los setenta y entró en la literatura insular, con una tímida ruptura, en los años de 1980. La generación que, en el momento de su madurez y posible eclosión, vio alterado su desarrollo o evolución con la llegada del eufemísticamente bautizado Periodo Especial que marcó la última década del siglo XX y proyectó su espectro hasta este presente de hoy, de ahora mismo, la generación literaria cubana que tal vez con mayor encono recibió los golpes pero también los beneficios —sí, los beneficios— de esos años que el solo hecho de recordarlos da hambre, calor y hasta riesgos de sufrir una polineuritis cegadora que, como una plaga silenciosa, comenzó a invadir la isla.

Porque en medio de aquel caos, locura, lucha por la supervivencia pura y dura que se instauró en el país, mientras escribía como un loco para no volverme loco, algo comenzó a cambiar en la condición del escritor cubano que vivía en Cuba, movida por la presión de esa especie cultural —los escritores— que, por supuesto, ya no era tan abundante como en los días de 1970 y 1980, por varias razones: 1) porque publicar un libro en una editorial nacional o regional se convirtió en algo excepcional y muchos dejaron de intentarlo; 2) porque muchos “escritores” emergidos en los setenta, en verdad no lo eran tanto y se evaporaron; y 3) porque otros muchos de los escritores cubanos que vivían en Cuba cambiaron su condición por la de escritores cubanos que vivían fuera de Cuba o, como se les ha dado en llamar, escritores de la diáspora o el exilio (una relación, lamentablemente desactualizada, aparece en el epílogo al Informe contra mí mismo, del entrañable y ya desaparecido Lichi Diego, alias Eliseo Alberto).

Lo que se movió en el territorio de la creación y específicamente de la literatura cubana fue una suma de circunstancias materiales y espirituales capaces, en su conjunto, de redefinir la situación del escritor que vivía en Cuba y alterar de modo bastante radical el contenido y las intenciones de su obra. Entre esos elementos estuvo la ya mencionada paralización de la industria editorial del país, lo que obligó a los escritores a buscar por el mundo un premio literario que los salvara de la inopia y, a la vez, una vía para estampar sus obras, sin que, por primera vez en tres décadas, aquellas intenciones editoriales se convirtieran en un pecado, punible como todos los pecados. Por supuesto, esta relación diferente con el presunto o al fin encontrado editor extranjero contribuyó a crear una dinámica a su vez diferente, menos prejuiciada, entre el escritor y su obra, pues esta última ya no estaba destinada, al menos en primera instancia, a un editor cubano que podría leerla como un funcionario del Estado cubano y, desde tal perspectiva comprometida y condicionante, admitirla o rechazarla. Pero habría que sumar a estos dos elementos otros de carácter social y espiritual que marcarían la época: el desencanto, el cansancio histórico, la revisión crítica de la sociedad y sus actores a que nos abocaron la crisis y el conocimiento de nuestra y otras realidades, de algunas verdades ni siquiera sospechadas en toda su dimensión y los propios cambios en una sociedad que estaba sufriendo violentas contracciones y dando origen a actitudes y necesidades antes sumergidas o incluso inexistentes… El resultado de todas esas revulsiones fue una literatura que muy pocos, quizás nadie, podía concebir o imaginar en los años anteriores, una literatura de indagación social, de fuerte vocación crítica, incluso en muchas ocasiones de disenso con el discurso oficial, que con su carácter y búsquedas marca los rumbos que ha seguido desde aquellos años finales del siglo XX hasta estos ya no tan iniciales del siglo XXI lo que puede considerarse el mainstream de la literatura cubana. Y en ese rubro incluyo, por supuesto, la que escriben los que viven en Cuba y los que viven fuera de Cuba, la que se publica y distribuye en Cuba y la que se edita fuera de la isla. Una creación que, justo es decirlo, muchas veces consiguió ser estampada y distribuida en Cuba, gracias a una percepción más realista del entorno y de las necesidades de expresión artística por parte de las autoridades culturales del país.

Esa literatura que se comenzó a escribir y publicar en la década de 1990, y de la cual yo participé, se propuso indagar en rincones oscuros o inexplorados de la realidad nacional, mirar críticamente hacia el pasado, bajar a los fondos de la sociedad en que vivíamos, encontrar respuestas a preguntas existenciales, sociales y hasta políticas a las circunstancias que habíamos atravesado y trastocado muchas estructuras de la sociedad, especialmente en el orden ético. Varios de los escritores de ese momento consiguieron el propósito de encontrar casas editoriales fuera de la isla, entidades que publicaron y promovieron su obra, y les confirieron un nuevo sentido de independencia, tanto literaria como económica. En el terreno de lo artístico tal independencia se manifestó en una creación cada vez menos condicionada a lo establecido, más abiertamente crítica incluso, o sencillamente, más personal. En el plano de lo económico permitió la profesionalización de algunos escritores y la posibilidad o cuando menos el anhelo de conseguirlo de muchos otros, una condición impensable hasta la década de 1980 y que, por supuesto, confería otra dosis de independencia al escritor cubano que vivía y escribía en Cuba.

En medio de esa nueva circunstancia nacional, tal vez el mayor error de esta literatura más desenfadada o desencantada o intencionadamente crítica haya sido su falta (o la incapacidad de algunos de sus creadores) de una perspectiva más universal, es decir, menos localista. La insistencia en determinados mundos sociales, personajes representativos, problemáticas específicas y modos expresivos que se tornaron repetitivos, hizo que una parte notable de esta literatura se encallara en lo inmediato, en las tan peculiares peculiaridades cubanas, y creó una retórica que, al pasar el momento de júbilo internacional por esa nueva literatura creada en la isla, en especial la novelística, cortó o dificultó el acceso a las editoriales foráneas (las cuales viven sus propias crisis) de nuevos escritores cubanos que viven en Cuba y escriben sobre Cuba.
Pero sobre esta creación, desde los años finales del siglo pasado y sobre todo en los que corren del presente han gravitado otras condiciones que, a mi juicio, están afectando su desarrollo.

Ante todo está la certeza de que la escritura en Cuba es un acto o vocación de fe, un ejercicio casi místico. En un país donde la publicación, distribución, comercialización y promoción de la literatura funciona de acuerdo a coyunturas por lo general extraartísticas y no comerciales, búsqueda de equilibrios culturales y hasta códigos aleatorios de imposible sistematización, la situación del escritor y su papel se vuelven inestables y difíciles de sostener. Los escritores que sólo publican en Cuba reciben por sus obras unos derechos retribuidos en la cada vez más devaluada moneda nacional —en función de lo que se puede adquirir con ella—, cantidades pagadas muchas veces con relativa independencia de la calidad de su obra o de la aceptación pública que consiga. Estos derechos de autor, por supuesto, hacen casi imposible la opción por la profesionalización de los escritores (lo cual, justo es recordarlo, resulta bastante común en todo el mundo), lo cual puede incidir en la calidad de la obra emprendida. ¿Con qué recursos cuenta un escritor cubano para dedicar, digamos, tres o cuatro años a la escritura de una novela que requiera de ese tiempo de elaboración? Resulta evidente que no puede depender sólo de sus derechos en pesos cubanos y que debe buscar otras alternativas laborales o profesionales con las cuales ganarse la vida o en las cuales desgastarse la vida mientras dedica el tiempo restante a la creación. El estado calamitoso de la novela cubana de los últimos años puede o no tener una relación directa con esta situación existencial y económica (imposible de revertir o al menos de aliviar mientras no cambie toda la “situación económica” o el “momento histórico”), pero su estado de deterioro puede ser visible, por ejemplo, si contamos cuántas obras de este género, el más leído y publicado en el mundo, obtienen los premios anuales de la Crítica Literaria, un rasero subjetivo pero posible para medir las calidades de lo que se difunde a través de las casas editoras del país, o cuántas logran entrar en los circuitos editoriales foráneos más reconocidos y con mayor presencia comercial.

Otra cuestión que afecta al escritor cubano desde hace décadas, pero que se ha agudizado en los últimos tiempos, es su lamentable desinformación respecto a la literatura que se está creando en otras latitudes. Todos los lectores cubanos, todos los escritores que vivimos en la isla, padecemos de esta desactualización porque, incluso en el caso de los más enterados, siempre su relación con lo que se lee en el mundo resulta aleatoria, dependiente no de sus necesidades sino de sus posibilidades de comprar o encontrarse con determinados autores y obras que, en ningún caso, se publican o distribuyen normalmente en el país. De esta forma, el escritor cubano del siglo XXI que vive en Cuba —donde tiene un precario acceso a internet, o simplemente no lo tiene—, se mueve a bastonazos de ciego por el universo de la literatura de su tiempo, en la cual debe insertarse y con la cual debe compartir el mercado, si logra llegar a abrir alguna puerta de esa instancia tan satanizada pero a la vez tan necesaria, incluso para la creación y la promoción nacional e internacional de la literatura.

No se puede olvidar tampoco que con mucha frecuencia el escritor cubano que vive en Cuba y escribe en Cuba debe además enfrentar una muy deficiente política promocional, entre otras razones por la propia inexistencia de un mercado del libro dentro del país, pero también, entre otros factores, por el ruinoso estado de la crítica literaria doméstica y por la todavía presente, en estos tiempos de cambio de mentalidad y de muchas otras cosas, sospecha política a la que puede verse sometido si su obra no es complaciente con los preceptos de la ortodoxia fundada en aquellos lejanos pero todavía (para algunas mentes) actuantes límites de lo “correcto” o lo “conveniente” patentados en los años 1970. La suma de estos elementos ha creado, en contra de la propia validación de la literatura que se hace en el país, la sensación de que por dos generaciones la isla apenas ha dado —o simplemente no ha dado— escritores de importancia, provocando una falsa imagen de vacío —que hacia dentro de Cuba se potencia con la marginación editorial, todavía sostenida, de la mayoría de los autores de la diáspora.

Aunque no lo deseaba especialmente, para hacer más evidente esta situación de la promoción del escritor, debo volver ahora a la experiencia personal para ejemplificar cómo puede funcionar la realidad antes descrita... Cuando la Casa de las Américas me invitó a ser el escritor que protagonizara la Semana de Autor del año 2012, más aún, el primer escritor cubano al que se le dedicara una Semana de Autor, mi previsible reacción fue de asombro. Como suelo hacer, comencé a preguntarme cosas y la primera cuestión fue: ¿por qué yo y no otros escritores más reconocidos o institucionalizados, figuras que incluso exhiben premios nacionales en sus currículos? Antes de hacerme más preguntas, dije a la dirección de la Casa que sí, por supuesto que sí aceptaba, con mucho orgullo, el honor y reconocimiento a un trabajo que una acción como la Semana de Autor representa, pero a la vez no pude dejar de recordar que un año atrás, cuando la Maison de América Latina de París, el Pen Club francés y la sociedad de amigos de Roger Caillois me entregó el premio que lleva el nombre de ese importante escritor, ningún medio oficial nacional se acercó a mí o promovió, como se promueven otros acontecimientos o acciones, un suceso que me desbordaba como escritor y entrañaba, como es evidente, un reconocimiento para la literatura cubana, sobre todo la que se hace en Cuba por los escritores que vivimos en Cuba. Porque, en la lista de los anteriores galardonados con el premio —ninguno cubano— aparecían los nombres, entre otros, de Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Álvaro Mutis, Adolfo Bioy Casares… y ahora el de un cubano que sigue escribiendo y viviendo en Cuba.

No se puede olvidar, al recorrer la situación actual del escritor cubano que vive en Cuba y anotar algunas de sus tribulaciones y logros, el más esencial de los elementos que, a mi juicio, definen su carácter y, sobre todo, el de su obra. A diferencia de otros países, donde los escritores más notables o activos suelen tener una presencia social o artística gracias al soporte de los medios de mayor circulación o prestigio, el escritor cubano apenas tiene su obra y alguna que otra entrevista como vía para expresar su relación con el mundo, con su realidad, con sus obsesiones. Muchas veces la obra literaria se ve obligada a asumir entonces roles más ambiciosos y complicados de los que normalmente le competen, y funciona —o se le hace funcionar— como instrumento de indagación social y como medio para testimoniar una realidad que, de otra forma, no tendría un reflejo que la fijara y diseccionara. El escritor cubano que vive en Cuba, y día con día enfrenta la realidad del país, con sus cambios, evoluciones, reacciones sociales y sueños personales realizados o frustrados, se ha convertido en uno de los más importantes recolectores de la memoria del presente que tendrá el futuro. Esta responsabilidad añadida a la propia responsabilidad literaria confiere al escritor un compromiso civil que le da una dimensión más trascendente a su trabajo. Escribir sobre Cuba, sobre lo que ha sido y es Cuba y lo que son los cubanos de ayer y de hoy, con la sinceridad y profundidad que merecen esas entidades sociohistóricas y humanas, es tal vez la tarea más compleja y a la vez satisfactoria que puede enfrentar el escritor cubano que vive en esta Cuba del siglo XXI. Porque es un deber con los cubanos y con la nación, con la verdad, la historia y la memoria, porque es su destino, y porque si alguna vez ese escritor se pregunta ¿por qué soy cubano?, ¿por qué soy un escritor cubano? y ¿por qué soy un escritor cubano que vive en Cuba?, también podría cambiar el “por qué” en un “para qué” y quizás encontrar sus propias respuestas. Unas respuestas que incluso podrían estar más cercanas a las predestinaciones cósmicas, pero también al papel social que ha asumido con esa vocación de fe que es la práctica de la literatura en esta Cuba que se adentra, como el resto del mundo al que pertenece, en un inseguro y caótico siglo XXI.

Mantilla, noviembre de 2012 

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